2
Cansada de esperar al viejo, Renata aparta
en un plato de barro el arroz y las tajadas de plátano y come en la olla, a la
luz de la vela, pues cortan la electricidad con frecuencia. Renata imagina la
corriente como una vieja cuyos huesos doloridos no le permiten subir a los
barrios más miserables o como una serpiente que puede racionarse con un
cuchillo: los trozos gordos para el centro y los paraísos de los pudientes, las
migajas para los barrios pobres. Los niños juegan con la luna en la calle hasta
las nueve y luego se van a la cama. Una pareja de gatos copula en el tejado. La
hembra chilla como una niña. Cuando Renata va a lavarse la boca en la caneca
del patio, la luna redonda platea sus brazos, se refleja en el agua y se
deshilacha al contacto de sus manos. Daniel Montes respira en su oreja como un
caballo, Daniel es un caballo en el palpitante ajedrez de sus días y sus
noches, Daniel galopa sobre su cuerpo empapándola de sudor y semen. Ay, Dino,
concédeme una tregua, déjame respirar. Daniel atraviesa a caballo el bosque de
la noche, derribando pájaros dormidos y aplastando insectos, hasta que el árbol
lo atrapa por los cabellos. Renata ve su cuerpo balanceándose en el árbol del
patio vecino, los cabellos enredados en las ramas. Aunque no aprecia con nitidez
los rasgos, sabe que se trata de Daniel: conoce de memoria el cuerpo amado. No te veré morir. Sumerge la cara en el
pozo de sus manos juntas para espantar la visión y se lava los brazos. Voy a
terminar loca, Saltamontes, se dice, santiguándose. En la imagen de la luna que
se rehace en el agua, distingue temblorosos rasgos de Daniel. Regresa secándose
con el vuelo del vestido. El macho se separa de la hembra y escapa por los
tejados para salvar el pellejo. El viejo aún no aparece, cosa rara que se demore
en la calle, su hija Renata tendrá que levantarse a calentarle la comida y verlo
cabecear con el plato en la mano hasta que se derrumbe sobre el piso. Está
bien, Dino, como quieras. Desnuda, una mano en los senos firmes, se inclina a
esculcar con la diestra la caja de la ropa, localiza el camisón, acomoda el
cuerpo como un animal en su guarida y entra a la cama. Recita de memoria un
poema de Neruda. Casi al final, olvida una línea. Busca el manoseado volumen de
Los versos del capitán, un obsequio
de Daniel, y corrige el vacío. Vuelve a decirse el poema sin tropiezo alguno. Recoge
las relucientes piezas de madera de un ajedrez recién comprado, otro obsequio
de Daniel, y las guarda en su propia caja. Todos se sacrifican por el rey. Se
dirige a la puerta y sin pensarlo dos veces arroja la caja a la calle. Como
animal hambriento, la caja se abre en el aire y las piezas escapan de su
vientre y se desparraman sobre la tierra cruda sin orden ni jerarquía. Un rey
no merece tanto, de ninguna manera. Renata da vueltas por el cuarto, animal
enjaulado. No lo merece todo, por más rey que sea, al carajo con el rey.
Arrepentida, vuelve a la puerta, pero la caja y las piezas han desaparecido. Nunca
pude con ese bendito juego. Daniel Montes no consiguió iniciarla en sus misterios
ni con poemas de Borges. Torres y alfiles, caballos y peones, con sus
particulares maneras de moverse, enredan el juego hasta el dolor de cabeza. Y además
una reina loca, peligrosa, que se mueve sobre el tablero de los días y las
noches como se le da la gana, veloz y certera como una flecha, pero una reina
al servicio de su majestad, el lento y torpe rey. Renata no admite que una
reina, con tantas virtudes, la más preciada de los posesiones, no se atreva a
fundar y defender su propio reino. En un cuaderno, con letras gordas y
redondas, fruto de numerosas planas, le escribe una carta a Daniel Montes, aceptando
su destino de mujer sola, luego arranca la hoja y la acerca a la lumbre. Sólo cenizas hallarás de todo lo que fue mi
amor. ¿Cómo dice el resto de la canción? Querido Daniel, perverso mío,
Saltamontes del abismo, maldito cuerpo de mis delirios, enredado ajedrez, miserable
hijo de perra. No me abrazarás nunca como esa noche en el Callejón de los
Ciegos, no te abriré las piernas, no volverá a mojarme la sangre entre los
muslos. En la primera página, con su enredada e indescifrable letra, Daniel ha
copiado unas líneas de Quevedo, un poeta de otro siglo: Y lo que llamáis morir es acabar de morir, y lo que llamáis nacer es
empezar a morir, y lo que llamáis vivir es morir viviendo. Hablaban raro
entonces. Y en la última página, como para adueñarse de todos los pensamientos
de Renata, otra vez Daniel: Suelo
buscarme en la ciudad que pasa como un barco de locos por la noche. Renata
se preguntó si tan bellos versos serían de Eduardo Cote, el poeta que un
amanecer, cuando bajaba de una fiesta en Pamplona, se estrelló contra un árbol
en La Garita. ¿O eran del otro? ¿De Jorge Gaitán? De niña, Renata creía que los
pensamientos revoloteaban como pájaros o lenguas de fuego. Se tapaba las orejas
para esquivar los pensamientos ajenos: los malos pensamientos, los pecaminosos,
los mortales. Ahora se pregunta cómo podría reconocerlos una niña ignorante, y
si no sería una delicia dejarse poseer precisamente por tales pensamientos.
Dejarse lamer por las lenguas de fuego. Ahí te van mis malditos pensamientos,
Dino. La hoja, negra ahora, se deshace. Renata apaga la vela de un solo soplo,
estira las piernas bajo las cobijas y sus pies se topan, se acarician para
abrigarse, animalitos melosos. Está bien, Dino. Ay, maldito Daniel, dueño y
señor de su cuerpo y sus pensamientos. Enciende la vela, escribe otra carta, la
misma carta, apaga y duerme.
4
Sueña con hombres que se enfrentan a
muerte en un campo de niebla. Guerreros medievales que bañan sus espadas con la
sangre del enemigo.
Soy la niebla, se dice Renata. La
niebla herida.
Numerosos pájaros negros graznan, desdibujados,
hambrientos. Unos, que han perdido parte de sus plumas en recientes combates,
heridos y esqueléticos, se ven más amenazantes que otros.
Sabe que el último guerrero la llevará de la mano hasta
un río interminable. Al otro lado del río comienza el paraíso.
Renata despierta antes de ver el rostro del último
guerrero de la niebla.
Dos borrachos pasan cantando, abrazados, tambaleándose,
sosteniéndose el uno al otro. Se detienen a orinar en la esquina.
–Yo a usted lo quiero, hijueputa –dice uno.
–Compadre –dice el otro.
El claro de luna cae a la cama vacía. Otra pareja de
gatos lascivos en el tejado. ¿O será la misma gata, que ya olvidó el dolor de
la penetración? ¿O será el mismo gato, que vuelve a arriesgar su vida con otra
hembra lujuriosa? Renata enciende la vela aunque no la necesita, y se dirige a
la puerta. La luna hambrienta muerde una nube. La calle sola, larga y angosta,
y el viejo nada que aparece. Un perro. La brisa agita la llama hasta apagarla.
Después de tantos años, Renata puede recorrer la casa sin abrir los ojos, puede
localizar cualquier objeto si quiere: las ollas, los platos, la mesa sin
pintar, las tres sillas de madera y cuero de vaca sin curtir. Cierra la puerta
y vuelve a la cama. Tendida, sintiendo su propio respirar, se entretiene en el
vientre. Si me lo sacara, dice, sin papá no lo quiero. Te quiero a ti, Dino
malvado. Me hacías reír, payaso, me despertaste toda. Sube las manos a los
senos. Quiero mi cuerpo porque pude dártelo. Amasa los pezones, harina de los sueños.
Todo me gustaba, Dino, como me rajabas la carne y luego el alivio de tu lengua,
embriagador. El amor de los domingos en la tarde, las noches más allá del
seminario. Abierta a ti y al viento. Querías comerte la luna. Aullabas y te
estrujabas el sexo, loco y desnudo entre los árboles. Íbamos en bicicleta hasta
La Lejía a contemplar los aviones y me hacías creer que volaríamos a París,
donde no me dejarías usar ropa porque todo el día me estarías pintando y toda
la noche me harías el amor, qué fatigada vida, qué salvaje y disparatada vida.
Me apoyaría en la ventana a contemplar la torre, con el culo al aire, para que
te regodearas con el pincel. Me enseñaste y me acostumbraste, vivía como
dormida. En la catedral encendí miles de veladoras, maldito. Cuando las
primeras se consumían, ya se habían encendido las otras para que guiaran por el
buen camino al ángel de nuestro amor. Me volví tu dulce animal de compañía. Ay,
maldita sea. Ah, tu sal en mi lengua, la materia de tus tormentos en mi boca. Abriste
mis ventanas, entraste sin permiso y, como el viento, desordenaste mi casa. Renata
se muerde, se voltea bocabajo, agarra la almohada por los extremos. Era tu reina,
Dino, era tu esclava, Saltamontes, tu perra, miserable dueño de mi destino. ¿Nunca
más? Me lo sacaré, no quiero un recuerdo así.
¿Qué pasaría con el viejo?
Qué feroz recordarte, y la mano desciende al sexo, hurga.
Quiere que el sueño la lleve a otra parte. Me lo sacaré a golpes para que te
remuerda, bufón de mierda.
12
Dino fue la chispa y el incendio. Como quien consiente
los desmanes del ladrón para salvar el pellejo, Renata contempló la minuciosa
exploración de su propio cuerpo. En un principio, inmóvil, expectante, torpe, y
luego anhelosa, ciega, arrastrada por una sed imprevista. Leyendo el poema de
Neruda sobre un insecto ansioso, Dino la recorría con la boca de punta a punta.
Uno tras otro, depositó doce besos en sus rincones secretos, pervirtiendo así
una historia que años atrás le habían enseñado en la escuela, Los besos de María, de Arciniegas, y que
trata de un hombre que antes de partir a la guerra deja al cuidado de su amada
una tanda de besos. Discutieron, muertos de risa, la ubicación de los besos,
castos según Renata y libres según Dino, y nunca llegaron a un acuerdo. En todo
caso, los besos de la historia se perdieron en distintas circunstancias
mientras el dueño repartía bala en tierra ajena. Al volver, como era de
esperarse, el hombre no reconoció a María sin los besos, averiguó en el
periódico dónde había otra guerra y desapareció del mapa.
Dino, Daniel Montes para otros, le espantó el miedo y
provocó un incendio voraz, abrasador, avasallante.
De niña había leído ese letrero difícil de entender, El amor es puto. Muchas calles después
encontró otro tan claro como el agua, La
piel es de quien la eriza, y ni siquiera se detuvo a pensarlo. Ahora sabía
que los besos, como la tierra, pertenecen a quien los trabaja.
–Me saliste garosa.
–¿No era lo que esperabas?
–Te vi el hambre desde el principio.
–Tenía hambre pero no sabía de qué.
Mientras atravesaba el parque, con una sombrilla abierta
y un paquete apretado contra el pecho, Renata lo vio por vez primera entre
otros niños bonitos, acostado en la hierba, hablándole a una niña rubia, y
entonces no había manera de sospechar las consecuencias de la mirada.
No pudo apartar los ojos.
Dino al fin se dio cuenta y Renata se sintió avergonzada.
Escapó como una coneja. Después escuchó la voz pero no se detuvo. Casi corría cuando
dobló la esquina, con la voz cada vez más cerca.
–De todas maneras, niña, te voy a alcanzar –dijo la voz.
Se detuvo y Dino llegó acezante. Como un perro detrás de
un hueso.
Soy el hueso de este perro, pensó Renata.
–¿Quieres matarme? –dijo Dino.
–No, no todavía –dijo Renata, y no supo por qué lo decía.
–¿Cuándo? –preguntó Dino–. ¿Esta noche?
Renata sintió la necesidad de aclarar:
–No soy de esas.
El otro quiso saber de cuáles. Renata no sabía.
–De las que tú crees –dijo.
Dino prefirió cambiar de estrategia:
–¿Me aceptas un café?
Dónde, quiso saber Renata. De pronto ya no tenía prisa.
Algo había terminado. Cierta búsqueda. Y algo comenzaba. Algo terrible. Pero
qué.
Antes de entrar a la cafetería se les atravesó la niña rubia
del parque, Mónica Durazno, con las teticas casi al aire. Dino se vio obligado
a presentarlas.
–Ay, Dino, entonces no pases, tengo una comida.
Mónica se alejó batiendo el trasero.
Pidieron café.
Nada más.
–Mónica Durazno –dijo Renata–. Qué tierna, qué dulce,
pero deberías comprarle un sostén.
–Todos la muerden –añadió Dino.
–¿Todos?
–Lo único que permanece intacto con Mónica son los libros
–preciso Dino, disimulando la amargura–. Nunca se abren.
Renata rio como una niña.
La sombrilla resbaló de sus manos. Tambaleándose, Renata
se agachó a recogerla y Daniel tuvo que sostenerla de un brazo para que no
cayera al piso. Entonces resbaló el paquete.
–¿Qué es?
–Unos tacones que debo entregar a una señora.
La risa había hecho espacio a la vergüenza.
–Soy torpe –dijo Renata.
–Qué delicia –dijo Dino, saboreando el café, sin
despegarle la mirada.
Y Renata sintió eso precisamente, que Dino la estaba
saboreando, y le gustó.
Esa misma noche, en sueños, le dijo:
–Soy Renata Durazno, muérdeme.
15
No, ya no. Renata enciende el fogón. Revolcada por una
larga noche en duermevela, entre la rabia y las preocupaciones, fastidiada por
los gatos lascivos, es otra.
Relee la carta para Dino y se le antoja absurda. Arranca
la hoja y la rompe.
–Cuídate de los caballos, Daniel Montes.
Mientras trae el agua, se pregunta a qué horas vendrá el
viejo, que no pasa las noches por fuera. La niebla del amanecer cubre el patio.
Qué va, ese no visita mujeres, ya no es un gato, sus garras perdieron el filo.
Viejo necio, caprichoso, con sus épocas de caballero y sus épocas de vagabundo.
Se descuida con el paso de los años, se encapricha con las peores prendas, se
deja caer. Ya ni siquiera permite que le cosa un botón.
Renata escupe para apartar de su boca las plumas del
sueño. Casi al amanecer, soñó que un pájaro se desplumaba a picotazos en el
triste esqueleto de un árbol. Al final, sólo era una pelota de sangre. El agua
del café hierve y todavía no aparece el viejo. Renata apaga el fogón y bebe el
café sin azúcar. Mantiene intacto el plato del viejo: el arroz y las tajadas de
plátano. Se saca el camisón. Dino, te gustaba que me paseara desnuda,
prometiste pintarme, te gustaba verme los pies, lamerme toda en el altar de la
adoración. Fui tu reina blanca, tu flor de albahaca. Me mostrabas revistas de
parejas desnudas y hacíamos de todo. Fui tu esclava negra, tu María Renata. Hoy
me pongo el vestido morado, me aprieta. Te gustaba, Dino, alguna vez le
arrancaste los botones. ¿Cuántas veces me llevaste al aeropuerto para hacerme
volar viendo aviones? Llegaba con la lengua fuera y las piernas encalambradas
de tanto pedalear, pero me olvidaba de todo cuando te pegabas a mis nalgas y me
rozabas los pezones como si no te dieras cuenta. Por supuesto, volaba.
Peinándose, ceñida por el vestido morado, decide buscar
al viejo. Tal vez se emborrachó, tal vez lo metieron al pote. O lo robaron. Lo
tandearon. Dios mío, estará agonizando en una cuneta. No, ya lo sabría, las
malas noticias vuelan. Dijo que iba a vender el crucifijo. Esa platica ya se
perdió. Borracho, toda la vida. Viejo terco. Quiere verlo llegar así sea
rascado, untado de vómito, con la camisa por fuera y como si lo acabaran de
mechonear, pero que llegue. Más terco que una mula.
Renata se recoge el cabello con una cinta morada y sale a
buscar al viejo. Es sábado, hace frío. El chal, dice Renata, y se devuelve. Una
mujer ata el zapato de un niño. Se saludan. Renata entra a su casa y sale de
inmediato con el chal. “Coneja”, grita alguien desde una ventana. Renata no
voltea a mirar. No es una coneja, al menos no la maldita coneja de su patio. Se
introduce en la niebla. Seguro que lo tendré. Así no quieras. Así no te vuelva
a ver. Así no me quieras, Dino. Se extravía en la niebla de Pamplona y su hijo
la acompaña.
Triunfo Arciniegas
Dulce animal de compañía
Bogotá, Alfaguara, 2019, pp. 13-17