Raymond Carver
Los dos habíamos estado involucrados con otras personas esa primavera, pero cuando llegó junio y terminaron las clases decidimos poner en alquiler nuestra casa en Palo Alto y trasladarnos a la costa más al norte de California. Nuestro hijo, Richard, pasaría el verano en casa de la madre de Nancy, en Pasco, Washington, donde podría trabajar y ahorrar algo de dinero para la universidad. Ella estaba al tanto de la situación en casa y ya estaba buscándole un empleo por la temporada. Había hablado con un granjero que aceptó tomar a Richard para que juntara heno y arreglara alambrados. Un trabajo duro, pero Richard estaba conforme. Lo llevé a la terminal el día después de su graduación y me senté con él hasta que anunciaron su ómnibus. Su madre ya lo había despedido llorando y le había dado una larga carta que él debía entregar a la abuela en cuanto llegara. Prefirió quedarse terminando las valijas y esperando a la pareja que alquilaría nuestra casa. Yo compré el pasaje de Richard, se lo di y me senté a su lado en uno de los bancos de la terminal. En el viaje hasta allá habíamos hablado un poco de la situación.
—¿Van a divorciarse? —había preguntado él.
—No, si podemos evitarlo —le contesté. Era un sábado por la mañana y había poco tránsito—. Ninguno de los dos quiere llegar a eso. Por eso nos vamos; por eso no queremos ver a nadie durante el verano. Y por eso te enviamos con la abuela. Para no mencionar el hecho de que volverás con los bolsillos llenos de dinero. No queremos divorciarnos. Queremos estar solos y tratar de solucionar las cosas.
—¿Aún amas a mamá? Ella dice que te sigue queriendo.
—Por supuesto que la amo. Deberías saberlo a esta altura. Sólo que hemos tenido nuestra cuota de problemas, y necesitamos un poco de tiempo juntos, a solas. No te preocupes. Disfruta el verano y trabaja y ahorra un poco de dinero. Considéralo unas vacaciones de nosotros. Y trata de pescar. Hay muy buena pesca por allá.
—Y esquí acuático. Quiero aprender.
—Nunca hice esquí acuático. Haz un poco de eso también. Hazlo por mí.
Cuando anunciaron su ómnibus lo abracé y volví a decirle:
—No te preocupes. ¿Dónde está tu pasaje?
Él se palmeó el bolsillo de su campera. Lo acompañé hasta la fila frente al ómnibus, volví a abrazarlo y le di un beso en la mejilla. Adiós, papá, dijo él y me dio la espalda para que no viera sus lágrimas.
Al volver a casa, nuestras valijas y cajas estaban junto a la puerta. Nancy estaba en la cocina tomando café con los inquilinos, una joven pareja de estudiantes de posgrado de matemática, a quienes había visto por primera vez en mi vida pocos días antes, pero igual les di la mano a ambos y acepté una taza de café de Nancy mientras ella terminaba con la lista de indicaciones de lo que ellos debían hacer en la casa en nuestra ausencia y adónde debían enviarnos el correo. Su cara estaba tensa. La luz del sol avanzaba sobre la mesa a medida que pasaban los minutos. Finalmente todo pareció quedar en orden, y los dejé en la cocina para dedicarme a cargar nuestro equipaje en el coche. La casa a la que íbamos estaba completamente amueblada, hasta los utensilios de cocina, así que no necesitábamos llevar más que lo esencial.
Había hecho los quinientos kilómetros desde Palo Alto hasta Eureka tres semanas antes, y alquilado entonces la casa amueblada. Fui con Susan, la mujer con la que estaba saliendo. Nos quedamos en un motel a las puertas del pueblo durante tres noches, mientras recorría inmobiliarias y revisaba los clasificados. Ella me vio firmar el cheque por los tres meses de alquiler. Más tarde, en el motel, tirada en la cama con la mano en la frente, me dijo: “Envidio a tu esposa. Cuando hablan de la otra mujer, siempre dicen que es la esposa quien tiene los privilegios y el poder real, pero nunca me lo creí ni me importó. Ahora, en cambio, entiendo qué quieren decir. Y envidio a Nancy. Envidio la vida que tendrá a tu lado. Ojalá fuera yo la que va a estar contigo en esa casa todo el verano. Cómo me gustaría. Me siento tan gastada”. Yo me limité a acariciarle el pelo.
Nancy era alta, de pelo y ojos castaños, de piernas largas y espíritu generoso. Pero últimamente venía baja de espíritu y de generosidad. El hombre con el que estaba viéndose era colega mío, un divorciado de eterno traje con chaleco y pelo canoso, que bebía demasiado y a quien a veces le temblaban un poco las manos durante sus clases, según me contaron algunos de mis alumnos. Él y Nancy habían iniciado su romance en una fiesta, poco después de que ella descubriera mi infidelidad. Suena aburrido y cursi; es aburrido y cursi, pero así fue toda aquella primavera, nos consumió las energías y la concentración al punto de excluir todo lo demás. hasta que, en algún momento de abril, comenzamos a hacer planes para alquilar la casa e irnos todo el verano, los dos solos, a tratar de reparar lo que hubiera para reparar, si es que había algo. Los dos nos habíamos comprometido a no llamar, ni escribir, ni intentar el menor contacto con nuestros amantes. Hicimos los arreglos para Richard, encontramos los inquilinos para nuestra casa y yo miré en un mapa y enfilé hacia el norte desde San Francisco hasta Eureka, donde una inmobiliaria me encontró una casa amueblada en alquiler por el verano para una respetable pareja de mediana edad. Creo que incluso usé la expresión “segunda luna de miel”, Dios me perdone, mientras Susan fumaba y leía folletos turísticos en el auto estacionado fuera de la inmobiliaria.
Terminé de cargar las cosas en el coche y esperé que Nancy se despidiera por última vez en el porche. Yo saludé desde mi asiento y los inquilinos me devolvieron el saludo. Nancy se sentó y cerró su puerta. “Vamos”, dijo y yo arranqué. Al entrar en la autopista vimos un coche con el escape suelto y arrancando chispas del pavimento. “Mira”, dijo Nancy y esperamos hasta que el coche se salió de la autopista y frenó, antes de seguir viaje.
Paramos en un café cerca de Sebastopol. Estacioné y nos sentamos a una mesa frente a la ventana del fondo. Pedimos sandwiches y café, yo encendí un cigarrillo mientras Nancy deslizaba el dedo por las vetas de la madera de la mesa. Entonces noté un movimiento por la ventana y al mirar en esa dirección vi un colibrí en los arbustos allá afuera. Sus alas vibraban en un borroso frenesí mientras su pico se internaba en una de las flores.
—Mira, un colibrí —dije, pero antes de que Nancy levantara la cabeza el pájaro ya no estaba.
—¿Dónde? No veo nada.
—Estaba ahí hasta hace un momento. Ahí está. No; es otro, creo.
Nos quedamos mirando hasta que la camarera trajo nuestro pedido.
—Buena señal —dije—. Los colibríes traen suerte, ¿no?
—Creo haberlo oído en alguna parte —dijo Nancy—. No podría decir dónde pero sí, no nos vendría mal un poco de suerte.
—Una buena señal. Me alegro de que hayamos parado aquí.
Ella asintió, dejó pasar un largo minuto y probó su sandwich.
Llegamos a Eureka antes del anochecer. Pasamos el motel en la ruta donde había estado con Susan dos semanas antes, nos internamos por un camino que subía una colina que miraba al pueblo y pasamos frente a una estación de servicio y un almacén. Las llaves de la casa estaban en mi bolsillo. A nuestro alrededor sólo se veían colinas arboladas y praderas con ganado pastando.
—Me gusta —dijo Nancy—. No veo el momento de llegar.
—Estamos cerca —dije—. Es más allá de esa loma. Ahí —y enfilé el coche por un camino flanqueado de ligustros—. Ahí la tienes. ¿Qué opinas?
Esa misma pregunta le había hecho a Susan cuando hicimos el mismo camino para ver la casa por primera vez.
—Me gusta; es perfecta. Bajemos.
Miramos a nuestro alrededor en el jardín del frente antes de subir los escalones del porche. Abrí la puerta con la llave que traía y encendí las luces adentro. Recorrimos los dos dormitorios, el baño, el living con muebles viejos y chimenea y la cocina con vista al valle.
—¿Te parece bien?
—Me parece sencillamente maravillosa —dijo Nancy y sonrió—. Me alegra que la hayas encontrado. Me alegra que estemos aquí.
Abrió y cerró la heladera, luego pasó los dedos por la mesada de la cocina.
—Gracias a Dios está limpia. Ni siquiera hace falta una limpieza.
—Nada. Hasta nos pusieron sábanas limpias. La alquilan así.
—Tendremos que comprar algo de leña —dijo Nancy cuando volvimos al living—. Con noches así debemos usar la chimenea, ¿no?
—Mañana. Podemos hacer unas compras también. Y recorrer el pueblo.
Nancy me miró y dijo nuevamente:
—Me alegra que estemos aquí.
—Yo también —dije y abrí los brazos y ella vino hacia mí. Cuando la abracé sentí que temblaba. Le alcé el mentón y la besé en ambas mejillas.
—Me alegra que estemos aquí —repitió ella contra mi pecho.
Durante los días siguientes nos instalamos, recorrimos las calles del pueblo mirando vidrieras y dimos largos paseos por el bosque que se alzaba atrás de la casa. Compramos provisiones, yo encontré un aviso en el diario que ofrecía leña, llamé y poco después aparecieron dos muchachos de pelo largo en una camioneta que nos dejaron una carga de aliso en el garaje. Esa noche nos sentamos frente a la chimenea y hablamos de conseguir un perro.
—No quiero un cachorro —dijo Nancy—. No quiero nada que implique ir limpiando a su paso o rescatando lo que quiere mordisquear. Pero me gustaría un perro. Hace tanto que no tenemos uno... Creo que podríamos arreglarnos con un perro aquí.
—¿Y cuando volvamos, cuando termine el verano? —dije yo y entonces reformulé la pregunta: —¿Estás dispuesta a tener un perro en la ciudad?
—Ya veremos. Pero busquemos uno, mientras tanto. No sé lo que quiero hasta que lo veo. Revisemos los clasificados y veamos qué pasa.
Aunque los días siguientes seguimos hablando de perros y hasta señalando los que nos gustaban frente a las casas por las cuales pasábamos, no llegamos a nada y seguimos sin perro. Nancy llamó a su madre y le dio nuestra dirección y teléfono. Richard ya estaba trabajando y parecía contento, dijo la madre. Y ella se sentía bien. Nancy le contestó:
—Nosotros también. Esto es como una cura.
Un día íbamos por la ruta frente al océano y, desde una loma, vimos unas lagunas que formaban los médanos muy cerca del mar. Había gente pescando en la orilla y en un par de botes. Frené a un costado de la ruta y dije:
—Vamos a ver qué están pescando. Quizá valga la pena conseguirnos unas cañas y probar.
—Hace años que no vamos de pesca. Desde que Richard era chico, aquella vez que fuimos de campamento cerca del monte Shasta, ¿recuerdas?
—Me acuerdo. Y también me acuerdo de cuánto extraño pescar. Bajemos a ver qué están sacando.
—Truchas —dijo uno de los pescadores—. Trucha arcoiris y algún que otro salmón. Vienen en el invierno, cuando el mar horada los médanos. Y, con la primavera, cuando se cierra el paso, quedan atrapados. Es buena época, ésta. Hoy no pesqué nada pero el domingo saqué cuatro. De lo más sabrosos. Dan una batalla tremenda. Los de los botes creo que sacaron algo hoy, pero yo todavía no.
—¿Qué usan de carnada? —preguntó Nancy.
—Lo que sea. Lombrices, marlo de choclo, huevos de salmón. Basta tirar la línea y dejarla reposar hasta el fondo. Y estar atento.
Nos quedamos un rato pero el hombre no sacó nada y los de los botes tampoco. Sólo iban y venían por la laguna.
—Gracias. Y suerte —dije al fin.
—Que tengan suerte ustedes también. Los dos —contestó el hombre.
A la vuelta paramos en una casa de artículos deportivos y compramos unas cañas baratas, unos rollos de tanza y anzuelos y carnada. Sacamos una licencia también y decidimos ir de pesca la mañana siguiente. Pero esa noche, después de la cena y de lavar los platos y poner unos leños en la chimenea, Nancy dijo que no iba a funcionar.
—¿Por qué dices eso? ¿A qué te refieres?
—No va a funcionar, enfrentémoslo —dijo ella sacudiendo la cabeza—. No quiero ir a pescar y no quiero un perro. Creo que quiero ir a lo de mi madre y estar con Richard. Sola. Quiero estar sola. Extraño a Richard —dijo y empezó a llorar—. Es mi hijo, es mi bebé, y está creciendo y pronto se irá. Y lo extraño. Lo extraño.
—¿También extrañas a Del, a Del Schraeder, tu amante? ¿Lo extrañas a él también?
—Extraño a todo el mundo. A ti también. Hace mucho que te extraño. Te he extrañado tanto durante tanto tiempo que te he perdido. No sé cómo explicarlo mejor. Pero sé que te perdí. Ya no me perteneces.
—Nancy —dije..
—No, no —dijo ella y negó con la cabeza. Sentada en el sofá de frente al fuego siguió negando y negando y luego dijo: —Voy a tomar un avión para allá mañana. Cuando me haya ido puedes llamar a tu amante.
—No voy a hacer eso. No tengo la menor intención de hacer eso.
—Sí, lo harás. Vas a llamarla en cuanto me haya ido.
—Y tú vas a llamar a Del —dije. Y me sentí una basura por decirlo.
—Haz lo que quieras —dijo ella secándose las lágrimas con la manga—. Lo digo en serio. No quiero parecer una histérica, pero me iré mañana. Mejor me iré a acostar ahora; estoy exhausta. Lo lamento. Lo lamento mucho, por los dos. Pero no vamos a lograrlo. Ese pescador, hoy. Nos deseó suerte a los dos. Yo también nos deseo suerte. Vamos a necesitarla.
Entonces se encerró en el baño y dejó correr el agua. Yo salí a los escalones del porche y me senté a fumar un cigarrillo. Estaba oscuro y silencioso, apenas se veían las estrellas en el cielo. Jirones de niebla del océano ocultaban el valle y el pueblo allá abajo. Me puse a pensar en Susan. Oí que Nancy salía del baño y oí que se cerraba la puerta del dormitorio. Entonces entré y puse otro leño en la chimenea y esperé hasta que se avivara el fuego. Luego fui al otro dormitorio. Abrí la colcha y me quedé mirando el estampado floral de las sábanas. Me di una ducha, me puse el pijama y volví frente a la chimenea. La niebla ya llegaba a las ventanas del living. Fumé mirando el fuego y, cuando volví a mirar por la ventana, creí ver algo que se movía en la niebla.
Me acerqué a la ventana. Un caballo estaba pastando en el jardín, entre la niebla. Alzó la cabeza para mirarme y volvió a su tarea. Vi otro cerca del auto. Encendí la luz del porche y me quedé mirándolos. Eran caballos grandes, blancos, de largas crines, seguramente de alguna granja de los alrededores con algún alambrado caído y vaya a saberse cómo habían llegado hasta nuestra casa. Parecían estar disfrutando inmensamente su escapada. Pero se los notaba un poco nerviosos también: podía verles el blanco de los ojos desde la ventana. Sus orejas iban y venían al ritmo de sus mordiscos. Un tercer caballo apareció entonces y luego un cuarto, todos blancos, pastando en nuestro jardín.
Fui al dormitorio a despertar a Nancy. Tenía los ojos enrojecidos y los párpados hinchados, y se había puesto ruleros y había una valija abierta a los pies de la cama.
—Nancy, tienes que venir a ver esto. No vas a creerlo. Vamos, levántate.
—¿Qué pasa? Me estás lastimando. Qué pasa.
—Querida, tienes que ver esto. No voy a lastimarte. Perdona si te asusté. Pero tienes que levantarte y venir a ver esto.
Pocos minutos después estaba a mi lado en la ventana, atándose la bata.
—Dios, son hermosos. ¿De dónde vienen? Qué hermosos son.
—De alguna granja vecina, supongo. Voy a llamar al sheriff para que ubique al dueño. Pero quería que los vieras antes.
—¿Morderán? Me gustaría acariciar a aquél, el que acaba de mirarnos.
—No creo que muerdan. No parecen esa clase de caballos. Pero ponte algo encima si vamos a salir. Hace frío afuera.
Me puse la campera encima del pijama y esperé a Nancy. Abrí la puerta y salimos y nos acercamos caminando hasta ellos. Todos levantaron sus cabezas. Uno resopló y retrocedió unos pasos, pero volvió a tironear del pasto y mascar como los demás. Apoyé mi mano entre sus ojos y le palmeé los flancos y dejé que su hocico me oliera. Nancy estaba acariciando las crines de otro, mientras murmuraba: “¿De dónde vienes, caballito? ¿Dónde vives y qué haces aquí en medio de la noche?”, mientras el animal movía su cabeza como si entendiera.
—Será mejor que llame al sheriff —dije.
—Todavía no. Un rato más. Nunca veremos algo igual. Nunca, nunca tendremos caballos en nuestro jardín. Un rato más, Dan.
Poco después, mientras Nancy seguía yendo de uno a otro, palmeándolos y acariciándolos, uno de los caballos comenzó a rumbear hacia la ruta, más allá de nuestro auto y supe que era momento de llamar.
En pocos minutos vimos las luces de dos patrulleros en la niebla y poco después llegó una camioneta con un acoplado para caballos, de la que bajó un tipo con gamulán, que se acercó a los caballos y necesitó un lazo para lograr que entrara el último en el acoplado.
—¡No le haga daño! —dijo Nancy.
Cuando se fueron volvimos al living y yo dije que iba a hacer café y pregunté a Nancy si quería una taza.
—Te diré lo que quiero —dijo ella—. Me siento bien, Dan. Me siento como borracha, como... No sé cómo, pero me gusta. No quiero dormir; no podría dormir. Haz un poco de café y a ver si encuentras algo de música en la radio y puedes avivar el fuego.
Así que nos sentamos frente a la chimenea y bebimos café y escuchamos viejas canciones por la radio y hablamos de Richard y de la madre de Nancy y bailamos. Ninguno aludió en ningún momento a nuestra situación. La niebla seguía allí, detrás de las ventanas, mientras hablábamos y éramos gentiles el uno con el otro. Hasta que, cerca del amanecer, apagué la radio y nos fuimos a la cama e hicimos el amor.
Por la tarde, luego de que ella terminara su valija, la llevé al aeródromo desde donde volaría a Portland y de allí haría el trasbordo que la dejaría en Pasco por la noche.
—Saluda a tu madre de mi parte. Y dale un abrazo a Richard. Y dile que lo extraño. Y que lo quiero.
—Él también te quiere. Lo sabes. En cualquier caso, lo verás después del verano.
Yo asentí.
—Adiós —dijo ella. Y me abrazó. Yo le devolví el abrazo—. Me alegro por anoche. Los caballos. La charla. Todo. Ayuda. No lo olvidaremos —y empezó a llorar.
—Escríbeme, ¿quieres? —dije yo—. Nunca pensé que fuera a pasarnos. En todos estos años. Nunca lo pensé. Ni una sola vez. No a nosotros.
—Te escribiré. Mucho. Las cartas más largas que hayas visto desde las que me enviabas en el secundario.
—Las estaré esperando.
Ella me miró largamente y me acarició la cara. Entonces me dio la espalda y se alejó por la pista rumbo al avión.
Adiós, amada mía, y que Dios esté contigo.
Ella abordó el avión y yo me mantuve en mi lugar hasta que se encendieron los motores y la nave empezó a carretear por la pista y despegó sobre la bahía y se convirtió en una mancha en el horizonte.
Volví a la casa, estacioné el coche y miré las huellas que habían dejado los caballos la noche anterior, los trozos de pasto arrancado y las marcas de herraduras y los montones de bosta aquí y allá. Entonces entré en la casa y, sin sacarme el saco siquiera, levanté el teléfono y marqué el número de Susan.