Las alimañas
Un hombre golpea a su mujer y sus hijas con una silla, con el puño, les hace sangre y les rompe los huesos; otro apuñala a la suya e intenta tirarla por el balcón; un tercero encadena a su esposa durante dieciocho horas, la viola, la pega con una barra de hierro, prende fuego al colchón de la cama donde está amarrada y va a quemarla viva justo cuando aparece la policía; una pareja tortura a un niño hasta matarlo, lo hace durante meses, sin piedad ni límite, amparados en el silencio criminal de sus vecinos. Son sólo cuatro ejemplos recientes, pero la Fiscalía contra la Violencia Doméstica tiene registrados más de ochocientos casos en la ciudad, y en la mayor parte de ellos las víctimas han presentado ya tres o cuatro denuncias contra su agresor. Al leer eso, lo primero que se le ocurre a uno es la palabra impunidad. ¿Cómo se detiene esta marea roja? ¿Cómo se vence a ese ejército de verdugos formado por la escoria de la sociedad? Sabemos que la ley es lenta y los asesinos son implacables; que la burocracia no es un arma eficaz contra las alimañas, sino su aliado. ¿Por qué no se actúa contra esa gentuza con energía y rapidez desde el principio, desde el instante en que llega a la comisaría la primera queja, desde el momento en que se causa la primera herida? No debe de ser tan difícil identificar a uno de estos truhanes, reconocer lo que es, de un solo vistazo: las cosas limpias son diferentes unas de otras, pero toda la basura es más o menos igual. Tampoco debería de ser muy complicado darse cuenta de que quien cruza la línea de las palabras, por duras que sean, para pasar al lado de las palizas o los navajazos o las bofetadas ya nunca va a volver a esta parte, al mundo de los seres civilizados. La maldad no cicatriza, no tiene antídoto ni cara-B, no tiene, a lo mejor, ni camino de regreso. Si sabemos esas cosas, ¿por qué no se le encuentra una solución al drama?. Sin ninguna duda, esa solución tiene que estar relacionada con la velocidad, con una actitud más dinámica y un mayor compromiso por parte de los juzgados y las comisarías: estamos hartos de leer y escuchar que muchas de las mujeres asesinadas habían denunciado tres o cuatro o cinco veces al hombre que al final acabó con ellas; que el desalmado de turno tenía ya alguna condena y varios procesos en su contra, aunque incomprensiblemente seguía viviendo junto a su presa; que los niños salvajemente pateados o amordazados o quemados con cigarrillos llevaban meses de cautiverio, de suplicio. ¿Cómo es posible que suceda algo tan absurdo, que nadie se dé cuenta de que el horror es lo que ocurre cuando no se separa a los perseguidores de los perseguidos? Pero hay algo más: las autoridades necesitan llegar al siglo XXI y mucha gente tiene que salir del XV, tiene que dejar de tomarse a broma los síntomas previos de todas estas canalladas, dejar de pensar que, al fin y al cabo, tres o cuatro insultos o un par de zarandeos no son tan importantes, que es algo que siempre ha pasado en los matrimonios, entre padres e hijos. Sería mejor que los hombres de este planeta intentaran comprender qué siente alguien como la escritora norteamericana Anne Sexton para llegar a escribir un poema como éste, llamado Comprando a la puta:
Eres un rosbif que he comprado
y te relleno con mi propia cebolla.
Eres una barca que he alquilado por horas
y te gobierno con mi barca hasta que encallas.
Eres un vaso que he pagado para hacerlo añicos
y me trago los pedazos con mi saliva.
Eres la parrilla ante la que caliento mis manos temblorosas,
asando la carne hasta que esté tierna.
Bajo el sujetador apestas igual que mi madre
y vomito en tus manos como una tragaperras
sus crueles monedas.
Sería mejor que los que ya están empezando a hartarse de este artículo, los que lo consideran demagógico u oportunista, se lo pensaran dos veces antes de emitir su veredicto. Sería mejor que nadie le quite importancia a unos hechos que a menudo no tienen ni la trascendencia general ni la cobertura periodística que merece un problema que, poco a poco, va dejando las ciudades llenas de sufrimiento y cadáveres. Negligencia y desinterés pueden llegar a ser unas palabras espantosas, unas palabras sin salida, las últimas que pasen como el filo de una cuchilla por la mente de una mujer o un niño malheridos, justo un segundo antes de que su corazón se pare.
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