Alana S. Portero, retratada en el madrileño barrio de San Blas.PABLO MONGEL |
Alana S. Portero: “Aprendí a redactar leyendo revistas del corazón”
La escritora y activista trans triunfa con su primera novela, ‘La mala costumbre’ mientras escribe la segunda y colabora en el guion de la readaptación de ‘Mi querida señorita’ por Los Javis. Pero no se cree su éxito: “Agradezco los elogios, pero mi autoestima es irrecuperable”.
Luz Sánchez Mellano
Madrid, 22 de junio de 2024
La entrevistada propone quedar en el centro comercial Las Rosas, un templo del consumo y las franquicias construido donde antes había un poblado chabolista, y relativamente cerca del pisito del madrileño barrio de San Blas donde creció la niña trans protagonista de su novela La mala costumbre, y donde la mujer madura que es hoy Alana S. Portero trabaja y cuida de sus padres. Cuando llego, ella ya está esperando con un café con leche con mucho hielo, lo mismo que pensaba pedir una misma y, una vez hechas las presentaciones, empieza a contar con un tono de voz dulcísimo los vericuetos de una vida a la vez tierna y dura, inocente y salvaje. La suya. Lo hace descarnada y delicadamente, sin entrar en detalles cursis ni lacrimógenos ni sórdidos ni escabrosos. No hace falta. Se le ve todo en los ojos.
Lo ha petado con su primera novela. ¿Con cuánta ambición la escribió?
Cero. Había perdido mi capacidad para la ambición. Daba mi vida profesional por muerta.
¿A los 44? ¿Por qué?
Porque, hasta ahora, solo he conocido el fracaso. Todo lo que he hecho me ha salido mal, entendiendo por mal que no había obtenido rédito suficiente para poder tener una forma de vida. Mis ambiciones habían muerto.
¿Qué le había salido mal?
Todos mis proyectos profesionales y muchas de mis relaciones personales. Toda mi vida he sido una persona mediocre, en el fondo lo sigo siendo. Soy una enamorada del arte, de mi vocación teatral, soy una actriz frustrada, he intentado muchas cosas muy fuertemente y no he conseguido nada. No he obtenido ningún reconocimiento público y muy poco privado.
¿Mediocre una escritora traducida a 15 idiomas?
Evidentemente, algo tendrá el agua cuando la bendicen. No creo que el éxito de La mala costumbre sea solo suerte, y la defiendo como una buena novela. Pero antes que escritora soy lectora, y mi peor editora. Dejé a medias una novela anterior porque entendí que necesitaba madurar como escritora. A mí me cuesta mucho trabajo todo en la vida.
¿Desde siempre?
Sí. En lo único que he podido destacar es en tener cierto carisma. Las personas me escuchan cuando hablo, creo que dejo cierto poso y fui muy buena estudiante. Tampoco hacía otra cosa. No tenía otra vida que no fuera estudiar, pensar, crear y fantasear. Mis fantasías y mi vida real tenían el mismo peso. Mi vida real era una inercia y la única forma de conectar con mi emoción, con mi verdad, era irme al otro lado: al arte, a las lecturas, a la ficción. He vivido toda la vida disociada.
¿No tenía amigos?
Muy pocos. No tuve una de verdad hasta los 17 años. Aún es mi mejor amiga.
¿Y sus padres y su hermano?
Mis padres eran los guardianes de esa puerta mía a la fantasía. Me permitían el espacio, nunca me forzaron a salir si no quería. Quizá no entendían muy bien, pero sabían que algo me sucedía, algo que no tenía nombre, pero me respetaban y me protegían. Y lo hicieron por amor. He sido una niña superquerida.
¿Quién le puso nombre a lo que le sucedía?
Yo. Escogiendo las palabras, porque ni ellos ni yo estábamos preparados, pero logramos comunicarnos y entendernos. Luego necesité una etapa de desconexión. Creo que es fundamental abandonar los lugares de tu vida donde has sufrido para poder volver feliz a ellos. De los 20 a los 30, me perdí a mis padres, fui injusta con ellos, pero la vuelta ha sido apoteósica.
Se fue de casa y se tiró a la piscina a vivir como una mujer trans, ¿había agua?
No, no había ninguna. Vivir mi vida tal y como yo la entendía, y ser quien yo era me ha costado perder a muchísimas personas. Todo el tiempo. Mi vida ha sido una sucesión de pérdidas, a veces por negligencia mía; otras, de los demás. Ser quien soy y llevar mi vida al terreno de lo real me ha costado mucha soledad.
¿Por rechazo? ¿A estas alturas?
Sí. No puedes obligar a nadie a que esté a tu lado incondicionalmente. En su momento, me ha enfadado mucho, pero ahora supongo que lo entiendo, de alguna manera. ¿Y si no comprenden cómo es tu vida? Si las personas se quedan, y lo único que hacen es aumentar la fricción que tú ya tienes con la vida, es peor para todo el mundo. Ahora solo aspiro a que me dejen un poco en paz.
¿Hasta dónde está de que los periodistas le preguntemos por su transexualidad?
A ver, lo entiendo. Pero me da mucha rabia ser reducida a eso. Preferiría hablar de otras cosas, sobre todo porque he hablado mucho ya. Y, cuando esa insistencia es mal intencionada, te lleva a decir cosas de las que luego te arrepientes. Cuando te ves obligada a defender tu posición natural en la vida, que además no puedes cambiar, y buscas cómo hacerlo, y no se entiende, y lo intentas desde la amabilidad, desde el enfado, desde la rabia, y no funciona, hay momentos en que pierdes los papeles. He sido injusta con personas a las que he respondido harta, cansada y herida.
Estamos en vísperas del Orgullo LGTBI. ¿Hay que seguir luchando por la T de transexualidad?
Claro, pero no solo por la T. Por todas las letras, por el activismo feminista en general, es importantísimo, pero yo no sé si puedo aportar más, Ahora soy una mala activista, puedo servir más como andamio que como bandera. Estoy cansada, harta y cabreada, dolida. Con la imposibilidad de tener una vida normal. Con que todo esté condicionado. Estoy satisfecha de haberlo intentado, pero creo que he fracasado.
¿Influye su dolor por el suicidio de Roberta Marrero, la artista que ilustra la portada de La mala costumbre?
Claro. Me hizo muy feliz tener su ilustración en mi libro, es un regalo muy hermoso. Al irse, Roberta me ha dejado uno de esos vacíos que sabes que no vas a llenar. Me duele como ese miembro que te falta. Para mí cumplía, además, el papel de referente personal. La mujer más fuerte, intensa, salvaje, despreocupada, fuerte, y divertida que he conocido en mi vida se ha ido y ahora estoy en un lugar extraño.
Estamos en San Blas, su barrio de niña. ¿Cuánto ha cambiado desde entonces?
En mi niñez, cuando caminaba de aquí al centro de Madrid en busca de libertad, había hasta una frontera real, tenía que atravesar los descampados que separaban mi barrio obrero, de casas bajas, ventanas pequeñas y calles ruidosas, donde siempre había una radial sonando, de los barrios elegantes, con calles limpias y cafeterías finas donde la gente habla más bajo y tiene menos prisa. Ahora no hay descampados, pero sigue habiendo un foso de desigualdad entre unos y otros.
Habla mucho en el libro del cansancio de sus padres trabajadores. ¿Tanto lo recuerda?
Claro. Es muy difícil que unos padres de clase trabajadora entiendan los retos de tener un hijo LGTBI en casa. No es que no puedan, es que no tienen energía para tener una conversación. No hay tiempo para pensar tranquilos, para hablar con pausa, para asimilar la vida. Mis padres no han hecho otra cosa que matarse a trabajar, y no podían sentarse a charlar al caer el día: no se tenían en pie.
¿Qué es ser trans?
[Silencio] Es una condición impuesta por un mundo que no sabe quién eres y no te pregunta. Yo no estoy transicionando, sino detransicionando. A mí me asignaron la masculinidad al nacer, pero yo siempre he sido quien soy y yo lo que estoy haciendo es volver a mi lugar. Ser trans, si quieres, es una rebelión contra los que te imponen. Pero yo no lo vivo así. Siempre he tenido muy claro quién soy, me di cuenta enseguida de que era algo que tenía que esconder y luego que luchar por ello, sin entender por qué. Ser trans es una inevitabilidad. Para mí ser trans es inevitable.
¿Qué siente al ver a determinadas feministas espetarle en las redes sociales: “Es un puto tío”?
Te lo digo: me duele. Pero he llegado a un punto en que estoy harta de sufrir: no puedo obligar a nadie a que me vea como no me quiere ver. Pido que no ejerzan violencia. Que me vean como si fuera un hombre me da pena. Yo sé que no es verdad. Con una persona que me habla en masculino no podemos ni iniciar una conversación: ya estas condenada. Es que es muy fuerte. Aunque sea una ficción, ojalá me dieran el gusto de tratarme en femenino ese rato y, al menos, pudiéramos intentar hablar.
¿Cuáles fueron sus referentes de niña?
Los personales eran mis tías y mis vecinas. Y luego tenía una relación muy estrecha con las estrellas del pop y las diosas mitológicas. Devoraba las revistas del corazón. Aprendí a redactar con ellas. Me maravillaba cómo, de algo supuestamente banal, lograban textos atractivos, enjundiosos y extensos. Esas visitas a casas fantásticas. Esas bodas. He admirado siempre muchísimo a las escritoras y escritores de prensa del corazón. Fueron mis primeros maestros literarios.
O sea, que es usted una petarda.
Absolutamente. Las divas pop y las diosas mitológicas me permitieron soñar con ser una mujer sublime. Esa Carolina de Mónaco, esa Bibiana Fernández, esa Circe. Eran mi mitología de andar por casa. Por eso no me gusta el abaratamiento de ahora. Me gustaba que ese mundo fuera vertical, inalcanzable, que vivía en paraísos absolutos y parecía no sudar ni mancharse. A las diosas no las quiero en la tierra [ríe].
Lo que no ha perdido es la alegría.
Sí. Soy una persona que nunca ha perdido el miedo, pero tampoco la esperanza, que han sido los principios rectores de mi vida. Por más que la vida me haya llevado por algunos territorios muy oscuros, por mucho que a veces haya querido dejar de vivir, siempre he pensado que iba a llegar a un lugar más luminoso.
¿Qué la ha salvado?
La ayuda de la psiquiatría y, sobre todo, de las personas que te quieren mucho, aunque eso no te libra de la soledad.
¿Cómo tiene la autoestima?
No la tengo, no he conseguido desarrollarla y no creo que sea recuperable.
Pero si la alaban desde Almodóvar a Vila-Matas.
Y lo agradezco muchísimo, pero he creado una especie de avatar al que le dicen eso, no a mí. Es como si estuviera disociada por completo. Sé que lo dicen de verdad, y lo aprecio. Pero hay un lugar de mí al que, por lo que sea, no acceden. Esa es una cosa en la que sí he perdido la esperanza. Lo oigo, lo vivo con alegría, pero luego me quedo sola, me enfrento a la vida, me siento frágil y sola y otra voz me dice: no es para tanto.
¿Cuánto ha cambiado su situación económica el éxito de La mala costumbre?
Mi vida ha cambiado por completo. Es la primera vez que conozco la tranquilidad de saber que puedo pagar mi alquiler, algo que no me había pasado nunca. Antes, a duras penas sobrevivía.
El otro día la reina Letizia citó su nombre en la Feria del Libro, ¿cómo se le quedó el cuerpo?
Fue muy divertido. No me sorprendió porque Letizia viene del periodismo y se le supone curiosa, pero me gustó comprobar que está al día. Y luego me hizo gracia la situación: el bajista de un grupo indie, Vetusta Morla, recomendándole a gritos a la Reina de España mi libro en una feria popular y que el público de alrededor tomara nota: eso es muy bonito.
BUENAS Y MALAS COSTUMBRES
Alana S. Portero (Madrid, 45 años) ha pasado "de cero a mil" en reconocimiento y prestigio profesional con su primera novela, La mala costumbre, que, incluso antes de su publicación, enamoró a editores de más de una docena de países en la feria de Fráncfort. La historia y la conquista de su identidad de una niña atrapada "en un cuerpo que no sabe habitar" en un barrio obrero del Madrid de los ochenta, contada por la mujer en que se ha convertido, ha conmovido a docenas de miles de lectores y catapultado a esta historiadora, dramaturga, actriz y activista LGTBIQ+ a un estrellato literario que dice no acabar de creerse. "Cansada, harta y dolida" de la "inutilidad" de su activismo, esta mujer trans, rota tras el suicidio de su amiga e ilustradora de su libro, Roberta Marrero, enfrenta este año la celebración del Orgullo con la satisfacción de haber contribuido a la visibilidad de la transexualidad y la de haber fracasado en su empeño de normalizarla. "En estos momentos, soy más andamio que bandera", confiesa. Entre tanto, trabaja en su segunda novela con la tranquilidad de poder pagar el alquiler sin sobresaltos. Hasta ahora, nunca la había sentido.
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