viernes, 21 de junio de 2024

Juan Gabriel Vásquez: «Nadie lee ficción, ni mucho menos la escribe, si está completamente contento con el mundo como está armado»

 

Juan Gabriel Vásquez para Jot Down

Juan Gabriel Vásquez: «Nadie lee ficción, ni mucho menos la escribe, si está completamente contento con el mundo como está armado»


Afirmar que Juan Gabriel Vásquez (Bogotá, 1973) es uno de los más grandes escritores de nuestra lengua se me antoja una perogrullada. Basta echar un vistazo a su dilatada lista de galardones para constatarlo. En su haber se encuentran el Premio Alfaguara de Novela, el Premio Real Academia Española, el Premio Literario Internacional IMPAC de Dublín y el Premio Bienal de Novela Mario Vargas Llosa, entre otros. Ahora bien, vale la pena recordar, aun a riesgo de incurrir en evidencias anejas, que Vásquez es, además de un gran escritor, un teórico literario sine pari. Se trata de un intelectual que podría ocupar cualquier cátedra de literatura comparada y, de hecho, hace poco ocupó una de las más prestigiosas del mundo: la cátedra Weidenfeld de la Universidad de Oxford, en la que le antecedían figuras como Vargas LlosaUmberto EcoGeorge Steiner o Javier Cercas. De aquella experiencia docente surgió El arte de la traducción, su último libro publicado, un ensayo sobre cómo la literatura nos ayuda a comprender (y contribuye a enriquecer) nuestras vidas. De modo que para cuando nos encontramos con este colombiano cosmopolita, y sin duda extraterritorial, la lista de preguntas, sobre su obra, pero también sobre actualidad o literatura, desbordaba lo razonable. 

Nos reunimos con Vásquez en el Instituto para las Ideas y la Imaginación de la Universidad de Columbia, un centro que reúne en París —a tiro de piedra de los jardines de Luxemburgo— a estudiantes de posgrado junto con poetas, artistas, músicos y pensadores. El día del encuentro el cielo amaneció cribado de nubes, pero para cuando nos sentamos frente a nuestro entrevistado, aquí, en un rinconcito acogedor de la biblioteca del Instituto desde el que escribe su siguiente novela, el sol comenzó a abrirse pasó a empellones y se coló a raudales por la ventana. Una cosa alumbrando la otra. 




Hay uno de tus ensayos al que vuelvo frecuentemente: Malentendidos alrededor de García Márquez, que forma parte de El arte de la distorsión. Ahí hablas, entre otras cosas, de la tradición del escritor. ¿Podemos empezar hablando de la tuya?

Borges escribió en los años 30 un ensayo que me importa mucho, El escritor argentino y la tradición, en el que reclama para el escritor argentino —pero esto se aplica a todos los latinoamericanos— el derecho de apropiarnos de cualquier tradición, de cualquier lengua. La idea de las tradiciones nacionales, o incluso lingüísticas, como algo que te limita, que te cierra espacios, siempre ha sido para mí uno de los enemigos que hay que vencer. Y una de las grandes lecciones del boom latinoamericano, creo yo, comenzando por ese padre del boom que era Borges, fue el derecho a romper las barreras de nuestra lengua que tanto agobiaron a García Márquez, a Vargas Llosa, a Cortázar. La idea de guardar cierta lealtad a su lengua o a su tradición territorial: ellos rompieron con eso y fueron a buscar sus influencias en Faulkner y en Hemingway y en Sartre y en Camus y en Kakfa y en los surrealistas y en donde fuera. Y eso es algo que, por fortuna, después del boom está bastante asentado. Entonces yo tengo muy claro que, para mí, mi familia empezó sobre todo con dos momentos:

Uno, mi tradición latinoamericana, que viene de Borges, pasa por Onetti y llega a las cuatro grandes figuras del boom —que han sido importantes para mí por razones distintas—, García Márquez, Vargas Llosa, Fuentes y Cortázar. 

Y luego fue muy importante la novela en lengua inglesa de entreguerras. Aparte de Cien años de soledad, la novela que definió mi vocación fue el Ulises de Joyce, uno de los libros que más me han acompañado. Ahora creo que ya es un síntoma de peligrosa madurez el hecho de que me he alejado un poco del Ulises y cada vez me interesa más Dublineses, por ejemplo. Pero esa novela es importantísima para mí, y lo es la generación entera: Virginia Woolf, Faulkner, Hemingway, Fitzgerald. Este momento de la historia literaria se convirtió en parte definitiva de mi tradición personal. En ese momento cronológico hay que meter a Proust, de quien me siento cada día más cercano.  

Después viene la novela del XIX, que sigue descubriendo cosas todos los días. Sigue siendo un gran momento en el que la ficción en prosa aprende a hacer aquello que yo he querido hacer siempre. En Tolstoi, en Flaubert, en Dostoievski, en Stendhal, la novela se vuelve ese lugar donde exploramos cómo las grandes fuerzas de la historia y de la política moldean nuestras vidas de individuos. Y eso es lo que yo sigo tratando de hacer en mis libros. 

Ahora que hemos hablado de tu tradición, en cierta medida el principio, quería ir al final, a tu último ensayo, La traducción del mundo. En él recuerdas la reticencia de Platón y Sócrates a la ficción, a fingir ser otros. Quería pedirte que me hables de las utilidades de ese fingimiento, las utilidades de la ficción.

Me parece que el momento en el que descubrimos el lenguaje como un medio para vivir la realidad de otro, cuando descubrimos que la ficción en prosa tiene esa capacidad de instalarnos en una conciencia ajena y permitirnos conocerla, ocurre una revolución importantísima en la mentalidad de Occidente. Para mí el punto en que se origina eso es El Lazarillo, en cierto sentido el nacimiento de la novela realista, porque, dentro de coordenadas realistas, te pide instalarte por medio de la ficción —aunque no se hubiese presentado como ficción cuando se publicó— en una conciencia ajena, y conocer a alguien que no es como tú, por dentro y desde dentro. 

Para mí hay una línea directa entre ese descubrimiento, la posibilidad de ser otro por medio de la ficción, y algunas de nuestras mejores conquistas como sociedades. A partir de ese momento es posible descubrir al otro, al que no es como nosotros, al que tiene ideas, convicciones o una realidad, social, económica o emocional distinta. Y yo creo que hay una relación directa entre eso y el surgimiento de nuestros impulsos democráticos. Si tenemos impulsos democráticos es, en buena parte, porque valoramos esa tolerancia de las vidas que no son como la nuestra. Milan Kundera dice que las sociedades europeas se consideran a sí mismas las inventoras de los derechos humanos, pero para que pudiéramos hablar de derechos humanos primero había que hablar de individuos, había que descubrir al individuo. Y eso, dice Kundera, solo sucede gracias a las artes europeas, y en particular al arte de la novela, que es el que nos permite sentir curiosidad por vidas ajenas, y tolerarlas, y respetarlas. Yo creo eso. 

Yo también. Y quería hacerte otra pregunta relacionada con lo anterior. Además del tema de vivir vidas ajenas y ocupar otras conciencias, en tus ensayos aparece a menudo una cita de Ford Madox Fox, quien consideraba que la novela es «un arte de utilidad para la república». Esta cita me hace pensar en algo que Vargas Llosa dijo el año pasado, no muy lejos de aquí, durante su discurso de ingreso en la Academia Francesa: «La novela salvará la democracia o se deteriorará con ella y desaparecerá». Y mi pregunta es la siguiente: ¿crees que, a día de hoy, la novela sigue siendo útil para las repúblicas (léase también las monarquías parlamentarias)? ¿Está salvando la democracia o deteriorándose con ella?

Yo no creo que la novela tenga la capacidad de salvar la democracia, ni la república, ni las sociedades en general, pero sí creo que la novela puede ser el canario en la mina, como dicen los ingleses. Cuando el lugar de la ficción en una sociedad se deteriora, es porque esa sociedad se está deteriorando. Es un anuncio de que vienen malas cosas. Cuando los estándares democráticos de una sociedad se deterioran, lo primero que los autoritarismos intentan quitar de en medio son los novelistas, porque los novelistas están constantemente llamando al disenso, al cuestionamiento, levantando la mano y contradiciendo al poder. Desde luego no descubro nada si digo que lo primero que hace una estructura políticamente autoritaria o antidemocrática es tratar de controlar el relato. El relato del presente y también el relato del pasado. Y las novelas son incómodas por eso. Las novelas siempre están diciéndole al poder que su relato no es correcto, o están recordando algo que el poder ha querido olvidar o suprimir. 

Hablaba Camus en El hombre rebelde de dos momentos de la literatura: la literatura de consentimiento y la literatura de disenso. Decía que a partir de cierto momento, en el Renacimiento —yo digo que con El Lazarillo o Don Quijote, pero él podría seguramente decir Rabelais— la literatura deja de ser de consentimiento, deja de contar las epopeyas de los héroes y las historias de los reyes como Arturo y de los caballeros como Lanzarote, y empieza a contar las vidas del Lazarillo, y de don Quijote, y de la pastora Marcela, y de Tristram Shandy, y del Tom Jones de Henry Fielding. Son momentos en los que la literatura se convierte en otra cosa, se convierte en un cuestionamiento de las jerarquías de una sociedad. Y desde ahí yo creo que no ha cambiado. Como decía García Márquez en una conversación que tuvo con Vargas Llosa, ya no conocemos ninguna buena literatura que no sea un cuestionamiento de los valores establecidos. 

¿Qué opinas de los escritores que dicen que la novela no sirve para nada? Y hay algunos. 

Sí, hay algunos y seguramente habrá algunos muy buenos. Mira, solo puedo decir que no estoy de acuerdo. Creo que esa opinión, cuando se dice con las mejores intenciones, lo que está defendiendo es la soberanía de las artes, es decir, lo que está rechazando es la idea de instrumentalización de la novela. Y eso está bien. Una manera de defender la literatura es decir «La literatura no es un medio para nada, es un fin en sí mismo». En ese sentido yo supongo que estaría bien decir que no sirve para nada. Pero yo creo que no es correcto. Creo que sirve enormemente. Es un instrumento de conocimiento. Lo que pasa es que es un conocimiento muy extraño. Es un conocimiento que no es fáctico. Nadie lee Don Quijote para saber cómo era la España del siglo XVII, y quien lo hace se equivoca. Eso lo decía Nabokov en las conferencias sobre Don Quijote, que leerlo para comprender la España del XVII es como acudir a Santa Claus para comprender cómo es el Polo Norte.  

La literatura no da, o no da solamente, datos e información fáctica. Para eso hay otras cosas. Para eso vamos a leer historia y sociología. Pero sí es una fuente de conocimiento sin la cual somos más pobres, sabemos menos de lo que somos, entendemos menos de lo que es el ser humano. Esto lo explica muy bien Isaiah Berlin, cuando dice que en nuestras sociedades hay dos niveles: un nivel superior, que es el nivel de lo visible, de lo comprobable, de lo fáctico, de las cifras y de los hechos concretos, y de ese nivel se ocupan la historia, la sociología, el periodismo; pero hay un nivel inferior, donde ocurre nuestro comportamiento inconsciente, nuestras emociones, nuestros demonios, nuestras ambigüedades, nuestras contradicciones, y todo esto existe. Y hay que encontrar una manera de contarlo. ¿Cuál es la manera? La literatura. De ese nivel subterráneo se ocupa Dostoievski. No Gibbons, sino Tolstoi. No Bertrand Russell, dice Berlin, sino Kafka. 

Kafka es un gran ejemplo. Sin los libros de Kafka hay toda una parte de lo que somos como seres humanos de la que no nos habríamos enterado. No podríamos entender el siglo XX. ¿Quién cuenta lo que cuenta Kafka? No lo puede contar un historiador, ni un sociólogo, ni un filósofo. Tiene que contarlo Kafka, que es un novelista. Para eso sirve la novela.

Justamente tenía una pregunta relacionada con el rol de la ambigüedad y la novela como instrumento de conocimiento. Hay una cita de Kundera en El arte de la novela con la que yo personalmente no estoy de acuerdo, y leyendo El arte de la distorsión no estoy cien por cien seguro de si tú estarías de acuerdo o no. Según Kundera, «Lo que nos dice Orwell pudo decirse igualmente (o quizá mucho mejor) en un ensayo o un panfleto». Y la razón por la que no estoy de acuerdo es por algo que también permite la novela, y que tú precisamente mencionas en El arte de la distorsión, a saber: la posibilidad de empatizar con otros. Si miramos la obra de Orwell, 1984Rebelión en la granja, yo me atrevería a decir, y quizás me equivoque, o quizás esté diciendo una barbaridad, que esas novelas hicieron más por nuestras sociedades democráticas que una obra primordial como Los orígenes del totalitarismo de Hannah Arendt. ¿Cómo ves la articulación entre el hecho de que la buena novela ha de ser ambigua y no inequívoca, como son en cierta medida algunas de las obras de Orwell, y por otro lado esa capacidad de la novela de generar empatía, que no te permite el ensayo? Y, como guinda, me interesaría conocer tu opinión sobre Orwell en general.

Sabía que ibas para allá. Siempre he tenido mi pelea personal con esa opinión y la he resuelto así: yo creo que [Kundera] tiene razón cuando hablamos de Rebelión en la granja, que es un panfleto en forma de fábula, con un lenguaje deliberadamente naïf, pero con un trasfondo inmediatamente identificable. Ahí no hay ambigüedad que quepa. Es una sátira, una sátira además de una estirpe antiquísima. En la Grecia antigua ya había sátira política utilizando animales, por no hablar de Swift. Es un librito swiftiano, al que no le interesa ninguna zona gris de nuestro mundo. Es una sátira panfletaria. Y como sátira o panfleto, es un libro fantástico. 

Pero, por otro lado, 1984, y seguramente Kundera también se refería a este libro, ahí sí me parece que sería injusto atacarlo con esa idea. 1984 es una novela llena de zonas grises que quiere ser un enjuiciamiento de la mentalidad totalitaria, pero acaba creando una situación en la que logramos esa comprensión incómoda de nuestras zonas oscuras que para mí es una de las marcas de la ficción. Entendemos y nos sentimos incómodos por entender de dónde vienen los impulsos totalitaristas, cuál es nuestra fragilidad ante ellos. Recordemos que el personaje de la novela, Winston Smith, acaba cediendo, acaba siendo derrotado, y no es ni mucho menos un dechado de virtudes ni de valores. Es un ser humano con todas las limitaciones y las falibilidades y las fragilidades que eso tiene, y la novela es terrorífica y espeluznante por eso. De manera que es lo suficientemente rica y ambigua como para que la respetemos dentro de esa tradición de la ambigüedad y de la ironía que tiene la ficción. 

Con respecto a Rebelión en la granja, creo que estoy de acuerdo con Kundera. Sí, es probable que 1984 haya cambiado más mentalidades acerca de lo que ocurre en el interior del totalitarismo que el ensayo de Hannah Arendt. Sí, seguramente. Pero lo interesante es que dice cosas que el ensayo no dice, porque la ficción piensa distinto. Y, desde luego, Orwell nos dejó metáforas que nos sirven hoy para interpretar nuestras realidades de una manera que no le interesa al ensayo filosófico, porque nuestra manera de entender el mundo pasa por esas figuras. La metáfora es eficaz por eso, porque es un atajo que corta a través del discurso y nos permite unir dos cosas en la mente que antes estaban separadas.  

Aparte de todo esto, he de añadir que cuando yo pienso en Orwell pienso en los ensayos. Es uno de los tres o cuatro ensayistas fundamentales del siglo XX y su importancia radica para mí en la claridad de una visión que no tuvo todo el mundo, que solo la encontramos en escritores como Camus. Esa clarividencia, esa capacidad de quitar de en medio los velos de la ideología, de nuestros prejuicios, de nuestros sesgos, es algo que yo valoro muchísimo. Y eso lo veo en Orwell y lo veo en Camus. Una visión clara de una realidad política por la que muchos se dejaron engañar.

Juan Gabriel Vásquez para Jot Down

Esto me lleva a una pregunta que quería hacerte con relación a algo que has dicho un par de veces: que prefieres las novelas de fondo turbio y superficie transparente. Acabas de dar un ejemplo, ¿pero se te viene a la cabeza alguna otra novela que te guste por esto, por tener fondo turbio y superficie transparente?

Pues mira, hace poco releí El proceso, que me parece que es un gran ejemplo de esto. La metamorfosistambién lo es en otro sentido. Pero lo que quería decir con eso es que hubo un momento de mi vida de lector en el que admiraba lo contrario: admiraba las novelas como el Ulises de Joyce, que es de un fondo absolutamente transparente, la anécdota que se cuenta es de una simpleza radical (los líos de un hombre con su mujer porque sabe que la mujer en el curso del día le va a poner los cuernos y luego hay un hijo sin padre que carga con una serie de traumas), pero Joyce invocó los medios más complejos y más turbios para contarla. Y eso me gustaba antes. Ahora lo que me gusta es lo contrario. Lo que me gusta es la superficie transparente, que es la de El proceso de Kafka, o es la de La muerte de Iván Ilich de Tolstoi, incluso un cuento de Chéjov. Pero debajo de estas superficies hay un fondo tan complejo que nunca logramos llegar a interpretarlo del todo, a agotarlo.

Me has hecho pensar en un cuento de Tolstoi que me gusta mucho, Cuánta tierra necesita un hombre, que se escribió hace ciento treinta o ciento cuarenta años y parece una metáfora perfecta de lo que sucede en este momento en Ucrania. 

Sí, es verdad. Y estas cosas, Kafka, algún Tolstoi, algún Dostoievski, son formas del lenguaje de la ficción que la superficie no te presenta ninguna complicación. Pero que en cuanto indagamos lo que hay debajo, no terminamos nunca. Hay tantas interpretaciones de El proceso como lectores. Y últimamente esto es lo que busco. 

Antes de hablar de alguna de tus novelas, y del rol que el pasado desempeña en ellas, quería hacerte unas cuentas preguntas sobre el presente. Estamos en París, a tres minutos a pie del Cementerio de Montparnasse, donde se encuentran tumbas como las de Baudelaire, Sartre y Simone de Beauvoir, pero también las de Carlos Fuentes y Julio Cortázar. ¿Has pasado ya a saludarles? 

[Risas.] Es curioso. Me río porque el domingo publico una columna en El País sobre esto. Estuve poco después del 12 de febrero, que es cuando se cumplieron los cuarenta años de la muerte de Cortázar. Estuve allí por otras razones, pero hice un pequeño desvío para ver la tumba de Cortázar, porque no la había visto desde que vivía en París en los 90 y quería ver qué había pasado. En aquel entonces el nombre de Cortázar no se podía leer, porque estaba cubierto de flores. Parecía la tumba de Jim Morrison en Père-Lachaise. Y lo que encontré esta vez me generó ciertas meditaciones, porque encontré dos materas pequeñas, una flor y un tiquete de metro (que para los lectores de Cortázar evoca una escena de El perseguidor). En los años 90 había un culto a su figura que era brutal, parecido a una secta, y me he estado preguntando si eso sobrevive y, si sobrevive, qué vamos a leer de Cortázar. Yo tengo claro que, para mí, el Libro de Manuel es un ejemplo de un libro que ha envejecido brutalmente. Pero los cuentos siguen tan vivos como el primer día. 

¿Y Rayuela?

Para mí Rayuela es una cosa ambigua. Hay algunas partes de Rayuela que ya no me soporto muy bien. Esa rebeldía un poco adolescente de quejarse de quienes usan papel rayado para escribir, o de quienes se ponen citas para encontrarse, que es lo que dice en el primer párrafo…  Ya no me interesa tanto. Pero en cambio, qué diálogos, qué humor, qué inteligencia, qué generosidad. Y ahí hay una propuesta de la novela como el lugar de la ambigüedad, de la ironía, de la falta de respuestas. Eso es Rayuela. Esa parte es la que me gusta, la que va a sobrevivir. Y yo sigo leyendo Rayuelaapasionadamente, aunque me salte ciertos pasajes.     

Saliéndonos del cementerio de Montparnasse, quería preguntarte por Feliza Bursztyn, una escultora colombiana que aparece fugazmente en tu novela Las reputaciones. Si no me equivoco, es la razón por la que estás ahora en París, desenterrando su vida. ¿Nos puedes hablar un poco del personaje y de tu actual proyecto? 

Feliza Bursztyn efectivamente aparece en Las reputaciones, porque es una historia que a mí lleva persiguiéndome muchos años. Esa novela es del 2013. Ahí ya llevaba varios años pensando en la posibilidad de escribir sobre ella. Su historia pasó por París dos veces. Ella llegó la primera vez en el año 57, huyendo de ciertos asuntos familiares. Y aquí en París se hizo escultora, estudió en la Académie de la Grande Chaumière, que queda en esta misma calle, y aprendió con un escultor ruso que se llama Ossip Zadkine, que tiene su casa-museo aquí cerca, y fue amante de un poeta colombiano importante, Jorge Gaitán Durán, fundador de la revista Mito. Fue el hombre que publicó El coronel no tiene quien le escriba en su revista. 

La segunda vez fue muchos años más tarde, en 1981. Feliza fue víctima de una persecución irracional por parte de las autoridades colombianas en un momento en el que eso era frecuente. El gobierno de Julio César Turbay había pasado una ley muy represiva, el «Estatuto de seguridad», que le dio la posibilidad de perseguir todo lo que sonara a izquierda. Y Feliza cayó en esa paranoia de Guerra Fría, acabó arrestada sin cargos y sufrió un par de días infernales, y de ahí salió hacia el exilio. Se refugió en la Embajada Mexicana, se fue para México y acabó viniendo a París otra vez. Y esa segunda etapa es la que termina con su muerte prematura a los cuarenta y ocho años. 

Esto es lo que quiero contar. Y para contar eso estoy en este lugar [el Instituto para las Ideas y la Imaginación de la Universidad de Columbia], donde tengo una beca de escritura, una fellowship. Y cuál no sería mi sorpresa al llegar aquí y ver que por esta ventana se ve la calle donde queda la academia en la que estudió escultura Feliza. Entonces, por deformación profesional de escritor realista, fui y me inscribí en clases de escultura.

Suena muy interesante. Por cierto, también quería preguntarte, aunque no sé si ya tengas la respuesta, si la idea del proyecto es convertir la historia en una novela sin ficción, como en Volver la vista atrás, o en una mezcla de ficción y realidad. 

Está saliendo una mezcla muy extraña. La novela ha cambiado de forma muchas veces. Creo que va a ser una de mis novelas más breves, pero es la que más trabajo me ha costado. 

¿Más que La forma de las ruinas

Bueno, me ha dado más angustia. No sé si al final me vaya a haber costado más trabajo, pero me ha dado más angustia. Por esa razón: porque el balance entre la invención y el uso de la biografía de Feliza me ha resultado tremendamente difícil de establecer. Ese cóctel de ficción y realidad ha sido más difícil en este libro que en otros. 

Quería hacerte una última pregunta sobre París. Has dicho a menudo que tenías una ruta bogotana en el barrio de La Candelaria, una «ruta macabra», donde se incluye el lugar donde mataron a Jorge Eliecer Gaitán y al general Uribe Uribe, y que incluía también el lugar donde se metió un tiro en el pecho el poeta José Asunción, cuyos versos figuran en uno de los pasajes más entrañables de El ruido de las cosas al caer. ¿Tienes una ruta parisina, o lugares fetiches en París, sean o no macabros?

Sí, y no son macabros. Tiene que ver con la relación muy fetichista que tuve con París cuando llegué en los años 90, con esa idea de ser novelista en una ciudad donde se habían hecho novelistas muchas personas que yo admiraba, o donde habían escrito sus novelas muchas personas que yo admiraba. Por eso mi París pasaba un poco por esos lugares. Yo vivía muy cerca del edificio donde escribió Hemingway sus primeros cuentos, a la vuelta de la place de la Contrescarpe, en una calle que se llama Cardinal Lemoine. 

¿En el Barrio Latino? 

Exacto. Cuando subes por la rue Moufettard, ahí llegas a la place de la Contrescarpe y se abren dos calles. Si coges hacia la izquierda, hay un edificio donde vivieron Hemingway y Paul Verlaine. Pero por el otro lado, en la calle Cardinal Lemoine, hay otro edificio donde también vivió Hemingway y si sigues bajando por ahí, a la derecha, vivía el poeta-crítico Valery Larbaud, y él alojó a Joyce durante los meses en los que estaba terminando el Ulises. Ahí en esa calle se terminó el Ulises. Entonces yo caminaba por ahí, y luego tomaba por las callecitas y llegaba al Odeón, donde quedaba la librería Shakespeare and Company cuando se publicó el Ulises, y hay una plaquita, y caminando entre un sitio y el otro, uno puede pasar por el hotel donde García Márquez escribió El coronel no tiene quien le escriba, en la rue Cujas, o atravesar lugares que yo recordaba porque en ellos ocurría una escena de Rayuela. Con esos recorridos tuve esa especie de relación fetichista en los años 90 y ahora forman parte de la nostalgia tolerable de esos días —que fueron difíciles para mí— en los que estaba tratando de ser novelista.

Ya que estamos en los años 90, vayamos al pasado. En tu literatura hay un empeño o un afán por desentrañar el pasado y el impacto que el pasado tiene en el presente. Tengo una pequeña lista de ejemplos: Elena Fritts en El ruido de las cosas al caer, intentando averiguar la vida de sus padres; la mujer de Las reputaciones que va a la casa del caricaturista para entender una noche que pasó allí siendo niña; el José Altamirano de Historia secreta de Costaguana. Podría seguir. Pero prefiero que sigas tú, explicándome el porqué de ese interés, de dónde viene y qué te permite abordar. 

Creo que en últimas viene del descubrimiento del pasado como un territorio determinante, que moldea todo lo que somos, que marca lo que somos, y, sin embargo, que no existe como un espacio físico al que podemos acceder. La única forma que tenemos para acceder al pasado son las historias. Decía Paul Valéryque el pasado es una construcción mental. Solo mientras pensamos en él existe y esto, entonces, lo convierte en un terreno de disputa, porque todas las instituciones de poder que hemos inventado los seres humanos —poderes políticos, pero también poderes sociales— están interesadas en controlar el pasado. El poder político es en buena medida la capacidad de alguien —de una persona o de un grupo— para imponerle a la sociedad una versión del pasado. Y la literatura para mí siempre ha sido ese lugar donde el ciudadano intenta recuperar el control sobre su pasado, intenta explicárselo, con frecuencia en contravía con lo que está sugiriendo el poder de turno, ya sea un Estado, un gobierno o una religión. 

Ese descubrimiento del pasado como un lugar que está en constante disputa para mí también lleva a otro descubrimiento: el del pasado como un lugar que está en constante transformación. ¿Por qué? Porque como solo es accesible a través de relatos, lo podemos cambiar mediante un relato. Podemos distorsionarlo. O el pasado está constantemente moviéndose, que es lo que le pasa a la pobre mujer de Las reputaciones y a Mallarino, el caricaturista. Les han cambiado el pasado. Lo que creían que pasó no pasó en realidad. 

Entonces a nivel político, a nivel social, pero también a nivel íntimo y personal, el pasado es una cosa inasible. Estamos constantemente tratando de fijarlo para entenderlo. Y yo creo que eso es lo que hace la literatura. Hay un momento de En busca del tiempo perdido en el que el narrador se da cuenta de que el lunar de Albertine, su amante, cambia de lugar en su memoria. Y, como el lunar de Albertine, todos nuestros recuerdos sobre el pasado son frágiles, van cambiando, se van distorsionando, y eso es profundamente angustiante. Y la literatura es ese espacio donde tratamos de fijarlo, o por lo menos de aceptar esa naturaleza cambiante y difícil y ambigua, de manera que podamos un poco seguir adelante. 

Juan Gabriel Vásquez para Jot Down

Escuchándote hablar de todo eso me haces pensar en una cosa que dijiste en algunos de los artículos recopilados en Los desacuerdos de paz, y es que lo que se discutió en La Habana entre las FARC-EP y el gobierno de Colombia era un relato del pasado. 

Claro. Yo no recuerdo haberlo visto en ese momento de nuestros debates acerca de lo que estaba pasando en La Habana, pero luego me pareció de una evidencia transparente. Las negociaciones de paz giraban alrededor de puntos muy concretos:  el desarme de la guerrilla, el narcotráfico, la renuncia a las economías ilegales, la participación política. Pero, en realidad, todo apuntaba al mismo lugar, que era una negociación sobre cómo contamos los años de la guerra, porque eso implica establecer ciertas culpabilidades, ciertas responsabilidades. Eso implica establecer un relato que justifica o no justifica nuestras violencias. 

He dicho muchas veces que la historia de los mismos cincuenta años es una si la cuenta una víctima de los crímenes de la guerrilla, es otra muy distinta si la cuenta una víctima de los crímenes del paramilitarismo, es otra muy distinta si la cuenta una víctima de los crímenes de Estado. Cuando te das cuenta de eso, te das cuenta de que no hay un acuerdo de paz exitoso si no se puede reconocer la existencia de las distintas versiones sobre nuestro pasado común. Y eso ponía una presión inmensa en los que contamos historias. Los que tratamos de explorar el pasado colombiano con una historia hecha de palabras recibimos una gran responsabilidad, porque estamos añadiendo un elemento más en esa inmensa negociación que tenía que conducir a la paz del país. Luego no ha ocurrido, pero eso es lo que podría haber llegado a pasar con los acuerdos. 

De hecho, en tus ficciones el tema de la violencia está muy presente. Digo tus ficciones y no tus novelas, porque también en tus cuentos, en Canciones para el incendio, por ejemplo, aparece el tema de la violencia. ¿Por qué crees que la violencia en Colombia ha conseguido mudar de piel con tanta frecuencia?

Esa es una de las preguntas que están detrás de mis libros. Y la respuesta es: no lo sé. Pero sigo haciendo la pregunta, porque creo que no tiene una respuesta diáfana ni un solo origen. La violencia colombiana es un constructo que mezcla muchas cosas, muchos ingredientes: históricos, políticos, sociológicos, pero también temperamentales, también psicológicos. Tienen que ver con nuestros resentimientos, nuestros demonios, nuestros odios, «los viejos y queridos odios», como decía un presidente, a los que nos aferramos, porque es una de las maneras, por distintas razones, que los colombianos tienen de vivir, aferrarse a una de las pocas certezas que tienen: el odio de alguien más. Y es una pregunta, la pregunta sobre la violencia, que ha acompañado desde siempre a la literatura colombiana. No es para sorprenderse tampoco, porque claro, las sociedades crean arte sobre lo que les preocupa. La novela, en ese sentido, también es un termómetro del ambiente social, porque en la ficción literaria se filtran las preocupaciones de una sociedad y las preguntas importantes que una sociedad se hace. En el caso de la colombiana, la violencia es una de ellas.

Este año estamos todos pensando en La vorágine, porque se cumplen cien años de su publicación. Para mí, puede ser la primera gran novela del siglo XX en Colombia. Y, en todo caso, el antecesor más claro y más legítimo de la gran novela colombiana que empieza con García Márquez. ¿Y cómo empieza La vorágine? Evocando la violencia. La primera línea ya tiene la palabrita, dice: «Antes que me hubiera apasionado por mujer alguna, jugué mi corazón al azar, y me lo ganó la violencia». Es un prólogo a la literatura colombiana del siglo XX. De ahí en adelante, hay una familia de novelas, que no es ni la única, ni necesariamente es la más válida, pero hay una familia de la novela colombiana muy grande, con grandes títulos, que constantemente se hace la misma y machacona pregunta sobre por qué la violencia. Ahí está El coronel no tiene quien le escriba, ahí está La mala hora, ahí está La hojarasca, y luego entran una cantidad de libros que vienen hasta los años recientes, La virgen de los sicariosEl olvido que seremos, y las novelas de Laura RestrepoLeopardo al sol en particular, y muchas más que sería largo recordar ahora, pero todas tratan un poco de aportar una pieza del gran rompecabezas de esta pregunta. 

Ahora que traes a colación a esa lista de autores, y a Fernando Vallejo y a Héctor Abad Faciolince, quería hacer un comentario, que es lo fascinante y difícil de entender que puede resultar la articulación entre la violencia rural colombiana y la violencia urbana. Creo que en una ciudad como Medellín es aún más complejo que en Bogotá, cómo los combos, o la Oficina de Envigado, tienen estos vínculos con la guerrilla o los paramilitares, pero vínculos fluidos, que cambian a lo largo de las décadas. 

Es muy perverso todo. La articulación de la violencia en Colombia es de una creatividad, de una riqueza… Cuando llevas, digamos, veinte años de guerra de guerrillas, con tres ejércitos subversivos, el EPL, las FARC, el ELN, y de repente surge el fenómeno del narcotráfico, no solo para inyectarle dinero a esa guerra ya existente, sino para crear otra, que es la guerra entre los carteles y el Estado… Ver ahora los cruces entre esas distintas violencias y la manera como se alimentaron y se dieron respiración asistida las unas a las otras, es de una creatividad, de una fertilidad, que tiene que maravillarnos. Los colombianos hemos sido muy recursivos para sobrevivir a la violencia, pero antes habíamos sido muy creativos para matarnos entre nosotros. 

Todo esto me permite pasar a mi siguiente pregunta que es, precisamente, sobre el papel del narcotráfico. En El ruido de las cosas al caer, uno de los personajes le dice a su esposa: «La cosa va a ser legal tarde o temprano». En esa escena se habla de marihuana, no de cocaína, pero quería aprovechar para preguntarte, aunque creo que ya sé la respuesta, qué opinas sobre el tema de la legalización de las drogas. 

Yo creo que no hay otra salida. Y, por eso mismo, creo que la salida está muy lejos. Creo que la legalización es la única respuesta que podemos dar. El problema de la droga hoy día es un doble problema: por un lado hay un problema de salud pública, y desde luego de salud privada, que está ligado al consumo y que ha habido siempre y habrá siempre; pero el otro problema, el problema de orden público, está ligado exclusivamente al hecho de que la droga sea ilegal. Ese problema genera corrupción, violencia, estructuras criminales para las cuales un negocio tan lucrativo es imposible de rechazar y, como genera cantidades inauditas de dinero, genera también poder: poder político y poder social que caen en las manos de las estructuras delincuenciales. Todo eso viene exclusivamente del hecho de que la droga es ilegal. 

La legalización de la droga implicaría la desaparición de este problema. El otro problema, el del consumo y la salud pública, subsistiría, pero sería un solo problema. Se podría hacer lo que ahora hacemos con el alcoholismo: invertir no en la persecución y el enjuiciamiento y el encarcelamiento del productor o el distribuidor de alcohol, que era lo que pasaba en los años 20 en Estados Unidos, sino invertir en prevención, en tratamiento y en educación. Lo fantástico de este debate es que ya pasamos por ahí. Ya pasamos por una situación idéntica, que fue la prohibición del alcohol en Estados Unidos. Antes y después hubo alcoholismo, enfermedad, tensión sobre los servicios de salud y desgracias personales, pero solo durante la prohibición hubo todo eso y, además, mafias, criminalidad y corrupción. En esa época está la respuesta. ¿Cómo se les quita el poder a las estructuras criminales que desestabilizaron la democracia colombiana durante los 90 y que siguen alimentando las violencias colombianas y que ahora tienen desestabilizada de manera muy grave a la democracia mexicana, y ya están amenazando con echar abajo la democracia ecuatoriana? ¿Cómo se resuelve ese problema? Legalizando. Lo que pasa es que hace falta no solo voluntad política, sino también un cambio de mentalidad que consiste en algo que se nos da muy mal a los seres humanos: respetar el deseo individual y privado que pueda tener una persona de hacerse daño. Nunca hemos aceptado mucho que otra persona tiene derecho a hacerse daño si quiere, mientras no le haga daño a los demás. Y con el pretexto de proteger a cualquier persona de sus propias decisiones, se pone en riesgo o se causa daño indirectamente a otros. Eso es lo que pasa con el prohibicionismo, y eso es inmoral. Cuando hay una familia que muere por una bomba de Pablo Escobar, cuando hay un pueblo entero arrasado por las mafias del narcotráfico en México, y todo eso sucede con el pretexto de proteger a un consumidor de cocaína que está haciéndose daño solo en su cuarto… a mí eso es lo que me parece inmoral. 

Juan Gabriel Vásquez para Jot Down

Hablemos ahora de cosas que, en mi opinión, funcionan muy bien en Colombia. Yo soy un gran fan de la Ley de Víctimas colombiana, que me parece que no tiene parangón en el mundo, pero también del sistema de justicia transicional colombiano que, en mi opinión, es el más sofisticado y ecuánime que existe hoy en día. Hemos hablado del relato del pasado, que en este caso se aborda mediante una Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad, encargada de ese relato, pero también, como parte de ese mismo sistema de justicia transicional, se creó la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP), que ha recibido muchas críticas. Quería preguntarte qué opinas tú sobre el sistema, sabiendo que en la mayor parte del mundo, e incluyo a España en la lista, los países no suelen tener ni la madurez ni el coraje para crear esta clase de mecanismos a fin de juzgar a presuntos perpetradores de crímenes de guerra o crímenes contra la humanidad.

Lo que resultó de los acuerdos de paz de La Habana [con las FARC], esa triple estructura de Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad, la Jurisdicción Especial para la Paz y la Unidad de Búsqueda de Personas Desaparecidas, es uno de los mecanismos más extraordinarios que cualquier país haya inventado para salir de la gran trampa de una guerra tan traumática como la colombiana. Lo que se acordó es maravilloso y se acordó con una noción de la ley, la ética y la responsabilidad de un país absolutamente extraordinarias. Pero un sector del país buscó inmediatamente el sabotaje de esos acuerdos, meterles palos entre las ruedas: fue lo que hizo el gobierno del presidente Duque desde el primer momento, que buscó desprestigiarla con calumnias y con mentiras, y fue lo que hizo el uribismo, o buena parte del uribismo. ¿Por qué? La razón de eso es, como en tantas otras cosas, la incómoda consecuencia que iban a tener estos mecanismos: indagar en un pasado. 

La Comisión de la Verdad ha tenido como resultado la revelación de verdades incómodas para mucha gente, y de responsabilidades incómodas. Eso resultaba políticamente muy peligroso y por eso sufrió los sabotajes de tanta gente, con las consecuencias que ahora conocemos: la implementación débil y lenta y torpe generó situaciones de inseguridad y situaciones de conflicto durante las cuales han muerto asesinados muchos de los firmantes del acuerdo y otros han vuelto a tomar las armas. Y su responsabilidad es solo de ellos, pero hay que saber que esa decisión es una consecuencia del sabotaje y de la implementación torpe o irresponsable de los acuerdos. 

Pero sí, la dificultad ha sido la de siempre: la que tiene todo país, cuando ha salido de un evento largo y traumático, para enfrentarse a su pasado. 

Al mismo tiempo, pese al ritmo de la implementación, esto me hace pensar en el tercer pilar que has mencionado: la Unidad de Búsqueda para las Personas Desaparecidas, cuya mera existencia ya es algo loable. ¿Podrías hablarme un poco del problema de la desaparición en Colombia? Suponiendo que los países fuesen personajes, y quién dice que en cierta medida no lo sean, ¿qué le dirías tú a un país-personaje como España, donde todavía no hemos sido capaces de mirarnos al espejo y buscar a nuestros desaparecidos de forma cabal, mientras que en países como Colombia hay un órgano tratando de hacerlo por todos los medios posible?

No puedo decir gran cosa al respecto. Creo que uno de los rasgos más obscenos de nuestros conflictos —pienso sobre todo en Latinoamérica— es esto de las desapariciones forzosas, el momento, como digo en alguna parte, en que el verbo «desaparecer» se vuelve transitivo: a una persona «la desaparecen», que es lo que pasó en las dictaduras del cono sur, o lo que pasó en el ámbito colombiano, o lo que está pasando en México. Eso denota una situación política muy grave. La desaparición forzada de una persona —igual que el secuestro que practicaron las guerrillas colombianas— es una especie de muerte constante, de muerte alargada en el tiempo. No es simplemente que nos hayan quitado a esa persona de nuestras vidas, es que esa persona no está en ninguna parte, con lo cual nos resulta imposible hacer el duelo necesario y, eventualmente, llegar a buenos términos con su ausencia, lo que sí es posible cuando hay un cuerpo y pueden hacerse unos ritos funerarios y el duelo correspondiente. Que se le quite a la familia de la víctima de la desaparición forzada esa posibilidad, la posibilidad del duelo, es un crimen añadido, es una crueldad añadida. 

Todo pacto social que trate de pasar la página después de un conflicto tan duro como el colombiano, tiene que imponerse eso como una obligación ética: darle a la gente la posibilidad de hacer el duelo de sus muertos. Si eso no se logra no vamos a ninguna parte.  

Perdón, nos estamos poniendo demasiado serios, así que voy a volver a la literatura, y también al humor. En Viajes con un mapa en blanco cuentas una anécdota, precisamente de Carlos Fuentes, a quien en una ocasión le pidieron que recomendase cinco novelas y, «con voz de mantra», dijo «El Quijote, el Quijote, el Quijote, el Quijote el Quijote». En ese mismo ensayo tú te declaras escritor de novela trágica. Se habla mucho de Cervantes y del legado de Cervantes, pero creo que a menudo cuesta identificar el legado humorístico e irónico de Cervantes, en la literatura en general, pero también en la literatura hispanoamericana en particular.

La novela moderna, la novela que nace con Cervantes, nace como comedia. Don Quijote es una comedia, El Lazarillo tiene un lado cómico innegable. Antes de esos libros estaba Rabelais, que es una comedia: es una fantasía también, y la gente nace por la oreja y todo eso, pero es comedia tanto como lo es Cervantes. Esto tenía una razón de ser muy evidente: el humor era un mecanismo de subversión y de rebelión contra las estructuras de poder y contra las jerarquías que no era fácil de castigar. El poder no lo controlaba. El poder no controla el humor. Y por eso el humor se convierte en ese mecanismo con el cual se pueden decir cosas que no se pueden decir de otra manera. Y la novela nace así. El Tristram Shandy de Laurence Sternefunciona así. La novela de Henry Fielding funciona así. 

Los viajes de Gulliver, en cierta medida. 

Los viajes de Gulliver funcionan así. Pero luego, en algún momento del siglo XIX, yo creo que con Stendhal, de repente la novela comprende que puede apropiarse también del espíritu trágico y de una visión trágica, y entonces se va alejando un poco de la comedia como origen y se apropia de una cierta ética de lo trágico. Ahí es cuando es posible Madame Bovary, que es una tragedia clásica, y ahí es posible Dostoievski, que para mí escribió tragedias en prosa, y Anna Karenina es una tragedia. Cuando la novela se apropia de la tradición más seria y con más gravitas, se vuelve obra de arte. Es en ese momento cuando golpea a las puertas de la tradición de las grandes artes literarias y dice: «Yo tengo lugar ahí», «Ahí hay un lugar para mí». Antes no. 

Al mismo tiempo, la ironía era intrínseca a las obras de los autores que has citado, Sterne, Jonathan Swift, Cervantes, Rabelais. Jordi Gracia ha hablado de «la conquista de la ironía» [con Cervantes], tú lo has llamado «la ética de la ironía». A mí me parece que cada vez estamos más en algo que Javier Cercas denominó en una columna hace unos años «la barbarie de la literalidad». Y pese a que claramente ha habido una evolución —desde Cervantes, El Lazarillo y la novela anglosajona— en lo que consideramos buena literatura, o en lo que constituye la mayor parte de las novelas que se producen, ¿crees que este retroceso, o este camino a la «barbarie de la literalidad», presenta problemas para la escritura de novelas? ¿Es algo que te preocupa?

Es algo que me preocupa y no sé dónde estamos en eso. Pero sí creo que está sucediendo. Lo importante es que la literatura siga siendo ese lugar protegido donde estamos a salvo de la barbarie de la literalidad, que es una extraordinaria definición de lo que pasa en las redes sociales. Las redes sociales son eso. Hay varias razones por las cuales el mundo de las redes sociales me parece una especie de antítesis, el archienemigo de lo que ocurre en la ficción: mientras que la ficción es un terreno donde, como dice Kundera en Los testamentos traicionados, abandonamos el juicio moral —a una novela entramos sin ánimo de dividir al mundo entre culpables e inocentes y absolver a unos y condenar a los otros, sino que entramos para comprender, para entender algo distinto— las redes sociales son como un gran tribunal en el que todo el mundo, todo el tiempo, está juzgando a los demás, y dividiéndolos entre culpables e inocentes, y asumiendo el papel de juez. Las redes sociales son ese lugar donde todo el mundo entra con el dedo erguido, listo para señalar y condenar o absolver. En ese sentido son éticas opuestas de la vida. La ética de las redes sociales requiere esta literalidad, no se admiten las ambigüedades, no se admiten las zonas grises, no se admite la incertidumbre, mientras que todo eso es el combustible de la literatura: la literatura vive de la incertidumbre, de la ambigüedad, de la duda, de la ironía, de hacerse preguntas. Las redes sociales son el lugar donde todo el mundo da respuestas todo el tiempo, sobre qué hacer en Gaza, qué hacer en Ucrania, qué hacer en el caso del último crimen de la esquina que más cerca tengo. Además, con esos mecanismos tan perversos, que lo identificaba muy bien una ensayista millennial, que sabe de lo que habla mucho mejor que yo: Jia Tolentino. Ella dice que parte de lo perverso de Facebook es esa sensación que produjo para sus usuarios de que todo lo que pasa en el mundo es un comentario sobre quién soy yo. Es una especie de narcisismo posmoderno que ve en cualquier desastre del mundo una especie de ataque personal contra mí. Eso es perverso, es narcisista, y es un poco ridículo. 

Hay una cita en La forma de las ruinas, donde el narrador de la novela, un tal Juan Gabriel Vásquez, dice que ha perdido la costumbre de leer en la página web los comentarios a su columna, «no solo por desinterés y falta de tiempo, sino por la convicción profunda de que en ellos se ponían en escena los peores vicios de nuestras nuevas sociedades digitales: la irresponsabilidad intelectual, la mediocridad orgullosa de sí misma, la calumnia». Todo lo que acabas de decir. De hecho, podría vincularlo a otra de mis preguntas. Hay una cita de un artículo de Slavoj Žižek donde él dice que el destierro del humor y la proliferación de la corrección política nos está empujando hacia «una forma de totalitarismo tácito». Tú eres novelista, pero también, desde hace pocas semanas, miembro de la Academia Colombiana de la Lengua. Las palabras importan. ¿Te parece que esto de hablar de los peligros de caer en un «totalitarismo tácito» es una exageración de Žižek o un riesgo real?

Pues yo también me lo pregunto. Y me preocupa. Pero hablar de totalitarismo en este sentido es tomarse una licencia poética. Sí creo que hay mecanismos en nuestro comportamiento social hoy en día que están relacionados con aspectos del comportamiento totalitario, como la censura constante; o la autocensura, la facilidad que tenemos para dejar de decir algo, para no sufrir la sanción de las redes, el matoneo inmediato, o la cancelación por una opinión que no es la de la tribu o que se enfrenta con los lineamientos de la tribu. Creo que sí hemos admitido la penetración en nuestras dinámicas sociales, en nuestra conversación de ciudadanos, de mecanismos de censura, de simplificación del discurso, de rechazo total de los matices, y de eliminación del que disiente, eliminación de la heterodoxia, que son muy peligrosos y que son un empobrecimiento social. 

Todo esto me trae de vuelta a tu novela Las reputaciones, donde el caricaturista Mallarino sufre censura en un periódico y decide hacer las maletas y marcharse a otro. En un pasaje de la novela describes cómo «por algún sortilegio, sus caricaturas carecían de consecuencias mientras las hacía». Has hablado de autocensura y creo que es casi autoexplicativo, y aunque no estabas refiriéndote a ti mismo, te quería preguntar lo siguiente: ¿tú piensas en las consecuencias de lo que escribes mientras lo escribes o intentas no pensarlo mucho porque te llevaría a una parálisis? 

Uno de los beneficios de no estar en redes sociales es una sensación de libertad que tal vez quien opina en las redes sociales no tiene. Cuando decidí muy temprano que las redes sociales no eran para mí —nunca entré, nunca abrí una cuenta en ninguna parte— fue por razones puramente egoístas, porque me di cuenta de que era una amenaza a mi tiempo, y de que además podía convertirse en un espacio de narcisismo un poco peligroso. Pero luego, con los años, me he dado cuenta de esa otra consecuencia, que no había previsto: los peligros que tiene someterse a la censura constante de un público invisible que se comporta con frecuencia como una jauría profundamente irracional y llevada por emociones profundamente negativas, porque los algoritmos de las redes sociales privilegian siempre las emociones negativas sobre las otras. Y todo eso conduce a quien existe en redes sociales a la autocensura. Yo, correcta o equivocadamente, siento que puedo decir cosas —y las he dicho— sin que sobre mí pese el fantasma de la censura social porque no estoy allí donde sucede eso. En ese sentido, es otra razón más que tengo para mantenerme alejado de las redes sociales, de ese arrabal de cuchilleros, como lo he llamado en alguna parte. 

Juan Gabriel Vásquez para Jot Down

Quería seguir hablando de los límites de la libertad de expresión y la autocensura.  Estamos en París, la ciudad que sufrió los ataques terroristas de Charlie Hebdo por las caricaturas de Mahoma. Cuando ocurrieron, la inmensa mayoría de políticos europeos dijeron rápidamente que las caricaturas formaban parte del derecho a la libertad de expresión. Y no sé si has seguido lo que ha ocurrido esta semana en la Berlinale. 

No, no mucho. He estado muy metido en la novela estos días. 

Básicamente un director israelí y un director palestino recibieron el premio al mejor documental por No other land. Durante su discurso de aceptación del premio, el director israelí [Yuval Abraham], calificó la situación en Palestina de apartheid y, como consecuencia de esos comentarios, ha sido acusado de antisemita y recibido amenazas de muerte. Algunos políticos europeos también le han afeado el discurso. ¿Tú ves un doble rasero en calificar las caricaturas de Mahoma como parte de nuestra libertad de expresión y al mismo tiempo considerar antisemita el cuestionamiento de la situación en Palestina? Y si sí hay un doble rasero, y entiendo que es una pregunta compleja, ¿crees que el mundo editorial o la élite intelectual tienen alguna responsabilidad? 

No te puedo contestar puntualmente sobre ese caso, porque no lo he seguido. Pero el antisemitismo es una lacra muy seria y muy grave como para andar usándola en defensa de un gobierno inmoral y antidemocrático como el de Netanyahu. Nuestra responsabilidad tal vez sería proteger los espacios de la palabra: que se puedan decir las cosas, que se pueda debatir aunque sea en términos duros, pero para eso hay que defender a las palabras de quienes las manipulan o las hacen mentir. Cuando dejamos de defender los espacios donde todo se puede decir, donde todo se puede discutir —que son por ejemplo las universidades, que han sufrido también esto—, cuando dejamos de defender ciertos espacios como lugares para el intercambio de ideas que son duras, que son dolorosas, que pueden incluso ofender, y cuando cerramos por la fuerza los espacios donde podemos tener esas conversaciones que duelen y ofenden, estamos perdiendo como sociedad. Estamos renunciando a nombrar el mundo, en cierto sentido, y quien renuncia a nombrar las emociones, a darle entidad verbal a los desacuerdos, está abriendo espacios a lugares donde los desacuerdos se resuelven de otra manera. Y esas maneras suelen ser violentas. Eso es lo que me preocupa. 

Y sí creo que nos corresponde a los que habitamos de distintas maneras en lugares de palabra, en lugares donde la palabra es nuestro objeto de comercio, defender en algún sentido la soberanía de la conversación pública, del debate. Cuando renunciamos a eso, estamos dejando que de esos lugares se apropien dinámicas que no son las de la palabra, sino las de la violencia. Eso es lo peligroso. 

Tengo tres últimas preguntas, vinculadas en parte al mundo editorial, y que enlazan con el comienzo de nuestra conversación. Has dicho que como lector y como escritor te interesan las novelas en las que se trascienden las preocupaciones individuales y has criticado «el solipsismo y la miopía que han hecho que muchos lectores emigren hacia otras formas de contar historias». Una cita con la que estoy muy de acuerdo. La pregunta que te quería formular es la siguiente: ¿qué decisiones, o ausencia de decisiones, por parte del mundo editorial están promoviendo esta desafortunada migración? 

No sé si sean decisiones del mundo editorial. 

¿O de los propios escritores? 

No lo sé. Primero, creo que hay que decir que cuando uno empieza una frase cualquiera con «Los lectores quieren…» se está equivocando, porque eso no existe. No existen los lectores como una unidad de ningún tipo. Una de las maravillas de la literatura, de la poesía, de la ficción, es que allí vamos a llenar el lenguaje de otros con nuestra propia biografía, y todas nuestras biografías son distintas. De manera que cualquier generalización es una equivocación desde el comienzo. 

Pero sí creo que los lectores de ficción leen ficción porque están insatisfechos con la vida. Nadie lee ficción, ni mucho menos la escribe, si está completamente contento con el mundo como está armado, con su vida o con su experiencia. Uno lee por una sensación frustrante de no vivir todo lo que quisiéramos vivir. Eso lo decía muy bien Harold Bloom en una entrevista de hace unos treinta años. Decía: si los seres humanos viviéramos ciento cincuenta años no necesitaríamos ficción, porque en ciento cincuenta años uno alcanza a saber lo suficiente y a conocer a las suficientes personas como para satisfacer nuestra sed de experiencia. Pero como vivimos la mitad de eso, necesitamos ampliar la experiencia de alguna manera, necesitamos ser otras personas, vivir otras vidas, conocer más, saber más. Y por eso vamos a la ficción. Yo creo que cuando se olvida esto, y cuando la ficción se convierte en un ejercicio ombliguista de narcisismo estético o estetizado, deja de interesar a esa comunidad de insatisfechos que son los lectores de literatura. Y entonces irán a los lugares donde les estén contando historias que completen su experiencia, o que satisfagan la sed de experiencias, o las curiosidades que tienen sobre lo que somos como seres humanos y lo que son ellos. Pero esto siempre ha existido. No es una cosa nueva. 

Al hacerte la última pregunta estaba pensando en el exceso de autoficción y metaliteratura, y esto, a su vez, me hace pensar en Conrad, un autor que, entre otras cosas, visibilizó los desmanes del colonialismo. Conrad es un autor que está muy presente en tu obra, por supuesto en Historia secreta de Costaguana, pero también en la biografía que escribiste sobre él. Y la penúltima pregunta que te quería formular, a modo de ejercicio especulativo, guarda relación con una figura como Conrad, que conoces muy bien, pero que podríamos traducir en otras figuras como Melville o como Hemingway, que has mencionado antes, quienes seguramente no estarían en un programa de becas o no habrían participado en una maestría de escritura creativa. ¿Crees que estos individuos serían escritores hoy en día? ¿O habrían recurrido a otras formas alternativas de contar historias? No sé, YouTube, Twitter. Sé que no puedes responderme, ¿pero qué te dice el corazón? 

Es una pregunta interesante, pero, efectivamente, no la puedo responder. Ahora, lo que sí veo con frecuencia en estos escritores es que siempre tenían una especie de dualidad. Con mucha frecuencia, sus escritos, pienso por ejemplo en Conrad, eran visionarios, en el sentido de adelantarse a su tiempo, hablarnos de lo que va a pasar después. El corazón de las tinieblas es de 1899, pero habla del siglo XX con una premonición extraordinaria. Yo lo he vuelto a leer hace poco porque en unos días sale mi traducción, y encuentro que la novela sabía lo que iba a pasar en el mundo colonial. Y en El agente secreto un terrorista anarquista defiende la necesidad de atentar contra edificios, no contra personas, y de escoger edificios que sean un símbolo. Y es muy difícil leer ese libro, que es de 1907, sin pensar en las Torres Gemelas. De modo que esos novelistas, o sus novelas, tenían una especie de visión profética. Pero al mismo tiempo se sentían anacrónicos, sentían que pertenecían a un tiempo pasado. Conrad siempre está reflexionando sobre la tristeza de que se haya perdido una cierta ética del trabajo y de la vida que venía con los barcos de antes, con los barcos de vela. Entonces son al mismo tiempo visionarios y, no diré nostálgicos, pero sí anacrónicos: están instalados con una parte de su cabeza y de sus emociones en un tiempo pasado cuya pérdida lamentan. Entonces yo no los veo mucho utilizando nuevas tecnologías. Los veo más bien lamentándose de que se haya perdido, no sé, la máquina de escribir. Pero no estoy seguro. 

He dejado para el final una pregunta que no sé si es la más compleja o no, pero resume muchos de los temas que hemos discutido. Mi cita preferida de La traducción del mundo dice lo siguiente: «La historia de la novela moderna es una lucha por decir lo que alguien cree que no se debe decir». Hay una idea análoga en Viajes con un mapa en blanco, donde escribiste que «La literatura se vuelve el espacio donde cuestionamos [la] narración monolítica [del Poder]». Al mismo tiempo, tengo la impresión de que hay un exceso de literatura sobre temas que no plantean un problema para nadie, que no nos van a llevar a censura, autocensura o cancelación cultural, ni a riesgos de ningún tipo. Estoy pensando en las barbaries de la Guerra Civil española, o las barbaries de la Segunda Guerra Mundial, y por supuesto el Holocausto. Son temas muy importantes, pero también es cierto que tal vez no nos ponen en esa coyuntura de luchar por decir lo que alguien cree que no se debe decir. Claramente hay temas de este tipo. Hemos hablado de algunos de ellos, pero se me ocurre también pensar en el nacionalismo identitario catalán, o en el nacionalismo excluyente español, que son temas que, por ponerlo de alguna forma, no te hacen ganar amigos. ¿Crees que faltan escritores bregando por decir lo que alguien cree que no se debe decir, o faltan editores dispuestos a publicarlos, o ambas cosas, o ninguna de las anteriores?

No, yo creo que se está haciendo. Se está haciendo constantemente. Claro, hay varias cosas. Cuando digo eso, no estoy hablando únicamente de estructuras políticas. En nuestra conversación política, [la novela] ha sido con frecuencia ese espacio donde se trata de hacer un relato heterodoxo, se trata de contradecir el poder, de molestar, de incomodar, de aguar la fiesta a veces. Simplemente se trata de eso: de aguar la fiesta, de levantar la mano del disenso, que es lo que hace con frecuencia la literatura. Pero eso no tiene que ser grandilocuente, ni tiene que ser una puesta en escena brutal con consecuencias inmediatas, como puede ser Archipiélago Gulag, de Solzhenitsyn. Eso puede ocurrir con frecuencia de maneras más sutiles. Pero, además de eso, también en el mundo privado, en el mundo de lo íntimo, la literatura ha tenido ese lugar. El Ulises fue censurado en Estados Unidos y las novelas de D. H. Lawrence fueron censuradas en Inglaterra, porque allí se estaban diciendo cosas que chocaban y molestaban. 

Y Nabokov tuvo que venir a París para publicar Lolita

Nabokov es un ejemplo interesante. Si me pongo en plan especulativo, no hay muchas cosas que pueda asegurar, pero sí que hoy en día nadie publicaría Lolita. Ese libro no encontraría editor hoy. ¿Por qué? ¿No es eso una pérdida? ¿No revela eso algo grave de nuestra conversación social hoy? Es un libro incómodo, sí. Ofende nuestra sensibilidad, tal vez. Pero es una novela. ¿Qué dice sobre nosotros el surgimiento de esa nueva figura que a mí me parece una estupidez: los lectores de sensibilidad? Lectores contratados para que señalen en un texto lo que pueda eventualmente ofender a cualquier colectivo, y eso con el objetivo de que el autor lo elimine o lo modifique. ¡Para no ofender! Esto es una tontería por diversas razones, pero una de ellas es que uno de los valores históricos de la literatura es justamente ser ese lugar donde se puede hablar de cosas que ofenden, donde lo ofensivo puede tener lugar para que lo podamos explorar y entender. 

Me molesta que un nuevo puritanismo nos quite esa posibilidad. Y me molesta también la reescritura de las obras del pasado. Las de Agatha Christie, las de Roald Dahl, las de Ian Fleming. Obras que, con el pretexto de no ofender las sensibilidades personales, se reescriben, se censuran, se modifican, con la consecuencia —otra vez muy perversa— de que perdemos una ventana hacia el pasado que es irrecuperable. Dejamos de saber cómo veía un hombre de 1950 su mundo. Lo obligamos a ver su mundo como lo vemos nosotros hoy, con nuestra escala de valores. Eso implica cerrarnos a una comprensión del pasado que sin ese texto no tendríamos. Todo eso habla de un cambio de mentalidad que a mí sí me parece preocupante.

Juan Gabriel Vásquez para Jot Down


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