En la casa de Eugenio Montejo. Foto: Martha Viaña.
El taller blanco
Eugenio Montejo / The White Workshop
Agosto de 2018
Quienes en nuestros días se sienten atraídos por el aprendizaje de la escritura poética, pese a tantos impedimentos que procuran disuadirlos, no sabemos si para bien o para mal, pueden al fin y al cabo encaminar su vocación a través de un taller de poesía. El experimento es novedoso entre nosotros, pero cuenta, como en muchas otras partes, con un manifiesto número de defensores y detractores. La tentativa, sin embargo, aunque opera de forma más o menos idéntica, esto es, congregando a un guía y a una seleccionada docena de participantes, puede proporcionar resultados tan dispares como los mismos grupos que la integran. Depende en mucho de la formación y sensibilidad de los concurrentes, y sobre todo del clima fraterno y cordial que a través de la práctica llegue a establecerse. Lograr desde el inicio que cada uno distinga su voz en el coro, que no perciba en el guía más que a un persuasivo interlocutor, en vez de un conductor hegemónico, constituye sin duda un buen punto de partida. El hábito de la discusión fecunda, los estímulos al trabajo, el respeto mutuo y todo lo que, para usar una expresión de Matthew Arnold, podríamos llamar “la urbanidad literaria”, se seguirá naturalmente de ello solo.
No desestimo, por mi parte, la conveniencia de los talleres, aunque me sienta secretamente escéptico respecto de sus alcances. Alimento el prejuicio, algo romántico, es verdad, de que la poesía como todo arte es una pasión solitaria. Una multitud, como advierte sagazmente Simonne Weil, no puede ni siquiera sumar; el hombre precisa abstraerse en soledad para ejecutar esta simple operación. Por esto quizás el título puesto por Shömberg a sus Memorias se me antoja uno de los más apropiados para resumir las peripecias de una vida consagrada al arte, a cualquier arte: Cómo volverse solitario. Sólo en la soledad alcanzamos a vislumbrar la parte de nosotros que es intransferible, y acaso ésta sea la única que paradójicamente merece comunicarse a los otros.
Sé que muchos replicarán que en poesía, amén de los dioses innatos, cuenta un lado artesanal, propiamente técnico, común también a las demás artes tanto como a las modestas labores de orfebres. Son los llamados secretos del oficio, cuyo dominio es en cierta medida comunicable. No faltará, por otra parte, quien me recuerde el conocido apotegma de Lautrémont: la poesía debe ser hecha por todos. El acervo del folklore parece confirmar el triunfo de esta contribución múltiple y anónima; según ella, las palabras se van puliendo al rodar entre los hombres, como las piedras de un río, y las que perviven resultan a la postre las más estimadas por el alma colectiva. Todo ello es verdad, con tal que no olvidemos que en cada instante de este proceso ha existido un hombre real, que nunca fueron varios, por innombrado que lo creamos. Sí, la poesía debe ser hecha por todos, pero fatalmente escrita por uno solo.
En cambio, cuanto corresponde a los procedimientos artesanales, a los secretos de hechura, a toda esa vasta zona que con sumo ingenio analiza R. G. Collingwood en su libro Los principios del arte, me parece que es éste el campo verdaderamente propicio al cual la gente del taller puede consagrarse. Puesto que escribimos en nuestra lengua, es en ella principalmente, vale decir en las creaciones que conforman su tradición, donde averiguaremos el cómo de su íntimo gobierno; del qué y del cuándo bien podremos aprender no sólo en la nuestra, sino en cuantas lleguemos a conocer.
La palabra taller tiene, según el Diccionario de la Real Academia, dos acepciones, una concreta y otra figurada. La primera se refiere al lugar en que se trabaja una obra de manos. La segunda habla de la escuela o seminario de ciencias donde concurren muchos a la común enseñanza. El taller de poesía tiene de una y de otra. Lo es en sentido real y figurado a la vez. Hay obra de mano como también participación en el común aprendizaje. Tal como existen hoy por hoy, yo y quienes cuentan más o menos mi edad no los conocimos. No tuvimos la dicha o desdicha de reunirnos para iniciarnos en el mester de poesía. ¿Dónde, pues, fuimos a aprenderlo? Otros responderán de acuerdo con sus personales derivaciones. En cuanto a mí, he dicho que no asistí a ningún lugar donde ganarme la experiencia del oficio. Así al menos, porque lo creía, lo he repetido. Quiero rectificar ahora este vano aserto pues no había reparado en que, siendo niño, asistí intensamente a uno. Estuve mucho tiempo en el taller blanco.
Era éste un taller de verdad, como es verdad el pan nuestro de cada día. Mi padre había aprendido de muchacho el oficio de panadero. Se inició, como cualquier aprendiz, barriendo y cargando canastos, y llegó a ser con los años maestro de cuadra, hasta poseer más tarde su propia panadería, el taller que cobijó buena parte de mi infancia. No sé cómo pude antes olvidar lo que debo para mi arte y para mi vida a aquella cuadra, a aquellos hombres que, noche a noche, ritualmente, se congregaban ante los largos mesones a hacer el pan. Hablo de una vieja panadería, como ya no existen, de una amplia casa lo bastante grande para amontonar leña, almacenar cientos de sacos de harina y disponer los rectos tablones donde la masa toma cuerpo lentamente durante la noche antes del horneo. Son los seculares procedimientos casi medievales, más lentos y complicados que los actuales, pero más llenos de presencias míticas. El sentido del progreso redujo ese taller a un pequeño cubículo de aparatos eléctricos en que la tarea se simplifica mediante empleos mecanizados. Ya no son necesarias las carretadas de leña con su envolvente fragancia resinosa, ni la harina se apila en numerosos cuartos de almacenaje. ¿Para qué? El horno, en vez de una abovedada cámara de rojizos ladrillos, es ahora un cuadrado metálico de alto voltaje. Me pregunto, ¿podrá un muchacho de hoy aprender algo para su poesía en este enmurado cuchitril? No sé. En el taller blanco tal vez quedó fijado para mí uno de esos ámbitos míticos que Bachelard ha recreado al analizar la poética del espacio. La harina es la sustancia esencial que en mi memoria resguarda aquellos años. Su blancura lo contagiaba todo: las pestañas, las manos, el pelo, pero también las cosas, los gestos, las palabras. Nuestra casa se erguía como un iglú, la morada esquimal, bajo densas nevadas. Por eso, cuando años más tarde contemplé por vez primera en París la apacible nieve que caía, no mostré el asombro de un hombre de los trópicos. A esa vieja amiga ya la conocía. Sentí apenas una vaga curiosidad por verificar al tacto su suave presencia.
Hablo de un aprendizaje poético real, de técnicas que aún empleo en mis noches de trabajo, pues no deseo metaforizar adrede un simple recuerdo. Esto mismo que digo, mis noches, vienen de allí. Nocturna era la faena de los panaderos como nocturna es la mía, habituado desde siempre a las altas horas sosegadas que nos recompensan del bochorno de la canícula. Como ellos me he acostumbrado a la extrañeza de la afanosa vigilia mientras a nuestro redor todas las gentes duermen. Y en lo profundo de la noche lo blanco es doblemente blanco. No falta la luna en los muros, sobre la leña, las mesas, las gorras de los operarios. ¡Los doctos y sabios operarios! Hay algo de quirófano, de silencio en las pisadas y de celeridad en los movimientos. Es nada menos que el pan lo que silenciosamente se fabrica, el pan que reclamarán al alba para llevarlo a los hospitales, los colegios, los cuarteles, las casas. ¿Qué labor comparte tanta responsabilidad? ¿No es la misma preocupación de la poesía?
El horno, que todo lo apura, rojea en su fragua espoleando a quienes trabajan. Los panes, una vez amasados, son cubiertos con un lienzo y dispuestos en largos estantes como peces dormidos, hasta que alcanzan el punto en que deben hornearse. ¿Cuántas veces, al guardar el primer borrador de un poema para revisarlo después, no he sentido que lo cubro yo mismo con un lienzo para decidir más tarde su suerte? Y nada he dicho de aquellos jornaleros, serenos y graves, encallecidos, con su mitología de arrabal, de aguardiente pobre. ¿Debo buscar lo sagrado más lejos en mi vida, pintar la humana pureza con otro rostro? Cristo podía convertir las piedras en peces, por eso estuvo más cerca de la carpintería, ese hermoso taller de distinto color. Para estos hombres, que no me hablaron nunca de religión, acaso porque eran demasiado religiosos, Cristo estaba en la humildad de la harina y en la rojez del fuego que a medianoche comenzaba a arder.
Del taller blanco me traje el sentido de devoción a la existencia que tantas veces comprobé en esos maestros de la nocturnidad. La atención responsable a la hechura de las cosas, la fraternidad que contagiaba un destino común, en fin, la búsqueda de una sabiduría cordial que no nos induzca a mentirnos demasiado. ¿Cuántas veces, mirando los libros alineados a mi frente, no he evocado la hilera de tablones llenos de pan? ¿Puede una palabra llegar a la página con mayor cuidado, con más íntima atención que la puesta por ellos en sus productos? Daría cualquier cosa por aproximarme alguna vez a la perfecta ejecutoria de sus faenas nocturnas. Al taller blanco debo éstas y muchas otras enseñanzas de que me valgo cuando encaro la escritura de un texto.
El pan y las palabras se juntan en mi imaginación sacralizados por una misma persistencia. De noche, al acodarme ante la página, percibo en mi lámpara un halo de aquella antigua blancura que jamás me abandona. Ya no veo, es verdad, a los panaderos ni oigo de cerca sus pláticas fraternas; en vez de leños ardidos me rodean centellantes líneas de neón; el canto de los gallos se ha trocado en ululantes sirenas y ruidos de taxis. La furia de la ciudad nueva aventó lejos las cosas y el tiempo del taller blanco. Y sin embargo, en mí pervive el ritual de sus noches. En cada palabra que escribo compruebo la prolongación del desvelo que congregaba a aquellos humildes artesanos.
Tal vez, de no haber asistido a sus cotidianas veladas, de no inmiscuirse en las hondas ceremonias de sus labores, habría de todos modos buscado cauce a mi afán de poesía. El grito de Merlín me habría tentado siempre a seguir su rastro en el bosque. Sin embargo, no puedo imaginar dónde, si no allí, habría aprendido mi palabra a reconocerse en la devoción sagrada de la vida. Anoto esta última línea y escucho el crepitar de la leña, veo la humareda que se propaga, los icónicos rostros que van y vienen por la cuadra, la harina que minuciosamente recubre la memoria del taller blanco.