martes, 17 de abril de 2007

John Ashbery / Un poeta en Nueva York


John Ashbery 
Un poeta en Nueva York


EDUARDO LAGO
17 ABR 2004

CONSIDERADO EL MÁS grande poeta vivo de su país, John Ashbery (Rochester, Nueva York, 1927), representa lo mejor de una América que, en los enrarecidos tiempos que corren, resulta fácil perder de vista: la América democrática, fundada sobre una fe inquebrantable en las libertades cívicas e individuales. No en vano, su verbo formidable hunde directamente sus raíces en el legado de Walt Whitman, el cantor de las multitudes que supo dar cabida en su poesía a la totalidad de lo real. Ashbery era un perfecto desconocido cuando en 1956 cayó en manos de W. H. Auden el manuscrito de Unos árboles. Inmediatamente, decidió publicarlo. "¿Es posible escribir poesía hoy?", se pregunta el poeta inglés en el prólogo. Recordando que sólo es merecedor del título de poeta quien sepa regresar a las regiones de lo sagrado, le da la bienvenida al nuevo autor, precisando: "De Rimbaud a Ashbery la imaginación sigue aferrada a los valores de lo mágico". Enigmático, multidimensional, abierto a los caprichos del azar, el hacer poético de Ashbery se nutre de dos fuentes. Por una parte, la tradición anglosajona, en un arco que va de Wordsworth a Auden, y entronca con el legado del romanticismo norteamericano, incorporando esta vez desde Whitman hasta Wallace Stevens. Por otra, la propuesta de la vanguardia, tanto artística (Pollock, Rothko) como musical (Carter, Cage). A modo de puente, una vía que integra el legado de Francia, del simbolismo al surrealismo. Con el revolucionario Autorretrato en un espejo convexo (1975), lo que puso patas arriba el apacible y recluido reino de la poesía. Además de acaparar la triple corona de los premios más importantes de su país: el Nacional, el de la Crítica y el Pulitzer, Ashbery logró despertar el interés del gran público. A propósito de este libro, Paul Auster escribió: "Pocos poetas poseen hoy día su misteriosa habilidad para socavar nuestras certidumbres, para articular tan plenamente las zonas más ambiguas de nuestra conciencia".
* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 17 de abril de 2004

sábado, 14 de abril de 2007

Hirokazu Koreeda / El moderno cine de samuráis


Hirokazu Koreeda

"El moderno cine de samuráis se parece demasiado a los videojuegos"

Jordi Costa
Madrid, 13 de abril de 2007

Con Nadie sabe (2004), brutal relato de supervivencia contado a vista de niño, el público español pudo confirmar de primera mano algo que el circuito de festivales tenía claro desde mediados de los noventa: que Hirokazu Koreeda (Tokio, 1962) es uno de los autores más sensibles, imprevisibles y arriesgados de la nueva ola de cineastas japoneses. En Hana, su nuevo trabajo, Koreeda cambia de registro para proponer una heterodoxa película pacifista de samuráis, partiendo de una mirada humanista que entronca con el resto de su filmografía y le da la vuelta a algunos lugares comunes de un género profundamente enraizado en la tradición.

Ambientada en la era Genroku (1688-1704) y poblada por un bullicioso mosaico de personajes de clase humilde, Hana marca las distancias con respecto a otras aproximaciones recientes al género y supone el primer desvío hacia el pasado en una carrera hasta ahora firmemente arraigada en el Japón contemporáneo. "Hace dos años falleció mi madre, y ella adoraba ese periodo. En cierto modo, hacer esta película tenía algo de homenaje a ella", señala a Koreeda, en la pasada edición del Festival de Las Palmas. "El hecho de que hayan reaparecido estas historias", prosigue, "puede tener que ver con el hecho de que la explosión de la 'burbuja económica' ha provocado en los últimos años una atmósfera de desánimo en mi país, y este género asociado de la tradición del bushido (camino del guerrero) refuerza cierto sentido de identidad nacional. A mí esa idea no me gusta, así que en mi película he optado por mostrar más bien al pueblo llano, y no sólo a la clase samurái".
Frente a la estilización de la violencia de las películas de Kitano y Yamada, Koreeda construye un personalísimo elogio de la cobardía. "No ha sido mi intención hacer una película transgresora en este sentido, aunque sí quería dar un toque de atención acerca de la violencia implícita en el género", señala el cineasta. "La mayor parte de las películas actuales de este género se parecen demasiado a videojuegos. En los años cincuenta, el cine de géneros en Japón recibía un tratamiento mucho más interesante. Ya fuera el jidai-geki (cine histórico), ya fueran comedias o cine musical, tenían sentido tal como estaban hechas. Como influencias, yo mencionaría Los bajos fondos (1958), de Kurosawa; Bakumatsu Taiyôden (1957), de Kawashima, y Tange Sazen Yowa: Hyakuman Ryo no Tsubo (1935), de Sadao Yamanaka. Pero, como modelo, pienso, ante todo, en La carroza de oro (1952), de Jean Renoir".
Hana construye un puente entre la modernidad de la nueva autoría encarnada por Koreeda y los ecos del clásico cine japonés. La película se realizó en los legendarios estudios Sochiku y eso permitió al cineasta contar con algunos colaboradores que llevaban la historia del cine sobre los hombros: "He tenido la gran suerte de poder trabajar con algunos grandes profesionales de la legendaria productora Daiei. También pude contar con la hija de Akira Kurosawa como diseñadora de vestuario. Ha sido muy satisfactorio trabajar con Kazuko Kurosawa: incluso su forma de manchar un quimono, en busca de un cierto efecto, puede derivar de la enseñanza del padre".
* Este artículo apareció en la edición impresa del Viernes, 13 de julio de 2007