jueves, 31 de agosto de 2023
Virginia Woolf / La mujer ante el espejo
Virginia Woolf / Momentos de vida
Ilustración de T.A. |
«Los alfileres de Slater’s no tienen punta».
Los alfileres de Slater’s no tienen punta, ¿no crees lo mismo? —dijo la señorita Craye volviéndose mientras el clavel se desprendía del vestido de Fanny Wilmot. Y Fanny se inclinó —los oídos llenos de música— a mirar el alfiler en el suelo.
Virginia Woolf / El vestido nuevo
Mabel tuvo la primera sospecha seria de que algo no iba bien al quitarse la capa; y la señora Barnet, al alcanzarle el espejo y tomar los cepillos, llamó su atención —un tanto exageradamente tal vez— sobre la ropa en la mesa y todos los artefactos para arreglar el cabello, cuidar el cutis y la ropa, que yacían sobre el tocador, confirmando así la sospecha, de que algo no iba bien, nada bien; y la sospecha aumentaba mientras subía las escaleras y se arrebataba sobre Clarissa Dalloway; y después de saludarla, corrió hacia el fondo de la habitación, donde en un rincón oscuro colgaba un espejo, y se miró. ¡No! No estaba bien. Y de inmediato, la tristeza que siempre intentaba ocultar, esa profunda insatisfacción —la sensación de inferioridad que siempre, desde niña, había sentido frente a las otras personas— se fue apoderando de ella, implacable, sin piedad, con una intensidad de la que no podía librarse leyendo a Borrow o Scott como lo hacía en su casa al despertarse por las noches; porque estos hombres, estas mujeres, todos pensaban: «¿Qué se ha puesto Mabel? ¡Quémal se ve! ¡Qué espantoso vestido!», pestañeando de prisa y entrecerrando los ojos. La deprimía su total incompetencia, su cobardía; su sangre fría. Y de inmediato, toda la habitación, donde durante horas había planeado con el modisto cómo sería, se veía sórdida, repulsiva. Y su sala de estar tan fea; y ella misma, que salió de su casa orgullosa, y antes de hacerlo tomó las cartas sobre la mesa del hall y dijo: «¡qué aburrido!» para presumir. Todo eso le parecía ahora tan estúpido, tan mediocre. Todo eso se destruyó, voló por los aires en el momento en que entró en la sala de estar de la señora Dalloway.
Virginia Woolf / Un colegio de mujeres visto desde afuera
La luna blanca como una pluma no dejaba que el cielo se oscureciera. Toda la noche las flores del castaño se veían blancas en el verde, y oscuro era el perifollo en las praderas. El viento de los jardines de Cambridge no iba ni a Tartaria ni a Arabia, sino que andaba como adormilado por entre las nubes azul grisáceas sobre los techos de Newnham. Allí, en el jardín, si necesitaba algún lugar para deambular, lo habría hallado entre los árboles. Y como su rostro sólo podría hallar rostros de mujeres, podía descubrirlo, inexpresivo, y mirar hacia las habitaciones donde, a esa hora —rostros vacíos, monótonos, sus blancos párpados sobre los ojos cerrados y manos desnudas sobre las sábanas— dormían incontables mujeres. Pero aquí y allá todavía brillaba una luz.
Virginia Woolf / La señora Dalloway en Bond Street
La señora Dalloway dijo que ella misma compraría los guantes. Al salir escuchó las campanadas del Big Ben. Eran las once de la mañana y la nueva hora estaba tan pura, como si se la hubieran ofrecido a un grupo de niños en la playa. Había algo solemne en el balanceo de las campanas, en los golpes repetidos; algo incitante en el murmullo del tráfico y el arrastrar de los pies.
miércoles, 30 de agosto de 2023
Virginia Woolf / En el huerto
Virginia Woolf
EN EL HUERTO
Miranda dormía en el huerto, recostada en una hamaca bajo el manzano. El libro había caído al césped y los dedos todavía parecían señalar una oración: «Ce pays est vraiment un des coins du monde oui le rire des filles elate le mieux…». Como si se hubiera quedado dormida mientras la leía. El ópalo en el dedo se teñía de verde, de rosado, y nuevamente de naranja, como el sol, que se filtraba entre los manzanos y los rebalsaba de luz. Después se levantó una brisa, y el vestido púrpura comenzó a agitarse como un capullo prendido a su tallo; el césped se movía de atrás a adelante; y la mariposa blanca volaba de un lado al otro justo sobre el rostro de Miranda.
Virginia Woolf / Azul y verde
Verde
El monstruo de nariz puntiaguda se eleva hasta la superficie y hecha por los orificios de la nariz dos columnas de agua que, completamente blancas en el centro, se esparcen en una hilera de gotas azules. Manchas azules surcan la negra lona alquitranada de su pelambre. Absorbiendo el agua por la nariz y la boca se sumerge, lleno de agua, y el azul lo encierra tapando sus ojos como piedras luminosas. Se recuesta en la arena, pesado, obtuso, mudando sus secas escamas azules. Su azul metálico tiñe el hierro oxidado de la arena. Azul es el esqueleto del bote encallado. Una ola rueda bajo las campanas azules. Pero la catedral es diferente, fría, llena de incienso, ligeramente azul con el velo de las vírgenes.
Virginia Woolf / La sociedad
Así comenzó todo. Éramos un grupo de seis o siete reunidas después del té. Algunas miraban hacia la sombrerera de enfrente, donde las plumas rojas y las pantuflas doradas seguían iluminadas en la vidriera; otras dejaban pasar el tiempo construyendo pequeñas torres de azúcar en el borde de la bandeja del té. Pasado un momento, según lo recuerdo, nos ubicamos alrededor del fuego y comenzamos, como de costumbre, a elogiar a los hombres. Qué fuertes, qué nobles, qué inteligentes, qué valientes, qué bellos eran; y cómo envidiábamos a aquellas que, por las buenas o por las malas,lograban unirse a uno de por vida. Hasta que Poll, que había permanecido en silencio hasta el momento, rompió a llorar. Poll, debo admitirlo, siempre ha sido algo extraña. Para empezar, su padre era un hombre extraño. Le dejó una fortuna en su testamento, pero con la condición de que leyera todos los libros de la biblioteca de Londres. Intentábamos consolarla lo mejor que podíamos, pero en el fondo sabíamos que era inútil. Pues, aunque la queremos, sabemos que Poll no posee demasiados encantos; lleva los cordones desatados, y seguramente pensaba, mientras nosotras elogiábamos a los hombres, que ninguno querría nunca casarse con ella. Finalmente dejó de llorar. Por un momento no le dimos demasiada importancia a lo que decía; ya bastante extraño nos resultaba de por sí. Nos dijo que, como ya sabíamos, pasaba la mayor parte del día leyendo en la biblioteca. Había comenzado con literatura inglesa en el piso de arriba, dijo, y planeaba seguir el recorrido hasta el Times, en la planta baja. Y ahora, a mitad de camino, o quizás a tan sólo un cuarto de finalizar, algo terrible había sucedido. Ya no podía leer. Los libros no eran lo que nosotras creíamos.
Virginia Woolf / El cuarteto de cuerdas
Bueno, aquí estamos, y si observan la habitación verán que los Metros, los tranvías, los ómnibus, los coches privados —que no son pocos, me atrevo a decir—, los landó tirados por zainos, han estado ocupados en ello, extendiendo hilos a lo largo y a lo ancho de Londres. Aunque empiezo a tener mis dudas…
Virginia Woolf / Lunes o martes
martes, 29 de agosto de 2023
Virginia Woolf / Una casa encantanda
Virginia Woolf
Una casa encantada
A Haunted House by Virginia Woolf
Virginia Woolf / Una novela no escrita
Semejante expresión de tristeza bastaba por sí sola para hacer que los ojos se deslizaran del borde del periódico hacia el rostro de la pobre mujer, insignificante sin esa mirada, casi un símbolo del destino de la humanidad con ella. La vida es lo que se ve en los ojos de las personas; la vida es lo que se aprende, y una vez aprendido, nunca, aunque se intente ocultarlo, se olvidará… ¿Qué cosa? Que la vida es así, al parecer. Cinco rostros enfrentados, cinco rostros adultos, y lo que cada uno sabe. ¡Pero qué extraño cómo intentan ocultarlo! En todos ellos hay dibujada una expresión de reticencia: los labios apretados, los ojos entrecerrados; cada uno de los cinco hace algo para esconder o reprimir eso que saben. Uno fuma; otro lee; el tercero consulta la agenda; el cuarto observa el mapa de trenes colgado en frente; y el quinto… Lo terrible del quinto es que no hace nada en absoluto. Contempla la vida. ¡Oh, pero mi pobre y desdichada mujer, únete al juego, por el amor de Dios, intenta ocultarlo!
Virginia Woolf / Objetos sólidos
Solid Objects by Virginia Woolf
Lo único que se movía sobre el vasto semicírculo de la playa era una pequeña mancha negra. A medida que se acercaba al esqueleto del bote de sardinas encallado, se advirtió, por una cierta tenuidad en su negrura, que tenía cuatro piernas; y segundo a segundo era más evidente que estaba compuesta de dos hombres jóvenes. Aunque sólo se veían sus contornos sobre la arena, había una inconfundible vitalidad en ellos; un vigor indescriptible en la forma de juntarse y alejarse de los cuerpos; un movimiento sutil, pero que indicaba que de las diminutas bocas en las pequeñas cabezas redondas borboteaba una fuerte discusión. No cabían dudas de esto al observarlos de cerca, al ver el bastón en la mano derecha elevarse una y otra vez. «Quieres decirme… Realmente crees…». Parecía decir el bastón en la mano derecha junto a las olas, y dibujaba largas rayas rectas sobre la arena.
Virginia Woolf / Jardines de Kew
Virginia Woolf
Jardines de Kew
Del cantero ovalado se elevaban alrededor de cien tallos que, más o menos hacia la mitad, se abrían en hojas con forma de corazón o de lengua, y desplegaban en la punta pétalos rojos, azules o amarillos con manchas de colores. Y de la oscuridad roja, azul o amarilla del centro sobresalía un tallo grueso, recto, rugoso, cubierto de polvo dorado y con terminación compacta. Los pétalos eran lo suficientemente grandes como para agitarse con la brisa de verano y, al moverse, las luces rojas, azules y amarillas se entremezclaban, manchando un pequeño diámetro de la tierra marrón del cantero de un color de lo más intrincado. La luz caía, o bien sobre la superficie suave y gris de una piedra; o bien sobre la caparazón de un caracol, con sus venas circulares color marrón; o sobre una gota de lluvia, ensanchando con tal intensidad las delgadas paredes de agua, de rojo, azul y amarillo, que parecía que iba a explotar y desaparecer. Sin embargo, la gota recuperó en un segundo su tono gris plata habitual, y la luz se posó luego sobre la superficie de una hoja, revelando las nervaduras de la superficie; y otra vez se movió y se posó sobre los vastos espacios verdes bajo el montículo de hojas con forma de corazón o de lengua. Después, la brisa sopló con más intensidad y el color se expandió en el aire, hacia los ojos de los hombres y las mujeres que caminaban por Kew Gardens en julio.
Virginia Woolf / La marca en la pared
Virginia Woolf
La marca en la pared
The Mark on the Wall by Virginia Woolf
Creo que fue a mediados de enero de este año cuando levanté la vista y vi la marca en la pared por primera vez. Para indicar una fecha primero debo recordar lo que vi. Así que ahora pienso en el fuego, en la luz amarilla fija sobre la página de mi libro, en los tres crisantemos en el florero redondo sobre la chimenea. Sí, seguramente era invierno, y recién habríamos terminado de tomar el té, porque recuerdo que estaba fumando un cigarrillo cuando levanté la vista y vi la marca en la pared por primera vez. Miré por entre el humo del cigarrillo y mi vista se detuvo un instante en el carbón ardiendo; se me vino a la mente aquella vieja imagen de la bandera roja flameando en la torre del castillo, y pensé en los caballeros rojos ascendiendo por la ladera de la roca negra. Para mi alivio, ver la marca en la pared interrumpió el pensamiento, pues es una imagen vieja, una imagen automática, que construí de niña tal vez. La marca era pequeña y redonda, negra sobre la pared blanca, situada a unos quince centímetros sobre la chimenea.
lunes, 28 de agosto de 2023
Fleur Jaeggy / La pajarera
«No puedes olvidar», decía una vocecita infantil y acaramelada.
Stefan está sentado en la oscuridad, la voz está detrás de la puerta cerrada con llave. Ella no puede entrar, se lo ha prohibido. No le permitía entrar en la habitación donde estaban los objetos de mamá. Una vez los había tocado y el joven sintió un malestar en el estómago. Pero hizo como si nada. ¿Acaso no podía su mujer tocar las cosas de su madre? No pasaba nada si su mujer cogía con la mano un jarro de flores, o recogía del suelo un cuadro para mirarlo. También había tocado su mujer las alfombras, pero de una bolsa salió un polvillo de insectos alborotados. Emanó de ellos un halo venenoso. Él la dejaba hacer. Seguía con los ojos y con dolor de estómago aquellas manos blandas que tocaban las cosas de mamá.
Fleur Jaeggy / Ósmosis
Hay quietud en la casa. La quietud parece impuesta por la violencia. Las persianas están cerradas, como si fueran párpados. «No quiero que os partáis el pecho por mi vida», había dicho Franzi, una niña bohemia de cinco años. Los padres, el pastor protestante y su esposa, acaban de salir de la habitación. Seguidos de las palabras de la niña. Se sentaron delante de la chimenea, esperando a que el fuego quemase las palabras. Nunca habían visto nada tan bello como aquel pequeño ser delicado, frágil y terco. El pastor, que durante treinta años había bautizado a niños, habría deseado bautizar a uno propio. Nacido de la unión fraterna con su mujer Ruth. Finalmente el «don del Señor», así llamaba a su hija, nació. A veces Ruth soñaba que estaba a punto de parir y ese sueño la acompañó durante muchos años. Por la mañana no estaba triste. No está permitido estar triste. Alabado sea el Señor. Se agradece aquello que no se tiene. Los dos empezaron a agradecer demasiado aquello que habían recibido. Están en éxtasis ante aquella niña. Ante sus ojos. Fríos y vacuos. Sospechosos. Ojos que más parecen los de un muñeco que había en el suelo de la habitación de la niña. Tenía los brazos en alto en señal de saludo y devoción. Como ellos, que se inclinaban ante aquella pequeña diosa. Quién sabe si el pastor no la habrá llevado a la iglesia, ciñéndole la cabeza con una corona de flores, casi una estampa.
Fleur Jaeggy / Gato
Mío, 2023 Fotografía de Triunfo Arciniegas |
Observar a los demás siempre es interesante. En el tren, en los aeropuertos, en las convenciones, mientras se hace cola, mientras dos personas están sentadas a una mesa; en suma, en todas las ocasiones en las que confluyen seres. También a los que no viajan o están muy solos se les ocurrirá salir media hora a la calle. Y observar un gato terriblemente absorto y atento al apuntar a la presa. O al apresarla. Quizá sea una mariposa, una hoja, un trozo de papel, un insecto. Cuando ha alcanzado el objetivo, de repente el gato se distrae. Los etólogos llaman a este movimiento Übersprung. Se produce poco antes del golpe mortal. Vemos al gato moverse y desplazar la presa como si fuera una pluma. Los últimos movimientos. La mariposa baila en su agonía. Vibra imperceptiblemente, lo bastante como para despertar aún el interés del gato. Y él se distrae. Se aleja. Con calma muta el rumbo. Muta el rumbo mental. Es como un momento muerto. La estasis. Parece que nada le interese. Parece haber olvidado las alas temblorosas que sólo unos instantes antes habían reclamado su total dedicación. Lo que antes le había poseído, como si hubiera sido una idea, un pensamiento. Ahora él se distrae. Mira a otro lado. Con la patita se frota el morro. Con la patita se rasca detrás de la oreja, inclinando la cabeza. Tiene muchas cosas que hacer. Ninguna de ellas tiene nada que ver con la de antes. Con la acción. El gato mira a otra parte. Está en otra parte. Es un movimiento estratégico. Forma parte de un mecanismo de precisión. En todo ello hay algo que recuerda las marionetas del cuento de Kleist. En la precisión del asalto, en la ligereza y agilidad. En el desapego, en la distancia. Tal vez también la mariposa y la hoja tengan a su vez el mismo momento de Übersprung. Como el gato. Se distraen de la agonía, se apartan de su muerte. De la idea de la muerte. Eso es lo que hace el gato. Se aparta él también de la agonía. Que ha inferido. No sabemos por qué ocurre, el que el gato mire a otro lado. Él lo sabe. Quizás, tal vez sea delectatio morosa ese Übersprung. El melancólico hecho de desprenderse de un vínculo con la víctima. Es volverse hacia otra parte, pasar a otra cosa, manifestar el gesto del desapego, como un adiós. La divagación del tema, la evasión de una palabra, y a la vez la caza de las palabras, el deshacerse de ellas: son otras tantas maneras mentales del hecho de escribir. Hay quien escribe gracias a la
delectatio morosa. Thomas de Quincey, por ejemplo, una vez señaló el «dark frenzy of horror», el oscuro frenesí del horror.
DE OTROS MUNDOS
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DANTE
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Fleur Jaeggy / Retrato de una desconocida
A veces ante un retrato alguna cosa imperiosa y oculta, un detalle, se apodera de nuestra atención. No permite a la mirada distraerse. Cuando luego lo abandono, en un acto de voluntad, y reemprendo el paseo por las salas del museo, me veo forzada a volver atrás. ¿Debo saludarlo? Claro, debo despedirme y pienso que no lo olvidaré. Y que no volveré a verlo. Nuestro breve encuentro ha terminado. Sin que las agujas del reloj se hayan movido. Las sombras sirven de pantalla protectora, a lo lejos el sonido de una sirena. Toda la ciudad se está cerrando.
Fleur Jaeggy / La sala aséptica
Two women, 1926 Alfred H. Maurer |
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domingo, 27 de agosto de 2023
Fleur Jaeggy / La elección perfecta
El dolor que le causó su hijo al haber elegido morir en un día de primavera era menor de lo que ella esperaba. Está contento así, dijo. Y casi se sentía ella misma aliviada. Ella habría querido morir de aquella manera. O tal vez hubiera elegido una manera distinta. Pero ¿cuál? El dolor se dejaba empujar hacia fuera como una cometa de papel y ella, la madre, tras reflexionar sobre las distintas maneras de morir, estuvo absolutamente de acuerdo con su único hijo, con su elección perfecta. No podía hacerlo de otro modo. Cerró los ojos para poder ver una vez más la escena, el lugar lo conocía de memoria. Entretanto pensaba que habría tenido que cambiar el testamento. El hijo se dejó caer desde una roca, en la espléndida Via Mala, donde de niño lo llevaba a ver los acantilados. Jörg miraba afligido aquella agua en el fondo, verde lagarto, allá abajo, muy en lo profundo. La madre lo arrastraba hacia arriba, para mirar abajo. Para obligarle a mirar hacia abajo. Él padecía de vértigo. Su paso era inseguro. Era delicado, desvaído. Y eso no le gustaba a la madre, que lo llevaba de la mano. El niño miraba el anillo con la esmeralda, del mismo color que el agua. Más allá del confín de lo visible. Y hoy, después de unos años, él bajó allí. Nadie le obligó. Por su propia voluntad. La voluntad lo impulsó hasta el fondo. Casi como para reencontrar sus ojos de ahora, que se habían incrustado con odio en las pozas de agua. Casi no se enteró de que bajaba, de que se caía, el agua verde lo mecía y las crestas de las rocas ya lo habían despedazado. Lanzas fósiles. Dejó la bicicleta bloqueada con el candado. Por costumbre. Le habían aconsejado que fuera en bicicleta para intentar calmar su insomnio. Debe cansarse. Debe cansarse mucho. Con ejercicio físico. El insomnio disminuyó. A la vez aumentó el cansancio. El médico está satisfecho. Y también la madre que lo había acostumbrado a los somníferos. Eran una dinastía de insomnes. De mujeres insomnes. Los varones eran más propensos al sueño. Habían dormido siempre, contaba la madre con una pizca de acritud. Y entonces su hijo, ¿por qué no conseguía dormir? Había que aumentar el cansancio para disminuir el insomnio. El hijo único se había cansado tanto que ya no le importaba nada el insomnio. Ni siquiera se daba cuenta. Estaba en pie toda la noche, le parecía tener mucho que hacer, sin hacer nada.
Fleur Jaeggy / La heredera
La heredera
Hannelore, una niña sin vivienda fija, es la única testigo de un incendio en el apartamento de la señorita Von Oelix. Una tarde modesta y gris. Vítrea. La señorita es una mujer amable, marchita, muy sola. Y la soledad la había vuelto aún más amable, casi se excusaba. Las personas solas temen muchas veces hacer visible su soledad. Algunas se avergüenzan. Las familias son tan fuertes. Tienen a la publicidad de su parte. Pero una persona sola no es más que un pecio. Primero lo llevan a la deriva, luego lo dejan naufragar. La señorita Von Oelix vive en un hermoso apartamento. La señorita come poco, es estrictamente vegetariana. Hannelore acaba de regresar de la compra. Tiene diez años. Ejecuta las órdenes de la señorita con precisión y alegría. Se alegra de servir. Se ha aficionado. Aquella tarde, el aire estaba volviéndose sofocante. «Estoy a punto de desmayarme», dijo la señorita Von Oelix. Por suerte estaba la niña. Tan calmada, tranquila, no presa del pánico. Habría llamado a los bomberos. Las llamas son rápidas. Como en un juego, el fuego iba rodeando a la señorita. Hannelore se ha puesto un turbante de lana en la cabeza. Sus manos están cubiertas de trapos, como si llevase guantes de boxeo. Ella también está jugando. Esquivaba las llamas con agilidad, se ayudaba de una manta de lana como escudo. La adorable pequeña guerrera. El apartamento está medio destruido. La niña no ha llamado a los bomberos. Caen los retratos. El incendio, piensa Hannelore, exhibe su vocación aniquiladora. La palabra vocación, dijo a las llamas en un tono resabido, te concierne a ti —fuego— porque cada cosa tiene un impulso primordial muy suyo que desencadena nuestros actos. El fuego no es el criminal. Es Dios quien envía las llamas al apartamento con los muebles Biedermeier. Hay imágenes con un corazón en forma de llama. Él es el que ha encendido el fuego. Las ánimas son peligrosas. A menudo inflamadas. La niña tenía ganas de predicar, pero le fallaba el aliento. Las llamas la excitaban. Corre de una habitación a otra, ebria de peligro. ¿Quién es ella para impedir el destino destructor? Sólo Dios puede hacerlo. Dios ha ordenado la total destrucción de la casa. Ella lo sabe. Hay algo más grande por encima de nosotros, en los lugares ocultos que ordenan a las llamas apoderarse de cualquier aliento vital. Ella es indigente, hija de desconocidos, sin esperanza. No puede invocar. Ella no posee nada. ¿Cómo puede ella invocar la gracia? Quien nada tiene, nada en absoluto, no pide. No tiene siquiera un pasado. Ni un nacimiento. Ha salido del desecho y al desecho regresará. Ha salido del cenagal de los muertos. Y regresará al cenagal. Por eso la acogió la señorita. Entonces, ¿por qué apagar las llamas enviadas por un designio supremo? Además, se estaba divirtiendo. Por vez primera en su miserable existencia. Para nosotras, criaturas de las calles, el instinto es nuestra morada. Y un total descuido del bien. Y, muchas veces, cuando le apetece, el mal es la mejor forma que el bien más alto puede asumir.
Fleur Jaeggy / El velo de encaje negro
Mi madre obtuvo audiencia con el Papa. Lo supe gracias a una fotografía en la que se ve al Santo Padre y a ella que lo mira, con el velo negro. Por aquella fotografía comprendí, percibí, de hecho vi claramente que mi madre estaba deprimida. Deprimida en un modo definitivo. La sonrisa es triste, la mirada, que intenta ser amable, no tiene esperanza. Mamá fue una persona más bien sociable, elegante, hermosas joyas, mucho charme, Givenchy, Patou, Lanvin, en fin, muchas cualidades estéticas, que no son tan distintas de las interiores. En la fotografía noté por primera vez que mamá era en definitiva una mujer desesperada —o casi desesperada. Pese a sus mesas de bridge. Recibía mucho, ahora he heredado algunas de sus mesas de bridge y a veces oigo los lances: sans atout, passe, corazones. Y luego me pregunto por qué fue a ver al Papa. A mí que soy su hija jamás se me habría ocurrido. ¿Qué la impulsaba a obtener la bendición del Santo Padre? Tal vez su desesperación, quería ser bendecida. Con aquel oscuro velo de encaje que ocultaba en parte su rostro tan triste. Es en cierto modo aterrador percatarse mediante una fotografía de que la propia madre estaba deprimida. Definitivamente deprimida. O tal vez tan sólo lo estuviera en aquel momento. La presencia del Santo Padre la dejó en un estado de tal consternación que quedó con una expresión de extrema infelicidad. Sin salida. Mientras intentaba desesperadamente sonreír los ojos ya estaban entre las tinieblas. Están —podría decirse sin titubear— apagados, muertos, cerrados. No obstante, todavía era hermosa. La belleza no conseguía encubrir la desesperación, al igual que el velo funesto que llevaba en la cabeza no conseguía ocultar su belleza.
Fleur Jaeggy / Un encuentro en el Bronx
An Encounter in the Bronx by Fleur Jaeggy
En un restaurante, no lejos de la casa de Oliver Sacks. Antes, una visita a su gélida casa. El calor lo hace sufrir. Odia el calor. O tal vez, por razones clínicas y mentales que no puedo conocer, el calor simplemente lo sofoca. En cierto modo me ha impresionado observar cuánto detesta el calor. Tal vez también porque yo, aun amando el frío, el clima nórdico, el cielo nórdico, el hielo, la nieve, el aire gélido, sufro el frío. Me tapo durante el día, me tapo cuando voy a dormir, escribía a máquina con guantes, los dedos al descubierto. Tengo siempre frío, el aire frío me sopla encima. Una vez Sacks vino aquí en invierno. Abrió las ventanas. Salió a la terraza. Me quedé en casa con el abrigo, la bufanda, los guantes. Tengo frío en las manos. En el cuello. En fin, tengo un frío que me atrevería a llamar interior, terrible palabra, pero glissons. Un frío interior. Un hielo por dentro. Oliver siempre tiene calor. Odia el calor. No creo que sea sólo un componente físico. Pesa más que yo. Hasta hace pocos meses yo pesaba menos de cincuenta quilos. Pero he conocido a delgados que odiaban el calor. Por tanto, no sólo es una cuestión de cómo está hecho un esqueleto. Ni siquiera una cuestión de sangre. Tampoco creo que sea una cuestión de sentimientos. Los míos pueden ser bastante fríos. Aun deseando ardientemente el calor. Pero no demasiado. Naturalmente, depende de qué tipo de calor. Un verano, en Salónica, Grecia, hubo titulares en los periódicos, la gente moría de calor. Percibía que pasaba algo raro, y yo también tenía calor. Pero sin exagerar. Era cuando caminábamos en busca de la tumba de Filipo. Estaba cerrada. Pero nos dejaron entrar.
sábado, 26 de agosto de 2023
Cees Nooteboom / El punto extremo
«Eso no es cosa de mujeres», dijo mi padre. «Son los hombres los que viajan al punto extremo, nunca las mujeres». Pero yo me negué a escucharle. En las islas existen muchos puntos extremos, más que en tierra firme. En esta isla, mi punto extremo favorito es Punta Nati, sobre todo cuando hace mal tiempo. Siempre que la tramontana doblega los árboles, sé que tengo que salir. Me pongo ropa de lluvia y abandono la ciudad. No es una ciudad muy grande, enseguida se llega a los edificios de la zona industrial. Unos hombres trajinan con carretillas elevadoras, trasladando cajas y baúles. Cada vez que retroceden, los vehículos emiten un sonido alto, monótono y repetitivo. Es como si sufrieran y no pudieran expresar su dolor. Sigo oyendo ese sonido cuando llego al angosto camino que va hacia el norte. El viento empieza a arreciar, me obliga a inclinar la cabeza como un sirviente. Me agita los cabellos. Si quisiera mirar al viento de cara no podría, tengo los ojos bañados en lágrimas. El camino está flanqueado por muros construidos con las piedras que aquí yacen por doquier en la tierra. El resto de la isla es verde, sólo este rincón es una llanura árida. No hay árboles. Los escasos matorrales están duros y resecos, el viento doblega hacia el sur sus formas caprichosas. Los corderos que pastan entre las rocas apenas encuentran alimento. Hay que caminar dos horas, lo sé, pero nunca estoy pendiente del tiempo. «Un minuto o una hora ¿qué más da? ¿Por qué quieres saberlo?», solía preguntar mi padre. Él ya murió. Me hubiera gustado explicarle el porqué, pero nunca fui capaz. Sólo lo sé cuando estoy en este lugar, pero después no consigo verbalizarlo. Hay rocas por todas partes. Nubes de tormenta intercaladas con zonas de luz. De repente el paisaje pedregoso se ilumina con un extraño resplandor. Oro muerto. Para librarse de tanta piedra, los campesinos levantaron en su día unas construcciones circulares que carecen de utilidad. Yo fantaseo con la idea de que en ellas vive una gente diferente de nosotros, aunque sé que no es verdad. Nunca se ve ni un alma por ahí y los campos de cultivo fueron abandonados hace ya mucho tiempo, porque no crecía nada en esta tierra. Al final del camino hay un faro con un par de edificios anexos. No hay farero, los edificios están deshabitados. El gran faro giratorio se acciona a distancia y se enciende automáticamente cuando se pone el sol. Antaño naufragaban en esta zona muchas embarcaciones. Yo me sé los nombres de esas embarcaciones. Mientras camino las voy recitando, como una letanía. El acceso al terreno del faro, rodeado de muros, está prohibido, pero sé que puedo entrar. A medida que me acerco, oigo el rumor del mar, furia y júbilo. Yo vengo aquí para bailar, eso no puedo contárselo a mi padre. El viento baila conmigo, me sostiene, me tira del cuerpo, de un modo brutal e irresistible, y yo me dejo llevar procurando que no me arroje al suelo. Las rocas son muy afiladas aquí, a veces me golpeo contra ellas y me arañan. Antes siempre tenía que ocultar esas heridas. Por aquel entonces había un camino que iba del faro hasta la ensenada, donde el mar, muy al fondo, se agita con furia. El camino es hoy una pista borrosa porque ya no viene nadie por aquí. Las rocas traicioneras apenas te dejan transitar. No hay nada a que agarrarse, pero yo quiero llegar al borde, quiero adentrarme en esa furia extática. Marejada, eso es lo que es, guerra, peligro. Grandes extensiones grises que se elevan y se precipitan contra las rocas. Se alzan con una ondulación gigantesca y luego se ahuecan por dentro como si quisieran emprender el vuelo. El gris contiene toda suerte de matices, desde el gris azulado con el falso brillo del petróleo hasta el negro apagado como un sudario. La furia del mar. La espuma que azota las rocas parece detenerse un instante en vertical contra el cielo gris, hasta que se desmorona de nuevo y se retira para embestir con más ímpetu. Latigazos, gritos de titanes. Esta es la razón por la que acudo a este lugar, por los gritos. En un primer momento me siento cohibida, a pesar de que no hay nadie que pueda verme u oírme. Pero enseguida empiezo a reaccionar y respondo al mar con mis gritos. Unos gritos al principio contenidos, aún no me oigo a mí misma, y luego cada vez más fuertes. Contesto a los gritos con mis gritos, con chillidos más fuertes que los de cien gaviotas, les grito a los náufragos que perecieron en este lugar, les llamo y ellos me llaman a mí. Quisiera desaparecer en las profundidades de este mar, perderme en el vaivén de las olas, y sé que no es posible, que el baile se ha acabado, que regresaré por el largo camino, perseguida por los latigazos del viento, flagelada por haber sido de nuevo demasiado débil. Tocada por la tramontana, dice la gente de por aquí, queriendo decir que has perdido la chaveta. Pero no, no es eso, yo sé exactamente qué me pasa. Fui feliz pero ya no hay nadie a quien pueda contárselo. Debo esperar a que la tormenta y el mar me convoquen de nuevo al punto extremo. Así lo hemos acordado.
Los zorros vienen de noche