miércoles, 30 de abril de 2008

La gran novela americana / Historia de una etiqueta

LA GRAN NOVELA AMERICANA

Historia de una etiqueta



Existe una gran novela americana en cada vértice del tiempo. Richard Ford encaja perfectamente en el arquetipo, sostiene el escritor Eduardo Lago

Eduardo Lago
26 de abril de 2008

El rubro gran novela americana lo acuñó en 1868 John William DeForest, autor de una novela sobre la guerra civil de su país. La expresión hizo fortuna y siglo y medio después se sigue recurriendo a ella sin cesar. Como se trata de una formulación elusiva conviene precisar sus límites. Antes de nada, hay que señalar que la expresión aparece siempre en singular, apuntando a una entidad abstracta de carácter absoluto. Sólo hay una gran novela americana en cada vértice del tiempo: aquella que, en virtud de un consenso imposible de definir, se considera que ha sido capaz de dar expresión al espíritu colectivo de la nación, de la cual es una alegoría. Puesto que la realidad norteamericana es extraordinariamente dúctil y cambiante, la obra digna de ser considerada la gran novela americana tiene un periodo de vigencia limitado, siendo sustituida con relativa rapidez. Además de la obvia exigencia de calidad literaria, la obra susceptible de ser designada como la gran novela americana ha de reunir una serie de requisitos: afán de totalidad, considerable extensión, capacidad de reflejar en toda su complejidad la realidad social y las costumbres de una encrucijada histórica concreta. En muchos casos se trata de obras puntuales, aisladas, aunque lo más característico, sobre todo a partir de la segunda mitad del siglo veinte, es que se trate de sagas novelísticas semejantes a las que gestaron Galdós, Dickens o Balzac en sus respectivas sociedades. En Estados Unidos, el caso más representativo sería el de Henry James. Inicialmente, se recurrió a la expresión con ánimo de marcar distancias con respecto al peso de la tradición novelística británica, afirmando así la identidad nacional de las novelas escritas en lengua inglesa en el Nuevo Mundo. Así, la gran novela americana asumía la función que desempeña en otras literaturas la épica nacional, elemento del que Estados Unidos, como nación joven, carecía. El siglo XIX produjo las tres primeras obras acreedoras al título de la gran novela americana: La letra escarlata, Moby-Dick y Las aventuras de Huckleberry Finn, tres obras maestras sobre las que se sostiene el edificio impresionantemente sólido que es la novela norteamericana del siglo XX.







El concepto resulta excesivamente restrictivo. Thomas Pynchon o William Gaddis quedan fuera por inaccesibles




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La mejor manera de entrar en la centuria es hacerlo de la mano de Henry James, eligiendo alguno de los títulos mayores de la monumental revisión de sus obras conocida como la edición de Nueva York. Una buena opción es Retrato de una dama (1908). Ya en los años veinte, nos encontramos con El Gran Gatsby, de Francis Scott Fitzgerald, y El ruido y la furia, de William Faulkner. La siguiente década nos ofrece tres títulos imprescindibles: la trilogía USA de John Dos Passos; Llámalo Sueño, de Henry Roth, y Las uvas de la ira, de John Steinbeck. Los cincuenta fueron una década prodigiosamente fértil, con El guardián entre el centeno, de J. D. Salinger; El hombre invisible, de Ralph Ellison; las Aventuras de Augie March, de Saul Bellow, y la gran épica de la carretera que es En el camino, de Jack Kerouac. En los sesenta, Truman Capote erigió el escalofriante monumento narrativo que es A sangre fría. Los setenta nos dejaron Ragtime, de E. L. Doctorow. En los ochenta, con Meridiano de sangre, Cormac McCarthy se adentró en las zonas más abismales de la conducta humana. En cuanto a las grandes sagas novelísticas, cuya gestación lleva décadas, destacan el ciclo de Albany, de William Kennedy y la serie dedicada aConejo Armstrong, de John Updike, integrada por cinco títulos publicados entre 1960 y 2001. La responsabilidad de hacer que el concepto de gran novela norteamericana efectuara una cómoda transición al siglo XXI corrió a cargo de Don DeLillo y Philip Roth, quienes han creado obras de calibre en las dos centurias. En el caso de Roth, su gran friso de la sociedad norteamericana lo constituiría el ciclo narrativo protagonizado por Nathan Zuckerman. La novela de DeLillo que mejor encarna el concepto que estamos discutiendo es Submundo. Demasiadas ausencias de peso en este recorrido, algunas muy a mi pesar: El gran Norman Mailer se pasó toda la vida hablando de la gran novela americana e intentando escribirla. Como le ocurrió al capitán Ahab con Moby Dick, murió sin conseguirlo. Tampoco lo consiguió Hemingway, cuya grandeza está en las formas breves, como ocurriría décadas después con Raymond Carver. En realidad, el concepto de gran novela norteamericana resulta excesivamente restrictivo: se suele reservar para cultivadores del realismo más tradicional, por eso quedan fuera escritores del calibre de Thomas Pynchon, o William Gaddis, por inaccesibles. Richard Ford, por el contrario, encaja perfectamente en el arquetipo. Tras la publicación de Acción de Gracias, obra con la que el autor nacido en Jackson, Misisipi, culmina la serie iniciada con El periodista deportivo(1986) y El día de la independencia (1995), muchos críticos afirmaron que la trilogía de Ford era la última versión de la gran novela americana. Obra impecable y rigurosa, la distinción es sin duda merecida, aunque hay quien se impacienta porque le gustaría verla aplicada a empeños de más alto riesgo. En este contexto, ¿qué ofrecen los más jóvenes entre los consagrados? La broma infinita, de David Foster Wallace, es una obra de culto, excesivamente experimental para el lector de a pie. El prolífico William Vollmann, autor de narraciones a veces desmesuradas que intentan radiografiar la totalidad de nuestro tiempo, no ha producido ninguna novela que haya logrado ser bendecida con el título de marras, como tampoco lo ha sido ninguna de las más de sesenta obras de Joyce Carol Oates. Las correcciones, de Jonathan Franzen, se acercó, gracias al esfuerzo realizado por su autor, que trató de conciliar el legado de la tradición con las fórmulas del posmodernismo.
¿Cuál es la situación en este momento? A tenor de lo ocurrido con el último Premio Pulitzer, que ha ganado un narrador hispano de 40 años apenas hace dos semanas, puede que las cosas estén cambiando. Todo apunta a que la gran novela americana está desesperadamente necesitada de un nuevo look. En La maravillosa vida breve de Óscar Wao se produce un encuentro entre Derek Walcott y La guerra de las galaxias, pasando por la tradición de la novela latinoamericana de dictadores, por citar sólo unos pocos ingredientes. ¿El nombre del autor? Junot Díaz. Estén atentos a sus receptores.
Eduardo Lago es autor de Llámame Brooklyn (Destino), premio Nadal 2006.
* Este articulo apareció en la edición impresa del Sábado, 26 de abril de 2008


martes, 29 de abril de 2008

Realismo sucio / En voz baja


Raymond Carver


REALISMO SUCIO

En voz baja

RAY LORIGA

26 ABR 2008 

Tres escritores distintos, Carver, Wolff, Ford, y un mismo epígrafe, Realismo Sucio. Un nombre que ni es exacto ni dice nada y que seguramente provenía de un término anterior, Realismo de Fregadero, que se utilizó para definir a un grupo de cineastas de los años setenta, encabezados por Sidney Lumet, que desde las calles de Nueva York crearon un cine nuevo alejado del lustre de las producciones de Hollywood. Hubo otras muchas definiciones para Carver y sus amigos, Realismo de K-Mart, tomado del nombre de una popular cadena de supermercados de bajo precio, minimalismo... pero el más popular acabó siendo el más sucio. El padre de esta supuesta corriente vendría a ser Charles Bukowski, y los nietos incluirían a Frederick Barthelme, Ann Beattie, Bobbie Ann Mason (más primos que nietos en función de sus partidas de nacimiento), y ya a finales de los ochenta, a jóvenes escritores como Jay McInerney, o incluso Easton Ellis, que luego, con la llegada de Douglas Copland, pasaron a ser Generación X, en fin, un lío. Hasta aquí la historia oficial. La realidad es bastante más limpia, y lo cierto es que estos tres escritores, Carver, Wolff, Ford, no tenían mucho que ver entre ellos y apenas nada con sus supuestos padres, primos o hijos. Carver, el que primero saltó a la fama, era un escritor de relatos breves que siempre reconoció la influencia de Chéjov. Había sido alcohólico y pobre pero su escritura fue siempre precisa e inmaculada. Puede decirse que descubrió un bello atajo para reducir una visión muy personal de América y de sí mismo y dotarla de una naturaleza simbólica. En las pequeñas historias de Carver, como en las de Chéjov, se encontraban los ecos de un mundo que se hacía enorme precisamente por su ausencia. Los tonos de Carver han sido muy copiados pero difícilmente igualados. Su trabajo de reducción de la realidad, su microscópica obsesión, y su buen gusto a la hora de manejar la elipsis y un minúsculo pero certero efectismo, invitaron a muchos a copiar una receta que no era en absoluto tan sencilla como pudiera parecer. Su temprana muerte le convirtió en leyenda, y nos condenó a un silencio forzado muy apropiado para un escritor al que le gustaba tejer las historias en voz baja y terminarlas con un profundo silencio.







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Tobias Wolff ha sido siempre un autor más conradiano, un hombre de acción y reflexión, un escritor más realista y más cerca del rumor de todas las cosas y, sin duda, el más dotado para el humor y la alegría de los tres. Mientras Carver metía la vida por un embudo, Wolff la cocinaba en un gran caldero. Su entusiasmo y su tono, que acepta por igual la tragedia, la comedia, el acertado análisis literario, y una sincera preocupación por las cosas de los demás, le alejan de la bella y tiránica letanía carveriana. 


Richard Ford es, asimismo, un escritor propio y diferente. Lo que Carver reduce, y Wolff observa con gracia y cautela, Ford lo expande hasta conseguir crear un universo de lo inmediato. Su atención por el detalle y sus maneras de prolijo cronista consiguen mostrarnos las cosas aparentemente sin intervención. Ford es a menudo el escritor invisible y su mundo parece forjado por quien ve lo que ve, en lugar de imponer la memoria y el acento de quien ya lo ha visto. Por supuesto sabemos que tal cosa no es posible, y eso habla mucho y bien del talento de Richard Ford. Conseguir que lo inventado sea, o parezca, el mundo real, con su exacta cadencia y sus paisajes reconocibles, extraer de su propia experiencia el reconocimiento de la nuestra como lectores, es una tarea nada sencilla y al alcance de pocos y elegidos escritores. La carretera nunca es aburrida, nos dice Ford, pero su carretera no es la de Kerouac, sino una carretera no distorsionada por la histeria de su autor. Esto no es una puñalada al gran Jack, sino la constatación de una personalidad literaria muy diferente. Si hay algo que une a estos tres magníficos escritores es su renuncia voluntaria al ruido y la bravuconería que caracterizó a los grandes osos armados, Faulkner, Hemingway, y su descaro a la hora de narrar desde posiciones sensatas tan alejadas del narcisismo Beat. Poco más tienen en común sus enormes logros literarios que la voluntad de hacerse oír, hablando a menudo en voz baja.

Ray Loriga es autor de El hombre que inventó Manhattan (El Aleph)

* Este articulo apareció en la edición impresa del Sábado, 26 de abril de 2008


EL PAÍS



Ray Loriga / “No voy a pedir perdón por la suerte. ¿Se pide perdón por la desgracia?”


lunes, 28 de abril de 2008

Frank Bascombe / Vejez y muerte

Richard Ford


Frank Bascombe

Vejez y muerte


JOSÉ MARÍA GUELBENZU
26 ABR 2008 

La crónica de un personaje a lo largo del tiempo y de una serie de novelas es un fenómeno nada infrecuente en las letras norteamericanas. Podemos remitirnos a los ejemplos verdaderamente notables de los personajes de dos escritores aún en activo: el Conejo Armstrong de John Updike y el Nathan Zuckerman de Philip Roth. Estos personajes, como sus autores, se encuentran ahora en la recta final y sus dos asuntos prioritarios son la vejez y la muerte, que se están tratando como nunca hasta ahora se había hecho, metiendo el bisturí para dejar al descubierto, con verdad y precisión, una situación que no se había tratado antes con tan descarnada sinceridad, dureza y valentía. A la vejez y la muerte ha de añadirse lo que llamaríamos la despedida consciente y dolorosa de la sexualidad, desde la pérdida de facultades hasta la pérdida de atractivo. También Coetzee ha planteado estos tres temas, sobre todo en su última novela. Pero los personajes de estos autores son heptagenarios u octogenarios y, en cambio, Frank Bascombe tiene sólo 55 años. Su vitalidad aún es otra y esto le diferencia y ofrece una nueva perspectiva de ese acercamiento consciente al término de una vida. ¿El gran tema final de toda una generación? 

* Este articulo apareció en la edición impresa del Sábado, 26 de abril de 2008 

domingo, 27 de abril de 2008

Richard Ford / Acción de gracias / Un acumulador de detalles



Richard Ford

Un acumulador de detalles



JOSÉ MARÍA GUELBENZU
26 ABR 2008



Aquí terminan, al parecer, las aventuras y desventuras del señor Frank Bascombe, que a los 38 años se dio a conocer como personaje, en 1986, en la novela El periodista deportivo, que alcanzó la madurez cuando a su autor le concedieron el Premio Pulitzer por El día de la independencia y que concluye a los 55 años y con un cáncer de próstata en esta Acción de Gracias aparecida hace un par de años escasos. Bascombe era un escritor con excelentes perspectivas tras la publicación de su primer libro de cuentos hasta que abandonó la literatura y se dedicó al periodismo deportivo. El abandono de la literatura, el divorcio de su mujer, la muerte de su hijo Ralph a los nueve años... son escalones de un camino indeseado que prefiere aceptar como sucesos inevitables de la vida antes que planteárselos en función de duda y cavilación o, dicho de otro modo, lo que hace Bascombe es renunciar a la ambición y a las explicaciones y tratar de sobrevivir ayudado por las pequeñas cosas de la existencia.

sábado, 26 de abril de 2008

Richard Ford / Profunda América

Richard Ford

Richard Ford

Profunda América

Pablo Guimón
26 de abril de 2008

Una buena novela permite al lector experimentar "lo impredecible", asegura Richard Ford. El escritor, considerado uno de los grandes narradores estadounidenses, concluye su trilogía americana con Acción de Gracias, un libro sobre el misterio de la vida cotidiana.  

Un escritor norteamericano publica su segunda novela. Y aquello no acaba de arrancar. Corre el año 1981. El escritor coge un empleo de periodista deportivo para una revista. Y descubre que es feliz. Su mujer, con la que decidió casarse el mismo día de 1968 en que decidió convertirse en escritor, le anima a salir de su atasco creativo: "¿Por qué no escribes sobre un hombre feliz?", le propone. Y así es como nace Frank Bascombe, un personaje que ha acompañado a su autor, Richard Ford, durante 3 libros, 1.700 páginas y 27 años. 
Richard Ford (Jackson, Misisipi, 1944), autor de seis novelas y tres libros de relatos, ha concluido con Acción de Gracias (que Anagrama acaba de publicar en España) la trilogía que comenzó con El periodista deportivo (1986) y siguió con El día de la independencia (1995). En tres entregas, una cada diez años, tres episodios de unos pocos días de duración cada uno, Ford ha contado la vida adulta de Frank Bascombe, un varón americano bastante feliz. Un tipo corriente cuya vida se ha convertido en una de las obras de la narrativa norteamericana más importantes de este cambio de siglo.









"Nunca he hecho una sola cosa importante en la que ser rápido funcione. Obtengo lo mejor de mí mismo siendo paciente"
"Un día mi mujer me dijo: '¿Por qué no escribes sobre alguien que es feliz?' Y yo me pregunté: ¿cómo demonios se hace eso?"
"No leí prácticamente nada hasta los 18 años. Soy disléxico. Pero no tiene nada que ver con mi capacidad lógica"
"Era demócrata. Ya no lo soy. Aunque voté por Obama. El Partido Demócrata está resquebrajado"

Ahora, Frank Bascombe, el prometedor escritor metido a periodista deportivo y luego a agente inmobiliario, tiene 55 años, una preciosa casa acristalada en la costa de Nueva Jersey, una pequeña inmobiliaria, dos ex mujeres, un cáncer de próstata detectado hace unos meses y dos hijos vivos de su primer matrimonio (tuvo otro que está muerto desde la primera página de El periodista deportivo). Quedan dos días para el Día de Acción de Gracias del año 2000, en el que Frank invita a comer a sus dos hijos. 

La cita es en un hotel de Dublín, ciudad en la que el escritor pasa unas semanas dando clases. Richard Ford tiene un aspecto fantástico a sus 64 años. Un musculoso metro noventa, con generosa cabellera gris y ojos de un raro azul celeste. Viste pantalón de pinzas azul marino, buenos zapatos de andar, polo de un rojo intenso bajo un jersey de pico lila y cazadora Barbour. Se sienta en un sofá y juega con un bolígrafo entre los dedos mientras charla con un preciso y agradable acento americano.


PREGUNTA. Dos de los más extendidos lugares comunes sobre usted son que Frank Bascombe es su propia prolongación y que es usted un escritor lento.

RESPUESTA. Ya, pero no es verdad. Probablemente haya similitudes entre Frank y yo, pero no son tantas si piensa en todos los detalles de su vida. Es un hombre norteamericano de mi edad, vale...

P. También nació en Misisipi, es hijo único, se quedó huérfano de padre en la adolescencia, quiso ser escritor, trabajó de periodista deportivo.

R. Pero yo no tengo dos ex mujeres, ni hijos, no soy agente inmobiliario, no he ido a la universidad de Michigan... Las buenas novelas no son autobiográficas. Si escribes una novela autobiográfica estará confinada, limitada por lo que tú eres. Le diré mi concepción de lo que es una buena novela: una buena novela es la que utiliza la imaginación para provocar en el lector que experimente lo impredecible. Y eso sucede cuando el escritor imagina cosas que están muy lejos de su propia vida cándida.

P. ¿Y en cuanto a lo de que es un escritor lento?

R. Soy lento. Nunca he hecho una sola cosa importante en mi vida en la que ser rápido funcione. Obtengo lo mejor de mí mismo siendo paciente. Poniendo las palabras en tinta una detrás de la otra. Ésa es la mejor forma que conozco de hacer las cosas. Si pudiera escribir más rápido y ser tan bueno como cuando voy despacio, lo haría.



P. Frank Bascombe nació hace ahora 27 años. ¿Cómo lo recuerda?

R. Publiqué mi segunda novela, y tuvo buenas críticas. Pero nadie la compró. Entonces cogí un trabajo de periodista deportivo. Y pensé que, si podía conservar aquel empleo, lo haría para siempre. Era divertido, era fácil, estaba bien pagado, viajabas por todo el mundo... era perfecto. Pero perdí ese trabajo y me senté a pensar qué querría escribir si hiciera una nueva novela. Tenía claro que debía hacer algo realmente distinto de lo que había estado haciendo, porque lo que había estado haciendo no acababa de funcionar. Un día Kristina, mi mujer, me dijo: "¿Por qué no escribes sobre alguien que es feliz?". Y me pregunté: ¿cómo demonios se hace eso? Yo tenía una concepción muy romántica de los personajes de las novelas. Eran siempre tipos conducidos por la angustia, sometidos a terribles torturas psíquicas, preocupaciones... Así que decidí cambiar mi visión del mundo. Lo primero que voy a hacer, pensé, es darle al personaje un trabajo que le guste. Y le di un trabajo de periodista deportivo. Luego pensé: una persona feliz es probablemente alguien que ha sido infeliz en el pasado y que intenta ser feliz. Y ésa es la manera en que llegué a Frank. Ésa es toda mi concepción de Frank Bascombe. Alguien que intenta hacerse un hombre mejor, un hombre más feliz.

P. ¿Pensó que Frank Bascombe terminaría en esa primera novela?

R. Claro. Tenía 37 años. Ya había tenido suficientes problemas para que alguien leyera mis primeros dos libros.

P. Pero en 1991 Frank empezó a aparecer otra vez en sus notas.

R. Buscaba entre mis cuadernos un libro que escribir. Y me di cuenta de que muchas de las notas que había tomado me sonaban a Frank Bascombe. Me resistí a hacerlo, pero esas frases se acumulaban tanto que pensé: esto es un regalo. Proviene de un trabajo que ya he hecho, pero hay más que hacer aquí. ¿Por qué resistirme?

P. Y decidió que Frank cambiaría su trabajo por el de agente inmobiliario. ¿Tiene que ver con el hecho de que usted ha vivido en unas doce casas en su vida?

R. Alguna más, tal vez.

P. ¿Qué ha aprendido, en todo ese trasiego, de los agentes inmobiliarios?

R. Aprendí los detalles técnicos del asunto, la jerga, el vocabulario. He tratado con muchos agentes inmobiliarios en mi vida. Pero quería que a Frank le gustara lo que hacía. Así que pensé que encontrarle alojamiento a las personas era una de las cosas más generosas que puedes hacer por ellas.

P. La casa también puede ser una medida del estatus, del grado de autorrealización en la vida.

R. Y no sólo es estatus. Es una medida de lo exitosa que es tu vida en muchos aspectos. Tu vida espiritual, lo lejos que has llegado desde el punto de partida, lo seguro que te sientes de tu vida. La casa contiene tus momentos buenos y malos. Son los lugares en los que existe la vida. Así que me di cuenta de que había dado con algo mucho más rico de lo que creía. El trabajo en sí mismo, vender casas, floreció en toda una manera de hablar de la salud espiritual de un país.




P. Usted ha dicho en alguna ocasión, y en Acción de Gracias lo pone en boca de un antiguo profesor de literatura de Frank, que el ser humano adaptándose a un paisaje es la materia de la literatura.

R. Sí. Hay ciertos temas que crean en ti un tipo de conmoción. Y eso es el punto de partida de la literatura. Es lo que fue el negocio inmobiliario para mí.

P. La carrera profesional de Frank termina justo antes de la crisis inmobiliaria. Quizá no habría sido tan feliz trabajando en estos días.

R. Tiene razón, la verdad es que no había pensado en ello. La crisis inmobiliaria es algo que está sucediendo tan rápido que no podría atraparlo en un libro ahora. Las novelas son objetos conservadores. Ser un novelista es ser un conservador en cierto modo. Las novelas consisten en mirar hacia atrás. En ese sentido son conservadoras. Quieren conservar el pasado.



P. ¿Le gusta Los Soprano?
R. Sí, me encanta. 
P. Al igual que en su trilogía, la acción transcurre en Nueva Jersey. Llama la atención que dos de las obras más relevantes de ficción americana de la frontera del siglo XX al XXI tengan lugar en Nueva Jersey. ¿Qué simboliza ese Estado en su imaginario colectivo?
R. Nueva Jersey tiene un potente misterio. La sabiduría popular te dice que la costa de Jersey es un lugar cutre, hortera, suburbial. Pero la experiencia de ir allí es diferente. Hay algo encantador sobre ese lugar. De entrada, está en el límite del continente. Y está muy densamente construido, de arriba abajo. Es como si algo esencialmente americano hubiera llegado al borde del continente y se hubiera instalado allí. Es un lugar esencialmente americano. 

P. En Acción de Gracias Frank tiene 55 años y pasa, en su particular catalogación de las fases de la vida adulta, del Periodo Permanente al Siguiente Nivel. ¿En qué periodo está usted?

R. Espero que en el Siguiente Nivel. Espero que en el Nivel de la Aceptación [se ríe]. Y después no sé lo que hay. Yo, al igual que Frank, he tenido un pequeño coqueteo con la muerte este año. 
P. ¿De veras?
R. Tuve una enorme operación quirúrgica en el cuello. 
P. ¿Un accidente?
R. No, pensaron que tenía linfoma. Pero no lo tenía. Y tuvieron que abrirme para averiguarlo [se pasa el pulgar de lado a lado del cuello]. Me hizo prestar atención. Me hizo preguntarme: ¿me está gustando la vida lo suficiente? Porque puede que se vaya. Es lo que Frank aprende en la vida también: el hecho de que la vida es valiosa. 
P. La muerte está bastante presente en Acción de Gracias. No sólo en la enfermedad de Frank o en el frecuente recuerdo de su hijo muerto, también hay un accidente, un entierro, una bomba, maridos muertos, disparos, un asesinato... 
R. Y está el espectro del 11 de septiembre que sucederá 11 meses después. No es un símbolo de nada, es lo que hay. Es sólo el hecho de que América es una sociedad muy violenta. Cuando empecé a escribir sobre la Nueva Jersey del año 2000, cada vez que imaginaba una escena y pensaba cuál sería el sonido ambiente, siempre había un coche de policía. Es parte de la vida americana, estamos entumecidos por nuestra violencia, y por la violencia que estamos infligiendo a otros países. Así que no era yo intentando señalar algo. Era sólo el paisaje. Era yo intentando que el paisaje de Acción de Gracias pareciera lo que es.
P. Escribió la novela después del 11-S, pero decidió situar la acción 10 meses antes. ¿Demasiado pronto para afrontarlo?
R. Sí, lo era. Sólo este invierno he sido capaz de escribir de cosas que tienen que ver con el 11-S. Pretendo escribir un libro de relatos políticos. Pero cuando empecé Acción de Gracias, que debió de ser en 2002, estaba demasiado fresco el tema. Esos grandes sucesos necesitan asentarse, alejarse de la escena pública, para que una pieza de arte sobre ellos pueda resultar útil. Así que decidí situarlo antes del 11-S, pero de alguna manera su sombra está presente en el libro. Y esto es algo que captan los europeos, los americanos no. Los americanos son los seres menos políticos del mundo. 
P. De alguna manera, los europeos nos acercamos a la sociedad americana, tratamos de entenderla, a través de la ficción americana que consumimos. ¿Es consciente de eso? ¿Tiene en cuenta esa, digamos, responsabilidad?
R. Sí. Soy consciente de ello porque es la forma en que yo aprendí sobre la sociedad europea. Leyendo a escritores europeos. De modo que soy consciente de esa responsabilidad. Pero también lo soy de que nadie en América va a leer mis libros en esos términos. La política, para la mayoría de los americanos, no existe en el arte imaginativo. Para los europeos, sí. Siempre han buscado en la literatura de ficción reflexiones sobre la sociedad. 
P. Usted, como Frank, es demócrata.
R. Lo era. Ya no lo soy. Aunque voté por Obama. Pero no voy a ser más un demócrata. El Partido Demócrata ni siquiera es un partido, está resquebrajado. 
P. ¿Se abstendrá en noviembre?
R. No, no, no. Votaré. Votaré a quien quiera que nominen los demócratas. Pero no quiero que me consideren uno de su partido. Porque si hubiera un tercer candidato que pensara que es bueno, incluso si hubiera un candidato republicano que yo creyera que es realmente bueno, algo altamente improbable, le votaría. Pero no volveré a ser un demócrata nunca jamás en la vida. Son un puñado de mentirosos, un puñado de narcisistas, están desorganizados, derrochan el dinero, son irresponsables y poco de fiar. No. Se acabó. 
P. ¿Y aun así votará?
R. Votaré porque soy un ciudadano. Un ciudadano patriota. 
P. Dicen que siempre va a todas partes con un cuaderno.
R. ¿Quiere que se lo enseñe? [saca un pequeño cuaderno del bolsillo de su abrigo]. 
P. Acumula apuntes en sus cuadernos que luego constituyen la materia prima de sus historias. ¿Qué tipo de cosas apunta estos días?
R. Pues estoy escribiendo cuentos que tienen lugar en... Odio decir esto porque en realidad no es exacto. 
P. ¿Se refiere a la Nueva Orleans de después del Katrina, donde transcurre un relato suyo, Leaving for Kenosha, que se publicó en el The New Yorker en marzo?
R. Sí. Y luego he escrito otro que transcurre también en Nueva Orleans. Me interesan los efectos del desastre en las vidas de los seres humanos. Cómo los grandes desastres, como el huracán Katrina o el 11-S, finalmente se las arreglan para atravesar las vidas de los individuos, en maneras que no son las evidentes. No estoy hablando de estrés postraumático. Hablo de las pequeñas o diminutas cosas a las que sólo el arte puede llegar. Eso es lo que hace la ficción, intelectualmente. Es lo que hizo Chéjov, es lo que hace Saramago. Te enseñan las consecuencias inesperadas de las cosas. Y eso es lo que intento hacer yo. 
P. Las notas de sus cuadernos, ¿cuándo se convierten en una novela y cuándo en un cuento?
R. Lo decido desde el primer momento. Supongo que está relacionado con cuánta paciencia o cuánta energía tengo. Y cuánto deseo atarme a algo. 
P. En su introducción al segundo tomo de su antología del cuento americano (The new Granta book of American short story, Granta Books, 2007) dice que el carácter fundamental de los cuentos es la audacia. ¿En qué sentido lo dice?
R. Hablo de la audacia de decir al lector: "Deja lo que estás haciendo y participa de lo que yo he hecho. Aunque no sea más que un relato breve, deja lo que estás haciendo y lee esto porque encontrarás algo que será valioso para ti el resto de tu vida". Eso es la audacia.


P. Tomó la decisión de convertirse en escritor un día de enero de 1968, el mismo día en que decidió casarse con su mujer.

R. Exactamente. Yo estudiaba Derecho en Saint Louis y Kristina estaba en Nueva York. Fue una decisión en la que intervinieron la suerte y el amor. Me robaron del coche todos mis libros de Derecho unos días antes de los exámenes. Estaba hundido. Ni se me había pasado por la cabeza abandonar la carrera de Derecho. Había trabajado duro para estar ahí. Pero me robaron todos los libros. Y entonces me pregunté si de verdad quería hacer lo que estaba haciendo. Es como si el destino me brindara una segunda oportunidad para decidir. ¿Qué otra cosa podría estar haciendo?, me pregunté. Y pensé: podría casarme con Kristina, mudarme a Nueva York, pasarlo bien e intentar ser un escritor. Fue un puñado de estrellas que se alinearon, algunas oscuras y otras brillantes. Y elegí la dirección de la estrella brillante, que era Kristina. Cuando decidimos casarnos fue como si la pista estuviera despejada para nosotros. Era algo irresistible, un momento liberador. 
P. Usted es hijo único. ¿Leía mucho de niño?
R. No. No leí prácticamente nada hasta los 18 años. Soy disléxico. Así que no era un gran lector. La dislexia es una condición que causa que la transferencia de la página al cerebro y del cerebro a la página se vea, en cierta forma, interrumpida o ralentizada. Y yo tengo eso. Del cerebro a la página todavía cometo errores ortográficos, invierto letras y ese tipo de cosas, pero no tiene nada que ver con mi capacidad de razonar ni de desarrollar lógicas. Incluso creo que me ayuda a la hora de escribir. Me hace ser más cuidadoso. Pero la dislexia me afecta en que me hace ser un lector lento. Leo mucho. Leo todo el tiempo, pero soy lento. Y sé que voy a llegar al final de mi vida sin haber leído los libros que debía haber leído. 
P. ¿Cómo fue su niñez en Misisipi?
R. Fue maravillosa. 
P. Pero su padre murió cuando usted tenía 16 años.
R. Así es. Murió en mis brazos. 
P. ¿De verdad?
R. Sí. Tuvo un ataque al corazón en su cama. Le oí jadear violentamente, buscando aire. Era de noche y me despertó. Fui corriendo a su habitación. 
P. ¿Su madre no estaba allí?
R. Estaba. Pero no dormían en la misma habitación. Mi padre era un hombre grande, corpulento, veinte kilos más pesado que yo. Ella fue a la habitación de mi padre, y estaba aterrorizada. Entré en la habitación y ella estaba gritando el nombre de mi padre, gritando su nombre, gritando su nombre. Y él no respondía. Sólo jadeaba, buscando aire desesperadamente. Así que me subí a su cama, apoyado en mis manos y mis rodillas. Me abalancé sobre él, puse mis labios en los suyos y traté de respirar en su boca. No sé por qué hice eso, me pareció lo adecuado. Pero él expiró mientras estaba en mis brazos. Hasta entonces, la mía había sido una niñez maravillosa. Me querían, yo les quería, nadie abandonó a nadie, nadie se emborrachaba, nadie abusaba de nadie. 
P. Y cuando murió su padre usted se fue vivir con sus abuelos. El primero de su escalada de cambios de domicilio.
R. Así es. Cuando mi padre murió, mi madre cogió un empleo. Y necesitaba alguien que cuidara de mí porque me estaba convirtiendo en un chaval problemático. 
P. ¿En qué sentido?
R. Robaba coches, me peleaba, hacía carreras. Robábamos coches para hacer carreras con ellos. La policía ya me había pillado alguna vez antes de morir mi padre. Ya había estado ante el juez infantil, y me habían encerrado. 
P. ¿Estuvo en la cárcel?
R. Bueno, durante el tiempo que tardó mi madre en venir a buscarme. Mi madre se dio cuenta de que yo no iba a ser capaz de controlarme solo. Así que me mandó a Little Rock con sus padres, mis abuelos. Lo cual fue genial, porque eran muy permisivos. Tenían un hotel, un gran hotel como éste en el que estamos. Yo era un adolescente viviendo en un hotel. Piense en lo que es eso. 
P. ¿Siguió metiéndose en líos?
R. No. Me empecé a concentrar en otras cosas [se ríe]. Las chicas empezaron a convertirse en algo mucho más interesante para mí que robar coches y hacer carreras. Había muchas chicas en el hotel. Hice muchas travesuras. 
P. ¿Cuánto tiempo pasó allí?
R. Desde los 16. Y cuando fui a la universidad, en 1962, mi madre también se había ido a vivir con sus padres y ese hotel se convirtió en el único hogar de mi familia durante otros cinco años. 
P. ¿El haber tenido un hotel como hogar puede tener que ver con el hecho de que ahora reparta su vida entre tantas casas? Tiene residencias en Maine, en Nueva York, en Nueva Orleans y en Montana.
R. En Montana ya no. Pero en el resto, sí. Aunque paso la mayor parte del tiempo en la costa de Maine. La casa en Nueva York es una locura. Es demasiado cara, me está haciendo pobre. Antes de que termine el año quiero venderla.

P. ¿En qué lugar en el que no haya vivido fantasea con vivir?
R. Lo pondré así: en lo que se ha convertido mi fantasía es en que, si los republicanos ganan las elecciones, nos vamos.
P. ¿En serio?
R. Ya lo creo. 
P. No parece descartable que ganen.
R. Da miedo, porque los demócratas se están desmembrando. Veremos lo que pasa. Quedan siete meses. Entonces sabremos cuál es el destino de la nación. 
P. ¿Le da mucho miedo que McCain sea presidente?
R. Me da más que miedo. Sería un desastre. No sólo para América. Sería un desastre para América en relación con el resto del mundo, ésa es la parte que me aterra más. Nuestra relación con aquellos países con los que tenemos todos los motivos para llevarnos bien. Y nuestra relación con el mundo musulmán. Hemos quemado nuestros puentes allí, y eso me aterra. No personalmente, no temo por mi vida. Me aterra de un modo espiritual. Las cosas que creo que mi país representa o debería representar en el espíritu humano, las está abandonando. Mi país se ha convertido en un país seudodemocrático e imperialista. Hacemos cinco enemigos por cada amigo. 
P. ¿Cómo es un día normal en su vida?
R. Es una pregunta interesante, porque no pienso en mí mismo como alguien que tiene días normales. Cuando escribo un libro me aseguro de tener el trabajo hecho en primer lugar. Todo lo demás es secundario. Me siento a trabajar a las ocho de la mañana y trabajo hasta el mediodía. Y me vuelvo a sentar de dos a cinco. Eso es todo. Nunca trabajo de noche. Nunca trabajo si he bebido una copa. Esto dura unas seis semanas, y después se me acaba la gasolina y lo dejo durante un tiempo. Así que realmente no tengo una vida normal. Alterno periodos de intensidad con periodos de, digamos, sorpresa. Pero me gusta trabajar. Me encanta levantarme por la mañana, sentarme en mi escritorio y trabajar. Es la cosa más placentera del mundo. Nunca pensé que llegaría a decir esto, pero a medida que me hago mayor, ahora tengo 64 años, hay un montón de cosas que antes me distraían que ya no me distraen.

Raymond Carver y Richard Ford, 1987

P. ¿Tiene hobbies?
R. No. Aunque practico deportes, siempre lo he hecho. Juego al squash y levanto pesas en el gimnasio. Pero no tengo hobbies. Tengo una moto, y la conduzco. Pero no es realmente un hobby, es algo que poseo y hago. Me gusta ir a cazar aves en otoño. Supongo que debería incluir eso. 
P. ¿En un autor como usted pesan más sus lectores en Estados Unidos o en Europa?
R. Para ser sincero, mis lectores europeos son más importantes para mí. Siento que es un privilegio ser leído por europeos y por suramericanos, porque creo que son mejores lectores en general. Entienden el valor del arte en un escenario cultural complejo. Yo soy un americano, así que supongo que escribo para un lector americano. Pero, partiendo de lo que siento, creo que cumplo más mi objetivo con el público europeo.


* Este articulo apareció en la edición impresa del Sábado, 26 de abril de 2008

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