Juan Marsé Fernando Vicente |
RETRATO DE UN ESCRITOR
Juan Marsé
Juan Marsé
20 de enero de 2006
Se cuentan con los dedos de una mano los escritores que he conocido y me interesaron por su densidad humana. En rigor, son demasiado egocéntricos y casi nunca tienen talento: hay poquísimos libros buenos y ni hablar de muy buenos, y si un libro no es bueno, o muy bueno, su autor, regla prácticamente absoluta, tampoco lo es: toma conciencia de su falta de calidad y se vuelve agresivo, envidioso y amargo. Claro que existen escritores buenos, o muy buenos, agresivos, envidiosos y amargos: Nabokov, por ejemplo, aunque sus libros no sean tan importantes como él imaginaba; son más inteligentes y hábiles que otra cosa. Y, estudiando sus lecciones, se ve que el hombre no comprendía la gran literatura y sólo era capaz de apreciar lo que, de los otros, se prolongaba en él. Se advierte algo de estéril en sus acrobacias, y la atención al detalle le impide la amplitud del vuelo. Acumuló uno tras otro libros bonitos, impecables desde el punto de vista técnico y, no obstante, desprovistos de la llama de la que está hecho el genio. No sé por qué estoy diciendo esto: Nabokov me importa un pito y quiero hablar de Juan Marsé.
Marsé parece más un pugilista que un escritor
Con Juan Marsé ocurrió algo raro: me gustó en cuanto lo vi. Físicamente me hizo recordar a José Cardoso Pires, el mismo pelo blanco, la misma estatura, la misma cara con arrugas. Y después, a medida que pasaba el tiempo, me fue gustando cada vez más el individuo: su sentido del humor, su ternura escondida, su rigor ético, su exigencia. Esto pasó en Barcelona, en la víspera de mi vuelta a Lisboa, y yo estaba cansado, acabando un libro, muy metido en él todavía. No me apetecían parloteos, la sensación de que perdería el tiempo que debía dedicarle a mi trabajo me angustiaba: y no obstante me habría quedado toda la noche conversando con Juan Marsé. Es un hombre duro y me gustan los hombres duros porque están llenos de generosidad y desprovistos de sensiblería. Es capaz de burlarse de sí mismo. Y tiene un instinto literario agudo, lo que tampoco es frecuente. Parece más un pugilista que un escritor. Habla de la vida y de novelas de la manera en que, en mi opinión, debe hablar un hombre de la vida y de novelas, es decir, con sabiduría, inocencia y una especie de desprendimiento irónico que encubre el amor o, mejor dicho, el desprendimiento irónico que debe acompañar al amor. Está totalmente libre de acritud. Y sabe escribir desde la media distancia, para ir sumando puntos y precaverse de los contragolpes del texto: es que, ya que hablamos de pugilismo, en el acto de escribir hay mucho de combate de boxeo: por ejemplo, no se pueden comunicar los golpes. Es decir: si quiero, vamos a suponer, asestar un directo desde la izquierda, doy un paso hacia la derecha, adelantando el hombro de ese lado, y el adversario, si tiene alguna experiencia, sabe que voy a intentar un directo largo desde la izquierda en el momento siguiente.
Esto es lo que no se puede hacer en literatura: es necesario que el papel desconozca el próximo golpe, que el lector, desprevenido, lo reciba con la guardia baja o imaginando que, en lugar de un directo desde la izquierda viene un gancho desde la derecha: los malos libros son aquellos que nos dejan la cara y el estómago intactos. En general, venden más por eso mismo, pero no nos tiran a la lona. Cumbres borrascosas nos tira a la lona. Guerra y paz nos tira a la lona. Cualquier gran libro nos tira a la lona y le quedamos agradecidos por eso, puesto que vivimos a ras de tierra y no logramos levantarnos del suelo sin ayuda. Esto es difícil de explicar, pero espero que hayáis entendido. Por tanto, volviendo a Juan Marsé, digo que es un excelente luchador. Uno lo lee y puede no coincidir con su estilo o su estructura o sus tics o lo que sea: no obstante, tenemos que admirar su eficacia. Y, como repetía Tolstói, la eficacia es la primera cualidad de un escritor.
Y además en Juan Marsé está el resto: la persona. Me reí un montón con él, me cayó bien su impiedad tolerante (parece una paradoja y no lo es) su generosidad escondida, su capacidad de entender lo que va por dentro de las obras. Christian Bourgois, uno de los seres que más entiende de este poder, siempre insistió en que Marsé es un gran escritor. A mi entender, tampoco en este caso se equivocó. Sus libros merecen más lectores: son una alegría de mano segura y de contención narrativa. Ocupa un lugar importante entre los santitos de mi capilla privada, que no tiene muchas imágenes. Ahí está él, con aureola, con la novela Rabos de lagartija en la mano y el conjunto de su obra por los alrededores. Y si os acercáis, notaréis el afecto y el pudor de su sonrisa.
Traducción de Mario Merlino.
EL PAÍS