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martes, 30 de abril de 2019

El cuento de ambiente / "Luvina", de Juan Rulfo




El cuento de ambiente: «Luvina», de Juan Rulfo

Por Luis Leal



         Según el principio cardinal de Edgar Allan Poe, un cuento debe de ser estructurado en torno a la unidad de impresión. Todos los elementos constituyentes del cuento dependen, según él, de ese principio. El cuento, por tanto, debe de ser breve, esto es, lo sufi­cientemente breve para ser leído en una sola sesión; porque si no lo es, «debemos resignarnos -según Poe- a perder el efecto in­mensamente importante que se deriva de la unidad de impresión; porque si es menester dos sesiones, los asuntos del mundo inter­ponen, y todo lo que signifique totalidad queda destruido por com­pleto». La brevedad del cuento, según se desprende de la cita, es el resultado de la unidad de impresión. El mismo principio obliga al cuentista a limitar la fábula (serie y contexto de los incidentes de que se compone la acción) a un sucedido único, aislado, y a crear un ambiente reducido, en el cual se mueve un personaje o un número muy reducido de ellos.

En torno a un cuento de Juan Rulfo / «No oyes ladrar los perros»



En torno a un cuento de Juan Rulfo:
«No oyes ladrar los perros»

Por Hugo Rodríguez-Alcalá



         «No oyes ladrar los perros» es, sencillamente, una obra maestra de sobriedad, de efecto, de intelección de lo humano.
                                             Mario Benedetti

         L’atmosphére se crée d’elle même; elle émane des personnages, de Zeus fawn de sentir, de parler et d’agir...
                                                               Roger Lescot
         «No oyes ladrar los perros» es acaso el cuento más perfecto de cuantos ha escrito Juan Rulfo. En cinco páginas nos condensa una tragedia desgarradora y nos ofrece una visión inolvidable: la de un padre viejo que lleva sobre sus hombros a un hijo criminal, herido, quizá de muerte, a la luz de la luna llena, y por un paisaje que ima­ginamos pedregoso y triste, rumbo a un pueblo en que aquél espera hallar atención médica.

domingo, 28 de abril de 2019

Triunfo Arciniegas / Dulce animal de compañía / Renata

Triunfo Arciniegas

Biografía

DULCE ANIMAL DE COMPAÑÍA
RENATA
2


            Cansada de esperar al viejo, Renata aparta en un plato de barro el arroz y las tajadas de plátano y come en la olla, a la luz de la vela, pues cortan la electricidad con frecuencia. Renata imagina la corriente como una vieja cuyos huesos doloridos no le permiten subir a los barrios más miserables o como una serpiente que puede racionarse con un cuchillo: los trozos gordos para el centro y los paraísos de los pudientes, las migajas para los barrios pobres. Los niños juegan con la luna en la calle hasta las nueve y luego se van a la cama. Una pareja de gatos copula en el tejado. La hembra chilla como una niña. Cuando Renata va a lavarse la boca en la caneca del patio, la luna redonda platea sus brazos, se refleja en el agua y se deshilacha al contacto de sus manos. Daniel Montes respira en su oreja como un caballo, Daniel es un caballo en el palpitante ajedrez de sus días y sus noches, Daniel galopa sobre su cuerpo empapándola de sudor y semen. Ay, Dino, concédeme una tregua, déjame respirar. Daniel atraviesa a caballo el bosque de la noche, derribando pájaros dormidos y aplastando insectos, hasta que el árbol lo atrapa por los cabellos. Renata ve su cuerpo balanceándose en el árbol del patio vecino, los cabellos enredados en las ramas. Aunque no aprecia con nitidez los rasgos, sabe que se trata de Daniel: conoce de memoria el cuerpo amado. No te veré morir. Sumerge la cara en el pozo de sus manos juntas para espantar la visión y se lava los brazos. Voy a terminar loca, Saltamontes, se dice, santiguándose. En la imagen de la luna que se rehace en el agua, distingue temblorosos rasgos de Daniel. Regresa secándose con el vuelo del vestido. El macho se separa de la hembra y escapa por los tejados para salvar el pellejo. El viejo aún no aparece, cosa rara que se demore en la calle, su hija Renata tendrá que levantarse a calentarle la comida y verlo cabecear con el plato en la mano hasta que se derrumbe sobre el piso. Está bien, Dino, como quieras. Desnuda, una mano en los senos firmes, se inclina a esculcar con la diestra la caja de la ropa, localiza el camisón, acomoda el cuerpo como un animal en su guarida y entra a la cama. Recita de memoria un poema de Neruda. Casi al final, olvida una línea. Busca el manoseado volumen de Los versos del capitán, un obsequio de Daniel, y corrige el vacío. Vuelve a decirse el poema sin tropiezo alguno. Recoge las relucientes piezas de madera de un ajedrez recién comprado, otro obsequio de Daniel, y las guarda en su propia caja. Todos se sacrifican por el rey. Se dirige a la puerta y sin pensarlo dos veces arroja la caja a la calle. Como animal hambriento, la caja se abre en el aire y las piezas escapan de su vientre y se desparraman sobre la tierra cruda sin orden ni jerarquía. Un rey no merece tanto, de ninguna manera. Renata da vueltas por el cuarto, animal enjaulado. No lo merece todo, por más rey que sea, al carajo con el rey. Arrepentida, vuelve a la puerta, pero la caja y las piezas han desaparecido. Nunca pude con ese bendito juego. Daniel Montes no consiguió iniciarla en sus misterios ni con poemas de Borges. Torres y alfiles, caballos y peones, con sus particulares maneras de moverse, enredan el juego hasta el dolor de cabeza. Y además una reina loca, peligrosa, que se mueve sobre el tablero de los días y las noches como se le da la gana, veloz y certera como una flecha, pero una reina al servicio de su majestad, el lento y torpe rey. Renata no admite que una reina, con tantas virtudes, la más preciada de los posesiones, no se atreva a fundar y defender su propio reino. En un cuaderno, con letras gordas y redondas, fruto de numerosas planas, le escribe una carta a Daniel Montes, aceptando su destino de mujer sola, luego arranca la hoja y la acerca a la lumbre. Sólo cenizas hallarás de todo lo que fue mi amor. ¿Cómo dice el resto de la canción? Querido Daniel, perverso mío, Saltamontes del abismo, maldito cuerpo de mis delirios, enredado ajedrez, miserable hijo de perra. No me abrazarás nunca como esa noche en el Callejón de los Ciegos, no te abriré las piernas, no volverá a mojarme la sangre entre los muslos. En la primera página, con su enredada e indescifrable letra, Daniel ha copiado unas líneas de Quevedo, un poeta de otro siglo: Y lo que llamáis morir es acabar de morir, y lo que llamáis nacer es empezar a morir, y lo que llamáis vivir es morir viviendo. Hablaban raro entonces. Y en la última página, como para adueñarse de todos los pensamientos de Renata, otra vez Daniel: Suelo buscarme en la ciudad que pasa como un barco de locos por la noche. Renata se preguntó si tan bellos versos serían de Eduardo Cote, el poeta que un amanecer, cuando bajaba de una fiesta en Pamplona, se estrelló contra un árbol en La Garita. ¿O eran del otro? ¿De Jorge Gaitán? De niña, Renata creía que los pensamientos revoloteaban como pájaros o lenguas de fuego. Se tapaba las orejas para esquivar los pensamientos ajenos: los malos pensamientos, los pecaminosos, los mortales. Ahora se pregunta cómo podría reconocerlos una niña ignorante, y si no sería una delicia dejarse poseer precisamente por tales pensamientos. Dejarse lamer por las lenguas de fuego. Ahí te van mis malditos pensamientos, Dino. La hoja, negra ahora, se deshace. Renata apaga la vela de un solo soplo, estira las piernas bajo las cobijas y sus pies se topan, se acarician para abrigarse, animalitos melosos. Está bien, Dino. Ay, maldito Daniel, dueño y señor de su cuerpo y sus pensamientos. Enciende la vela, escribe otra carta, la misma carta, apaga y duerme.

4

            Sueña con hombres que se enfrentan a muerte en un campo de niebla. Guerreros medievales que bañan sus espadas con la sangre del enemigo.
            Soy la niebla, se dice Renata. La niebla herida.
            Numerosos pájaros negros graznan, desdibujados, hambrientos. Unos, que han perdido parte de sus plumas en recientes combates, heridos y esqueléticos, se ven más amenazantes que otros.
            Sabe que el último guerrero la llevará de la mano hasta un río interminable. Al otro lado del río comienza el paraíso.
            Renata despierta antes de ver el rostro del último guerrero de la niebla.
            Dos borrachos pasan cantando, abrazados, tambaleándose, sosteniéndose el uno al otro. Se detienen a orinar en la esquina.
            –Yo a usted lo quiero, hijueputa –dice uno.
            –Compadre –dice el otro.
            El claro de luna cae a la cama vacía. Otra pareja de gatos lascivos en el tejado. ¿O será la misma gata, que ya olvidó el dolor de la penetración? ¿O será el mismo gato, que vuelve a arriesgar su vida con otra hembra lujuriosa? Renata enciende la vela aunque no la necesita, y se dirige a la puerta. La luna hambrienta muerde una nube. La calle sola, larga y angosta, y el viejo nada que aparece. Un perro. La brisa agita la llama hasta apagarla. Después de tantos años, Renata puede recorrer la casa sin abrir los ojos, puede localizar cualquier objeto si quiere: las ollas, los platos, la mesa sin pintar, las tres sillas de madera y cuero de vaca sin curtir. Cierra la puerta y vuelve a la cama. Tendida, sintiendo su propio respirar, se entretiene en el vientre. Si me lo sacara, dice, sin papá no lo quiero. Te quiero a ti, Dino malvado. Me hacías reír, payaso, me despertaste toda. Sube las manos a los senos. Quiero mi cuerpo porque pude dártelo. Amasa los pezones, harina de los sueños. Todo me gustaba, Dino, como me rajabas la carne y luego el alivio de tu lengua, embriagador. El amor de los domingos en la tarde, las noches más allá del seminario. Abierta a ti y al viento. Querías comerte la luna. Aullabas y te estrujabas el sexo, loco y desnudo entre los árboles. Íbamos en bicicleta hasta La Lejía a contemplar los aviones y me hacías creer que volaríamos a París, donde no me dejarías usar ropa porque todo el día me estarías pintando y toda la noche me harías el amor, qué fatigada vida, qué salvaje y disparatada vida. Me apoyaría en la ventana a contemplar la torre, con el culo al aire, para que te regodearas con el pincel. Me enseñaste y me acostumbraste, vivía como dormida. En la catedral encendí miles de veladoras, maldito. Cuando las primeras se consumían, ya se habían encendido las otras para que guiaran por el buen camino al ángel de nuestro amor. Me volví tu dulce animal de compañía. Ay, maldita sea. Ah, tu sal en mi lengua, la materia de tus tormentos en mi boca. Abriste mis ventanas, entraste sin permiso y, como el viento, desordenaste mi casa. Renata se muerde, se voltea bocabajo, agarra la almohada por los extremos. Era tu reina, Dino, era tu esclava, Saltamontes, tu perra, miserable dueño de mi destino. ¿Nunca más? Me lo sacaré, no quiero un recuerdo así.
            ¿Qué pasaría con el viejo?
            Qué feroz recordarte, y la mano desciende al sexo, hurga. Quiere que el sueño la lleve a otra parte. Me lo sacaré a golpes para que te remuerda, bufón de mierda.

12

            Dino fue la chispa y el incendio. Como quien consiente los desmanes del ladrón para salvar el pellejo, Renata contempló la minuciosa exploración de su propio cuerpo. En un principio, inmóvil, expectante, torpe, y luego anhelosa, ciega, arrastrada por una sed imprevista. Leyendo el poema de Neruda sobre un insecto ansioso, Dino la recorría con la boca de punta a punta. Uno tras otro, depositó doce besos en sus rincones secretos, pervirtiendo así una historia que años atrás le habían enseñado en la escuela, Los besos de María, de Arciniegas, y que trata de un hombre que antes de partir a la guerra deja al cuidado de su amada una tanda de besos. Discutieron, muertos de risa, la ubicación de los besos, castos según Renata y libres según Dino, y nunca llegaron a un acuerdo. En todo caso, los besos de la historia se perdieron en distintas circunstancias mientras el dueño repartía bala en tierra ajena. Al volver, como era de esperarse, el hombre no reconoció a María sin los besos, averiguó en el periódico dónde había otra guerra y desapareció del mapa.
            Dino, Daniel Montes para otros, le espantó el miedo y provocó un incendio voraz, abrasador, avasallante.
            De niña había leído ese letrero difícil de entender, El amor es puto. Muchas calles después encontró otro tan claro como el agua, La piel es de quien la eriza, y ni siquiera se detuvo a pensarlo. Ahora sabía que los besos, como la tierra, pertenecen a quien los trabaja.
            –Me saliste garosa.
            –¿No era lo que esperabas?
            –Te vi el hambre desde el principio.
            –Tenía hambre pero no sabía de qué.
            Mientras atravesaba el parque, con una sombrilla abierta y un paquete apretado contra el pecho, Renata lo vio por vez primera entre otros niños bonitos, acostado en la hierba, hablándole a una niña rubia, y entonces no había manera de sospechar las consecuencias de la mirada.
            No pudo apartar los ojos.
            Dino al fin se dio cuenta y Renata se sintió avergonzada. Escapó como una coneja. Después escuchó la voz pero no se detuvo. Casi corría cuando dobló la esquina, con la voz cada vez más cerca.
            –De todas maneras, niña, te voy a alcanzar –dijo la voz.
            Se detuvo y Dino llegó acezante. Como un perro detrás de un hueso.
            Soy el hueso de este perro, pensó Renata.
            –¿Quieres matarme? –dijo Dino.
            –No, no todavía –dijo Renata, y no supo por qué lo decía.
            –¿Cuándo? –preguntó Dino–. ¿Esta noche?
            Renata sintió la necesidad de aclarar:
            –No soy de esas.
            El otro quiso saber de cuáles. Renata no sabía.
            –De las que tú crees –dijo.
            Dino prefirió cambiar de estrategia:
            –¿Me aceptas un café?
            Dónde, quiso saber Renata. De pronto ya no tenía prisa. Algo había terminado. Cierta búsqueda. Y algo comenzaba. Algo terrible. Pero qué.
            Antes de entrar a la cafetería se les atravesó la niña rubia del parque, Mónica Durazno, con las teticas casi al aire. Dino se vio obligado a presentarlas.
            –Ay, Dino, entonces no pases, tengo una comida.
            Mónica se alejó batiendo el trasero.
            Pidieron café.
            Nada más.
            –Mónica Durazno –dijo Renata–. Qué tierna, qué dulce, pero deberías comprarle un sostén.
            –Todos la muerden –añadió Dino.
            –¿Todos?
            –Lo único que permanece intacto con Mónica son los libros –preciso Dino, disimulando la amargura–. Nunca se abren.
            Renata rio como una niña.
            La sombrilla resbaló de sus manos. Tambaleándose, Renata se agachó a recogerla y Daniel tuvo que sostenerla de un brazo para que no cayera al piso. Entonces resbaló el paquete.
            –¿Qué es?
            –Unos tacones que debo entregar a una señora.
            La risa había hecho espacio a la vergüenza.
            –Soy torpe –dijo Renata.
            –Qué delicia –dijo Dino, saboreando el café, sin despegarle la mirada.
            Y Renata sintió eso precisamente, que Dino la estaba saboreando, y le gustó.
            Esa misma noche, en sueños, le dijo:
            –Soy Renata Durazno, muérdeme.

15

            No, ya no. Renata enciende el fogón. Revolcada por una larga noche en duermevela, entre la rabia y las preocupaciones, fastidiada por los gatos lascivos, es otra.
            Relee la carta para Dino y se le antoja absurda. Arranca la hoja y la rompe.
            –Cuídate de los caballos, Daniel Montes.
            Mientras trae el agua, se pregunta a qué horas vendrá el viejo, que no pasa las noches por fuera. La niebla del amanecer cubre el patio. Qué va, ese no visita mujeres, ya no es un gato, sus garras perdieron el filo. Viejo necio, caprichoso, con sus épocas de caballero y sus épocas de vagabundo. Se descuida con el paso de los años, se encapricha con las peores prendas, se deja caer. Ya ni siquiera permite que le cosa un botón.
            Renata escupe para apartar de su boca las plumas del sueño. Casi al amanecer, soñó que un pájaro se desplumaba a picotazos en el triste esqueleto de un árbol. Al final, sólo era una pelota de sangre. El agua del café hierve y todavía no aparece el viejo. Renata apaga el fogón y bebe el café sin azúcar. Mantiene intacto el plato del viejo: el arroz y las tajadas de plátano. Se saca el camisón. Dino, te gustaba que me paseara desnuda, prometiste pintarme, te gustaba verme los pies, lamerme toda en el altar de la adoración. Fui tu reina blanca, tu flor de albahaca. Me mostrabas revistas de parejas desnudas y hacíamos de todo. Fui tu esclava negra, tu María Renata. Hoy me pongo el vestido morado, me aprieta. Te gustaba, Dino, alguna vez le arrancaste los botones. ¿Cuántas veces me llevaste al aeropuerto para hacerme volar viendo aviones? Llegaba con la lengua fuera y las piernas encalambradas de tanto pedalear, pero me olvidaba de todo cuando te pegabas a mis nalgas y me rozabas los pezones como si no te dieras cuenta. Por supuesto, volaba.
            Peinándose, ceñida por el vestido morado, decide buscar al viejo. Tal vez se emborrachó, tal vez lo metieron al pote. O lo robaron. Lo tandearon. Dios mío, estará agonizando en una cuneta. No, ya lo sabría, las malas noticias vuelan. Dijo que iba a vender el crucifijo. Esa platica ya se perdió. Borracho, toda la vida. Viejo terco. Quiere verlo llegar así sea rascado, untado de vómito, con la camisa por fuera y como si lo acabaran de mechonear, pero que llegue. Más terco que una mula.
            Renata se recoge el cabello con una cinta morada y sale a buscar al viejo. Es sábado, hace frío. El chal, dice Renata, y se devuelve. Una mujer ata el zapato de un niño. Se saludan. Renata entra a su casa y sale de inmediato con el chal. “Coneja”, grita alguien desde una ventana. Renata no voltea a mirar. No es una coneja, al menos no la maldita coneja de su patio. Se introduce en la niebla. Seguro que lo tendré. Así no quieras. Así no te vuelva a ver. Así no me quieras, Dino. Se extravía en la niebla de Pamplona y su hijo la acompaña.


Triunfo Arciniegas
Dulce animal de compañía
Bogotá, Alfaguara, 2019, pp. 13-17