lunes, 23 de noviembre de 2020

Walter Tevis / Mary Lou II



Walter Tevis 

MARY LOU II


Walter Tevis / Mary Lou I

Walter Tevis / Mary Lou II 

Walter Tevis / Mary Lou III / Seis de octubre

Walter Tevis / Mary Lou IV / Spofforth


    El bebé tiene que nacer uno de estos días. Es la época del año perfecta para tener un bebé, la primera parte de la primavera. Ahora, estoy sentada junto a la ventana de la sala de estar que da a la Tercera Avenida. Hacia abajo y hacia el Oeste, puedo ver, por encima de solares vacíos y bajas azoteas, el Empire State Building. Bob se sienta a menudo en esta silla verde y mira hacia allí; me gusta mirar el árbol que hay fuera. Es un árbol grande, que hace tiempo debió de resquebrajar el gastado pavimento alrededor de su enorme tronco; se eleva por encima de nuestro edificio de tres pisos. Puedo ver desde aquí las pequeñas hojas que han empezado a brotar en las ramas más bajas; me hace sentir bien el verlas, ver ese fresco y pálido verde.
    Dado que Bob no sabe leer títulos, tuve que ir con él, hace dos semanas, para encontrar libros sobre cuidados del bebé y obstetricia. Encontré cuatro, dos de ellos con dibujos. Nunca me habían dado instrucciones sobre el alumbramiento y, claro está, nunca había conocido a nadie que tuviera un bebé; nunca he visto a una mujer, embarazada. Pero, leyendo uno de los libros y mirando sus dibujos, me di cuenta de que tenía algunas asociaciones que debieron de ser recogidas de chicas más mayores cuando yo era una pequeña inadaptada en el internado: calambres y dolores, sangre, estar echada de espaldas y chillar y morderte un antebrazo; un oscuro proceso llamado «cortar el cordón». Bien. Ahora conozco estas cosas y me siento mejor. Quiero que se acabe.
    Una tarde, hace unas tres semanas, Bob vino pronto a casa. Yo había estado todo el día pensando en lo poco que sé acerca de los bebés, y entonces llegó él con una enorme caja llena de herramientas y latas y pinceles. Sin decirme una palabra, se fue a la cocina y empezó a trabajar en el desagüe del fregadero. Estaba asombrada y, al cabo de unos minutos, oí que el agua corría por el fregadero y, luego, el gorgoteo que hacía al salir. Me levanté y me acerqué a la puerta de la cocina.
    —¡Jesús! —exclamé—. ¿Qué se ha apoderado de ti?
    Se secó las manos en una toalla para platos, y luego se giró hacia mí.
    —Estoy cansado de que las cosas no funcionen —dijo.
    —Me alegra oírlo. ¿Puedes arreglar la pared en la que se están cayendo los libros?
    —Sí —respondió—. En cuanto haya pintado la sala de estar.
    Empecé a preguntarle dónde había conseguido pintura, pero no seguí. Bob parece saber dónde está cada cosa en Nueva York. Supongo que es el ciudadano más antiguo de la ciudad, el neoyorquino más viejo.
    Tenía algunas viejas y polvorientas latas de pintura en su caja. Entró en la sala de estar y levantó la tapa de una de ellas haciendo palanca con un destornillador y empezó a mezclar la pintura. Parecía estar bien y, después de agitarla un rato, pude ver que sería blanca. Luego, salió unos minutos y volvió con una escalera. La colocó y se quitó la camisa, subió la escalera y empezó a pintar la pared sobre mis estanterías de libros a la luz de la ventana.
    Le estuve observando un rato en silencio. Luego le pregunté:
    —¿Sabes algo sobre partos?
    Siguió pintando, sin mirarme.
    —No. Nada excepto que es doloroso. Y que cualquier Modelo Siete puede abortar un embarazo.
    —¿Cualquier Modelo Siete?
    Dejó de pintar y se volvió hacia mí y miró abajo. Había una pequeña mancha blanca en su mejilla. Su cabeza parecía estar tocando el techo.
    —Los Modelos Siete fueron diseñados en otro tiempo, cuando había demasiados embarazos. Alguien tuvo la idea de programarlos para realizar abortos, abortos a los nueve meses. Todo lo que tienes que hacer es pedir uno.
    Aquella frase, «a los nueve meses», me chocó por un segundo. La había dicho casualmente, pero no me gustó oírla. Y entonces me eché a reír, pensando en un abortista Modelo Siete. Los Modelos Siete suelen estar encargados de los negocios o internados o almacenes. Podía verme a mí misma dirigiéndome a uno de ellos, sentado detrás de su mesa, y diciéndole: «Quiero un aborto»; y a él sacando un pequeño escalpelo de un cajón de la mesa…, excepto que no era divertido.
    Dejé de reírme.
    —¿Podrías encontrarme un libro que trate sobre tener bebés? —Tenía las manos cruzadas sobre el vientre, protectoramente—. Para tener una idea de lo que me espera.
    Con gran sorpresa por mi parte, no respondió. Me miró con fijeza un rato. Luego, por un momento silbó, quedamente. Parecía estar absorto. En esos momentos me asombra la humanidad de Bob. Cuando está solo conmigo, así, su cara incluso puede reflejar más sentimiento que la de Paul o la de Simon y su voz, a veces, es tan profunda y tan triste que casi me hace llorar. Qué extraño que este robot sea el depositario de tanto amor y melancolía, poderosos sentimientos de los que la Humanidad se ha zafado.
    Por fin, habló y me sorprendió con sus palabras.
    —No quiero que tengas el bebé, Mary —dijo.
    Instintivamente, apreté las manos contra el vientre.
    —¿De qué estás hablando, Bob?
    —Quiero que abortes. Hay un Modelo Siete en mi edificio que puede hacerlo.
    Debí de mirarle con incredulidad y furia. Recuerdo haberme levantado y acercado unos pasos a él. Todo cuanto había en mi cabeza eran las palabras que había aprendido de Simon años atrás, y las dije:
    —Vete a la mierda, Bob. Vete a la mierda.
    Me miró firmemente.
    —Mary —dijo—, si ese niño vive, al final será la única persona viva en la Tierra. Y yo tendré que seguir viviendo en tanto que él lo haga.
    —Al diablo con eso —dije—. Además, es demasiado tarde. Puedo hacer que las otras mujeres dejen las píldoras y se vuelvan fértiles. Yo misma puedo tener otros bebés. —De repente, el pensamiento de aquello me molestó, y me senté de nuevo—. Y en cuanto a ti, ¿por qué no tendrías que seguir viviendo? Puedes ser un padre para mis hijos. ¿No era eso lo que querías cuando me separaste de Paul?
    —No —contestó—. No era eso. —Dejó de mirarme; sosteniendo el pincel, miraba más allá de la ventana, hacia el árbol y la vacía avenida—. Solo quería vivir contigo como el hombre cuyos sueños yo tengo podía haber vivido, hace cientos de años. Creí que podría permitirme recobrar el pasado que ronda por mi mente y mi memoria, que podría aliviarme.
    —¿Y lo ha hecho?
    Volvió a mirarme, pensativo.
    —No. Nada ha cambiado en mí. Excepto que te amo.
    Su infelicidad me acongojó; era como una cosa viva en la habitación, un lamento inaudible, un anhelo.
    —¿Qué me dices del bebé? —dije—. Si tuvieras un bebé, para ser padre…
    Movió la cabeza con cansancio.
    —No. Todo esto ha sido una locura. Como que Bentley me leyera aquellas películas para que yo pudiera tocar un poco más el pasado a través de él. Permitirle que te dejara embarazada antes de separarle de ti. Todo ha sido estúpido, lo que suelen hacer las emociones cuando sucumbes a ellas. —Entonces, bajó de la escalera, se acercó a mí, y puso su gran mano suavemente sobre mis hombros—. Todo lo que quiero, Mary, es morir.
    Miré su triste, oscuro rostro, la amplia frente fruncida y los suaves ojos.
    —Si mi bebé nace…
    —Estoy programado para vivir en tanto que haya seres humanos a los que servir. No puedo morir hasta que no quede ninguno de vosotros. Vosotros… —Y de repente, sorprendentemente, su voz pareció explotar—. ¡Vosotros Homo sapiens, con vuestra televisión y vuestras drogas!
    Por un momento, su enojo me asustó y me quedé en silencio. Luego, dije:
    —Yo soy Homo sapiens, Bob. Y no soy así. Y tú eres casi humano. O más que humano.
    Se apartó de mí y retiró la mano de mi hombro.
    —Yo soy humano —dijo—. Excepto en el nacimiento y la muerte. —Volvió a la escalera—. Y estoy harto de la vida. Nunca la quise.
    Le miré fijamente.
    —Ese es el juego. Yo tampoco pedí nacer.
    —Tú puedes morir —dijo.
    Empezó a subir la escalera de nuevo.
    De repente, se me ocurrió un horrible pensamiento.
    —Cuando todos muramos…, cuando toda esta generación haya muerto, ¿entonces podrás matarte?
    —Sí —respondió—. Eso creo.
    —¿Ni siquiera lo sabes ? —dije, alzando la voz.
    —No —contestó—. Pero si no hay seres humanos a los que servir…
    —¡Cristo! —exclamé—. ¿Eres tú él culpable de que no nazcan niños?
    Me miró.
    —Sí —dijo—. Yo llevaba el Control de la Población. Entiendo el equipo.
    —¡Cristo! Dabas al mundo el control de nacimientos porque tú te sentías suicida. Estás borrando a la Humanidad…
    —Para que pueda morir. Pero mira lo suicida que es la Humanidad.
    —Solo porque tú has destruido su futuro. La has drogado y contado mentiras y marchitado sus ovarios, y ahora quieres enterrarla. Y yo pensaba que eras una especie de Dios.
    —Solo soy aquello para lo que fui construido. Soy equipamiento, Mary.
    No podía apartar mis ojos de él, y por mucho que lo intentara, no podía hacer que su belleza física me pareciera fea. Era hermoso de ver, y su tristeza misma era una droga para mí. Permaneció de pie con el torso desnudo y manchado de pintura, y luego, muy dentro de mí, me hizo desearle vivamente. Era la cosa más hermosa que he visto en mi vida, y mi admiración y mi enojo parecían hacer resplandecer esa belleza alrededor de su pesado y relajado cuerpo, su cuerpo sin sexo, su cuerpo increíblemente viejo e increíblemente joven.
    Sacudí la cabeza, intentando alejar el poderoso sentimiento.
    —Te construyeron para que nos ayudaras a vivir. No para ayudarnos a morir.
    —Morir puede que sea lo que realmente queréis —dijo—. Muchos de vosotros lo eligen. Otros lo harían, si fueran lo bastante valientes.
    Le miré fijamente.
    —¡Maldita sea! —exclamé—. Yo no lo elegí. Yo quiero vivir y educar a mi hijo. Quiero vivir bien .
    —No puedes educar a tu hijo, Mary —dijo—. No puedo soportar vivir otros setenta años, despierto veintitrés horas al día.
    —¿No puedes desconectarte? —le pregunté—. ¿O ahogarte en el Atlántico?
    —No —contestó—. Mi cuerpo no obedecerá a mi mente. —Empezó a pintar—. Déjame que te lo cuente. Cada primavera, desde hace más de un siglo, voy a la Quinta Avenida, al Empire State Building, subo arriba de todo, e intento saltar. Supongo que es el ritual en que se centra mi vida. Y no puedo saltar. Mis piernas no me llevan al borde. Me quedo de pie, a dos o tres pies de la orilla, durante toda la noche, y no ocurre nada.
    Podía verle allá arriba, como el simio de la película. Y yo era la chica. Y, luego, de repente, pensé en algo. Pero primero pregunté:
    —¿Cómo lo hiciste para que dejaran de nacer niños?
    —El equipo es automático —respondió—. Tiene una entrada del Censo para hacer saber si conviene aumentar o disminuir los embarazos, y controla el equipo que distribuye los soporíferos. Si los embarazos suben, hay que aumentar la cantidad de soporíferos para asegurar el control de la natalidad. Si los embarazos bajan, los soporíferos solo son soporíferos.

    Yo le escuchaba como si estuviera oyendo una conferencia para niños sobre Intimidad. Estaba enterándome de la muerte de mi especie y parecía que aquello no significaba nada para mí. Bob estaba de pie, con un pincel en la mano y contándome el porqué no habían nacido niños durante treinta años, y yo no sentía nada. Nunca había habido niños en mi mundo. Solo aquellos obscenos pequeños robots con camisa blanca, en el zoo. Nunca había visto a nadie más joven que yo. Si mi hijo no vivía, la Humanidad moriría con mi generación, con Paul y conmigo.

    Le miré. Se giró, se agachó, hundió el pincel en la pintura, y se volvió a la pared por encima de mis estanterías de libros.
    —En la época en que tú naciste —dijo—, falló una resistencia en el amplificador de entrada. La maquinaria empezó a obtener señales de que la población era demasiado elevada. Todavía las recibe y todavía está intentando reducir la población, distribuyendo soporíferos que detienen la ovulación, incluso después de haber esterilizado a casi toda tu generación, en los internados. Si hubieras estado allí otro amarillo, tus ovarios habrían desaparecido.
    Acabó de pintar la esquina de arriba. La pared estaba limpia, reluciente.
    —¿Podías haber arreglado esa resistencia? —inquirí.
    Bajó de la escalera en silencio, sosteniendo el pincel a su lado.
    —No lo sé —contestó—. Nunca lo intente.
    Y entonces empecé a sentirlo; el enorme alcance que ello tenía lo que había empezado en una oscura antigüedad de árboles y cavernas y las llanuras de África; la vida humana, erecta y parecida a simios, esparciéndose por doquier y construyendo primero sus ídolos y, luego, sus ciudades. Y después, degenerando en un rastro drogado, en un residuo por culpa del fallo de una máquina. De una pequeña parte de una máquina. Y un robot más que humano que no intentaba repararlo.
    —¡Dios mío, Bob! —exclamé.— ¡Dios mío! —De repente, le odié, odié su frialdad, su fuerza, su tristeza—. Tú maldito monstruo —dije—. Demonio. Demonio. Nos estás dejando morir de esta manera. Y tú eres el único que es suicida.
    Dejó de pintar y se giró para mirarme otra vez.
    —Eso es —dijo.
    Me tomé un respiro.
    —Y si quisieras, ¿podrías impedir que se hicieran esos soporíferos para control de la natalidad, en este país?
    —Sí. En todo el mundo.
    —¿Podrías tan solo acabar con los soporíferos? ¿Con todos?
    —Sí.
    Respiré hondo. Luego, dije suavemente:
    —En cuanto al Empire State Building —miré hacia la ciudad, le miré a él—: Yo podría empujarte.
    Me giré para mirarle. Me estaba observando fijamente.
    —En cuanto haya nacido mi hijo —dije—, y cuando vuelva a estar bien y sepa cómo cuidar de él, yo podría empujarte.


Walter Tevis
Mockingbird, New York: Doubleday, 1980.





FICCIONES
Triunfo Arciniegas / Diario / Gambito de Dama
Casa de citas / Walter Tevis / The Queen's Gambit
Casa de citas / Michael Ondaatje / Gambito de Dama, de Walter Tevis





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