martes, 4 de julio de 2023

Triunfo Arciniegas / La mujer del payaso / Video

 




Triunfo Arciniegas
Biografía

 LA MUJER 

DEL PAYASO


Era lo menos parecido a un entierro. Una parranda de locos fuera de carnaval. Arrastramos a medio mundo. Íbamos bailando, cantando, quemando pólvora, por calles polvorientas y destartaladas, de cantina en cantina. Coplas obscenas contaban la vida de Roberto. En algún momento tuvimos que devolvernos, aunque no recordábamos bien por dónde habíamos venido, porque alguien advirtió que se nos había olvidado el cajón. Entre tanto desorden, los de adelante pensamos que el cajón venía atrás, y los de atrás pensaron lo contrario. Ay, Roberto. ¿Se estaría despidiendo otra vez de las negras de La Malquerida?  
─Ni muerto deja las malas mañas ─dijo la viuda.
Las puntiagudas sandalias y el alcohol la hacían trastabillar. Más de uno acudió a ofrecerle el hombro, no para evitar su caída sino para que no se nos perdiera entre las nubes, pues ciertamente las amplias alas del sombrero hacían pensar que practicaba lecciones de vuelo. Vi o imaginé diminutas gotas de sudor en su nariz. Quise beberlas. El enano marihuanero, presto a limpiar las sandalias de su ama con una servilleta, mantenía una estrecha vigilancia. En un momento sus ojos, para la viuda, eran de ternero degollado, y al siguiente me arrojaban candela.
Encontramos a Roberto en el Callejón de los Ciegos, donde unos niños, confundiéndolo con Pericles, estaban a punto de prenderle fuego. Celebramos la ocurrencia con pólvora. Oímos las campanas de la iglesia del Señor de la Humildad y nos apuramos a quemar los últimos voladores porque se nos hacía tarde. Llevamos al difunto por el camino más corto. La mayoría de la gente se quedó en la puerta, en el atrio, en las cantinas más cercanas, mientras oficiaban la misa. Cinco o seis sorbos de aguardiente en La Última Lágrima, la cantina de Carmen Peralta, me patearon al más allá. El cajón volvió bendito y la viuda echando chispas porque, según supimos, el cura se acordó que el finado le había quedado mal con una función de caridad. Menos mal que el cementerio estaba ahí, a un tiro de piedra. Corrimos a mandar con Roberto saludos a los acostados y robamos flores del vecindario. Corrimos, es un decir: trastabillamos, tropezamos, trasbocamos.
─De tumba en tumba, me voy de rumba ─gritó una de las locas que nos acompañaba, y echó a correr por la avenida principal.
  El sepulturero selló la tumba casi a oscuras, y con una puntilla la viuda escribió sobre el cemento fresco: Roberto Antonio Cáceres, y un poco más abajo, Papacito rico.

Lea el cuento completo  aquí.





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