Bajo la ley de los gitanos
Leila Guerriero
18 de octubre de 2018
Las mujeres se casan vírgenes, los hijos son sagrados y los lazos familiares, indestructibles.
*Texto publicado originalmente en el número 50 de Gatopardo, en septiembre de 2004.
Mi carpa está muy pobrecita, pero pase, pase. Graciela Nediche, 31 años, seis hijos. Mete una mano en el bolsillo de la pollera de gasa y saca un cigarrillo rubio. Le da dos pitadas anchas.
-Recién llego de vender curitas por Morón. Ahora me tengo que poner a limpiar. Pa’pior, anoche llovió y yo con lluvia la paso mal, mirá cómo tengo la carpa, toda agujereada.
Por los agujeros se cuelan chorros de luz que mojan las alfombras sobre el piso de tierra. En el fondo crece una pila prolija de colchones y mantas. En la carpa hay electricidad, agua. Graciela se calienta las manos en el brasero. Aunque las gitanas casadas llevan enagua, pollera y delantal -y no pueden usar pantalones-, no hay tela que aguante al frío bajo cero que se clava en los tobillos en las mañanas de cemento del conurbano.
-Así que ya dije que la próxima vez me pongo pantalones, una campera que me tape la cola, y chau. Porque el frío parece que no, pero se va acumulando.
Graciela y su marido, Pichi Márquez, viven en el mismo terreno, frente a la carpa de sus suegros, Pedro y Elena Márquez. Son gitanos rumanos, de los pocos que todavía viven bajo una lona, aunque si por ellos fuera se mudarían a una casa mañana mismo. El detalle es que no tienen con qué. Así que acá están, a un costado de la autopista que va a Morón, tres carpas sobre una tierra seca que ya no da ni para sembrar. Un gallinero de espaldas a la chatarra. Un bañito al fondo. Al medio, los autos que Pichi y Pedro arreglan para vivir.
Elena tiene un hijo en la cárcel de Mercedes, y se quiere mudar antes de que el muchacho salga, llevarlo lejos de las malas juntas. Elena muestra los picos de sus trenzas, dos latigazos negros.
-Ahora las tengo más cortas. Me las corté por mi hijo preso.
Ella y Pedro crían, además de dos hijos todavía solteros, a tres nietos, que la esposa de otro de sus hijos abandonó. Los chicos, entre gitanos, son tesoros dignos de todo cuidado. No es raro que los abuelos críen nietos como si fueran sus padres, además de quedarse siempre con el primer hijo del varón mayor casado.
***
Graciela dice que cuando los vecinos de Morón supieron que dos de sus nenes, David y Porky, iban a empezar el colegio, les regalaron carpetas y lápices. Un día, Porky llegó con la cara marcada y el guardapolvo roto.
-Resulta que me le decían gitano de eme, con perdón, y le pegaban. Fui a hablar con la maestra y me dijo: “Señora, si todos en la clase fueran como su hijito, yo estaría encantada”. Pero no lo mandé más. ¿Pa’ qué, pa’ que me lo peguen?
Nada nuevo. A muchos chicos gitanos les sucede. La discriminación hunde sus dientes fuertes en la carne indefensa. Ahora, los nenes de Graciela Nediche no van más al colegio. Trabajan. Venden compactos y cassettes por la calle. O curitas. Pero también los tratan mal. Graciela casi llora cuando cuenta cómo un mozo de fonda le empujó al pibe a la vereda y le estrelló la cabeza contra un macetero.
-A veces, la gente prefiere comprarles un pancho y no las curitas, porque piensan que no les damos de comer. Piensan que somos chorros. Hay mucha gitana que molesta, que anda sucia, pero nosotros vamos con respeto, limpitos. Fijate si los chorros grandes, los asesinos que salen en los diarios, son gitanos.
Hace quince años, cuando Graciela se casó con Pichi, no pensaba en cómo sería la vida más adelante. Tenía 16 años y estaba demasiado preocupada por dejar de tener pánico en su noche de bodas.
-La noche que yo me acosté, quería disparar. Hay mujeres viejas, que están ahí, después que pasás ese momento, y son las que dicen si la novia fue virgen o no, porque no te pueden cobrar por una novia y que salga mala. En mi caso, las mujeres se quedaron afuera, entraron al otro día. Una lleva una enagua, las viejas le tiran alcohol a la enagua y la mancha en vez de salir, se florece más. Pero parecía que las lágrimas me corrían a mí. Quería correr donde estaba mi mamá y decirle que me lleve de vuelta a mi casa.
Los tiempos han cambiado. Si antes los novios se conocían el día de la boda, hoy chicas y chicos novian a escondidas. Pero la virginidad de una mujer gitana sigue siendo un valor de peso. Si bien la raza se transmite por vía paterna, el vientre materno se cuida como cuna de cristal y se paga con un valor simbólico que va desde 25 monedas de oro hasta 10 mil dólares, dependiendo del grupo de gitanos al que pertenezca la mujer.
El monto de la dote lo decide cada grupo, y puede pagarse con dinero, monedas de oro o el equivalente en algún bien material. En los últimos tiempos han bajado los precios: por no tener con qué pagar, los gitanos terminaban casándose con criollas, y la costumbres se diluyen. Criollas, o gayís, es el nombre que los gitanos dan a las no gitanas. Criollos o gayós a los varones no gitanos. Ahora, Graciela está preocupada por los seis niños que tiene que casar. A veinticinco monedas de oro por cabeza. Saquen la cuenta.
-Antes pagabas y te rendía, porque te quedaba la nuera, pero ahora las chicas se quedan dos meses y se vuelven con los padres, y vos ya pagaste.
Está empezando a hacer frío. Los pollos se pasean por dentro de la carpa.
-Cuando éramos más pobres, calentaba agua, la metía en un bidón de diez litros, le ponía una manguera y lo colgaba, y así nos bañábamos. Hay gente que tiene de todo y no sabe vivir. Hay que darse maña, ¿no?
Jorge Bernal es gitano del grupo ruso. Es atípico, a su modo, porque trabaja en la función pública. Va todos los días a una oficina, cumple horario. Habla inglés, italiano, francés, portugués, gitano y castellano. Vivió en Brasil, Estados Unidos, Europa. Participa en congresos internacionales sobre el tema gitano y está al tanto de todo lo que sucede con su pueblo.
-A los gitanos les da un poco de vergüenza trabajar en una oficina, en algo que no sea tradicional gitano. Me siento cómodo. Pero más me gustaría hacer algo independiente. No es fácil ser gitano en el mundo moderno.
En la Argentina está mucho más mantenida la cultura gitana. En Europa, Brasil, Estados Unidos, están mucho más asimilados, pero también más organizados. No hay algo intermedio.
Jorge Nedich, escritor gitano, autodidacto, escribió un ensayo sobre su pueblo, todavía inédito, llamado El pueblo rebelde. Aclara que para entenderlos hay que pensar en un grupo que, hasta la revolución Îndustrial, se movió libre por el mundo, tomó de la naturaleza lo que necesitó sin dañarla, y un día encontró que le habían puesto un paredón entre el río y la carreta y que, para pasar, tenía que pagar peaje. En su ensayo, recuerda que durante el gobierno de Alfonsín, la provincia de Río Negro redactó un proyecto de ley -que no prosperó- para impedir a los gitanos circular y acampar en su territorio.
-En la mentalidad del gitano no está cómo jorobar a otro. Lo único que tiene en la cabeza es que no lo joroben a él. El gitano lleva pocas pertenencias para poder moverse. No necesita 500 ovejas, necesita una. Pero si se come una gallina y alguien se la reclama, no le va a querer pagar con plata. Le va a querer pagar con una gallina, porque él se comió un pollo, no un fajo de guita. Desde que salió en el año 1000 del norte de la India por causas desconocidas, el pueblo gitano no tiene ni un solo código de leyes escrito. Ni un solo compendio de costumbres. Y ahí los tiene. No demasiado distintos a sus ancestros. Un goteo fino, una pequeña insistencia interminable.
Dicen, pero sólo dicen, que fue un gitano el que fraguó los clavos que clavaron aCristo en la cruz, y que sobre aquel herrero y su descendencia pesa una maldición que es la que hace que el pueblo vague por el mundo sin tierra y sin descanso. No es algo que los preocupe, de todos modos, si se piensa que, según un cuento popular gitano yugoslavo, al morir los espera un paraíso con extensos campos, montañas de truchas, bueyes tostándose en un asador y tres ríos de abundancia: uno de leche, otro de nata y otro de leche y manteca. Allí, dice el cuento, los gitanos sólo tienen que estirar la mano para comer y beber. Los cuentos populares y la superstición gitana existen en gran manera, y si bien muchos han abrazado religiones cuyos preceptos les impiden seguir creyendo en cosas tremendas como la magia negra o la adoración de imágenes, se hacen cruces para esquivar la mala suerte, no hablan de sus propios muertos y cumplen con pequeñas delicias cotidianas para empujar a la buena suerte hacia sus propias familias.
Mirta Castillo pega un gritito cuando alguien intenta cortar una torta llamada pogacha con un cuchillo.
-Noooo -susurra, enérgica-, eso no se corta con cuchillo. Es malo.
Mirta es evangélica, pero hay creencias que no van a irse de esta casa así nomás, no señor. Por ejemplo, la que manda que no debe faltar nunca aceite ni sal para que haya abundancia, o que si muere alguien dentro del hogar hay que vender y mandarse a mudar con viento fresco. Mirta Castillo y su marido, Nicolás, pertenecen a un grupo de gitanos rusos de Villa del Parque. Los Castillo tienen prestigio. En la puerta hay autos de marcas rancias, pero la casa es modesta. Yolanda Castillo está de visita. Viene de Mar del Plata.
-Los gitanos somos como olvidados de Dios -cuentan sus ojos adormecidos-. No tenemos ni patria ni mapa ni bandera. Mejor así. Para qué quiere la tierra, si igual se vive. Hay gente, sin ofender, entre ustedes, que piensa que el que tiene más tiene más valor, y el que tiene más poder es el más grande. Acá entre nosotros no. Tratamos de ayudar al más pobre, si hay uno que necesita plata y está internado se reúnen entre todos, si hay uno que está pobre le juntamos para que se compre una casita. El gitano ahora está civilizado. Los chicos van al colegio, pero llegar a un estudio mayor no acostumbramos, porque se pierden los chicos. Uno al lado lo tiene así, aconsejándolo, criándolo, ayudándolo.
Yolanda está convencida de que el mundo se termina en el 2000. Se acaricia las pecas, el pelo enorme, el pañuelo. Lo único que quiere llevarse con ella al fin del mundo son estos años con su familia. Su pequeña vidita feliz.
-Es un sufrimiento el matrimonio -dice Mirta Castillo-. Vivir con la suegra, el suegro, es feo. Tenés que levantarte a la mañana, hacer el desayuno. Yo mejor hubiera querido que cada uno hiciera la vida suya, es mejor así, como ustedes. Pero no, la gitana es muy sufrida la mujer. Nosotros les damos todo en la mano al hombre, lavadito, planchadito, la comida hecha.
-¿Pero a ustedes les molesta?
-Nooo. Para nada -dice Mirta, con orgullo patrio y contradictorio-. Así tiene que ser. Vanessa es nieta de Mirta. Tiene 13 años, pero deberían verla.
-A mí, quedarme soltera me da más ánimo. Nosotras tenemos la cabeza puesta en limpiar, ir al shopping con amigas, pasear. Es más lindo. Nunca estamos tristes, siempre la pasamos bien.
Y pone la boca así, y los ojos así y cualquiera podría imaginarse que ya hay al menos treinta fervorosos aspirantes a borrarle esas ideas de solterita y sin novio.
***
Nicolás Castillo es juez gitano. Un hombre de respeto. Se dedica desde siempre al negocio de compraventa de autos y le gusta ir al casino, a modo de mal menor.
-El gitano tiene un sexto sentido para el comercio -asegura Nicolás-. Si hacemos negocios entre nosotros, la palabra es todo. Pero cuando se hace negocio con el criollo, se firman papeles. Ya nos quemamos mucho. Yo nací gitano y me voy a morir gitano. Me gusta andar. Cada cuatro o cinco años nos mudamos, somos nómadas ya de instinto, me asfixian las paredes. Me gusta más la carpa. El sueño del gitano es la carpa. Uno levanta la carpa y se va donde quiere con la familia. El mayor orgullo para un gitano es tener una familia linda, tranquila, su padre, su madre, ser joven y tener hijos casados, nietos.
-¿Y la mayor deshonra?
-Y, que el hijo le salga maricón.
Fabián Saba estaciona sus autos dentro de la casa. El comedor está unido con el garaje y el resultado es que los autos terminan casi en la cocina. Hay una cupé 0 kilómetro negra para pasear con la familia, y un gasolero nuevísimo para ir a las provincias a comprar autos usados.
-Vamos varias veces al año, golpeamos la casa de los particulares, de los de ustedes, y compramos y vendemos al contado. Después, contratamos un camión que nos traiga el auto hasta acá, porque si lo traés andando gastás más nafta.
Los autos parecen dos enormes tiburones fuera del agua. El empapelado de las paredes está oscuro. Es como si alguien hubiera estirado la piel de esta casa hasta dejarla en los huesos, con las cañerías al aire, el calefón pendiendo de un hilo de piel a la pared.
El negocio con los autos, dicen, es más o menos así: los compran usados, con mucha deuda de patente. Cuanto más, mejor. Los dan de baja y los llevan a otra provincia, donde hacen una chapa nueva. Allá, aseguran, la deuda no salta. Los traen a Buenos Aires, y los venden. La diferencia es mucha.
***
Sergio Gustavo Kalmikoff se llama así, pero le dicen Drago. También se dedica a la compraventa de autos, y últimamente canta en la banda de la iglesia de su tío, el pastor Noni Kalmikoff. Está casado con Mirta desde hace ocho años. Mirta no es gitana, pero vive como una más, polleras largas y pañuelo al pelo. Se conocieron en un baile y ella abandonó su futuro como secretaria del gerente de una telefónica para irse atrás de este hombre.
-A esa edad uno le hace caso al corazón -se pone dulce Mirta un día de septiembre, a solas y entre mujeres-. Yo me enojo cuando ellos hablan mal de los criollos, porque es mi raza. Si yo los respeto a ellos, me gusta que me respeten. Lo que no voy a aceptar nunca es que las nenas no estudien, porque para mí el saber no ocupa lugar. Y si se casan con un criollo o un gitano, no me importa. Lo que yo quiero es que sean felices.
Mirta y Drago tienen dos nenas, Thalía y Natasha, de 4 y 8 años. En pleno julio, la casa donde vive Mirta con su marido Drago y sus suegros ardía de calidez con las estufas encendidas, la tele prendida y las puertas abiertas. Drago explicaba que no tiene sentido mandar a las chicas el colegio porque siempre dependen del marido, del padre, del hermano. Ferdy, el padre de Drago que actualmente está visitando parientes en Barcelona, se reía de la discriminación. “Mire, en mi documento no dice gitano, dice uruguayo”.
-Ser gitano es ser libre -se envanecía Drago-. Nosotros nunca fuimos esclavos. Nunca trabajamos para nadie. Trabajar bajo patrón es una deshonra. Si tuviéramos un horario para ir a la oficina nos desintegraríamos. La gente nos discrimina mucho. Al ver la vestimenta nuestra es como si vieran al diablo. Dicen: “Ahí vienen las gitanas, te roban al nene, te van a hacer algo”. Cuando ven una gitana por la calle empiezan a sacarse los anillos, no la dejan subir al colectivo. Pero la vestimenta de mi mamá es nuestra bandera.
Tiene catorce viajes hechos a Francia. La última vez, se quedó medio año.
-¿Cómo hacés para que tus negocios funcionen y pasarte medio año viajando?
-Y, magia. Hay que ser gitano.
Noni Kalmikoff es pastor de gitanos. Además de dedicarse a la fabricación de recipientes industriales de acero y cobre, le entregó hace veinte años su alma al dios de las ovejas evangélicas y pentecostales. La iglesia de Noni se llama Iglesia Evangélica Rom y cada domingo rebosa de gente hasta la vereda.
-Yo me siento muy gitano. No tiene nada que ver conque sea evangélico. La única diferencia entre ustedes y nosotros es la costumbre. El padre vive siempre con el hijo menor para no dejar al padre y a la madre solos. La raza de ustedes no cuida al padre. ¿Por qué no viene al templo el domingo? ¿Usted tiene autos para vender? ¿No? Bueno, si sabe de alguien…
Es que son sus propias oficinas de ventas. Entonces, la astucia está on line las 24 horas.
***
Las únicas oraciones que conocían Laura y Valeria, las hijas de María Rosa Kalmikoff, eran las que se rezaban en el templo del abuelo Noni. El día que en la escuela la maestra les dijo que tenían que hacer tres oraciones, volvieron a su casa y se pusieron a rezar. Ahora, ese problema ya no se presenta porque las chicas no van más al colegio. María Rosa, su mamá, nuera del pastor Noni, ya no podía viajar 35 cuadras en colectivo para llevarlas al colegio. Su marido, Juan, no tenía tiempo de llevarlas. Preguntadas que son, Laura y Valeria responden a coro que les hubiera gustado seguir el cole. Hicieron hasta segundo y tercer grado. Cuando Lucas, su hermanito menor, vuelve del colegio se abalanzan sobre el cuaderno, para ver cómo es.
-Yo hice hasta el tercer grado -dice María Rosa-. Para qué más. Si no voy a ser ni médica ni abogada ni nada. Estoy muy bien acá, con mis chicos. Además, son costumbres de mil años y no las vamos a venir a cambiar nosotros. Lo que me parece es que muchas veces el criollo nos mira con soberbia, como si fuera superior, no nos entienden y cuando vienen a preguntarnos cosas, nos miran como bichos raros.
María Rosa es bella y tranquila. Tiene con sus hijos esas paciencias de madre joven – apenas 34- con cachorros que le dan trabajo, pero que adora. No deja de peinarse el pelo rubio, largo. Las gitanas no se cortan el pelo casi nunca. Un pelo corto es la antítesis de la femineidad. María Rosa aprovechó para bañarse ahora que la casa está desierta de varones.
-Esto también es costumbre, terminar de limpiar y arreglarse para estar presentable, porque en las casas gitanas siempre hay gente. Pero la mujer casada no se puede bañar si está el suegro, porque es falta de respeto. Tampoco puede ir al baño a hacer necesidades si está el suegro, ni pasarle por adelante a un hombre.
María Rosa sugirió encontrarse a solas para tener una charla de chicas. Si hay hombres no conviene, por respeto, que ellas tomen protagonismo en la conversación. Hace tiempo, cuenta, una chica se escapó con un gitano y cuando volvió, los padres la hicieron revisar por un médico para certificar que seguía siendo virgen.
-Para no ponerle el pañuelo en la cabeza. Si te casás y no sos virgen no te ponen pañuelo. Casi todas esperan, para no pasar ese mal momento. Esa es una alegría para el padre, la madre, el muchacho que se casa con ella, los tíos, todos. Todos esperan para ver si ella salió buena. Casarte con alguien que no conocés es difícil, te tenés que acostumbrar a él y a la familia, porque la mujer se va a vivir con la familia del marido.
Las solteras, en general, tienen un mundo fácil, y casi la única obligación de cuidar su honor. No caminar solas por la calle -situación que despierta todo tipo de habladurías-, no hablar con desconocidos, no acercarse a criollos. Los casamientos entre gitanos y criollas son más comunes y las criollas son aceptadas si se avienen a adoptar las costumbres gitanas. Pero si una gitana escapa con un criollo, se ganará el repudio de toda la comunidad.
***
El templo de Noni es un galpón con aires de ex concesionaria de autos. Un lugar enorme, invadido por flores de plástico. Son las nueve de la noche y el templo hierve. Estamos de bautismo. El bautismo evangelista exige una inmersión de cuerpo entero en el agua, de modo que delante de la orquesta hay una pelopincho de lona verde y unos cincuenta centrímetros de agua fría. Mujeres y hombres se acomodan en espacios separados dentro del templo. Las gitanas no pueden mostrar las piernas, pero se desquitan con los pechos. Cuanto más tienen, mejor. El truco parece ser usar un corpiño siete talles más chico, así todo se desborda. En las últimas filas del templo, se amontonan los jóvenes. Me pregunto si se hacen señas. Señas para escapar. Porque hubo una chica de la que guardaremos su santo nombre. Diremos que se llama Jazmín, una nínfula de piel de melón. Un lunar por aquí, una vena azul latiendo en la sien por allá. Quince años y una carne que ya se le embravece en las costuras.
-Las gitanas no somos ningunas santas -susurraba, un día cualquiera-. Nosotras salimos a escondidas con chicos pero sin que sepan los padres, porque nos cortan el pelo. O te gritan cosas feas. Siempre nos están vigilando. No hacemos nada del otro mundo, pero si nos descubren después no nos quiere nadie para casarse. Para encontrarte con el
chico te hablás por teléfono, o una amiga te trae el mensaje. Y cuando vamos a una iglesia, hay un momento que todos levantan los brazos y dicen Aleluya. Ahí nosotros nos hacemos señas, hacemos así con la mano, y le decimos de un manotazo que salga pa’ fuera.
El otro posible escándalo familiar es que una chica y un muchacho se escapen juntos. Si la chica es muy joven, el tribunal gitano decidirá que regrese con la familia, previo hacerla pasar por un médico para certificar que no ha sido tocada. Escaparse suele ser el recurso de dos que se gustan y se quieren casar.
-Si te gusta una piba -explica Marcelo, un gitano rumano de Moreno- salís con ella a escondidas y te escapás. Te vas unos días y cuando volvés, ya nadie te puede decir nada. Es como si estuvieras casado.
Pero pagar, hay que pagar igual. Cerca de la casa de Mirta Castillo, se escapó una chica con su novio hace unas semanas.
-Ahora volvió -dice Mirta Castillo-, pero estamos enojados porque el padre del chico tuvo que pagar 16.000 en lugar de 12.000 dólares, que era lo que valía. El padre de la piba quería más, pero es una ofensa muy grande pagar una gitana más de lo que vale.
Barrio Rififí. Moreno. Los primeros habitantes llegaron hace veinte años. Unas cuantas familias gitanas que compraron terrenos cuando todo era campo y prometía seguir siéndolo hasta el fin de los tiempos. Ahora, es una más de las zonas desangeladas del conurbano bonaerense. En una esquina, a la sombra de un colectivo escolar anaranjado, don Márquez, gitano rumano de Lomas de Zamora, destripa un lechón para el cumpleaños de 15 que se celebra al día siguiente. El estómago del chancho, liso y gris, salta hacia afuera como un globo.
-Ponga en su diario que acá hace diez años que pedimos la escuela y no la ponen. Que tenemos que mandar a los pibes al colegio a treinta cuadras. Que ni salita de primeros auxilios tenemos. Ni el asfalto.
Raúl Markovich, el padre de Giuliana, la chica que cumple 15, se cruza de brazos, como quien escuchó todo esto muchas veces. Trabaja como chofer, tiene colectivo propio y hace viajes para partidos políticos, sindicatos, clubes, colonias de vacaciones. En el barrio hay 130 personas que viven más o menos de lo mismo. Cinco o seis veces al año, les sacan a los colectivos los asientos, cuelgan cortinitas, tiran colchones en el piso y se van a las provincias, a vender lo que las mujeres venden de lunes a viernes en los barrios: fuentones, frazadas, acolchados, almohadones.
Anda apagado, Raúl, porque una nuera, esposa de Lulia, su hijo mayor de 25 años, se fue de la casa hace unos días llevándose el nietito. Fue por una pelea. Las familias gitanas son polvorines, nitroglicerina sobre mar bravío. Demasiada gente junta. Demasiados motivos para perder la paciencia. Una peleíta por aquí provoca un efecto dominó inconcebible, si se piensa que son todos primos y tíos, sobrinos y abuelos, parientes y conocidos.
-Los viejos eran más jodidos -dice Raúl-. No dejaban gente participar como usted, disculpe, acercarse. Usted toma en un vaso mío, yo lo lavo y lo uso. Usted antes usaba este vaso y este vaso iba a la basura, perdone, ¿no? Yo creo que con el tiempo se va a perder lo gitano. Mire, si ya se está perdiendo el idioma.
Mary Markovich, la mujer de Raúl, lleva dos trenzas anchas como cobras. Las uñas largas, fuertes. No hay jabón de lavar que pueda con ellas, y eso que lava a mano.
-Tenía lavarropas. Se lo regalé a una prima. Una porquería. No me gusta a mí esperar, hay que llenar de agua, sacar el agua, todo un lío. A mano lavo más rápido.
Giuliana, la quinceañera, es una chica piel de café, funda de oro en un diente que brilla despacio cuando separa los labios. Usa los pechos bien mostrados, y los pies amontonados sobre tacos altísimos. Como todas las gitanas. Aunque anden en camino de sombra y de polvo, siempre irán calzadas como la chica del zapatito de cristal. Pies pequeños, los dedos saliendo como puñitos caprichosos. Giuliana tiene la despreocupación de una criatura de 8 años, envasada en un molde de lujo. Y cuidado. Porque ahí vienen Franco Javier Markovich y Dylan Markovich, moviendo el traste reventón de pañales, apuntando la trompa camuflada con puré de banana. Lindos. Hijos de Natalia, otra hija de Raúl y Mary, que tiene 19 años y está casada con Nito. Si bien es costumbre que la hija mujer se vaya a vivir a casa de los suegros, a Natalia las cuñadas le daban mala vida. Así que Mary le hizo un lugarcito en casa. No hay corazón más grande que una casa gitana. Natalia muestra fotos. Los viajes y los días.
-Cuando no hay trabajo acá nos vamos a… a… allá, donde cae la nieve -se sonríe Natalia.
Y muestra. Allá donde cae la nieve. Esquel. Bariloche. Su vida en fotos. Papá Raúl levantando un nieto hasta el cielo. Los mellizos asomando la nariz encerada entre la lana fría de un pasamontañas, el vientre cálido de un micro y los chicos desparramados sobre los colchones como dos cebollas despeinadas. Las polleras de ellas quemando la nieve. Todos esos colores. Todo ese blanco. Casi una insolencia.
-Vamos andando, y donde nos gusta paramos. Cazamos, porque el arma para el gitano es un don. Pescamos. Sabés la vida que nos pasamos.
Se ríe Nito, unos ojazos frescos como el agua que debe ver cuando viaja.
***
Sábado. Nueve de la noche. El tiempo hizo una mala pasada y llueve denso, una alfombra de agua pegajosa. El barrio Rififí es un pantano vietnamita, pero en la peluquería, Giuliana está más preocupada por saber si el spray le hinchó el pelo como dios manda. Está nerviosa, como de casamiento. Cuando llega a la casa en el auto que su hermano Lulia compró en cientos de incómodas cuotas, Giuliana se tira blanca y sequita en los brazos de papá y mamá, llorando, mientras la música salta desde los parlantes, estalla a un volumen que levanta las baldosas. La torta al fondo: tres pisos de fondant rosa y blanco. Imagen familiar con auto al fondo.
En las fiestas gitanas, las mujeres y los hombres no comen en el mismo sector. Si bailan, jamás lo hacen con su propio marido. Los arrumacos en público son muy mal vistos. A medianoche llega el vals. La cinta del cassette patina. Pero más patina el corazón de 15 emocionado. Giuliana baila. Una mujer pasa, fumando. “Te voy a hacer el amorrrr”, le grita a un gitano lejano. Nadie le contesta. Hay aire de cumbia y de cuarteto. Nadie tiene tiempo para otra cosa que no sea sudar, bailar, sudar.
Semanas después, ya es primavera en el barrio Rififí. La nuera esquiva, la esposa de Lulia, el hijo mayor de Raúl y Mary, volvió con el nieto. El universo retoma su antigua calma. Giuliana, que se ha ido hasta Morón a que le engarcen una moneda de oro que le regalaron para el cumple, llega teniendo ocho años y grita:
-¡Maaaaa, ya lleguéeee! ¿Hay algo pa ́ comer? Se sienta en una silla, a diez metros de donde está Mary tendiendo ropa, y empieza a los gritos en pleno castellano: -¿Sabés cuántos gramos había en todo el oro que le llevé? Quince gramo ́. Me hace la cadena bien cortita y bien gruesa, como la del perro.
Mary está animada. Entra en el living y baja el volumen del equipo de música. Debe haber una ley gitana no escrita, según la cual un televisor apagado o un equipo de música a volumen humano son sacrilegio imperdonable. -Ahora estamos más tranquilos, que volvió el nietito con la nuera. Mi hermana me decía: “Mary, vos te quejás porque tenés alguna discusión con tu marido, ya vas a ver cuando se te case el hijo, ahí vienen los problemas”. Dicho y hecho. Con mi marido le dijimos a Lulia que se fuera con la mujer a otra casa si quiere. Pero él dice que no. Dice: “¿Yo voy a dejar a mi mamá y mi papá? Ni veinte mujeres,ni diez hijos me tiran”. Nadie se muere por nadie. Yo te voy a decir… cuando mi mamá se murió, yo creí que me moría y no me morí. Y acá estoy. Y se casó mi hijo, soy suegra, tengo nietos. Y así fue. Estoy viviendo y mi mamá, pobre, está muerta. Nadie se muere atrás de nadie. Se sufre y se olvida. La vida es así.
Guiña el diente de oro. -Se sufre -dice.
Pero sabe que después se olvida.
*Grupo de mujeres gitanas en una playa cercana a Caleta Oliva, Santa Cruz, Argentina / Fotografía de portada vía Wikimedia Commons.
GATOPARDO
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