La fracasada obsesión del todo total
Al controlar el todo, lo que se ha pretendido es crear un vacío lleno de silencio y de miedo. Y el silencio y el miedo se han roto
Sergio Ramírez
15 de mayo de 2018
Managua es una ciudad extraña, llena de imposturas oficiales que bien podemos llamar mesiánicas. Pongamos por caso, en primer lugar, los árboles de la vida, arbolatas como han sido bautizados por el ingenio popular, artefactos de fierro de gran altura y peso sembrados en calles, rotondas y avenidas por docenas.
Precisamente, abro mi novela Ya nadie llora por mí, con la visión de ese bosque hechizo. Mientras el inspector Dolores Morales recorre en su viejo Lada la carretera a Masaya, llegando a la rotonda Jean Paul Genie, él, y el lector, se enfrentan a esos adefesios coloridos y retorcidos:
“Las estructuras metálicas de los árboles de la vida poblaban el camellón central y los espaldones de la carretera formando un bosque inmenso y extraño, los arabescos de sus follajes amarillo huevo, azul cobalto, rojo fucsia, verde esmeralda, violeta genciana, rosa mexicano y rosado persa, alzándose entre la maraña de rótulos comerciales…”
Durante las demostraciones populares del mes de abril, encabezadas por jóvenes estudiantes, de los cuales cerca de 50 perdieron la vida bajo las balas, muchos fueron derribados entre clamores triunfales. En los vídeos, los muchachos siembran plantitas de árboles verdaderos en lugar de las monstruosas estructuras.
Pero aún quedan bastantes en pie, aunque siguen cayendo. Mucho se ha especulado sobre el significado esotérico de estos árboles sin vida, que provienen aparentemente de una tradición muy antigua, y según lo que puede leerse, siempre tuvieron una sacerdotisa encargada de su culto. Un antídoto eficaz, se lee en alguna otra parte, contra el mal de ojo.
La pretensión de controlar la estética urbana, arruinándola, es parte de la obsesión desmesurada de controlar el todo, o controlarlo todo, algo que parece sacado del mundo orwelliano pero más asfixiante aún. De esa agresión contra el paisaje son parte también las gigantografías de la pareja presidencial que se multiplican vigilantes, e ineludibles a la mirada.
Es la misma voluntad que controla los colores que debes ver, una gama caprichosa y arbitraria que empieza con el rosado chicha, colores que se muestran, agresivos, en banderolas, paredes de los edificios públicos, muros y bordillos de aceras. Y hasta la tipografía. Hay un tipo único de letra que debe usarse para los encabezados de los membretes de gobierno en circulares, comunicados de prensa, cartas y sobres, que se alterna con la caligrafía de la primera dama, su letra inscrita también hasta en los billetes de lotería. Y la @ para marcar de una vez el masculino y el femenino en esos mismos documentos.
Y, por supuesto, las consignas, creaciones poéticas de notable extravagancia unas veces, y otras fruto del saqueo de las oraciones, letanías y lemas católicos, sin que queden por fuera las celebraciones religiosas mismas, empezando por las de la Virgen María del mes de diciembre. Costosos altares, erigidos por decenas a lo largo de la avenida “De Chávez a Bolívar”, a cuenta de las instituciones públicas, entraron a competir con los que cada familia levanta por tradición en sus casas. Recién pasadas las últimas elecciones presidenciales se leía en cada uno de esos lujosos altares una consigna sacada de un novenario a la Virgen: “¡Victoria, victoria, María triunfó!”. La que había triunfado era la Virgen, convertida en valedora del partido oficial.
Como los obispos han condenado las masacres contra los estudiantes y exigen un nuevo orden democrático, los empleados públicos son convocados ahora a cultos de oración y alabanza neopentecostales en las rotondas de la ciudad. Los policías antimotines, antes de su jornada diaria, deben rezar estas alabanzas de rodillas en los cuarteles, según puede verse en los vídeos que circulan en las redes sociales.
Al controlar el todo, lo que se ha pretendido es crear un vacío lleno de silencio y de miedo. Y el silencio y el miedo se han roto. Se ha resquebrajado el todo total, que enseña fracturas irreversibles.
Y como en ese guion del todo total nunca cupieron los colores de la bandera de Nicaragua, ahora se han vuelto subversivos. Corren a borrarlos donde la gente los pinta sólo para que vuelvan a aparecer de nuevo. En las marchas, lo que se ve es una oleada de banderas azul y blanco.
En las redes cuenta un ciudadano que en un alto, mientras conducía, tomó la bandera que un niño le ofrecía, pero como el semáforo cambió a verde tuvo que avanzar. Luego de regreso, lo buscó y quiso pagársela.
―No señor –fue la respuesta del niño―. La bandera no se vende.
Sergio Ramírez es escritor y premio Cervantes 2017
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