La casa
de las bellas durmientes
5
Llegó el año nuevo, el mar salvaje era
de pleno invierno. En tierra soplaba poco viento.
-Es de agradecer su visita en una noche
tan fría –la mujer abrió la puerta de la casa de las bellas durmientes.
-Por eso he venido -dijo el viejo Eguchi-.
Morir en una noche como ésta, con la piel de una muchacha para calentarle, debe
ser el paraíso para un anciano.
-Dice usted cosas muy agradables.
-Un viejo vive en vecindad con la
muerte.
-Siento una corriente de aire.
-¡Oh! -la mujer miró a su alrededor-. No
debería haber ninguna.
-¿Tenemos un fantasma con nosotros?
Ella se sobresaltó y fijó la mirada en
él. Su rostro era blanco.
-Deme otra taza. Llena. Y no lo enfríe.
Lo quiero directamente del fuego.
Ella cumplió sus órdenes.
-¿Ha oído algo? -preguntó con voz
glacial.
-Tal vez.
-¡Oh! ¿Lo sabe y aun así ha venido?
-intuyendo que Eguchi estaba enterado, parecía decidida a no ocultar el
secreto, pero su expresión era severa-. No debería decírselo, lo sé, después de
haberle hecho recorrer tan larga distancia, pero, ¿puedo pedirle que se marche?
-He venido con los ojos abiertos.
Ella se rió. En la risa se advertía algo
diabólico.
-Tenía que ocurrir. El invierno es una
época peligrosa para los viejos. Quizá debiera usted cerrar en invierno.
Ella no contestó.
-Ignoro qué clase de ancianos vienen
aquí, pero si muere otro y después otro, usted se verá en apuros.
-Dígaselo al hombre que posee la casa.
¿Qué he hecho yo de malo? -su rostro era ceniciento.
-¡Oh!, claro que ha hecho algo malo.
Todavía era oscuro, y se llevaron el cuerpo a una posada. Me imagino que usted
ayudó.
Ella se agarró las rodillas.
-Fue por su bien. Por su buen nombre.
-¿Buen nombre? ¿Acaso los muertos tienen
buenos nombres? Pero tiene usted razón. Es estúpido, pero me imagino que las
cosas deben disimularse. Sobre todo por la familia. ¿El propietario de este
lugar lo es también de la posada?
La mujer no contestó.
-Dudo que los periódicos tuvieran mucho
que decir, incluso aunque haya muerto junto a una muchacha desnuda. De haber
sido yo ese viejo, me habría sentido más feliz si me hubieran dejado donde
estaba.
-Se habría investigado, y usted ya sabe
que la habitación en sí es un poco extraña, y los otros caballeros que tienen
la bondad de venir aquí habrían podido ser interrogados. Y, además, están las
muchachas.
-Me imagino que la muchacha continuó
durmiendo, sin saber que el viejo había muerto. Tal vez él se revolvió un poco,
pero dudo de que esto fuera suficiente para despertarla.
-Pero si le hubiésemos dejado aquí,
habríamos tenido que sacar a la muchacha y esconderla. E incluso así habrían
descubierto que había dormido con una mujer.
-¿Se la hubieran llevado?
-Y esto sería un crimen demasiado
evidente.
-No creo que se despertara sólo porque
un hombre moría a su lado.
-Supongo que no.
-De modo que ni siquiera sabía que él
estaba muerto.
¿Durante cuánto tiempo, después de que
el hombre muriera, habría estado calentando el cadáver la muchacha narcotizada?
No se dio cuenta de nada cuando se llevaron el cuerpo.
-Mi presión arterial es buena y mi
corazón es fuerte; por lo tanto, no hay motivo para que usted se preocupe. Pero
si algo me ocurriera, le ruego que no me saquen de aquí. Déjenme junto a ella.
-Completamente descartado -se apresuró a
negar la mujer-. Debo pedirle que se vaya, si insiste en decir cosas
semejantes.
-Estoy bromeando.-no podía creer que la
muerte estuviera cerca.
La reseña del funeral aparecida en la
prensa sólo había mencionado «muerte repentina». El viejo Kiga había susurrado
los detalles a Eguchi durante el funeral. La causa de la muerte fue un fallo
cardíaco.
-No era la clase de posada donde
conviniera encontrar a un director de empresa -dijo Kiga-, y había otra en la
que solía hospedarse. Así pues, la gente ha dicho que el viejo Fukura debe
haber tenido una muerte feliz. Claro que nadie sabe lo que ha ocurrido
realmente.
-¿Ah, no?
-Podríamos decir que ha sido una especie
de eutanasia. Pero no igual. Más dolorosa. Éramos íntimos, y yo lo adiviné
inmediatamente y fui a investigar. Pero no se lo he dicho a nadie. Ni siquiera
su familia lo sabe. ¿No le divierten estas reseñas de los periódicos?
Había dos notas necrológicas, una junto
a otra. La primera era de su esposa e hijo, la segunda, de su empresa.
-Fukura era así -los ademanes de Kiga
indicaron un cuello macizo, un pecho potente, y en especial una gran barriga-.
Será mejor que sea usted precavido.
-No se preocupe por mí.
Y se llevaron el enorme cuerpo durante
la noche.
¿Quién se lo había llevado? Alguien en
un automóvil, sin duda. La imagen no era agradable.
-Al parecer se han salido con la suya
-murmuró el viejo Kiga en el funeral-, pero si esto continúa así, no creo
probable que la casa dure mucho tiempo.
-Seguramente no.
Esta noche, intuyendo que Eguchi estaba
enterado de la muerte del viejo Fukura, la mujer de la casa no intentó ocultar
el secreto; pero se mostraba cautelosa.
-¿Es cierto que la muchacha no se enteró
de nada? -Eguchi era innecesariamente tenaz.
-No podía enterarse. Pero parece ser que
el hombre sintió dolores. Ella tenía un arañazo desde el cuello hasta el pecho.
Como es natural, ignoraba lo ocurrido. «Qué viejo tan repugnante», dijo cuando
se despertó por la mañana.
-Un viejo repugnante. Incluso en sus
últimos estertores.
-No podríamos llamarlo una herida, en
realidad. Sólo un arañazo con algunas gotas de sangre.
Ahora la mujer parecía dispuesta a
contárselo todo. Él ya no quería saberlo. La víctima era sólo un viejo que
debía morirse algún día en alguna parte. Tal vez había sido una muerte feliz.
La imaginación de Eguchi jugó con la imagen de aquel cuerpo enorme siendo
transportado a la posada de las termas.
-La muerte de un viejo es algo
repelente. Supongo que podría llamarse una resurrección en el cielo, pero estoy
seguro de que fue en sentido opuesto.
Ella no hizo ningún comentario.
-¿Conozco a la muchacha que estaba con
él?
-Eso no puedo decírselo.
-Comprendo.
-Estará de vacaciones hasta que
cicatrice el arañazo.
-Otra taza de té, por favor. Tengo sed.
-Con mucho gusto. Cambiaré las hojas.
-Ha conseguido mantenerlo en secreto,
pero, ¿no cree que tendrá que cerrar dentro de poco?
-¿Usted cree que sí? -su actitud era
tranquila. No levantó la vista del té-. El fantasma aparecerá una de estas
noches.
-Me gustaría hablar con él largo y
tendido.
-¿Sobre qué?
-Sobre los viejos tristes.
-Estaba bromeando.
Él bebió un sorbo de té.
-Sí, claro, estaba bromeando. Pero yo
tengo un fantasma dentro de mí. Y usted tiene otro -señaló a la mujer con la
mano derecha-. ¿Cómo supo que estaba muerto?
-Oí un extraño gemido y subí al piso de
arriba. Su respiración y su pulso se habían detenido.
-Y la muchacha no lo sabía -dijo él de
nuevo.
-Disponemos las cosas de modo que no la
despierte una cosa tan insignificante como ésta.
-¿Insignificante como ésta? ¿Y tampoco
se enteró cuando se llevaron el cadáver?
-No.
-Así que la muchacha es la terrible.
-¿Terrible? ¿Qué hay en ella de
terrible? Deje de hablar así y vaya a la otra habitación. ¿Le ha parecido
terrible alguna de las otras muchachas?
-Quizá la juventud sea terrible para un
anciano.
-¿Y qué significa esto? -se levantó,
sonriendo levemente, fue hacia la puerta de cedro, abrió una rendija y miró
hacia dentro-. Profundamente dormidas. Venga, acérquese -sacó la llave de su
obi-. Quería decírselo. Son dos.
-¿Dos? -Eguchi se sobresaltó. Quizá las
muchachas conocieran la muerte del viejo Fukura.
-Puede entrar cuando guste. -La mujer se
fue.
La curiosidad y la timidez de su primera
visita le habían abandonado. Sin embargo, dio un paso atrás cuando abrió la
puerta.
¿Sería también ésta una principiante?
Pero parecía salvaje y arisca, totalmente distinta de la «muchacha pequeña» de
la otra noche. Su calidad de salvaje casi le hizo olvidar la muerte del viejo
Fukura. Era la muchacha que dormía más cerca de la puerta. Tal vez porque no
estaba acostumbrada a tales inventos para los viejos como las mantas
eléctricas, o quizá porque su calor mantenía a distancia el frío invernal,
había bajado la ropa de la cama hasta su estómago. Parecía tener las piernas
muy separadas. Yacía boca arriba, con los brazos extendidos. Los pezones eran
grandes y oscuros, y tenían un tono púrpura. No era un color bonito a la luz
de las cortinas dé terciopelo carmesí. Tampoco podía llamarse hermosa la piel
de la garganta y los pechos. No obstante, despedía un resplandor oscuro. De los
sobacos parecía emanar un olor débil.
-La vida misma -murmuró Eguchi.
Una muchacha como ésta insuflaba vida a
un viejo de sesenta y siete años. Eguchi dudaba un poco de que la muchacha fuera
japonesa. No debía haber cumplido los veinte años, pues los pezones eran
planos, pese a la anchura de los pechos. El cuerpo era firme.
Le cogió la mano. Tanto las uñas como
los dedos eran largos. Debía ser alta, según la moda moderna. ¿Qué clase de voz
tendría, cuál sería su manera de hablar? Había muchas mujeres en la radio y la
televisión cuyas voces le gustaban. Solía cerrar los ojos y escucharlas. Quería
oír la voz de esta muchacha. Naturalmente, no había modo de hablar de verdad a
una muchacha que estaba dormida. ¿Cómo podría obligarla a hablar? Una voz era
diferente cuando venía de una persona dormida. La mayoría de mujeres tienen
varias voces, pero era probable que esta muchacha sólo tuviera una. Incluso por
su forma de dormir podía saber que no estaba enseñada y carecía de afectación.
Se sentó y empezó a jugar con sus largas
uñas. ¿Eran tan duras las uñas? ¿Eran éstas unas uñas jóvenes y sanas? El color
de la sangre se transparentaba vivamente a través de ellas. Se fijó por primera
vez en que llevaba un collar de oro delgado como un hilo. Tuvo deseos de
sonreír. Aunque ella había bajado la ropa de la cama hasta debajo de sus pechos
en una noche tan fría, parecía haber en su frente un sudor ligero. Eguchi
extrajo un pañuelo del bolsillo y lo secó. El pañuelo se impregnó de un olor
fuerte. También le secó los sobacos. Como no podría llevarse el pañuelo a casa,
lo arrugó y lo tiró a un extremo de la habitación.
«Lleva lápiz de labios.» Era lo más
natural que lo llevara, pero en esta muchacha el lápiz labial también le
inspiró deseos de sonreír. Lo miró unos momentos. «¿Habrá sido operada de labio
leporino?»
Recuperó el pañuelo y le quitó la
pintura. No había rastro de cirugía. El centro del labio superior estaba
levantado, formando una clara línea puntiaguda. Era extrañamente atractivo.
Recordó un beso de hacía más de cuarenta
años. Con las manos posadas ligeramente sobre los hombros de la muchacha que
estaba frente a él, acercó los labios a los suyos. Ella meneó la cabeza de
izquierda a derecha.
-No, no, no lo haré.
-Ya lo has hecho.
-No, no, no lo haré.
Eguchi se frotó los labios y enseñó a la
muchacha el pañuelo manchado de rosa.
-Pero si ya lo has hecho. Mira esto.
La muchacha cogió el pañuelo y lo miró
de hito en hito, y después lo metió en su monedero.
-No lo haré -dijo, bajando en silencio
la cabeza, ahogada por las lágrimas.
No volvieron a verse. ¿Qué debió hacer
con el pañuelo? Pero, más que el pañuelo, ¿qué debió ser de ella? ¿Viviría
aún, cuarenta años más tarde?
¿Durante cuántos años la había olvidado,
hasta que la evocó el puntiagudo labio superior de la muchacha narcotizada? En
el pañuelo había lápiz labial, y el de la muchacha había desaparecido;
¿pensaría ella, si lo dejaba junto a la almohada, que le había robado un beso?
Naturalmente, los huéspedes de esta casa eran libres de besar. Besar no
figuraba entre los actos prohibidos. Un hombre podía besar, por senil que
fuera. La muchacha no le rehuiría, y nunca sabría nada. Tal vez los labios
dormidos estaban fríos y húmedos. ¿Acaso los labios muertos de una mujer a
quien se ha amado no incrementan la intensidad de la emoción? El impulso no
adquirió fuerza en Eguchi mientras pensaba en la triste senilidad de los
ancianos que frecuentaban la casa.
Sin embargo, la forma insólita de estos
labios le excitaba. «De modo que hay labios así», pensó, tocando suavemente con
el dedo meñique el centro del labio superior. Estaba seco. Y la piel parecía
gruesa. La muchacha empezó a lamerse el labio, y no paró hasta que estuvo bien
humedecido. Él retiró el dedo.
«¿Sabrá besar aunque esté dormida?»
Pero se limitó a acariciar los cabellos
que le cubrían la oreja. Eran bastos y duros. Se levantó y procedió a desnudarse.
-Te enfriarás. No importa que goces de
buena salud.
Le metió los brazos bajo la ropa y
cubrió su pecho. Se acostó junto a ella. La muchacha dio media vuelta.
Entonces, con un gemido, sacó repentinamente los brazos, empujando con fuerza
al anciano. Éste se echó a reír. «Una principiante muy valerosa», pensó.
Porque estaba narcotizada y no se despertaría,
y porque probablemente su cuerpo estaba aletargado, él podía hacer cuanto se
le antojara; pero el vigor requerido para tomar por la fuerza a semejante
muchacha ya no existía en Eguchi -o lo había olvidado hacía tiempo. Se acercó a
ella con una pasión suave, una débil afirmación, un sentimiento de armonía con
la mujer. La aventura, la lucha que aceleraba la respiración, había
desaparecido.
-Soy viejo -murmuró, pensándolo aún
mientras sonreía por la repulsa de la muchacha dormida.
No estaba realmente cualificado para
venir a esta casa como venían los otros ancianos. Pero era probable que fuese
la muchacha de piel oscura y resplandeciente quien le hacía sentir con más
intensidad que de costumbre que a él tampoco le quedaba por delante mucha vida
como hombre.
Tenía la impresión de que tomar a la
muchacha por la fuerza sería el tónico que le traería emociones de juventud.
Se estaba cansando un poco de la «casa de las bellas durmientes». Y a medida
que se cansaba de ella, aumentaba el número de sus visitas. Sintió un
repentino anhelo de la sangre: quería usar la fuerza con ella, violar la regla
de la casa, destruir el repugnante secreto y, después, marcharse para siempre.
Pero la fuerza no era necesaria. No habría resistencia por parte del cuerpo de
la muchacha narcotizada. Incluso podría estrangularla sin dificultad. El impulso
le abandonó, y un vacío de profundidades oscuras invadió todo su ser. Las olas
potentes estaban cerca y parecían hallarse a una gran distancia, en parte
porque aquí en tierra no soplaba el viento. Vio el fondo oscuro de la noche del
océano gris. Apoyándose sobre un codo, acercó su rostro al de la muchacha.
Respiraba pesadamente. Decidió no besarla y volvió a echarse.
Yacía como ella le dejara, con el pecho
descubierto. Se volvió hacia la otra muchacha. Ésta le daba la espalda, pero
ahora dio media vuelta. Hubo una dulce voluptuosidad en este saludo, a pesar
de que estaba dormida. Una mano cayó sobre la cadera del anciano.
«Una buena combinación». Jugando con los
dedos de la muchacha, cerró los ojos. Los dedos, de huesos pequeños, eran
flexibles, tan flexibles que daba la impresión de que se doblarían
indefinidamente sin romperse. Deseó metérselos en la boca. Tenía los pechos
pequeños, pero redondos y altos. Cabían en la palma de su mano. La redondez de
las caderas era similar. «La mujer es infinita», pensó el anciano con un matiz
de tristeza. Abrió los ojos. La muchacha tenía un cuello largo, esbelto y lleno
de gracia. Pero la esbeltez era diferente de la del antiguo Japón. Había una
línea doble en los párpados cerrados, tan poco profunda que con los ojos
abiertos podía convertirse en una sola línea. O quizás era doble a veces y
otras una sola. O tal vez una sola línea en un ojo y una línea doble en el
otro. Debido a la luz de las cortinas de terciopelo no podía estar seguro del
color de su piel; pero parecía tostada en el rostro, blanca en el cuello, algo
tostada también en los hombros, y tan blanca en los pechos que habría podido
llamarse descolorida.
Podía ver que la muchacha morena y
resplandeciente era alta. Ésta no parecía ser mucho más baja. Estiró una
pierna. Los dedos del pie tocaron la planta de piel gruesa del pie de la
muchacha morena. Estaba grasienta. Retiró apresuradamente el pie, pero la
retirada se convirtió en una invitación. Pasó por su mente la idea de que la
pareja del viejo Fukura, cuando sufrió su último ataque, había sido esta
muchacha de piel morena. Y por ello esta noche las muchachas eran dos.
Pero no podía ser así. La muchacha que
había estado con Fukura se encontraba de vacaciones y no volvería hasta que
desapareciera el arañazo del pecho y el cuello. ¿No acababa de decírselo la
mujer de la casa? Colocó de nuevo el pie contra la planta de piel gruesa del
pie de la muchacha morena, y exploró la carne oscura de más arriba.
Le recorrió un espasmo, como si quisiera
decir: «Iníciame en el hechizo de la vida». La muchacha había bajado la
colcha, o, mejor dicho, la manta eléctrica que había debajo. Estiró un pie por
encima de la colcha. Pensando que le gustaría hacerla rodar hasta el frío del
crudo invierno, Eguchi contempló sus pechos y su abdomen. Apoyó la cabeza en un
pecho y escuchó su corazón. Había esperado unos latidos fuertes, pero eran
extrañadamente sosegados. ¿Y acaso un poco irregulares?
-Te enfriarás.
La cubrió y desconectó su lado de la
manta. «El hechizo que constituía la vida de una mujer -pensó-, no era tan
importante. Si la estrangulaba, le resultaría fácil. No representaría ningún
esfuerzo, ni siquiera para un anciano.» Cogió su pañuelo y se frotó la mejilla
que había posado sobre el pecho de la muchacha. Su olor aceitoso parecía
proceder de él. El sonido del corazón de la joven persistía en su oído. Se
llevó una mano al propio corazón. Quizá porque era el suyo, se le antojó el más
fuerte de los dos.
Se volvió hacia la muchacha más dulce,
dando la espalda a la morena. La nariz bien formada pareció fina y elegante a
sus ojos cansados y présbitas. No pudo resistir la tentación de poner la mano
bajo el cuello largo y esbelto y atraerla hacia sí. Al acercarse suavemente a
él, la muchacha despidió una dulce fragancia, que se mezcló con el olor salvaje
y penetrante de la muchacha morena que tenía a sus espaldas. Apretó contra sí a
la muchacha rubia. Su respiración era breve y rápida. Pero no debía temer que
se despertara. Yació inmóvil durante un rato.
«¿Le pediré que me perdone? ¿Como la
última mujer de mi vida?» La muchacha que tenía a su espalda parecía estar
tratando de excitarle. Echó la mano hacia atrás y la tocó. Era la carne de sus
pechos:
-Estate quieta. Escucha las olas
invernales y estate quieta -intentaba calmarse a sí mismo.
«Estas muchachas han sido narcotizadas.
Es como si las hubieran paralizado. Les han dado un veneno o una droga muy
fuerte.» Y, ¿por qué? «¿Por qué, sino por dinero?» No obstante, se sorprendió
dudando. Cada mujer era diferente de todas las demás. Lo sabía; y, sin embargo,
¿tan diferente era la muchacha que tenía delante que estaba dispuesto a
infligirle una herida que no se curaría, una pena que duraría toda su existencia?
Eguchi, a sus sesenta y siete años, podía pensar, si así lo deseaba, que los
cuerpos de todas las mujeres eran iguales. Y en esta muchacha no había
afirmación ni negativa, no había ninguna respuesta. Lo único que la distinguía
de un cadáver era que respiraba y tenía la sangre caliente. De hecho, cuando se
despertara a la mañana siguiente, ¿acaso sería muy distinta de un cadáver con
los ojos abiertos? Ahora no había en la muchacha amor, vergüenza, ni miedo.
Cuando se despertara podría haber amargura y remordimiento. No sabría quién la
había poseído. Sólo deduciría que había sido un viejo. Probablemente no se lo
diría a la mujer de la casa. Ocultaría hasta el fin el hecho de que la regla de
esta casa de ancianos había sido violada, y de este modo nadie lo sabría
excepto ella. Su piel suave se adhería a Eguchi. La muchacha morena, tal vez
aterida ahora que su lado de la manta estaba desconectado, apretaba su espalda
desnuda contra Eguchi. Uno de sus pies se encontraba entre los de la muchacha
de piel clara. Eguchi sintió que le abandonaban las fuerzas, y de nuevo tuvo
deseos de reír. Alargó la mano hacia el sedante. Estaba insertado entre las dos
y sólo podía moverse con dificultad. Con la mano en la frente de la muchacha
rubia, contempló las píldoras de costumbre.
-¿Prescindo de ellas esta noche? -se
preguntó.
Era evidente que se trataba de una
fuerte droga. Se quedaría dormido sin esfuerzo. Por primera vez se le ocurrió
preguntarse si todos los ancianos que venían a la casa tomaban obedientemente
la medicina. Pero, ¿no era propio de la fealdad de la vejez que, no queriendo
perder horas con el sueño, se abstuvieran de tomarla? Pensó que él aún no había
entrado a formar parte de aquella fealdad. Una vez más se tragó las píldoras.
Recordaba haber dicho una vez que quería la droga administrada a la muchacha.
La mujer había contestado que era
peligrosa para los viejos, y él no había insistido.
¿Sugería la palabra «peligroso» morir
durante el sueño? Eguchi no era más que un anciano de circunstancias normales.
Siendo humano, de vez en cuando caía en una vaciedad solitaria, en una fría
desesperación. ¿No sería éste un lugar muy deseable para morir? Despertar
curiosidad, invitar el desdén del mundo, ¿acaso no sería coronar su vida con
una muerte apropiada? Todos sus conocidos se sorprenderían. No podía calcular
el perjuicio que causaría a su familia; pero morir durante el sueño entre, por
ejemplo, las dos muchachas de esta noche, ¿no podía ser el máximo deseo de un
hombre en sus últimos años? No, no podía serlo. Se lo llevarían, como al viejo
Fukura, a una miserable posada de las termas, y dirían a la gente que se había
suicidado con una sobredosis de somnífero. Como no habría una nota de
despedida, se diría que estaba desesperado ante las perspectivas que se
avecinaban. Podía ver la tenue sonrisa de la mujer de la casa.
«Qué ideas tan tontas. Como si quisiera
tentar a la suerte.»
Se rió, pero no fue una risa alegre. La
droga empezaba a causar efecto.
-Está bien -murmuró-. La sacaré de la
cama y le obligaré a darme lo que dio a las muchachas.
Pero no era probable, que ella
consintiera. Y Eguchi no deseaba levantarse, ni quería realmente la otra droga.
Se puso boca arriba y colocó los brazos alrededor de las dos muchachas,
alrededor de un cuello blanco, débil y fragante, y un cuello duro y grasiento.
Algo surgió en su interior. Miró a derecha e izquierda de las cortinas de
terciopelo carmesí.
-Ah.
-¡Ah! -la muchacha morena pareció
contestarle. Puso un brazo sobre el pecho de Eguchi. ¿Sentiría algún dolor?
Eguchi retiró el brazo y le volvió la
espalda. Con el brazo libre rodeó las caderas de la muchacha de piel clara.
Cerró los ojos.
«¿La última mujer de mi vida? ¿Por qué
he de pensar esto, ni siquiera por un momento?» ¿Y quién había sido la primera
mujer de su vida?
El pensamiento cruzó su mente como un
relámpago: la primera mujer de su vida había sido su madre. «Claro. ¿Podía ser
otra que no fuera mi madre? -fue la inesperada afirmación-. Pero, ¿acaso puedo
decir que mi madre era una mujer mía?»
Ahora, a los sesenta y siete años,
mientras yacía entre dos muchachas desnudas, sintió que surgía en el fondo de
su ser una nueva verdad. ¿Era una blasfemia, era nostalgia? Abrió los ojos y
pestañeó, como para alejar una pesadilla. Pero la droga producía su efecto.
Tenía un sordo dolor de cabeza. Amodorrado, persiguió la imagen de su madre; y
entonces suspiró y tomó dos pechos, uno de cada muchacha, en la palma de las
manos. Uno suave y uno grasiento. Cerró los ojos.
La madre de Eguchi había muerto una
noche de invierno cuando él tenía diecisiete años. Eguchi y su padre le
sostenían las manos. Hacía tiempo que padecía tuberculosis y sus brazos eran
sólo piel y hueso, pero le asía la mano con tal fuerza que a Eguchi le dolían
los dedos. La frialdad de su mano le penetró hasta el hombro. La enfermera que
estaba dando masaje a sus pies, salió silenciosamente. Quizá se fuera para
llamar al médico.
-Yoshio, Yoshio -exclamó su madre en
pequeños jadeos.
Eguchi comprendió y acarició su pecho
atormentado. Mientras lo hacía, ella vomitó una gran cantidad de sangre. Le
salía en burbujas de la nariz. Dejó de respirar. La gasa y las toallas que
había junto a la almohada no eran suficientes para secar la sangre.
-Sécala con tu manga, Yoshio -dijo su
padre-. ¡Enfermera, enfermera! Traiga una palangana con agua. Sí, y otra
almohada y un camisón y sábanas limpias.
Era natural que cuando el viejo Eguchi
pensó en su madre como la primera mujer de su vida, pensara también en su
muerte.
«¡Ah!» Las cortinas que tapizaban las
paredes de la habitación secreta parecían del color de la sangre. Cerró con
fuerza los ojos, pero aquel rojo no quería desaparecer. Estaba medio dormido a
causa de la droga. Los pechos frescos y jóvenes de las dos muchachas estaban en
las palmas de sus dos manos. Su conciencia y su razón se habían adormecido.
¿Por qué, en un lugar como éste, había
pensado en su madre como en la primera mujer de su vida? Pero la idea de su
madre como la primera mujer no conjuró pensamientos sobre mujeres posteriores.
En realidad, su primera mujer había sido su esposa. Muy bien; pero su anciana
esposa, habiendo casado a sus tres hijas, estaría durmiendo sola en esta fría
noche de invierno. ¿O estaría aún despierta? No oiría el sonido de las olas,
pero el frío de la noche sería más intenso que aquí. Se preguntó qué eran los
dos pechos que tenía en las manos. Todavía palpitarían con sangre caliente
cuando él ya estuviera muerto. ¿Y qué significaba este hecho? Dio cierta fuerza
indolente a sus manos. No hubo reacción, porque los pechos también dormían
profundamente. Cuando, en su última hora, había acariciado el pecho de su
madre, tocó, por supuesto, sus senos marchitos. No eran como senos. Ahora ya no
los recordaba. Lo que recordaba era que los había buscado, durmiéndose después,
un día de su primera infancia.
Por fin el viejo Eguchi empezaba a ceder
al sueño. Cambió las manos que asían los pechos de las muchachas a una posición
más cómoda. Se volvió hacia la muchacha morena, porque su fragancia era la más
fuerte. Su aliento espeso le sopló en la cara. Tenía la boca entreabierta.
«Un diente torcido. Es bonito.» Lo tomó
entre los dedos. La muchacha tenía los dientes grandes, pero éste era pequeño.
De no ser por el aliento, Eguchi podría haber besado el diente. La intensa
fragancia estorbaba su sueño, y se volvió de espaldas. Incluso entonces el
aliento le soplaba en la nuca. No roncaba, pero ponía voz en su respiración.
Eguchi encogió los hombros y puso la mejilla sobre la frente de la muchacha de
piel clara. Quizá fruncía el ceño, pero también daba la impresión de estar
sonriendo. La piel grasienta de la muchacha morena tenía un tacto desagradable
en la espalda. Era fría y resbaladiza. Eguchi se durmió.
Tal vez porque le resultara difícil
dormir entre las dos muchachas, Eguchi tuvo una sucesión de pesadillas. No había
cohesión entre ellas, pero eran perturbadoramente eróticas. En la última, él
volvía de su luna de miel y se encontraba con que unas flores parecidas a las
dalias rojas florecían y se balanceaban con tal profusión que casi cubrían la
casa. Preguntándose si sería su casa, vacilaba en entrar.
-Bienvenido al hogar. ¿Por qué estás
parado ahí? -era su difunta madre quien les saludaba-. ¿Es que tu mujer nos
tiene miedo?
-Pero, ¿y las flores, madre?
-Sí -dijo su madre con calma-. Entrad.
-Pensaba que nos habíamos equivocado de
casa. Era difícil que me equivocara. Pero, ¡qué flores!
Les habían preparado una comida
ceremonial. Después de intercambiar saludos con la novia, la madre de Eguchi
fue a la cocina a calentar la sopa. Eguchi olió el besugo. Salió a mirar las
flores, y su novia le acompañó.
-¿Verdad que son bonitas? -dijo ella.
-Sí -como no deseaba asustarla, no
añadió que antes no estaban aquí.
Se fijó en una especialmente grande.
El viejo Eguchi se despertó con un
gemido. Sacudió la cabeza, pero aún estaba amodorrado. Yacía vuelto hacia la
muchacha morena. Su cuerpo estaba frío. Eguchi se sentó, sobresaltado. La
muchacha no respiraba. Le tocó el pecho. No había pulso. Saltó de la cama.
Tropezó y cayó.
Temblando violentamente; salió a la
habitación contigua.
El timbre estaba en la alcoba. Oyó pasos
en el piso inferior.
«¿La habré estrangulado mientras
dormía?» Se dirigió, casi arrastrándose, a la otra habitación, y miró a la
muchacha.
-¿Ocurre algo? -la mujer de la casa
entró.
-Está muerta -le rechinaban los dientes.
La mujer se frotó los ojos y observó con
calma a la muchacha.
-¿Muerta? No hay razón para que lo esté.
-Está muerta. No respira y no tiene
pulso.
La mujer cambió de expresión y se
arrodilló junto a la muchacha morena.
-Esta muerta, ¿verdad?
La mujer retiró la ropa de la cama e
inspeccionó a la muchacha.
-¿Le ha hecho usted algo?
-Nada en absoluto.
-No está muerta -dijo la mujer con
frialdad forzada-. No se preocupe.
-Está muerta. Llame a un médico. Ella no
contestó.
-¿Qué le hizo tomar? Tal vez era
alérgica.
-No se alarme. No le causaremos ningún
problema. Su nombre no será pronunciado.
-Está muerta.
-Yo creo que no.
-¿Qué hora es?
-Más de las cuatro.
La mujer se tambaleó al levantar el
cuerpo oscuro y desnudo.
-Permítame ayudarla.
-No se moleste. Hay un hombre abajo.
-Pesa mucho.
-Se lo ruego, no es necesario que se
moleste. Vuelva a la cama. Está la otra chica.
Estaba la otra chica; nunca se había
sentido más impresionado por una observación. Era cierto que la muchacha de tez
clara seguía durmiendo en la habitación contigua.
-¿Espera que me duerma después de esto?
-su voz expresaba indignación, pero también había miedo en ella-. Me voy a mi
casa.
-Por favor, no lo haga. No conviene
llamar la atención a esta hora.
-Me es imposible volver a dormir.
-Le traeré más medicina.
La oyó bajar las escaleras con la
muchacha morena a cuestas. En pie, y con el kimono de noche, Eguchi sintió por
primera vez que el frío le penetraba. La mujer volvió con dos píldoras blancas.
-Tome. Levántese tarde mañana.
¡Oh!
Eguchi abrió la puerta de la habitación
contigua. La ropa de la cama seguía igual, tirada hacia abajo y en desorden, y
la forma desnuda de la muchacha de tez clara yacía en esplendorosa belleza.
La contempló.
Oyó alejarse un automóvil, probablemente
con el cuerpo de la muchacha morena. ¿La llevarían a la ambigua posada donde
condujeron al anciano Fukura?
No hay comentarios:
Publicar un comentario