Prepararon la despedida de Gabriel García Márquez como para que el hombre que ya no está, quizá el escritor de lengua española más importante del siglo XX, se sintiera un jefe de Estado o un héroe antiguo. Su mujer, Mercedes Barcha, llegó con sus cenizas pasadas las cuatro de la tarde al Palacio de Bellas Artes, el centro de la cultura tradicional mexicana. Los familiares y amigos allí presentes, con flores amarillas en la solapa, aplaudieron a lo largo de más de cuatro minutos. Un grupo de vallenato entonó después la música que hacía vibrar a Gabo y fueron sus hijos quienes la siguieron batiendo palmas y bailando desde sus asientos. En la puerta, donde más de 10.000 devotos y lectores llevaban horas haciendo cola para decirle adiós, se escuchaba un grito: "¡Viva Gabo!".
Este colombiano universal que jamás se quiso hacer de otro país, también rompió tradiciones después de muerto, y se hizo un hueco en la historia del protocolo mexicano. Fue despedido como uno de los grandes, a la manera de Cantinflas o Diego Rivera. Las cenizas del colombiano, guardadas en una urna de madera de cerezo, fueron el elemento central y solemne de la ceremonia laica.
Gabo hizo después de muerto, también, algo que había intentado en la tierra: poner en el mismo sitio a mandatarios de países distintos, y a veces distantes, para que se pusieran de acuerdo. En este caso no hay diferencias entre Colombia, su país, y México, donde ha vivido medio siglo y donde escribió la novela más colombiana de todas sus novelas colombianas, Cien años de soledad. En su honor, viajó a México su presidente, Juan Manuel Santos, para presidir la parte más solemne de la ceremonia de adiós junto con su colega Enrique Peña Nieto. Ambos observaron una tardanza de más de una hora sobre lo previsto que seguramente Gabo en vida no hubiera tolerado.
Ningún hombre fue guayabera o todo de blanco, como él hizo cuando recogió el Nobel de Literatura en 1982
Las primeras guardia de honor ante las cenizas las protagonizaron los hijos, la viuda, los nietos, el hermano Jaime, el chófer Genovevo Quiróz, la asistente Mónica Alonso y así sucesivamente se fue agrandando el círculo hasta que pasaron por allí amigos íntimos como Ángeles Mastretta, Héctor Aguilar Camín, Jorge F. Hérnandez, y Jacobo Zabludovsky, entre otros. Sonaba de fondo un cuarteto de cuerdas de Mozart. Entre los asistentes prevaleció el negro. También Mercedes Barcha, que por la mañana había estado hablando con el expresidente español Felipe González, fue del color del luto, aunque Gabo se lo había prohibido expresamente. Una amiga le preguntó horas antes cómo iba a ir y ella contestó sin dudar: "De negro".
Ningún hombre fue guayabera o todo de blanco, como él hizo cuando recogió el Nobel de Literatura en 1982. Solo iba de ese color, y se entiende que por profesionalidad, el enfermero que acompañaba al político mexicano Porfirio Muñoz Ledo.
El presidente Santos se sentó a la derecha de Barcha, la viuda, y Peña Nieto a la izquierda. Santos, en su discurso, tildó a Gabo como el colombiano "más grande de todos los tiempos" y le alabó por recoger en su obra "la esencia del ser latinoamericano". "Qué privilegio llamarle compatriota", incidió Santos. Y recalcó que se trata "del más colombiano de los colombianos". "Gloria eterna a quien más gloria nos ha dado", remató.
Había mucha expectación por lo que iba a decir el presidente mexicano sobre el escritor. En anteriores ocasiones había tropezado hablando de literatura, como cuando en la FIL de Guadalajara no pudo citar con fluidez tres libros que hubiera leído. Peña Nieto no se metió en problemas. Su discurso estuvo trufado de anécdotas y datos que son de sobra conocidos por el público. Llamó al colombiano "el más grande novelista latinoamericano de todos los tiempos". Recordó que el comienzo de Cien años de soledad se gestó en un viaje a la playa y destacó su profunda admiración por Juan Rulfo. Y recalcó que Gabo murió el mismo día que la mexicana Sor Juana Inés de la Cruz, un 17 de abril.
Gabriel García Márquez murió a los 87 años el pasado Jueves Santos a las 12.08 de la mañana en su casa de siempre, en la calle Fuego 144, rodeado de Mercedes Barcha, y sus hijos Gonzalo y Rodrigo, así como de sus cinco nietos. Sus últimos días fueron apacibles, sometido a cuidados paliativos que habían sido aconsejados por sus médicos cuando ya se comprobó que una medicina más invasiva no iba a resolver los graves problemas que deterioran la salud del escritor. La preparación de la ceremonia de ayer tarde ha sido tan sigilosa (y tan rápida) como la propia discreción con que la familia de Gabo ha mantenido las circunstancias en que se halló en todo momento el enfermo.
Sus dos patrias lo estaban despidiendo anoche. La gente se había aglomerando con la ansiedad tranquila, la ansiedad mexicana
Murió en México, donde soñó, y adonde transportó los sueños de Aracataca. Colombia vivió con él; muchas veces le declaró sus desavenencias, pero esa fue siempre su patria; se exilió alguna vez (viniendo a México), la cambió por Barcelona o por París, viajó por todo el mundo solo o con su mujer inseparable; fue pobre de solemnidad en Colombia y en México, y rico (después de Cien años de soledad y del Nobel) en los mismos sitios.
Esas vicisitudes vitales, los peores tiempos y los mejores tiempos, los vivieron en México. La gratitud de los García Márquez que representaba el extraordinario creador que acaba de morir recibió ayer la respuesta popular y la consideración de gran hombre que México reserva para sus personajes ilustres. Peña Nieto y Santos prepararon protocolos, hicieron las guardias correspondientes: rindieron pleitesía a la creación literaria, compartieron el asombro de la multitud mexicana por la literatura del fabulador.
Una de las invitadas al homenaje recordaba la primera vez que vio a Gabo. Fue en el velatorio de un buen amigo del escritor, el pintor Abel Quezada. García Márquez, exhausto de preguntas y conversaciones que versaban sobre él, se derrumbó en una silla a su lado. El colombiano empezó a charlar con ella de las cosas más nimias, como si fueran dos vecinos en un ascensor. ¿Recuerda algo concreto? "Sí, me dijo que podría haberse pasado la vida hablando de mariposas".
La gente había comenzado a rondar el Palacio de Bellas Artes desde primera hora de la mañana. Los operarios descargaban de camionetas sillas y vallas que iban colocando en el interior de la construcción de mármol de Carrara. A los lados de la puerta principal colgaban dos carteles con la imagen de un Gabo sonriente en blanco y negro, y bajo su rostro: 1927-2014. Liliana Aguilar, ella sí vestida de blanco, estudiante de ingeniería química e industrial, fue de las primeras en llegar. Llevaba consigo una pancarta en la que se leía lo que dijo Carlos Fuentes algún día de García Márquez: “Con él fantasía y realidad perdieron sus fronteras”. Aguilar estaba triste y en medio de esa pena recordó que el escritor es uno de los que mejor ha sabido captar “esa tristeza tan latinoamericana”. Eleoní Rivera también se presentó desde muy temprano con una guayabera de motivos floreados y su mujer, Flor Cabrera, con otra de bordados de cadenilla. Era una forma de honrar al colombiano, vistiéndose como él. El matrimonio recuerda que se topó con el escritor el 1 de enero de 2009 en La Habana, cuando se cumplían 50 años del triunfo de la revolución en Cuba. Se encontraron en la apertura de la temporada de ballet. Eleoní fue a saludar a un Gabo rodeado de periodistas y fotógrafos. ¿Qué le dijo? “No gran cosa”, contestaba, “pero con sus libros mantuve un gran diálogo”. Todos los lectores que se acercaron para ver las cenizas de Gabo pudieron también saludar a la viuda, de pie ante la urna en todo momento.
El grupo vallenato, Guatapurí de Valledupar, puso el toque caribeño en la ceremonia. Rompieron la solemnidad grave del evento que alegró durante un rato el semblante de la familia: "Eres Gabriel García Márquez, pero te decimos Gabo, de todos el más grande. El olor de la guayana, el vivió para contarlo".
Sus dos patrias lo estaban despidiendo anoche. La gente se había aglomerando con la ansiedad tranquila, la ansiedad mexicana, probablemente, con que en los propios libros de Gabriel García Márquez se juntan los ciudadanos para ser testigos de milagros insólitos, como en Cien años de soledad, o de peregrinaciones fracasadas, como la que desemboca en la palabra “¡Mierda!” en uno de sus libros favoritos, El coronel no tiene quien le escriba.
Pues la gente se agolpó con la devoción por su literatura y con la ansiedad por ver si algo más pasa después de la muerte. Él lo dejo dicho, no esperen nada, es el final, es para siempre. Como en la vieja canción de Gardel, que él también le escuchó al cubano Eliades Ochoa, “sus ojos se cerraron y el mundo sigue andando…”. Cuando la ceremonia oficial acabó, miles de mariposas amarillas de papel volaron en las inmediaciones del histórico palacio, junto a la Alameda capitalina. Detrás de las compungidas palabras de despedida, esta ciudad de millones de sueños seguía en el bullicio como si estuviera en curso, en esta carcasa de oro de Bellas Artes, la despedida al que fue fabulador total de los sueños de su tierra, que acopió allí y que se trajo desde que era un joven pobre como las ratas a confundirlos con los sueños de México.
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