sábado, 26 de abril de 2014

Yasunari Kawabata / La casa de las bellas durmientes 5


Yasunari Kawabata
La casa
de las bellas durmientes
5


Llegó el año nuevo, el mar salvaje era de pleno invierno. En tierra soplaba poco viento.
-Es de agradecer su visita en una noche tan fría –la mujer abrió la puerta de la casa de las bellas durmientes.
-Por eso he venido -dijo el viejo Eguchi-. Morir en una noche como ésta, con la piel de una muchacha para calentarle, debe ser el paraíso para un anciano.
-Dice usted cosas muy agradables.
-Un viejo vive en vecindad con la muerte.
Ardía una estufa en la habitación de arriba. Y, como de costumbre, el té era bueno.
-Siento una corriente de aire.
-¡Oh! -la mujer miró a su alrededor-. No debería haber ninguna.
-¿Tenemos un fantasma con nosotros?
Ella se sobresaltó y fijó la mirada en él. Su rostro era blanco.
-Deme otra taza. Llena. Y no lo enfríe. Lo quiero directamente del fuego.
Ella cumplió sus órdenes.
-¿Ha oído algo? -preguntó con voz glacial.
-Tal vez.
-¡Oh! ¿Lo sabe y aun así ha venido? -intuyendo que Eguchi estaba enterado, parecía decidida a no ocultar el secreto, pero su expresión era severa-. No debería decírselo, lo sé, después de haberle hecho recorrer tan larga distancia, pero, ¿puedo pedirle que se marche?
-He venido con los ojos abiertos.
Ella se rió. En la risa se advertía algo diabólico.
-Tenía que ocurrir. El invierno es una época peli­grosa para los viejos. Quizá debiera usted cerrar en in­vierno.
Ella no contestó.
-Ignoro qué clase de ancianos vienen aquí, pero si muere otro y después otro, usted se verá en apuros.
-Dígaselo al hombre que posee la casa. ¿Qué he hecho yo de malo? -su rostro era ceniciento.
-¡Oh!, claro que ha hecho algo malo. Todavía era oscuro, y se llevaron el cuerpo a una posada. Me imagino que usted ayudó.
Ella se agarró las rodillas.
-Fue por su bien. Por su buen nombre.
-¿Buen nombre? ¿Acaso los muertos tienen buenos nombres? Pero tiene usted razón. Es estúpido, pero me imagino que las cosas deben disimularse. Sobre todo por la familia. ¿El propietario de este lugar lo es también de la posada?
La mujer no contestó.
-Dudo que los periódicos tuvieran mucho que decir, incluso aunque haya muerto junto a una muchacha desnuda. De haber sido yo ese viejo, me habría sentido más feliz si me hubieran dejado donde estaba.
-Se habría investigado, y usted ya sabe que la habita­ción en sí es un poco extraña, y los otros caballeros que tienen la bondad de venir aquí habrían podido ser interrogados. Y, además, están las muchachas.
-Me imagino que la muchacha continuó durmiendo, sin saber que el viejo había muerto. Tal vez él se revolvió un poco, pero dudo de que esto fuera suficiente para despertarla.
-Pero si le hubiésemos dejado aquí, habríamos tenido que sacar a la muchacha y esconderla. E incluso así habrían descubierto que había dormido con una mujer.
-¿Se la hubieran llevado?
-Y esto sería un crimen demasiado evidente.
-No creo que se despertara sólo porque un hombre moría a su lado.
-Supongo que no.
-De modo que ni siquiera sabía que él estaba muerto.
¿Durante cuánto tiempo, después de que el hombre muriera, habría estado calentando el cadáver la muchacha narcotizada? No se dio cuenta de nada cuando se llevaron el cuerpo.
-Mi presión arterial es buena y mi corazón es fuerte; por lo tanto, no hay motivo para que usted se preocupe. Pero si algo me ocurriera, le ruego que no me saquen de aquí. Déjenme junto a ella.
-Completamente descartado -se apresuró a negar la mujer-. Debo pedirle que se vaya, si insiste en decir cosas semejantes.
-Estoy bromeando.-no podía creer que la muerte estuviera cerca.
La reseña del funeral aparecida en la prensa sólo había mencionado «muerte repentina». El viejo Kiga había susurrado los detalles a Eguchi durante el funeral. La causa de la muerte fue un fallo cardíaco.
-No era la clase de posada donde conviniera encontrar a un director de empresa -dijo Kiga-, y había otra en la que solía hospedarse. Así pues, la gente ha dicho que el viejo Fukura debe haber tenido una muerte feliz. Claro que nadie sabe lo que ha ocurrido realmente.
-¿Ah, no?
-Podríamos decir que ha sido una especie de eutana­sia. Pero no igual. Más dolorosa. Éramos íntimos, y yo lo adiviné inmediatamente y fui a investigar. Pero no se lo he dicho a nadie. Ni siquiera su familia lo sabe. ¿No le divierten estas reseñas de los periódicos?
Había dos notas necrológicas, una junto a otra. La primera era de su esposa e hijo, la segunda, de su empresa.
-Fukura era así -los ademanes de Kiga indicaron un cuello macizo, un pecho potente, y en especial una gran barriga-. Será mejor que sea usted precavido.
-No se preocupe por mí.­
Y se llevaron el enorme cuerpo durante la noche.
¿Quién se lo había llevado? Alguien en un automóvil, sin duda. La imagen no era agradable.
-Al parecer se han salido con la suya -murmuró el viejo Kiga en el funeral-, pero si esto continúa así, no creo probable que la casa dure mucho tiempo.
-Seguramente no.
Esta noche, intuyendo que Eguchi estaba enterado de la muerte del viejo Fukura, la mujer de la casa no intentó ocultar el secreto; pero se mostraba cautelosa.
-¿Es cierto que la muchacha no se enteró de nada? -Eguchi era innecesariamente tenaz.
-No podía enterarse. Pero parece ser que el hombre sintió dolores. Ella tenía un arañazo desde el cuello hasta el pecho. Como es natural, ignoraba lo ocurrido. «Qué viejo tan repugnante», dijo cuando se despertó por la mañana.
-Un viejo repugnante. Incluso en sus últimos ester­tores.
-No podríamos llamarlo una herida, en realidad. Sólo un arañazo con algunas gotas de sangre.
Ahora la mujer parecía dispuesta a contárselo todo. Él ya no quería saberlo. La víctima era sólo un viejo que debía morirse algún día en alguna parte. Tal vez había sido una muerte feliz. La imaginación de Eguchi jugó con la imagen de aquel cuerpo enorme siendo transportado a la posada de las termas.
-La muerte de un viejo es algo repelente. Supongo que podría llamarse una resurrección en el cielo, pero estoy seguro de que fue en sentido opuesto.
Ella no hizo ningún comentario.
-¿Conozco a la muchacha que estaba con él?
-Eso no puedo decírselo.
-Comprendo.
-Estará de vacaciones hasta que cicatrice el arañazo.
-Otra taza de té, por favor. Tengo sed.
-Con mucho gusto. Cambiaré las hojas.
-Ha conseguido mantenerlo en secreto, pero, ¿no cree que tendrá que cerrar dentro de poco?
-¿Usted cree que sí? -su actitud era tranquila. No levantó la vista del té-. El fantasma aparecerá una de estas noches.
-Me gustaría hablar con él largo y tendido.
-¿Sobre qué?
-Sobre los viejos tristes.
-Estaba bromeando.
Él bebió un sorbo de té.
-Sí, claro, estaba bromeando. Pero yo tengo un fantasma dentro de mí. Y usted tiene otro -señaló a la mujer con la mano derecha-. ¿Cómo supo que estaba muerto?
-Oí un extraño gemido y subí al piso de arriba. Su respiración y su pulso se habían detenido.
-Y la muchacha no lo sabía -dijo él de nuevo.
-Disponemos las cosas de modo que no la despierte una cosa tan insignificante como ésta.
-¿Insignificante como ésta? ¿Y tampoco se enteró cuando se llevaron el cadáver?
-No.
-Así que la muchacha es la terrible.
-¿Terrible? ¿Qué hay en ella de terrible? Deje de hablar así y vaya a la otra habitación. ¿Le ha parecido terrible alguna de las otras muchachas?
-Quizá la juventud sea terrible para un anciano.
-¿Y qué significa esto? -se levantó, sonriendo leve­mente, fue hacia la puerta de cedro, abrió una rendija y miró hacia dentro-. Profundamente dormidas. Venga, acérquese -sacó la llave de su obi-. Quería decírselo. Son dos.
-¿Dos? -Eguchi se sobresaltó. Quizá las muchachas conocieran la muerte del viejo Fukura.
-Puede entrar cuando guste. -La mujer se fue.
La curiosidad y la timidez de su primera visita le habían abandonado. Sin embargo, dio un paso atrás cuando abrió la puerta.
¿Sería también ésta una principiante? Pero parecía salvaje y arisca, totalmente distinta de la «muchacha pequeña» de la otra noche. Su calidad de salvaje casi le hizo olvidar la muerte del viejo Fukura. Era la muchacha que dormía más cerca de la puerta. Tal vez porque no estaba acostumbrada a tales inventos para los viejos como las mantas eléctricas, o quizá porque su calor mantenía a distancia el frío invernal, había bajado la ropa de la cama hasta su estómago. Parecía tener las piernas muy separa­das. Yacía boca arriba, con los brazos extendidos. Los pezones eran grandes y oscuros, y tenían un tono púrpu­ra. No era un color bonito a la luz de las cortinas dé terciopelo carmesí. Tampoco podía llamarse hermosa la piel de la garganta y los pechos. No obstante, despedía un resplandor oscuro. De los sobacos parecía emanar un olor débil.
-La vida misma -murmuró Eguchi.
Una muchacha como ésta insuflaba vida a un viejo de sesenta y siete años. Eguchi dudaba un poco de que la muchacha fuera japonesa. No debía haber cumplido los veinte años, pues los pezones eran planos, pese a la anchura de los pechos. El cuerpo era firme.
Le cogió la mano. Tanto las uñas como los dedos eran largos. Debía ser alta, según la moda moderna. ¿Qué clase de voz tendría, cuál sería su manera de hablar? Había muchas mujeres en la radio y la televisión cuyas voces le gustaban. Solía cerrar los ojos y escucharlas. Quería oír la voz de esta muchacha. Naturalmente, no había modo de hablar de verdad a una muchacha que estaba dormida. ¿Cómo podría obligarla a hablar? Una voz era diferente cuando venía de una persona dormida. La mayoría de mujeres tienen varias voces, pero era probable que esta muchacha sólo tuviera una. Incluso por su forma de dormir podía saber que no estaba enseñada y carecía de afectación.
Se sentó y empezó a jugar con sus largas uñas. ¿Eran tan duras las uñas? ¿Eran éstas unas uñas jóvenes y sanas? El color de la sangre se transparentaba vivamente a través de ellas. Se fijó por primera vez en que llevaba un collar de oro delgado como un hilo. Tuvo deseos de sonreír. Aunque ella había bajado la ropa de la cama hasta debajo de sus pechos en una noche tan fría, parecía haber en su frente un sudor ligero. Eguchi extrajo un pañuelo del bolsillo y lo secó. El pañuelo se impregnó de un olor fuerte. También le secó los sobacos. Como no podría llevarse el pañuelo a casa, lo arrugó y lo tiró a un extremo de la habitación.
«Lleva lápiz de labios.» Era lo más natural que lo llevara, pero en esta muchacha el lápiz labial también le inspiró deseos de sonreír. Lo miró unos momentos. «¿Habrá sido operada de labio leporino?»
Recuperó el pañuelo y le quitó la pintura. No había rastro de cirugía. El centro del labio superior estaba levantado, formando una clara línea puntiaguda. Era extrañamente atractivo.
Recordó un beso de hacía más de cuarenta años. Con las manos posadas ligeramente sobre los hombros de la muchacha que estaba frente a él, acercó los labios a los suyos. Ella meneó la cabeza de izquierda a derecha.
-No, no, no lo haré.
-Ya lo has hecho.
-No, no, no lo haré.
Eguchi se frotó los labios y enseñó a la muchacha el pañuelo manchado de rosa.
-Pero si ya lo has hecho. Mira esto.
La muchacha cogió el pañuelo y lo miró de hito en hito, y después lo metió en su monedero.
-No lo haré -dijo, bajando en silencio la cabeza, ahogada por las lágrimas.
No volvieron a verse. ¿Qué debió hacer con el pañue­lo? Pero, más que el pañuelo, ¿qué debió ser de ella? ¿Viviría aún, cuarenta años más tarde?
¿Durante cuántos años la había olvidado, hasta que la evocó el puntiagudo labio superior de la muchacha narcotizada? En el pañuelo había lápiz labial, y el de la muchacha había desaparecido; ¿pensaría ella, si lo dejaba junto a la almohada, que le había robado un beso? Naturalmente, los huéspedes de esta casa eran libres de besar. Besar no figuraba entre los actos prohibidos. Un hombre podía besar, por senil que fuera. La muchacha no le rehuiría, y nunca sabría nada. Tal vez los labios dormidos estaban fríos y húmedos. ¿Acaso los labios muertos de una mujer a quien se ha amado no incremen­tan la intensidad de la emoción? El impulso no adquirió fuerza en Eguchi mientras pensaba en la triste senilidad de los ancianos que frecuentaban la casa.
Sin embargo, la forma insólita de estos labios le excitaba. «De modo que hay labios así», pensó, tocando suavemente con el dedo meñique el centro del labio superior. Estaba seco. Y la piel parecía gruesa. La mucha­cha empezó a lamerse el labio, y no paró hasta que estuvo bien humedecido. Él retiró el dedo.
«¿Sabrá besar aunque esté dormida?»
Pero se limitó a acariciar los cabellos que le cubrían la oreja. Eran bastos y duros. Se levantó y procedió a desnu­darse.
-Te enfriarás. No importa que goces de buena salud.
Le metió los brazos bajo la ropa y cubrió su pecho. Se acostó junto a ella. La muchacha dio media vuelta. Entonces, con un gemido, sacó repentinamente los bra­zos, empujando con fuerza al anciano. Éste se echó a reír. «Una principiante muy valerosa», pensó.
Porque estaba narcotizada y no se despertaría, y por­que probablemente su cuerpo estaba aletargado, él podía hacer cuanto se le antojara; pero el vigor requerido para tomar por la fuerza a semejante muchacha ya no existía en Eguchi -o lo había olvidado hacía tiempo. Se acercó a ella con una pasión suave, una débil afirmación, un senti­miento de armonía con la mujer. La aventura, la lucha que aceleraba la respiración, había desaparecido.
-Soy viejo -murmuró, pensándolo aún mientras son­reía por la repulsa de la muchacha dormida.
No estaba realmente cualificado para venir a esta casa como venían los otros ancianos. Pero era probable que fuese la muchacha de piel oscura y resplandeciente quien le hacía sentir con más intensidad que de costumbre que a él tampoco le quedaba por delante mucha vida como hombre.
Tenía la impresión de que tomar a la muchacha por la fuerza sería el tónico que le traería emociones de juven­tud. Se estaba cansando un poco de la «casa de las bellas durmientes». Y a medida que se cansaba de ella, aumenta­ba el número de sus visitas. Sintió un repentino anhelo de la sangre: quería usar la fuerza con ella, violar la regla de la casa, destruir el repugnante secreto y, después, marcharse para siempre. Pero la fuerza no era necesaria. No habría resistencia por parte del cuerpo de la muchacha narcoti­zada. Incluso podría estrangularla sin dificultad. El im­pulso le abandonó, y un vacío de profundidades oscuras invadió todo su ser. Las olas potentes estaban cerca y parecían hallarse a una gran distancia, en parte porque aquí en tierra no soplaba el viento. Vio el fondo oscuro de la noche del océano gris. Apoyándose sobre un codo, acercó su rostro al de la muchacha. Respiraba pesadamen­te. Decidió no besarla y volvió a echarse.
Yacía como ella le dejara, con el pecho descubierto. Se volvió hacia la otra muchacha. Ésta le daba la espalda, pero ahora dio media vuelta. Hubo una dulce voluptuosi­dad en este saludo, a pesar de que estaba dormida. Una mano cayó sobre la cadera del anciano.
«Una buena combinación». Jugando con los dedos de la muchacha, cerró los ojos. Los dedos, de huesos pequeños, eran flexibles, tan flexibles que daba la impre­sión de que se doblarían indefinidamente sin romperse. Deseó metérselos en la boca. Tenía los pechos pequeños, pero redondos y altos. Cabían en la palma de su mano. La redondez de las caderas era similar. «La mujer es infini­ta», pensó el anciano con un matiz de tristeza. Abrió los ojos. La muchacha tenía un cuello largo, esbelto y lleno de gracia. Pero la esbeltez era diferente de la del antiguo Japón. Había una línea doble en los párpados cerrados, tan poco profunda que con los ojos abiertos podía convertirse en una sola línea. O quizás era doble a veces y otras una sola. O tal vez una sola línea en un ojo y una línea doble en el otro. Debido a la luz de las cortinas de terciopelo no podía estar seguro del color de su piel; pero parecía tostada en el rostro, blanca en el cuello, algo tostada también en los hombros, y tan blanca en los pechos que habría podido llamarse descolorida.
Podía ver que la muchacha morena y resplandeciente era alta. Ésta no parecía ser mucho más baja. Estiró una pierna. Los dedos del pie tocaron la planta de piel gruesa del pie de la muchacha morena. Estaba grasienta. Retiró apresuradamente el pie, pero la retirada se convirtió en una invitación. Pasó por su mente la idea de que la pareja del viejo Fukura, cuando sufrió su último ataque, había sido esta muchacha de piel morena. Y por ello esta noche las muchachas eran dos.
Pero no podía ser así. La muchacha que había estado con Fukura se encontraba de vacaciones y no volvería hasta que desapareciera el arañazo del pecho y el cuello. ¿No acababa de decírselo la mujer de la casa? Colocó de nuevo el pie contra la planta de piel gruesa del pie de la muchacha morena, y exploró la carne oscura de más arriba.
Le recorrió un espasmo, como si quisiera decir: «Iní­ciame en el hechizo de la vida». La muchacha había bajado la colcha, o, mejor dicho, la manta eléctrica que había debajo. Estiró un pie por encima de la colcha. Pensando que le gustaría hacerla rodar hasta el frío del crudo invierno, Eguchi contempló sus pechos y su abdomen. Apoyó la cabeza en un pecho y escuchó su corazón. Había esperado unos latidos fuertes, pero eran extrañadamente sosegados. ¿Y acaso un poco irregulares?
-Te enfriarás.
La cubrió y desconectó su lado de la manta. «El hechizo que constituía la vida de una mujer -pensó-, no era tan importante. Si la estrangulaba, le resultaría fácil. No representaría ningún esfuerzo, ni siquiera para un anciano.» Cogió su pañuelo y se frotó la mejilla que había posado sobre el pecho de la muchacha. Su olor aceitoso parecía proceder de él. El sonido del corazón de la joven persistía en su oído. Se llevó una mano al propio corazón. Quizá porque era el suyo, se le antojó el más fuerte de los dos.
Se volvió hacia la muchacha más dulce, dando la espalda a la morena. La nariz bien formada pareció fina y elegante a sus ojos cansados y présbitas. No pudo resistir la tentación de poner la mano bajo el cuello largo y esbelto y atraerla hacia sí. Al acercarse suavemente a él, la muchacha despidió una dulce fragancia, que se mezcló con el olor salvaje y penetrante de la muchacha morena que tenía a sus espaldas. Apretó contra sí a la muchacha rubia. Su respiración era breve y rápida. Pero no debía temer que se despertara. Yació inmóvil durante un rato.
«¿Le pediré que me perdone? ¿Como la última mujer de mi vida?» La muchacha que tenía a su espalda parecía estar tratando de excitarle. Echó la mano hacia atrás y la tocó. Era la carne de sus pechos:
-Estate quieta. Escucha las olas invernales y estate quieta -intentaba calmarse a sí mismo.
«Estas muchachas han sido narcotizadas. Es como si las hubieran paralizado. Les han dado un veneno o una droga muy fuerte.» Y, ¿por qué? «¿Por qué, sino por dinero?» No obstante, se sorprendió dudando. Cada mujer era diferente de todas las demás. Lo sabía; y, sin embargo, ¿tan diferente era la muchacha que tenía delante que estaba dispuesto a infligirle una herida que no se curaría, una pena que duraría toda su existencia? Eguchi, a sus sesenta y siete años, podía pensar, si así lo deseaba, que los cuerpos de todas las mujeres eran iguales. Y en esta muchacha no había afirmación ni negativa, no había ninguna respuesta. Lo único que la distinguía de un cadáver era que respiraba y tenía la sangre caliente. De hecho, cuando se despertara a la mañana siguiente, ¿acaso sería muy distinta de un cadáver con los ojos abiertos? Ahora no había en la muchacha amor, vergüenza, ni miedo. Cuando se despertara podría haber amargura y remordimiento. No sabría quién la había poseído. Sólo deduciría que había sido un viejo. Probablemente no se lo diría a la mujer de la casa. Ocultaría hasta el fin el hecho de que la regla de esta casa de ancianos había sido violada, y de este modo nadie lo sabría excepto ella. Su piel suave se adhería a Eguchi. La muchacha morena, tal vez aterida ahora que su lado de la manta estaba desconectado, apretaba su espalda desnuda contra Eguchi. Uno de sus pies se encontraba entre los de la muchacha de piel clara. Eguchi sintió que le abandonaban las fuerzas, y de nuevo tuvo deseos de reír. Alargó la mano hacia el sedante. Estaba insertado entre las dos y sólo podía moverse con dificultad. Con la mano en la frente de la muchacha rubia, contempló las píldoras de costumbre.
-¿Prescindo de ellas esta noche? -se preguntó.
Era evidente que se trataba de una fuerte droga. Se quedaría dormido sin esfuerzo. Por primera vez se le ocurrió preguntarse si todos los ancianos que venían a la casa tomaban obedientemente la medicina. Pero, ¿no era propio de la fealdad de la vejez que, no queriendo perder horas con el sueño, se abstuvieran de tomarla? Pensó que él aún no había entrado a formar parte de aquella fealdad. Una vez más se tragó las píldoras. Recordaba haber dicho una vez que quería la droga administrada a la muchacha.
La mujer había contestado que era peligrosa para los viejos, y él no había insistido.
¿Sugería la palabra «peligroso» morir durante el sueño? Eguchi no era más que un anciano de circunstancias normales. Siendo humano, de vez en cuando caía en una vaciedad solitaria, en una fría desesperación. ¿No sería éste un lugar muy deseable para morir? Despertar curiosidad, invitar el desdén del mundo, ¿acaso no sería coronar su vida con una muerte apropiada? Todos sus conocidos se sorprenderían. No podía calcular el perjuicio que causaría a su familia; pero morir durante el sueño entre, por ejemplo, las dos muchachas de esta noche, ¿no podía ser el máximo deseo de un hombre en sus últimos años? No, no podía serlo. Se lo llevarían, como al viejo Fukura, a una miserable posada de las termas, y dirían a la gente que se había suicidado con una sobredosis de somnífero. Como no habría una nota de despedida, se diría que estaba desesperado ante las perspectivas que se avecinaban. Podía ver la tenue sonrisa de la mujer de la casa.
«Qué ideas tan tontas. Como si quisiera tentar a la suerte.»
Se rió, pero no fue una risa alegre. La droga empezaba a causar efecto.
-Está bien -murmuró-. La sacaré de la cama y le obligaré a darme lo que dio a las muchachas.
Pero no era probable, que ella consintiera. Y Eguchi no deseaba levantarse, ni quería realmente la otra droga. Se puso boca arriba y colocó los brazos alrededor de las dos muchachas, alrededor de un cuello blanco, débil y fragan­te, y un cuello duro y grasiento. Algo surgió en su interior. Miró a derecha e izquierda de las cortinas de terciopelo carmesí.
-Ah.
-¡Ah! -la muchacha morena pareció contestarle. Puso un brazo sobre el pecho de Eguchi. ¿Sentiría algún dolor?
Eguchi retiró el brazo y le volvió la espalda. Con el brazo libre rodeó las caderas de la muchacha de piel clara. Cerró los ojos.
«¿La última mujer de mi vida? ¿Por qué he de pensar esto, ni siquiera por un momento?» ¿Y quién había sido la primera mujer de su vida?
El pensamiento cruzó su mente como un relámpago: la primera mujer de su vida había sido su madre. «Claro. ¿Podía ser otra que no fuera mi madre? -fue la inespera­da afirmación-. Pero, ¿acaso puedo decir que mi madre era una mujer mía?»
Ahora, a los sesenta y siete años, mientras yacía entre dos muchachas desnudas, sintió que surgía en el fondo de su ser una nueva verdad. ¿Era una blasfemia, era nostal­gia? Abrió los ojos y pestañeó, como para alejar una pesadilla. Pero la droga producía su efecto. Tenía un sordo dolor de cabeza. Amodorrado, persiguió la imagen de su madre; y entonces suspiró y tomó dos pechos, uno de cada muchacha, en la palma de las manos. Uno suave y uno grasiento. Cerró los ojos.
La madre de Eguchi había muerto una noche de invierno cuando él tenía diecisiete años. Eguchi y su padre le sostenían las manos. Hacía tiempo que padecía tuberculosis y sus brazos eran sólo piel y hueso, pero le asía la mano con tal fuerza que a Eguchi le dolían los dedos. La frialdad de su mano le penetró hasta el hombro. La enfermera que estaba dando masaje a sus pies, salió silenciosamente. Quizá se fuera para llamar al médico.
-Yoshio, Yoshio -exclamó su madre en pequeños jadeos.
Eguchi comprendió y acarició su pecho atormentado. Mientras lo hacía, ella vomitó una gran cantidad de sangre. Le salía en burbujas de la nariz. Dejó de respirar. La gasa y las toallas que había junto a la almohada no eran suficientes para secar la sangre.
-Sécala con tu manga, Yoshio -dijo su padre-. ¡Enfermera, enfermera! Traiga una palangana con agua. Sí, y otra almohada y un camisón y sábanas limpias.
Era natural que cuando el viejo Eguchi pensó en su madre como la primera mujer de su vida, pensara también en su muerte.
«¡Ah!» Las cortinas que tapizaban las paredes de la habitación secreta parecían del color de la sangre. Cerró con fuerza los ojos, pero aquel rojo no quería desapare­cer. Estaba medio dormido a causa de la droga. Los pechos frescos y jóvenes de las dos muchachas estaban en las palmas de sus dos manos. Su conciencia y su razón se habían adormecido.
¿Por qué, en un lugar como éste, había pensado en su madre como en la primera mujer de su vida? Pero la idea de su madre como la primera mujer no conjuró pensa­mientos sobre mujeres posteriores. En realidad, su pri­mera mujer había sido su esposa. Muy bien; pero su anciana esposa, habiendo casado a sus tres hijas, estaría durmiendo sola en esta fría noche de invierno. ¿O estaría aún despierta? No oiría el sonido de las olas, pero el frío de la noche sería más intenso que aquí. Se preguntó qué eran los dos pechos que tenía en las manos. Todavía palpitarían con sangre caliente cuando él ya estuviera muerto. ¿Y qué significaba este hecho? Dio cierta fuerza indolente a sus manos. No hubo reacción, porque los pechos también dormían profundamente. Cuando, en su última hora, había acariciado el pecho de su madre, tocó, por supuesto, sus senos marchitos. No eran como senos. Ahora ya no los recordaba. Lo que recordaba era que los había buscado, durmiéndose después, un día de su prime­ra infancia.
Por fin el viejo Eguchi empezaba a ceder al sueño. Cambió las manos que asían los pechos de las muchachas a una posición más cómoda. Se volvió hacia la muchacha morena, porque su fragancia era la más fuerte. Su aliento espeso le sopló en la cara. Tenía la boca entreabierta.
«Un diente torcido. Es bonito.» Lo tomó entre los dedos. La muchacha tenía los dientes grandes, pero éste era pequeño. De no ser por el aliento, Eguchi podría haber besado el diente. La intensa fragancia estorbaba su sueño, y se volvió de espaldas. Incluso entonces el aliento le soplaba en la nuca. No roncaba, pero ponía voz en su respiración. Eguchi encogió los hombros y puso la mejilla sobre la frente de la muchacha de piel clara. Quizá fruncía el ceño, pero también daba la impresión de estar sonrien­do. La piel grasienta de la muchacha morena tenía un tacto desagradable en la espalda. Era fría y resbaladiza. Eguchi se durmió.
Tal vez porque le resultara difícil dormir entre las dos muchachas, Eguchi tuvo una sucesión de pesadillas. No había cohesión entre ellas, pero eran perturbadoramente eróticas. En la última, él volvía de su luna de miel y se encontraba con que unas flores parecidas a las dalias rojas florecían y se balanceaban con tal profusión que casi cubrían la casa. Preguntándose si sería su casa, vacilaba en entrar.
-Bienvenido al hogar. ¿Por qué estás parado ahí? -era su difunta madre quien les saludaba-. ¿Es que tu mujer nos tiene miedo?
-Pero, ¿y las flores, madre?
-Sí -dijo su madre con calma-. Entrad.
-Pensaba que nos habíamos equivocado de casa. Era difícil que me equivocara. Pero, ¡qué flores!
Les habían preparado una comida ceremonial. Después de intercambiar saludos con la novia, la madre de Eguchi fue a la cocina a calentar la sopa. Eguchi olió el besugo. Salió a mirar las flores, y su novia le acompañó.
-¿Verdad que son bonitas? -dijo ella.
-Sí -como no deseaba asustarla, no añadió que antes no estaban aquí.
Se fijó en una especialmente grande.
El viejo Eguchi se despertó con un gemido. Sacudió la cabeza, pero aún estaba amodorrado. Yacía vuelto hacia la muchacha morena. Su cuerpo estaba frío. Eguchi se sentó, sobresaltado. La muchacha no respiraba. Le tocó el pecho. No había pulso. Saltó de la cama. Tropezó y cayó.
Temblando violentamente; salió a la habitación contigua.
El timbre estaba en la alcoba. Oyó pasos en el piso inferior.
«¿La habré estrangulado mientras dormía?» Se dirigió, casi arrastrándose, a la otra habitación, y miró a la muchacha.
-¿Ocurre algo? -la mujer de la casa entró.
-Está muerta -le rechinaban los dientes.
La mujer se frotó los ojos y observó con calma a la muchacha.
-¿Muerta? No hay razón para que lo esté.
-Está muerta. No respira y no tiene pulso.
La mujer cambió de expresión y se arrodilló junto a la muchacha morena.
-Esta muerta, ¿verdad?
La mujer retiró la ropa de la cama e inspeccionó a la muchacha.
-¿Le ha hecho usted algo?
-Nada en absoluto.
-No está muerta -dijo la mujer con frialdad forza­da-. No se preocupe.
-Está muerta. Llame a un médico. Ella no contestó.
-¿Qué le hizo tomar? Tal vez era alérgica.
-No se alarme. No le causaremos ningún problema. Su nombre no será pronunciado.
-Está muerta.
-Yo creo que no.
-¿Qué hora es?
-Más de las cuatro.
La mujer se tambaleó al levantar el cuerpo oscuro y desnudo.
-Permítame ayudarla.
-No se moleste. Hay un hombre abajo.
-Pesa mucho.
-Se lo ruego, no es necesario que se moleste. Vuelva a la cama. Está la otra chica.
Estaba la otra chica; nunca se había sentido más impresionado por una observación. Era cierto que la muchacha de tez clara seguía durmiendo en la habitación contigua.
-¿Espera que me duerma después de esto? -su voz expresaba indignación, pero también había miedo en ella-. Me voy a mi casa.
-Por favor, no lo haga. No conviene llamar la atención a esta hora.
-Me es imposible volver a dormir.
-Le traeré más medicina.
La oyó bajar las escaleras con la muchacha morena a cuestas. En pie, y con el kimono de noche, Eguchi sintió por primera vez que el frío le penetraba. La mujer volvió con dos píldoras blancas.
-Tome. Levántese tarde mañana.
¡Oh!
Eguchi abrió la puerta de la habitación contigua. La ropa de la cama seguía igual, tirada hacia abajo y en desorden, y la forma desnuda de la muchacha de tez clara yacía en esplendorosa belleza.
La contempló.
Oyó alejarse un automóvil, probablemente con el cuerpo de la muchacha morena. ¿La llevarían a la ambigua posada donde condujeron al anciano Fukura?



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