La casa
de las bellas durmientes
4
El gris de la mañana invernal se
convirtió por la tarde en una fría llovizna. Dentro del portal de la «casa de
las bellas durmientes», Eguchi advirtió que la llovizna ya era aguanieve. La
mujer de siempre cerró tras él la puerta con llave. Vio puntos blancos bajo la
luz enfocada a sus pies. Sólo había unos cuantos esparcidos aquí y allá. Eran
suaves y se fundían al tocar las losas.
-Tenga cuidado -dijo la mujer-. El suelo
está mojado.
Cubriéndole con un paraguas, trató de
tomarle de la mano. El calor repelente de la mano madura pareció atravesarle el
guante.
-Son resbaladizas.
Las hojas caídas del arce no habían sido
barridas. Algunas estaban marchitas y descoloridas, pero brillaban bajo la
lluvia.
-¿Acaso le llegan aquí medio
paralizados? ¿Tiene que guiarles y sostenerles?
-No debe hacer preguntas sobre los
demás.
-Pero el invierno ha de ser peligroso
para ellos. ¿Qué haría usted si uno sufriera un ataque cardíaco?
-Eso significaría el fin -dijo ella con
frialdad-. Para el caballero podría significar el paraíso, naturalmente.
-Usted no saldría indemne del percance.
-No.
Cualquiera que hubiese sido el origen de
tanto aplomo en el pasado de la mujer, no se produjo el menor cambio en su
expresión.
La habitación del piso superior estaba
como de costumbre, salvo que el pueblo de las hojas de arce había sido
cambiado por un paisaje nevado. No cabía duda de que también se trataba de una
reproducción.
-Me avisa siempre con tan poco tiempo...
-observó ella mientras hacía el buen té habitual-. ¿No le gustó ninguna de las
otras tres?
-Las tres me gustaron demasiado.
-Entonces tendría que decirme cuál
prefiere con dos o tres días de antelación. Es usted muy promiscuo.
-¿Podría haber promiscuidad con una
muchacha dormida? No se entera de nada. Podría ser cualquiera.
-Está dormida, pero sigue siendo de
carne y hueso.
-¿No preguntan nunca qué clase de hombre
ha estado con ella?
-Lo tienen absolutamente prohibido. Ésta
es la regla estricta de la casa. No debe preocuparse.
-Creo que usted sugirió la
inconveniencia de que un hombre se encariñara demasiado con una de sus muchachas.
¿Lo recuerda? Hablamos sobre la promiscuidad, y usted me dijo exactamente lo
que acabo de decirle yo esta noche. Hemos intercambiado nuestras posiciones. Es
muy extraño. ¿Acaso empieza a emerger la mujer que hay en usted?
Una sonría sarcástica apareció en las
comisuras de sus labios delgados.
-Me imagino que a lo largo de los años
usted habrá hecho llorar a muchas mujeres.
-¡Vaya idea! -Eguchi fue cogido por
sorpresa.
-Creo que protesta con exceso.
-No vendría aquí si fuera esa clase de
hombre. Los ancianos que vienen aquí siguen atados a sus ligaduras. Pero
rebelarse y gemir no puede devolvernos nada.
-Tal vez -su expresión continuaba siendo
impasible.
-La última vez le pregunté qué es lo
peor que se puede obtener.
-Que la muchacha esté dormida, supongo.
-¿Puedo tomar la misma medicina?
-Creo que ya me vi obligada a negárselo
la vez anterior.
-¿Qué es lo peor que puede hacer un
anciano?
-No hay cosas malas en esta casa -bajó
su voz juvenil, que pareció imponerse a él con una fuerza renovada.
-¿Ninguna cosa mala?
Los ojos oscuros de la mujer estaban
tranquilos.
-Naturalmente, si usted intentara
estrangular a una de las muchachas, sería como torcer el brazo a un recién
nacido.
-¿No se despertaría ni siquiera
entonces?
-Creo que no.
-Como hecho a la medida si uno quiere
suicidarse y llevarse a alguien consigo.
-Pues hágalo, si es que teme la soledad
de un suicidio sin compañía.
-¿Y si uno se siente demasiado solo
incluso para suicidarse?
-Supongo que los ancianos pasan por
momentos semejantes. -Como siempre, su actitud era sosegada-. ¿Ha bebido? No
tiene mucho sentido lo que dice.
-He tomado algo peor que alcohol.
Ella le miró brevemente.
-La de esta noche es muy cálida -dijo,
como queriendo quitar importancia a las palabras de él-. Lo más adecuado para
una noche fría como ésta. Entre en calor a su lado.
Y desapareció por las escaleras.
Eguchi abrió la puerta de la habitación
contigua. La dulce fragancia femenina era más fuerte que de costumbre. La
muchacha yacía de espaldas a él. Respiraba con fuerza, aunque no llegaba a
roncar. Parecía bastante gruesa. Eguchi no podía estar seguro, pero a la luz de
las cortinas de terciopelo carmesí, sus abundantes cabellos se antojaban de un
tono rojizo. La piel de las orejas carnosas, sobre el cuello redondo, era
extraordinariamente blanca. Parecía muy cálida, como había dicho la mujer, y,
sin embargo, no estaba ruborizada.
-¡Ah! -exclamó él involuntariamente al
deslizarse a su lado.
Era muy cálida, en efecto. Tenía la piel
tan suave que parecía adherirse a la suya. La fragancia procedía de su humedad.
Eguchi permaneció inmóvil durante un rato, con los ojos cerrados. La muchacha
también estaba inmóvil. La carne era abundante en las caderas y más abajo. El
calor, más que penetrarle, le envolvió. Tenía los pechos grandes, pero bajos y
anchos, y los pezones eran notablemente pequeños. La mujer había hablado de
estrangulación. Ahora lo recordó y tembló al pensarlo, a causa de la piel de la
muchacha. Si la estrangulara, ¿qué clase de fragancia despediría? Se esforzó en
imaginarse a la muchacha durante el día, y, para vencer la tentación, le dio un
porte desmañado. La excitación se desvaneció. Pero, ¿qué era un porte desmañado
en una muchacha que paseaba? ¿Qué eran unas piernas bien formadas? ¿Qué eran,
para un hombre de sesenta y siete años junto a una muchacha de una sola noche,
la inteligencia, la cultura, la barbarie? Solamente la tocaba. Y, narcotizada,
ella desconocía por completo el hecho de que la estaba tocando un anciano
decrépito. Tampoco lo conocería al día siguiente. ¿Era un juguete, un
sacrificio? El viejo Eguchi sólo había venido cuatro veces a esta casa y, no
obstante, la sensación de que con cada nueva visita había un nuevo entumecimiento
en su interior era esta noche especialmente intensa.
¿Estaría esta muchacha igualmente bien
entrenada? Quizá debido a que había llegado a no pensar en los tristes ancianos
que eran sus huéspedes, no respondió al contacto de Eguchi. Cualquier clase de
inhumanidad se convierte, con el tiempo, en humana. En la oscuridad del mundo
están enterradas todas las variedades de transgresión. Pero Eguchi era un poco
diferente a los demás ancianos que frecuentaban la casa. El viejo Kiga, al
indicarle la casa, se había equivocado considerándole igual que ellos. Eguchi
no había dejado de ser hombre. Por ello podía decirse que no sentía la pena y
la felicidad, la soledad y las nostalgias con tanta intensidad como ellos. Para
él no era necesario que la muchacha estuviera dormida.
En su segunda visita, cuando, con
aquella muchacha hechicera, había estado a punto de violar la regla de la casa,
se había apartado con asombro al descubrir que era virgen. Había jurado
entonces observar la regla, dejar en paz a las bellas durmientes. Había jurado
respetar el secreto de los ancianos. Parecía, efectivamente, que todas las
muchachas de la casa eran vírgenes; pero, ¿qué clase de solicitud atestiguaba
este hecho? ¿Sería el deseo de los ancianos, un deseo que rayaba en lo
lastimero? Eguchi pensó que lo comprendía, y también lo consideró insensato.
Pero la de esta noche le inspiraba
suspicacia. Le resultaba difícil creer que era virgen. Alzando el pecho hasta
el hombro de ella, contempló su cara. No estaba tan bien formada como su
cuerpo. Pero era más inocente de lo que había supuesto. Las aletas de la nariz
estaban algo distendidas, y el caballete era bajo. Las mejillas eran anchas y
redondas.
«Muy bonita», murmuró el viejo Eguchi,
apretando su mejilla contra la suya. Era asimismo húmeda y suave, quizá porque
su peso le presionaba el hombro, la muchacha se puso boca arriba. Eguchi se
apartó.
Permaneció un rato con los ojos
cerrados, porque la fragancia de la muchacha era inusitadamente fuerte. Dicen
que el sentido del olfato es el más rápido en evocar recuerdos; pero, ¿no era este
olor demasiado dulce e intenso? Eguchi pensó en el olor a leche de un niño de
pecho. Aunque ambos fueran totalmente distintos, ¿no eran en cierto modo
básicos en la humanidad? Desde la antigüedad, los ancianos habían intentado
usar la fragancia de las doncellas como un elixir de juventud. El olor de la
muchacha de esta noche no podía llamarse fragante. Si se decidía a violar la
regla de la casa, habría un olor desagradablemente intenso y carnal. Pero el
hecho de que lo calificara de desagradable ¿no sería un signo de que Eguchi ya
era senil? ¿Acaso esta especie de olor fuerte y penetrante no constituía la
base de la vida humana? Daba la impresión de ser una muchacha con facilidad
para quedarse embarazada. Aunque la hubiesen dormido, sus procesos fisiológicos
seguían funcionando, y se despertaría en el curso del día siguiente. Si
quedaba embarazada, sería sin que tuviera la menor conciencia de ello. ¿Y si
Eguchi, a sus sesenta y siete años, dejase tras él a un niño semejante? Era el
cuerpo de mujer que invitaba al hombre a los círculos inferiores del infierno.
Ella había sido privada de todas sus
defensas, en beneficio de su anciano huésped, de un triste viejo. Estaba
desnuda, y no se despertaría. Eguchi sintió una oleada de compasión por ella.
Se le ocurrió una idea: los viejos tienen la muerte, y los jóvenes el amor, y
la muerte viene una sola vez y el amor muchas. Era una idea para la cual no
estaba preparado, pero le calmó, aunque no se había notado especialmente
nervioso. De fuera llegaba el débil susurro del aguanieve. El sonido del mar
había enmudecido. El viejo Eguchi podía ver el mar inmenso y oscuro sobre el
que la nieve caía y se fundía. Un ave salvaje, parecida a una gran águila, voló
rozando las olas, con algo en el pico que chorreaba sangre. ¿Era una cría
humana? No podía serlo. Tal vez fuera el espectro de la iniquidad humana. Meneó
ligeramente la cabeza sobre la almohada y el espectro desapareció.
-Caliente, caliente -dijo Eguchi.
No era sólo la manta eléctrica. La
muchacha había apartado la colcha, y sus pechos, grandes y anchos pero algo
carentes de énfasis, estaban medio descubiertos. La luz del terciopelo carmesí
teñía débilmente su piel clara. Mirando los hermosos pechos, Eguchi siguió el
pico de pelo con un dedo. Ella continuaba respirando pausada y lentamente. ¿Qué
clase de dientes habría detrás de los delgados labios? Asiendo el labio
inferior por el centro, los entreabrió un poco. Aunque no eran desproporcionados
en comparación con el tamaño de los labios, los dientes podían calificarse como
pequeños, y estaban colocados con regularidad. Retiró la mano. Los labios
permanecieron abiertos. Aún podía ver las puntas de los dientes. Borró un poco
el lápiz labial que tenía en las yemas de los dedos frotándolos contra el carnoso
lóbulo, y después contra el cuello redondeado. La mancha roja apenas visible
era agradable sobre la piel blanca.
Sí, debía ser virgen. Como había tenido
dudas sobre la muchacha de la segunda noche, y se había sorprendido de su
propia vileza, no sintió el impulso de investigar. ¿Qué le importaba a él?
Entonces, mientras empezaba a pensar que en realidad le importaba algo, le
pareció oír una voz burlona.
«-¿Hay por aquí algún demonio intentando
reírse de mi?»
«-Me temo que no es tan sencillo. Haces
demasiado caso de tu propio sentimentalismo y de tu descontento por no ser
capaz de morir».
«-Estoy intentando pensar como los
ancianos que están más tristes que yo».
«-¡Canalla! Quien echa la culpa a otros
no es digno de contarse entre los canallas».
«-¿Canalla? Muy bien, un canalla. Pero,
¿por qué una virgen es pura y otra mujer no? Yo no he pedido vírgenes».
«-Esto es porque no conoces la verdadera
senilidad. No vuelvas a este lugar. Si por una casualidad entre un millón, una
casualidad entre un millón, una muchacha abriera los ojos, ¿no estás
subestimando la vergüenza?»
Algo parecido a un autointerrogatorio
pasó por la mente de Eguchi; pero, como era natural, no estableció que en esta
casa sólo se narcotizaba a vírgenes. Como sólo la había visitado cuatro veces,
le inspiraba perplejidad que las cuatro muchachas hubieran sido vírgenes.
¿Sería ésta la exigencia, la esperanza de los ancianos?
Si la muchacha se despertara... -el
pensamiento ejercía una fuerte atracción-. Si abriera los ojos, incluso aturdida,
¿qué intensidad tendría el sobresalto, de qué clase sería? Probablemente la
muchacha no seguiría durmiendo si, por ejemplo, le cortara un brazo casi en
redondo o le clavara un cuchillo en el pecho o en el abdomen.
«Eres un depravado», se dijo a sí mismo.
La impotencia de los otros ancianos no
debía estar muy lejos del propio Eguchi. Pensamientos atroces le asaltaron:
destruir esta casa, destruir también su propia vida, porque la muchacha de esta
noche no era lo que podría llamarse una belleza de facciones regulares, porque
sentía cerca de él a una muchacha bonita con el pecho al descubierto. Sintió
algo parecido a una contrición involuntaria. Y también contrición por una vida
que, con toda probabilidad, tendría un final tímido. Carecía del valor de su
hija menor, con la cual había ido a contemplar la camelia. Volvió a cerrar los
ojos.
Dos mariposas jugueteaban entre los
bajos arbustos que bordeaban el sendero de piedras de un jardín. Desaparecían
entre las ramas, las rozaban, parecían divertirse. Volaron un poco más alto y
danzaron grácilmente hacia los arbustos para alejarse de nuevo, y otra mariposa
apareció de entre las hojas, y después otra. «Dos parejas», pensó, y entonces
contó cinco, y todas revoloteaban juntas. ¿Sería una pelea? Pero de los
arbustos fueron surgiendo más mariposas, una tras otra, y el jardín era un
enjambre de mariposas blancas, muy cerca del suelo. Las ramas inclinadas de un
arce se mecían bajo el impulso del viento que no parecía existir. Las ramas
eran delicadas, y debido al gran tamaño de las hojas, sensibles al viento. El
enjambre de mariposas había crecido tanto que era como un campo de flores
blancas. Aquí las hojas del arce ya se habían caído. Tal vez seguían pendiendo
de las ramas unas cuantas hojas marchitas, pero esta noche caía aguanieve.
Eguchi había olvidado el frío del
aguanieve. ¿Procedería el enjambre danzante de mariposas blancas del pecho
grande y blanco de la muchacha, desnudo junto a él? ¿Había algo en la muchacha
que calmaba los malos impulsos de un anciano? Abrió los ojos y miró los pezones
pequeños y rosados. Eran como un símbolo del bien. Posó la mejilla sobre ellos.
El interior de sus párpados pareció calentarse. Quería dejar su marca en esta
muchacha.
Si violaba la regla de la casa, la
muchacha se asustaría al despertarse. Dejó en sus pechos varias marcas del
color de la sangre. Se estremeció.
-Tendrás frío -subió la colcha. Se tragó
las dos píldoras que había junto a la almohada-. Un poco rechoncha en las
partes inferiores -bajó el brazo y la atrajo hacia sí.
A la mañana siguiente le despertó dos
veces la mujer de la casa. La primera vez llamó a la puerta.
-Son las nueve, señor.
-Ya me levanto. Debe hacer frío fuera.
-Encendí temprano la estufa.
-¿Y el aguanieve?
-Está nublado, pero ya no nieva.
-¿Ah, no?
-Hace rato que tengo preparado su
desayuno.
-Está bien -con esta respuesta
indiferente, cerró de nuevo los ojos-. Un demonio vendrá a buscarte -dijo,
arrimándose a la notable piel de la muchacha.
La mujer regresó antes de que pasaran
diez minutos.
-¡Señor! -esta vez golpeó con fuerza-.
¿Ha vuelto a acostarse? -su voz también era fuerte.
-La puerta no está cerrada con llave
-contestó.
La mujer entró. Él se incorporó
perezosamente. La mujer le ayudó a vestirse; incluso le puso los calcetines,
pero su tacto era desagradable. En la habitación contigua el té, como siempre,
era bueno. Mientras lo sorbía, ella le miró con frialdad y suspicacia.
-¿Qué le ha parecido? ¿Le ha gustado?
-Lo suficiente, supongo.
-Me alegro. ¿Ha tenido sueños
placenteros?
-¿Sueños? Ninguno en absoluto. Sólo he
dormido bien. Hacía mucho tiempo que no dormía tan bien -bostezó abiertamente-.
Todavía no estoy despierto del todo.
-Me imagino que estaría cansado anoche.
-Fue culpa de ella. ¿Viene aquí con
frecuencia?
La mujer bajó la vista, con expresión
severa.
-Tengo una petición especial -dijo él.
Su actitud era grave-. Cuando termine el desayuno, ¿me dará más medicina para
dormir? Le pagaré más. Aunque no sé cuándo se despertará la muchacha.
-Completamente descartado -la cara de la
mujer tenía una palidez terrosa, y sus hombros estaban rígidos-. Realmente va
usted demasiado lejos.
-¿Demasiado lejos? -intentó reír, pero
la risa se negó a materializarse.
Quizá sospechando que Eguchi había hecho
algo a la muchacha, ella entró con apresuramiento en la habitación contigua.
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