La casa
de las bellas durmientes
2
El viejo Eguchi no había pensado volver
a la «casa de las bellas durmientes». Durante aquella primera noche pensó que
no le gustaría visitarla de nuevo, y seguía opinando lo mismo cuando se marchó
por la mañana.
Unos quince días después recibió una
llamada telefónica preguntándole si le gustaría hacer una visita aquella
noche. La voz parecía ser de la mujer de cuarenta y cinco años. Por el teléfono
sonaba todavía más como un murmullo glacial desde un lugar silencioso.
-Si sale de casa ahora, ¿cuándo puedo
esperarle?
-Algo después de las nueve, me imagino.
-Sería demasiado temprano. La joven aún
no está aquí, y aunque así fuera, no estaría dormida.
Sorprendido, Eguchi no contestó.
La voz de la mujer era lenta y sosegada,
pero el corazón de Eguchi estaba desbocado.
-Hacia las once, entonces -dijo con la
garganta seca.
¿Qué importa que esté dormida o no?,
podría haber dicho, no en serio, sino medio en broma. Le gustaría verla antes
de que se durmiera, podría haber dicho. Pero por alguna razón las palabras se
le ahogaron en la garganta. Habría desafiado la regla secreta de la casa.
Precisamente por ser una regla tan extraña, tenía que ser observada del modo
más estricto. Una vez transgredida, la casa no sería más que un burdel
ordinario. Las tristes peticiones de los ancianos, la seducción, todo
desaparecería. El propio Eguchi estaba asombrado ante el hecho de haber contenido
tan súbitamente el aliento cuando le dijeron que a las nueve era demasiado
temprano, que la muchacha no estaría dormida, que la mujer la tendría dormida a
las once. ¿Podría llamarse aquello la sorpresa de ser alejado de repente del
mundo cotidiano? Porque la muchacha estaría dormida y era seguro que no se
despertaría.
¿Obraba con excesiva rapidez o con
excesiva lentitud volviendo al cabo de quince días a una casa que no pensaba
volver a visitar? En cualquier caso, no había resistido la tentación por fuerza
de voluntad. No tenía intención de entregarse una vez más a esa especie de
frivolidad senil, y de hecho no era tan senil como los otros hombres que visitaban
el lugar. Y sin embargo, aquella primera visita no le había dejado malos
recuerdos. La sensación de culpa existía; pero sentía que no había pasado en
sus sesenta y siete años una noche tan limpia. Sintió lo mismo cuando se
despertó aquella mañana. Al parecer el sedante había funcionado, y durmió hasta
las ocho, más tarde de lo habitual. Ninguna parte de su cuerpo tocaba a la
muchacha. Fue un despertar dulce e infantil junto al calor joven y la suave
fragancia de ella.
La muchacha yacía con el rostro vuelto
hacia él, la cabeza ligeramente adelantada y los pechos hacia atrás, y en la
sombra de su mandíbula había una línea apenas perceptible a través del cuello
fresco y esbelto. Sus largos cabellos estaban extendidos sobre la almohada,
detrás de la cabeza. Contemplando sus labios cerrados y después sus pestañas y
cejas, él no dudó que era virgen. Estaba demasiado cerca para que sus ojos
cansados distinguieran los pelos individuales de las pestañas y las cejas. La
piel, cuyo vello no podía ver, despedía un tenue resplandor. No había una sola
peca en el rostro y el cuello. Ya había olvidado la pesadilla, y le recorrió
una oleada de afecto por la muchacha y también la sensación infantil de que era
amado por ella. Buscó uno de sus pechos y lo sostuvo en la mano, suavemente. En
el tacto había el extraño aleteo de algo, como si éste fuera el pecho de la
propia madre de Eguchi antes de concebirle. Retiró la mano, pero la sensación
se trasladó de su pecho a los hombros.
Oyó abrirse la puerta de la habitación
contigua.
-¿Está despierto? -preguntó la mujer de
la casa-. El desayuno le espera.
-Sí -repuso apresuradamente Eguchi.
Él sol matutino se filtraba por los
postigos y brillaba con fuerza en las cortinas de terciopelo. Pero la luz de la
mañana no se mezclaba con la luz suave del techo.
-¿Se lo traigo, entonces?
-Sí.
Al levantarse, Eguchi tocó con suavidad
el cabello de la muchacha.
Sabía que la mujer quería alejar al
cliente antes de que la muchacha se despertara, pero se mostró tranquila mientras
le servía el desayuno. ¿Hasta cuándo dormiría la muchacha? Pero no era
conveniente hacer preguntas innecesarias.
-Una muchacha muy bonita -dijo con
indiferencia.
-Sí. ¿Y tuvo usted sueños agradables?
-Me ha traído sueños muy agradables.
-El viento y las olas se han calmado -la
mujer cambió de tema-. Será lo que llaman un veranillo de San Martín.
Y ahora, al venir por segunda vez en
quince días, Eguchi no sentía tanto la curiosidad de la primera visita como
cierta reticencia e inquietud; pero la excitación era más fuerte. La
impaciencia de la espera desde las nueve a las once había provocado una especie
de embriaguez.
La misma mujer le abrió el portal. La
misma reproducción pendía en la alcoba. El té volvió a ser bueno. Estaba más
nervioso que en la visita anterior, pero consiguió portarse como un cliente
antiguo y experimentado.
-Este lugar es tan cálido -observó,
mirando el cuadro del pueblo de montaña con las hojas otoñales-, que me imagino
que las hojas de los arces se marchitan sin llegar a ser rojas. Pero como la
otra vez era oscuro, no pude ver bien su jardín.
Era una forma improbable de entablar
conversación.
-Lo ignoro -dijo la mujer con
indiferencia-. Ha refrescado mucho. He puesto una manta eléctrica, doble, con
dos interruptores. Puede ajustar su lado como guste.
-Nunca he dormido con una manta
eléctrica.
-Si quiere puede desconectar su lado,
pero debo rogarle que deje encendido el de la muchacha.
Porque estaba desnuda, como sabía el
anciano.
-Es una idea interesante, una manta que
dos personas pueden graduar a su comodidad.
-Es americana. Pero le ruego que no sea
difícil y desconecte el lado de la muchacha. Usted comprende, estoy segura,
que no se despertará aunque tenga mucho frío.
Él no contestó.
-Tiene más experiencia que la anterior.
-¿Qué?
-Además, es muy bonita. Sé que usted no
hará nada malo, por lo que no sería justo que no fuese bonita.
-¿No es la misma?
-No. ¿Acaso no le parece mejor tener
esta noche una diferente?
-No soy promiscuo hasta este punto.
-¿Promiscuo? Pero, ¿qué tiene que ver
esto con la promiscuidad?
El familiar modo de hablar de la mujer
parecía ocultar una débil sonrisa burlona.
-Ninguno de mis huéspedes hace cosas
promiscuas. Todos tienen la amabilidad de ser caballeros dignos de confianza.
La mujer no le miró mientras hablaba sin
abrir casi los labios. La nota de burla irritó a Eguchi, pero no se le ocurrió
nada que decir. ¿Qué era ella, al fin y al cabo, sino una alcahueta fría y
avezada?
-Usted podrá considerarlo promiscuo,
pero la muchacha está dormida y ni siquiera sabe con quién ha dormido. Tanto
la del otro día como la de esta noche no sabrán nada de usted, y hablar de
promiscuidad es un poco…
-Comprendo. No es una relación humana.
-¿Qué quiere decir?
Sería extraño explicar, ahora que había
venido a la casa, que para un anciano que ya no era un hombre, estar en
compañía de una muchacha que dormía en un sueño provocado «no era una relación
humana».
-¿Y qué hay de malo en ser promiscuo?
-con la voz extrañamente joven, la mujer rió como para consolar a un anciano-.
Si le gusta tanto la otra chica, puedo reservársela para la próxima vez que
venga; pero después admitirá que ésta es mejor.
-¿Ah, sí? ¿A qué se refiere al decir que
tiene más experiencia? A fin de cuentas, está profundamente dormida.
-Sí.
La mujer se levantó, abrió la puerta de
la habitación contigua, miró hacia dentro y puso la llave frente a Eguchi.
-Espero que duerma bien.
Eguchi vertió agua caliente en la tetera
y tomó una pausada taza de té. Por lo menos su intención fue ser pausado, pero
su mano temblaba. No se debía a su edad, murmuró. Aún no era un huésped digno
de confianza. ¿Qué ocurriría si, para vengar a todos los ancianos burlados e
insultados que venían aquí, violaba la regla de la casa? ¿Acaso no sería un
modo más humano de hacer compañía a la muchacha? Ignoraba hasta qué punto había
sido drogada, pero probablemente sería capaz de despertarla con su violencia.
Esto fue lo que pensó, pero su corazón no aceptó el reto.
La repelente senilidad de los tristes
hombres que venían a esta casa no estaba a muchos años de distancia del propio
Eguchi. La inconmensurable extensión del sexo, su insondable profundidad -¿qué
parte de ella había conocido Eguchi en sus sesenta y siete años?-. Y en torno a
aquellos ancianos nacía constantemente carne nueva, carne hermosa, carne joven.
¿Acaso la nostalgia de los tristes ancianos por el sueño inacabado, su pesar
por los días perdidos sin haberlos tenido jamás, no estarían ocultos en el
secreto de esta casa? Eguchi pensaba antes que las muchachas que no se
despertaban eran una perpetua libertad para los ancianos. Dormidas y mudas,
decían lo que los ancianos deseaban.
Se levantó y abrió la puerta de la
habitación contigua, y en seguida le envolvió el olor cálido. Sonrió. ¿Por qué
había vacilado? La muchacha yacía con ambas manos sobre la colcha. Sus uñas
eran rosadas. Su lápiz labial era de un rojo vivo. Yacía boca arriba.
«Conque tiene experiencia, ¿eh?»,
murmuró al acercarse. Las mejillas estaban ruborizadas por el calor de la
manta, en realidad todo su rostro estaba ruborizado. El perfume era intenso.
Las mejillas y los párpados, redondeados. La garganta era tan blanca que
reflejaba el carmesí de las cortinas de terciopelo. Los ojos cerrados parecían
decirle que tenía ante sí a una joven hechicera dormida. Mientras se desnudaba,
de espaldas a ella, el cálido perfume le envolvió. La habitación estaba
impregnada de él.
No parecía probable que el viejo Eguchi
pudiera ser tan reticente como lo fuera con la otra muchacha. Ésta era una
joven que, tanto dormida como despierta, incitaba al hombre, con tanta fuerza
que si ahora Eguchi violaba la regla de la casa, sólo ella tendría la culpa del
delito. Se tendió con los ojos cerrados, como para saborear el placer que
vendría después, y sintió que un calor joven invadía su interior. La mujer había
hablado bien cuando dijo que ésta era mejor; pero la casa se antojaba tanto más
extraña por haber encontrado una muchacha semejante. Yacía envuelto en su
perfume, considerándola demasiado valiosa para ser tocada. Aunque no entendía
mucho de perfumes, éste parecía ser la fragancia de la propia joven. No podía
haber una felicidad mayor que sumirse así en la dulzura del sueño. Quería hacer
exactamente esto. Se deslizó suavemente hacia ella. Y a modo de respuesta, ella
se le acercó con delicadeza, extendiendo los brazos bajo la manta como si fuera
a abrazarle.
-¿Estás despierta? -preguntó él,
apartándose y sacudiéndole la mandíbula-. ¿Estás despierta?
Aumentó la presión de la mano. Ella se
puso boca abajo como si quisiera rehuirla, y al hacerlo abrió un poco la
comisura de los labios y la uña del índice de Eguchi rozó uno o dos de sus
dientes. Lo dejó allí. Las piernas de ella seguían separadas. Dormía
profundamente, por supuesto, y no estaba fingiendo.
Al no esperar que la muchacha de esta
noche fuese diferente de la muchacha anterior, él había protestado a la mujer
de la casa; pero sabía, naturalmente, que tomar somníferos de forma reiterada
tenía que ser perjudicial para una joven. Podía decirse que en interés de la
salud de las muchachas se obligaba a Eguchi y los otros ancianos a ser
«promiscuos». Pero, ¿no eran estas habitaciones del piso superior para un único
huésped? Eguchi sabía poco acerca del piso superior, pero, en caso de estar
destinado a huéspedes, no podía contener más de una habitación. Por consiguiente,
no creía que se necesitaran muchas chicas para los ancianos que venían aquí.
¿Serían todas hermosas a su manera, como la muchacha de hoy y la de la otra
noche?
El diente contra el que se apoyaba el
dedo de Eguchi parecía húmedo de algo que se adhería al dedo. Lo movió de un
lado a otro de la boca, palpando los dientes dos o tres veces. En la parte
anterior estaban casi secos, pero por dentro eran lisos y húmedos. A la derecha
estaban torcidos, un diente montaba sobre otro. Asió los dos dientes torcidos
con el pulgar y el índice. Se le ocurrió meter el dedo entre ellos, pero, a
pesar de estar dormida, ella apretó los dientes y se negó en redondo a
separarlos. Cuando retiró el dedo, estaba manchado de rojo. ¿Y con qué se
quitaría el lápiz labial? Si lo frotaba contra la almohada, parecería que la
había manchado ella misma al ponerse boca abajo. Pero seguramente no se
borraría si no humedecía el dedo con la lengua, y sentía una extraña
repugnancia ante la idea de tocar el dedo rojo con la boca. Lo frotó contra el
cabello que cubría la frente de la muchacha. Después de frotar con el pulgar y
el índice, no tardó en introducir los cinco dedos entre los cabellos,
retorciéndolos; y gradualmente sus movimientos adquirieron más violencia. Las
puntas de los cabellos emitían chispas de electricidad entre sus dedos. La
fragancia del cabello era más intensa. La fragancia que procedía de su interior
era asimismo más intensa, en parte debido al calor de la manta eléctrica.
Mientras jugaba con los cabellos, se fijó en las líneas de las raíces, marcadas
como si hubieran sido esculpidas, y especialmente la línea de la nuca, al final
del esbelto cuello, donde el cabello era corto y estaba cepillado hacia arriba.
Sobre la frente caían mechones largos y cortos, como despeinados. Al
apretarlos, contempló las cejas y las pestañas. Tenía la otra mano tan hundida
entre los cabellos que podía sentir la piel situada debajo.
«No, no está despierta», se dijo a sí
mismo, y agarrando un mechón, tiró de él desde la coronilla.
Ella pareció sentir dolor y dio media
vuelta. El movimiento la acercó más al anciano. Ambos brazos estaban al
descubierto, el derecho sobre la almohada. La mejilla derecha reposaba sobre
él, por lo que Eguchi sólo podía ver los dedos. Estaban ligeramente separados,
el meñique bajo las pestañas y el índice junto a los labios. El pulgar se
hallaba oculto bajo el mentón. El rojo de los labios, inclinado algo hacia
abajo, y el rojo de las cuatro largas uñas formaban un racimo sobre la almohada
blanca. El brazo izquierdo también estaba doblado por el codo. La mano se
encontraba casi directamente bajo los ojos de Eguchi. Los dedos, largos y
esbeltos en comparación con la redondez de las mejillas, le hicieron pensar en
las piernas extendidas. Buscó una pierna con la planta del pie. La mano
izquierda también tenía los dedos ligeramente separados. Apoyó la cabeza sobre
ella. Un espasmo causado por su peso la recorrió hasta el hombro, pero no fue
suficiente para apartar la mano. Eguchi yació inmóvil durante un rato. Los hombros
de ella estaban algo levantados y tenían la morbidez de la juventud. Cuando los
cubrió con la manta, posó suavemente la mano sobre esta joven morbidez.
Trasladó la cabeza de la mano al brazo de la muchacha. Le atraía la fragancia
del hombro y la nuca. Hubo un temblor en el hombro y la espalda, pero pasó
inmediatamente. El anciano se quedó apoyado sobre ellos.
Ahora vengaría en esta muchacha esclava,
drogada para que durmiese, todo el desprecio y la burla soportados por los
ancianos asiduos de la casa. Violaría la regla de la casa. Sabía que no le
permitirían volver. Esperaba despertarla mediante la violencia. Pero se apartó
de improviso, porque acababa de descubrir la clara evidencia de su virginidad.
Gimió al retirarse, con el pulso rápido
y la respiración convulsa, menos por la repentina interrupción que por la
sorpresa. Cerró los ojos y trató de calmarse. Lo que no hubiera sido fácil para
un hombre joven, lo fue para él. Acariciando sus cabellos, volvió a abrir los
ojos. Ella continuaba boca abajo. ¡Una prostituta virgen, a su edad! ¿Qué era,
sino una prostituta? Así razonó consigo mismo; pero con el paso de la tormenta
sus sentimientos hacia la chica y hacia sí mismo habían cambiado, y no
volverían a ser los de antes. No lo lamentaba. Cualquier cosa que hubiese
podido hacer a una muchacha dormida e inconsciente habría sido la mayor de las
locuras. Pero, ¿cuál era el significado de la sorpresa?
Provocado por el rostro hechicero,
Eguchi había iniciado el camino prohibido; y ahora sabía que los ancianos que
venían aquí llegaban con una felicidad más melancólica, un anhelo más fuerte y
una tristeza mucho más profunda de lo que había imaginado. Aunque la suya era
una especie de aventura fácil para ancianos, un modo simple de
rejuvenecimiento, en su esencia ocultaba algo que no volvería pese a todas las
nostalgias, que no se curaría por muy laboriosos que fuesen los esfuerzos. El
hecho de que la hechicera «experimentada» de esta noche fuera todavía virgen no
era tanto la señal del respeto de los ancianos hacia sus promesas como la
triste señal de su decadencia. La pureza de la muchacha era como la fealdad de
los ancianos.
Tal vez la mano que tenía bajo la
mejilla se había dormido. La muchacha la levantó sobre su cabeza y flexionó
lentamente los dedos dos o tres veces. Rozó la mano de Eguchi, que seguía
moviéndose entre sus cabellos. Eguchi la tomó en la suya. Los dedos eran
flexibles y estaban un poco fríos. Los apretó unos contra otros, como si
quisiera aplastarlos. Ella levantó el hombro izquierdo y dio otra media vuelta.
Entonces elevó el brazo izquierdo en el aire y lo dejó caer sobre el hombro de
Eguchi en una especie de abrazo. Pero no tenía fuerza, y el abrazo no enlazó su
cuello. La cara de la muchacha, ahora vuelta hacia él, estaba demasiado cerca y
era como un borrón blanco para sus ojos cansados; pero las cejas demasiado
gruesas, la sombra excesivamente oscura de las pestañas, los párpados y las
mejillas redondeadas, el cuello largo, confirmaban su primera impresión, la de
una hechicera. Los pechos pendían ligeramente, pero eran muy abultados, y para
una japonesa los pezones eran grandes e hinchados. Le pasó la mano por la
espalda y por las piernas, que estaban rígidamente estiradas desde las caderas.
Lo que se antojaba una falta de armonía entre las partes superior e inferior de
su cuerpo podía tener algo que ver con su virginidad.
Tranquilamente, ahora, contempló su
rostro y su cuello. Era una piel destinada a absorber un débil reflejo del
carmesí de las cortinas de terciopelo. Su cuerpo había sido tan usado por los
clientes ancianos que la mujer de la casa la había descrito como
«experimentada», y no obstante, era virgen. Ello se debía a que los hombres
eran seniles y a que la joven estaba tan profundamente dormida. Tuvo
pensamientos casi paternales mientras se preguntaba qué vicisitudes esperaban
en los años venideros a esta muchacha hechicera. Sus pensamientos probaban que
también Eguchi era viejo. No cabía duda de que la chica estaba aquí por dinero.
Tampoco cabía la menor duda de que para los ancianos que pagaban este dinero,
dormir junto a semejante muchacha era una felicidad fuera de este mundo. Como
la joven no se despertaría, los viejos huéspedes no tenían que sentir la
vergüenza de sus años. Eran completamente libres de entregarse sin limitación
a sueños y recuerdos de mujeres. ¿No era eso por lo que no dudaban en pagar más
que por mujeres despiertas? Además, a los ancianos les inspiraba confianza
saber que las muchachas dormidas para su placer no sabían nada de ellos.
Tampoco los ancianos sabían nada de las chicas, ni siquiera cómo iban vestidas,
para que nada diera indicios de su posición y carácter. Los motivos iban más
allá de cuestiones tan simples como la inquietud sobre complicaciones
ulteriores. Eran una luz extraña en el fondo de una profunda oscuridad.
Pero el viejo Eguchi aún no estaba
acostumbrado a tener por compañía a una muchacha que no decía nada, una
muchacha que no abría los ojos ni daba muestras de advertir su presencia. La
nostalgia inútil aún no le había abandonado. Quería ver los ojos de esta joven
hechicera.
Quería oír su voz, hablar con ella. La
necesidad de explorar con sus manos a la muchacha dormida era menos fuerte. De
hecho, había en ella cierta indiferencia. Puesto que la sorpresa le había
obligado a desechar toda idea de violar la regla secreta, imitaría la conducta
de los otros ancianos. La muchacha de esta noche, pese a estar dormida, tenía
más vida que la de la otra noche. Había vida, y del modo más enfático, en su
fragancia, en su tacto, en la índole de sus movimientos.
Como la otra vez, junto a su almohada
había dos píldoras sedantes. Pero esta noche tenía la intención de no dormirse
inmediatamente. Contemplaría un rato más a la muchacha. Sus movimientos eran
enérgicos, incluso durante el sueño. Daba la impresión de que se volvería
veinte o treinta veces en el curso de una noche. Le dio la espalda, y casi en
seguida se volvió de nuevo hacia él, buscándole con un brazo. Eguchi le cogió
la rodilla y la atrajo hacia sí.
-No hagas eso -pareció decir la joven,
con una voz que no era voz.
-¿Estás despierta?
Tiró de la rodilla con más fuerza, para
ver si se despertaba. La rodilla se dobló débilmente hacia él. Entonces puso el
brazo bajo su cuello y le sacudió la cabeza con suavidad.
-Ah -murmuró la joven-. ¿Adónde voy?
-¿Estás despierta? Despiértate.
-No. No.
Su
rostro se arrimó al hombro de Eguchi, como para evitar las sacudidas. La frente
le rozaba el cuello y el pelo cosquilleaba su nariz. Era duro, incluso
doloroso. Eguchi se apartó de aquel dolor demasiado intenso.
-¿Qué haces? -dijo la muchacha-. Basta.
-No hago nada.
Pero estaba hablando en sueños. ¿Acaso
en su sueño había interpretado mal los movimientos de Eguchi, o estaba soñando
con otro anciano que la había maltratado cualquier otra noche? El corazón de
Eguchi latió más de prisa al pensar que, aunque ella hablara de modo fragmentario
e incoherente, tal vez pudiera sostener con ella algo parecido a una
conversación. Quizá lograría despertarla por la mañana. Pero, ¿le habría oído
realmente? ¿No sería más su contacto que sus palabras lo que le hacía hablar en
sueños? Pensó en propinarle un buen golpe, o pellizcarla; pero en lugar de eso
la atrajo lentamente hacia sus brazos. Ella no se resistió ni tampoco habló.
Parecía respirar con dificultad. Su aliento soplaba con dulzura sobré el rostro
del anciano. La respiración de éste era irregular; volvía a sentirse atraído
por esta muchacha, que era suya para hacer con ella cuanto se le antojara. ¿Qué
clase de tristeza la asaltaría por la mañana si él la convertía en mujer? ¿De
qué modo cambiaría la dirección de su vida? En cualquier caso, no sabría nada
hasta la mañana.
-Madre -fue como un lento gemido-.
Espera, espera. ¿Es preciso que te vayas? Lo siento, lo siento.
-¿En qué sueñas? Es sólo un sueño, un
sueño.
El viejo Eguchi la apretó entre sus
brazos, con objeto de poner fin al sueño. La tristeza de su voz le conmovió.
Tenía los pechos comprimidos contra él. Movió los brazos. ¿Acaso intentaba
abrazarle, tomándole por su madre? No, pese a haber sido drogada, pese a ser
todavía virgen, la muchacha era indiscutiblemente una hechicera. Eguchi tenía
la impresión de que a lo largo de sus sesenta y siete años no había sentido
nunca tan plenamente la piel de una hechicera joven. Si existía en alguna parte
una leyenda siniestra carente de heroína, ésta era la muchacha apropiada.
Al final acabó pareciéndole que no era
la hechicera, sino la hechizada. Y estaba viva mientras dormía. Su mente había
sido narcotizada y su cuerpo se había despertado como mujer. Era el cuerpo de
una mujer, sin mente. Y estaba tan bien entrenado que la mujer de la casa decía
que «tenía experiencia».
Aflojó su abrazo y puso los brazos
desnudos de ella a su alrededor, como para obligarla a abrazarle; y la muchacha
lo hizo, suavemente. Eguchi permaneció quieto, con los ojos cerrados. Le
envolvía una cálida somnolencia, una especie de éxtasis inconsciente. Parecía
haber despertado a los sentimientos de bienestar, de buena suerte, que invadían
a los ancianos asiduos de la casa. ¿Abandonaría a los ancianos la tristeza, la
fealdad, la indiferencia de la vejez, se sentirían llenos de las bendiciones
de una vida joven? Para un viejo en los umbrales de la muerte no podía haber un
momento de mayor olvido que cuando estaba envuelto en la piel de una muchacha
joven. Pero, ¿pagarían dinero sin un sentimiento de culpabilidad por la
muchacha que les era sacrificada, o acaso la misma culpa secreta contribuía a
aumentar el placer? Como si, olvidándose de sí mismo, hubiera olvidado que la
muchacha era un sacrificio, buscó con el pie los dedos del de la muchacha. Era
lo único de ella que aún no había tocado. Los notó largos y flexibles. Al igual
que los dedos de la mano, todas las articulaciones se doblaban y desdoblaban
con facilidad, y este pequeño detalle reveló a Eguchi el atractivo del
misterio que había en la muchacha. Ésta, mientras dormía, pronunciaba palabras
de amor con los dedos de sus pies. Pero el anciano creyó oír en ellas una
música infantil y confusa, aunque voluptuosa al mismo tiempo; y durante un rato
se quedó escuchando.
Antes la muchacha había tenido un sueño.
¿Habría pasado ya? Quizá no hubiera sido un sueño. Quizás el rudo tacto de los
ancianos la había entrenado para hablar en sueños, para resistirse. ¿Sería eso?
Rebosaba una sensualidad que hacía posible que su cuerpo conversara en
silencio; pero probablemente porque él no estaba acostumbrado del todo al
secreto de la casa, el deseo de oír su voz aunque fuera en pequeños fragmentos
mientras dormía seguía persistiendo en Eguchi. Se preguntó qué podía decir,
dónde podía tocar, para obtener una respuesta.
-¿Ya no estás soñando? ¿Soñando que tu
madre se ha marchado?
Palpó los huecos de su columna
vertebral. Ella sacudió los hombros y de nuevo se colocó boca abajo -parecía
ser una posición favorita. Después se volvió otra vez hacia Eguchi. Con la mano
derecha asió suavemente el borde de la almohada y posó la izquierda sobre el
rostro de Eguchi. Pero no dijo nada. Su aliento era suave y cálido. Movió el
brazo que descansaba sobre el rostro de él, buscando evidentemente una posición
más cómoda. Eguchi lo cogió con ambas manos y lo colocó sobre sus propios ojos.
Las uñas largas pinchaban un poco el lóbulo de su oreja. La muñeca estaba
doblada sobre su ojo derecho y la parte más estrecha presionaba el párpado.
Deseoso de mantenerla allí, Eguchi la sujetó con ambas manos. La fragancia que
penetraba sus ojos volvía a ser nueva para él, y le inspiró nuevas y ricas
fantasías. Precisamente en esta época del año, dos o tres peonías de invierno
floreciendo bajo el calor del sol, al pie de la alta valla de piedra de un
viejo templo en Yamato. Camelias blancas en el jardín, cerca de la veranda del
Shisendö[1].
Durante la primavera, wistaria y rododendros blancos[2]
en Nara; la camelia «de pétalos caídos», que llenaba el jardín del templo de
las camelias de Kyoto.
Era eso. Las flores le traían recuerdos
de sus tres hijas casadas. Eran flores que viera en sus viajes con las tres, o
con una de ellas. Ahora esposas y madres, probablemente ya no guardaban
recuerdos tan vivos. Eguchi lo recordaba muy bien, y a veces hablaba de las
flores a su esposa. Al parecer, ella no pensaba tanto en las hijas, ahora que
estaban casadas, como el propio Eguchi. Seguía relacionándose mucho con ellas y
no se entretenía con recuerdos de las flores que contemplara en su compañía.
Además, había flores de viajes en los que ella no había tomado parte.
Permitió que en el fondo de los ojos,
sobre los que descansaba la mano de la muchacha, surgieran y se desvanecieran
imágenes de flores, se desvanecieran y surgieran; y así retornaron sentimientos
de los días en que, estando sus hijas ya casadas, cedió a la atracción de otras
muchachas. Se le antojó que la muchacha de esta noche era una de ellas. Soltó
su brazo, que, no obstante, continuó inmóvil sobre sus ojos. Solamente le
acompañaba su hija menor cuando vio la gran camelia. Se trataba de un viaje de
despedida que realizó con ella quince días antes de que se casara. La imagen de
la camelia era especialmente nítida. La boda de su hija menor había sido la más
dolorosa. La cortejaban dos jóvenes, y en el curso de esta competencia ella
perdió su virginidad. El viaje fue un cambio de ambiente, para reanimarla.
Dicen que las camelias traen mala suerte
porque las flores se caen enteras del tallo, como cabezas cortadas; pero los
capullos dobles de este gran árbol, que tenía cuatrocientos años y florecía en
cinco colores diferentes, caían de pétalo en pétalo. Por ello se llamaba la
camelia «de pétalos caídos»
-En plena floración -dijo a Eguchi la
joven esposa del sacerdote-, recogemos cinco o seis cestas por día.
Añadió que la masa de flores de la gran
camelia era menos hermosa al sol de mediodía que cuando el sol la iluminaba por
detrás. Eguchi y su hija menor se sentaron en la veranda occidental, y el sol
se estaba poniendo detrás del árbol. Ambos miraban hacia el sol, pero las hojas
espesas y los racimos de flores no dejaban pasar la luz solar. Ésta se hundía,
en la camelia, como si el propio sol poniente colgara en los bordes de la
sombra. El templo de las camelias se encontraba en una parte cuidadosa y vulgar
de la ciudad, y en el jardín no había nada digno de verse, excepto la camelia.
Los ojos de Eguchi estaban llenos de ella, y no oía el ruido de la ciudad.
-Es una hermosa floración -observó a su
hija.
-A veces, cuando nos levantamos por la
mañana, hay tantos pétalos que no puede verse el suelo -dijo la joven esposa,
dejando solos a Eguchi y a su hija.
¿Eran cinco los colores de aquel único
árbol? Podía ver camelias rojas y blancas y otras de pétalos ondulados. Pero
Eguchi no estaba particularmente interesado en verificar el número de colores.
Se sentía cautivado por el árbol en sí. Era notable que un árbol de
cuatrocientos años pudiera producir tal abundancia de flores. Toda la luz del
atardecer era absorbida por la camelia, en cuyo interior debía estar
concentrado el calor de sus rayos. Aunque no se advertía ni rastro de viento,
alguna rama de los bordes susurraba de vez en cuando.
Su hija menor no parecía estar tan
absorta en el famoso árbol como el propio Eguchi. No había fuerza en sus ojos.
Tal vez mirara más hacia su propio interior que hacia el árbol. Era su favorita
entre las tres hijas, y tenía la terquedad de los hijos menores, incrementada
ahora que sus hermanas estaban casadas. Las mayores habían preguntado a su
madre, algo celosas, si Eguchi tenía la intención de retener a la pequeña en
casa y llevarle un novio que viviera con la familia. Su esposa le transmitió
esta observación. Su hija menor era una muchacha vivaz e inteligente. Eguchi
pensaba que hacía mal en tener tantos amigos del sexo masculino, pero cuando
estaba rodeada de hombres se mostraba más vivaz que nunca. Sin embargo, sus
padres se daban perfecta cuenta, sobre todo su madre, que la observaba muy a
menudo, de que había dos entre ellos que le gustaban más. Uno de ellos le
arrebató su virginidad. Durante un tiempo, la muchacha estuvo silenciosa y
arisca incluso en la seguridad de su hogar, y parecía impaciente e irritable
cuando, por ejemplo, se cambiaba de ropa. Su madre intuyó que había ocurrido
algo. La interrogó al respecto de una manera casual, y la muchacha apenas
vaciló en confesárselo. El chico trabajaba en unos almacenes y tenía una
habitación alquilada. Al parecer, ella le visitó dócilmente.
-¿Es el muchacho con el que piensas casarte?
-No, no, de ningún modo -replicó la
muchacha, dejando a su madre algo confusa.
La madre estaba segura de que el joven
había logrado su propósito por la fuerza. Habló del asunto con Eguchi. Para
éste fue como si la joya que tenía en la mano se hubiera destrozado. Su
disgusto aumentó cuando supo que la muchacha se había prometido
precipitadamente con otro admirador.
-¿Qué te parece? --preguntó su esposa,
inclinándose nerviosamente hacia él-. ¿Ha hecho bien?
-¿Se lo ha contado a su novio? -la voz
de Eguchi era brusca-. ¿Se lo ha dicho?
-No lo sé. No lo he preguntado. Estaba
demasiado sorprendida. ¿Quieres que se lo pregunte?
-No te molestes.
-La mayoría de la gente cree que es
mejor no decírselo al hombre con quien te vas a casar. Lo más seguro es callarse.
Pero no todas somos iguales. Tal vez ella sufra toda su vida, si no se lo dice.
-Pero nosotros aún no hemos decidido
darle nuestra autorización.
A Eguchi, por supuesto, no le parecía
natural que una muchacha violada por un hombre se prometiera súbitamente con
otro. Sabía que ambos jóvenes amaban a su hija. Él les conocía bien y siempre
había pensado que cualquiera de ellos podía convenirle. Pero, ¿no sería este
repentino compromiso una reacción del tropiezo? ¿No habría recurrido a este
segundo muchacho por amargura, pena o resentimiento? ¿No estaría, en el
torbellino de su desilusión con uno, arrojándose en brazos del otro? Una
muchacha como su hija menor era capaz de entregarse a un joven con tanto mayor
ardor por haber sido violada por otro. Tal vez no deberían reprocharle un acto
indigno de venganza o humillación.
Pero a Eguchi no se le había ocurrido
que a su hija pudiera sucederle semejante cosa. Probablemente les pasara lo
mismo a todos los padres. Eguchi tenía tal vez excesiva confianza en su alegre
hija, tan abierta y vivaz cuando estaba rodeada de hombres. Pero ahora que se
había consumado el hecho, no parecía haber nada extraño en él. Su cuerpo no era
diferente al de las demás mujeres. Un hombre podía violarla. Al pensar en la
fealdad del acto, Eguchi fue asaltado por fuertes sentimientos de vergüenza y
degradación. No había tenido tales sentimientos cuando envió a sus hijas
mayores a sus lunas de miel. Lo ocurrido pudo ser un arranque de amor por parte
del muchacho; pero había sucedido, y Eguchi sólo podía pensar en cómo estaba
hecho el cuerpo de su hija y en su incapacidad de evitar el acto. ¿Eran tales
reflexiones anormales en un padre? Eguchi no sancionó inmediatamente el
compromiso, pero tampoco lo rechazó. Él y su esposa se enteraron mucho después
de que la competencia entre los dos jóvenes había sido bastante violenta. El
matrimonio de su hija era inminente cuando la llevó consigo a Kyoto y vieron la
camelia en plena floración. Dentro del árbol había un zumbido tenue, como un
enjambre de abejas.
La muchacha tuvo un hijo dos años
después de casarse. Su marido parecía totalmente entregado al niño. Cuando, tal
vez un domingo, la joven pareja iba a casa de Eguchi, la esposa solía ir a la
cocina a ayudar a su madre, y el marido, con mucha habilidad, alimentaba al
niño. Así, pues, las cosas se habían solucionado satisfactoriamente. Aunque
vivía en Tokio, la hija iba a visitarles con muy poca frecuencia desde su
matrimonio.
-¿Cómo te va? -preguntó Eguchi una vez
en que se presentó sola.
-¿Cómo? Pues soy feliz, supongo.
Quizá las personas no tenían mucho que
decir a sus padres sobre sus relaciones conyugales, pero Eguchi estaba algo
insatisfecho y un poco preocupado. Dada la naturaleza de su hija menor, le
parecía que hubiese debido hablar más. Pero estaba más hermosa, había
florecido. Aunque el cambio de muchacha a joven esposa podía ser fisiológico,
daba la impresión de que no tendría esta lozanía de flor si en su corazón se
proyectase una sombra. Después de tener el niño su cutis era más claro, como
lavado en profundidad, y parecía más en posesión de sí misma.
¿Sería eso? ¿Sería ésta la razón de que
en la casa de las bellas durmientes, mientras yacía con el brazo de la muchacha
sobre los ojos, se le aparecieran las imágenes de la camelia en plena floración
y de las otras flores? Por supuesto que no había en la muchacha que dormía a su
lado, ni en la hija menor de Eguchi, la exuberancia de la camelia. Pero la
exuberancia del cuerpo de una muchacha no era algo que pudiera percibirse
contemplándola ni yaciendo en silencio junto a ella. No podía compararse con la
exuberancia de las camelias. Lo que fluía del brazo de la muchacha hacia el
profundo interior de sus párpados era la corriente de la vida, la melodía de la
vida, el hechizo de la vida, y, para un anciano, la recuperación de la vida.
Los ojos sobre los que reposaba el brazo de la muchacha sentían el peso, y
Eguchi lo apartó.
No había lugar para un brazo izquierdo.
Probablemente porque era incómodo para ella extenderlo a lo largo del pecho de
Eguchi, la muchacha se volvió de nuevo hacia él. Juntó las dos manos sobre el
pecho, con los dedos entrelazados, tocando el pecho de Eguchi. No estaban las
palmas juntas, como en veneración, pero aun así sugerían una plegaria, una
suave plegaria. Eguchi cogió las dos manos entre las suyas. Era como si él
también estuviera rezando. Cerró los ojos, quizá solamente por la tristeza de
un anciano al tocar las manos de una muchacha dormida.
Oyó las primeras gotas de lluvia cayendo
sobre el mar tranquilo de la noche. El sonido distante no parecía venir de un
automóvil, sino del trueno del invierno. No era fácil de percibir. Separó las
manos de la muchacha y contempló los dedos mientras los enderezaba uno por
uno. Ansiaba meterse en la boca aquellos dedos largos y esbeltos. ¿Qué
pensaría ella al despertar a la mañana siguiente si viera marcas de dientes en
su dedo meñique y manaran gotas de sangre? Eguchi colocó el brazo de la
muchacha a lo largo de su cuerpo. Miró sus abultados pechos, los pezones
grandes, hinchados y oscuros. Levantó los dos pechos suavemente caídos. No
estaban tan calientes como el cuerpo, tapado por la manta eléctrica. Sintió el
deseo dé ponerla frente en el hueco que los separaba, pero sólo se acercó y en
seguida se detuvo a causa del perfume. Dio media vuelta y se puso boca abajo,
y esta vez tomó las dos píldoras una tras otra. En su primera visita había
tomado una y después la otra al despertarse de una pesadilla; pero ahora ya
sabía que se trataba de un simple somnífero. Tardó muy poco en dormirse.
La voz llorosa de la muchacha le
despertó. Entonces, lo que parecían sollozos se convirtió en risa. La risa
continuó durante un buen rato. Eguchi puso la mano sobre sus pechos y la
sacudió.
-Estás soñando, soñando, ¿Qué clase de
sueño es?
Había algo siniestro en el silencio que
siguió a la risa. Pero Eguchi estaba demasiado soñoliento y lo único que pudo
hacer fue alcanzar el reloj que había junto a la almohada. Eran las tres y
media. Después de arrimar su pecho a ella y empujar sus caderas hacia él, se
sumió en un cálido sueño.
A la mañana siguiente le despertó de
nuevo la mujer de la casa.
-¿Está despierto?
No contestó. ¿Acaso la mujer no tenía la
oreja pegada a la puerta de la habitación secreta? Un espasmo le recorrió al
advertir indicios de que éste era, efectivamente, el caso. Quizá debido al
calor de la manta, los hombros de la muchacha estaban al descubierto, y tenía
un brazo sobre la cabeza. Eguchi subió la colcha.
-¿Está despierto?
Todavía sin contestar, metió la cabeza
bajo la colcha. Un pecho le rozaba el mentón. Fue como si un fuego repentino le
consumiera. Rodeó a la muchacha con un brazo y la atrajo hacia sí.
-¡Señor! ¡Señor! -1a mujer dio dos o
tres golpes a la puerta.
-Estoy despierto. Ya me ha visto -le
pareció que la mujer entraría en la habitación si no contestaba.
Le había preparado agua, pasta
dentífrica y demás utensilios en la otra habitación.
-¿Cómo le ha ido? -preguntó la mujer
mientras le servía el desayuno. ¿No cree que es una muchacha estupenda?
-Sí que lo es -asintió Eguchi-. ¿Cuándo
se despertará?
-Lo ignoro.
-¿No puedo quedarme hasta que se
despierte?
-Esto es precisamente lo que no podemos
permitir -replicó ella con rapidez-. Ni siquiera a nuestros huéspedes más
antiguos.
-Pero es que se trata de una muchacha demasiado
buena.
-Lo mejor es limitarse a estar con ellas
y no dejar que se interpongan emociones tontas. Ella ni siquiera sabe que ha
dormido con usted. No le causará ningún problema.
-Pero yo la recuerdo. ¿Y si me cruzara
con ella por la calle?
-¿Quiere decir que hablaría con ella? No
lo haga. Sería un crimen.
-¿Un crimen?
-Desde luego, lo sería.
-Un crimen.
-Debo rogarle que no sea difícil.
Limítese a considerar a las muchachas dormidas como muchachas dormidas.
Él quería replicar que aún no había
alcanzado ese triste grado de senilidad, pero se contuvo.
-Creo que anoche llovió -dijo.
-¿De verdad? No lo advertí.
-Estoy seguro de haber oído la lluvia.
En
el mar, al otro lado de la ventana, las olas pequeñas reflejaban el sol de la
mañana cerca del acantilado.
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