domingo, 27 de abril de 2014

Antonio Caballero / Los funerales de la mamá grande

Gabriel García Márquez

Antonio Caballero

Los funerales de la mamá grande


Si no fuera por su fama universal, que obliga a los dueños de Colombia a fingir una admiración hipócrita, todos ellos estarían aplaudiendo a la señora uribista.


Semana, 27 de abril de 2014
Hace un par de semanas pedía yo, para entender lo que pasa en Colombia, un libro sobre el pecado capital de los colombianos, que es la lambonería. Acaba de aparecer ese libro. Basta con empastar juntos los miles de comentarios que se han escrito en la prensa, o dicho al aire en la televisión y la radio, con motivo de la muerte de Gabriel García Márquez. “Gabolatría”, titulaba un columnista su columna al respecto. Que no será la última.
El fenómeno no es solo de aquí, claro. También lo vemos en México, en España, en Francia, en los Estados Unidos, donde la noticia de su muerte fue portada en todos los periódicos. García Márquez, como los grandes artistas, es universal. Pero no esa cursilada que, copiada de la copla española, se han puesto a llamar ahora “colombiano universal”, o “cataqueño universal”, porque nació en el pueblo de Aracataca. Y si en México montaron guardia de honor en torno a sus cenizas los presidentes de dos países (como a Homero, cuya nacionalidad se disputaban siete ciudades de Grecia), en Bogotá se coló además en la ceremonia, que en principio iba a ser laica, el cardenal primado para soltar unos padrenuestros. Fidel Castro mandó desde Cuba un arreglo floral. Mario Vargas Llosa inclinó su copete de plata. El partido comunista de China puso un telegrama de condolencias. Se decretaron tres días de duelo en todo el territorio nacional, Mozart compuso una misa de réquiem. La Cepal envió mensaje. El Centro Democrático expidió un comunicado reconociendo que el difunto había “engalanado las letras nacionales”. Se hizo un minuto de silencio en la plenaria del Senado de la República. Sacaron una estampilla postal, olvidando que aquí ya no funciona el correo. Hubo un temblor de tierra. Cuentan que en Aracataca tocaron solas las campanas de la iglesia de San José y un súbito ventarrón frío hizo tiritar a la gente. Hubo un lanzamiento público de mariposas amarillas. El New York Times sacó la noticia en su primera página. La cantante Shakira y el futbolista Falcao se sintieron obligados a expresar públicamente su tristeza, y otro tanto hizo el predicador de autoayuda Paulo Coelho, único rival de García Márquez en las listas de superventas. El multimillonario ingeniero Lorenzo H. Zambrano, presidente de una empresa cementera, le pagó al multimillonario constructor y banquero Luis Carlos Sarmiento un millonario anuncio mortuorio en su periódico El Tiempo uniéndose a la pena que embargaba a familiares y amigos del difunto. Y al día siguiente el flamante presidente de la Andi, Bruce MacMaster, no quiso ser menos y publicó otro anuncio en nombre propio y de su familia.

Y Santos, Santos, Santos. Desde Mompox, por donde andaba en correría electoral, el presidente Juan Manuel Santos no tuvo el menor empacho en pedir a los colombianos, con farisaica unción eclesiástica digna de su antecesor Álvaro Uribe: “Oremos por el alma de nuestro Nobel”. Porque esa es otra: para la lagartería colombiana lo que importa de Gabriel García Márquez no es su obra prodigiosa, sino que se ganó un premio. El síndrome de “Colombiano triunfa en el exterior”, que nace de nuestro espíritu de colonizados agradecidos o suplicantes.

Sigo con Santos, el desvergonzado y oportunista presidente que saltó sobre el cadáver todavía fresco como un buitre carroñero. Y clamó: “Nuestro premio Nobel –otra vez el síndrome del colonizado– ha sido el colombiano que, en toda la historia de nuestro país, más lejos y más alto ha llevado el nombre de la Patria” (…) “¡Gloria eterna a quien más gloria nos ha dado!”.

No. No. Ni Patria con mayúscula, ni gloria tampoco. Se nota que Juan Manuel Santos no ha leído a García Márquez. Ni sus cuentos, ni sus novelas, ni sus artículos de prensa, en los que no hizo otra cosa que denunciar de manera inclemente los horrores de esta “patria” santista o lo que fuera. Aguaceros apocalípticos, catástrofes sin cuento, asesinatos anunciados, noticias de secuestros, matanzas de obreros, guerras civiles, presos políticos, alcaldes militares, ladrones en los pueblos, culebreros tramposos, dictaduras, engaños y demoras burocráticos, procesos inquisitoriales, demonios, abuelas desalmadas, pájaros muertos, niñas vendidas, un pobre Libertador a quien la gente le escupe en la cara. Porque lo de García Márquez no es realismo mágico: es realismo crudo. Y si no fuera por su fama universal, que obliga a los dueños de Colombia a fingir una admiración hipócrita, todos ellos estarían hoy aplaudiendo a la señora uribista que lo mandó al infierno, atreviéndose a decir en voz alta lo que muchos piensan. Por eso echaron a García Márquez de aquí. Por eso tuvo que pedir asilo en México. Era, como dicen ellos, un “mal colombiano”: pintaba en su literatura y en su periodismo una “mala imagen” de Colombia. Una imagen exacta y verdadera. Merece ir al infierno.

Y ahora se atreve Juan Manuel Santos, sin hígados ni escrúpulos, a apropiarse de la vacía pero famosa frase final de la más famosa novela de García Márquez, Cien años de soledad, jactándose de que su gobierno ha demostrado “que podemos ganarnos –como estamos haciendo– una segunda oportunidad sobre la tierra”.

Y ahora vengo yo también con mi gabada de turno sobre la muerte del gran hombre. No falta nadie. Ni el propio Gabo, que escribió la suya en uno de sus primeros cuentos, hace más de cincuenta años: Los funerales de la Mamá Grande, que se celebraron en Macondo y a los cuales vino el sumo pontífice en cuerpo y alma, en carne y hueso. Esta vez fue el único que no asistió. Una lástima.
SEMANA


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