sábado, 26 de abril de 2014

Yasunari Kawabata / La casa de las bellas durmientes 3


Yasunari Kawabata
La casa
de las bellas durmientes
3


Ocho días después de su segunda visita Eguchi volvió de nuevo a la «casa de las bellas durmientes». Habían pasado dos semanas entre ambas visitas, por lo que el intervalo se había reducido a la mitad.
¿Estaría cediendo gradualmente al hechizo de las mu­chachas narcotizadas?
-La de esta noche aún se está entrenando -dijo la mujer de la casa mientras preparaba el té-. Tal vez le decepcione, pero le ruego que sea comprensivo con ella.
-¿Una diferente otra vez?
-Me ha llamado usted poco antes de venir, y he tenido que recurrir a lo que tenía. Si desea a una muchacha en especial, le ruego me avise con dos o tres días de antelación.
-Comprendo. ¿A qué se refiere al decir que aún se está entrenando?
-Es nueva, y pequeña -Eguchi tuvo un sobresalto-. Estaba asustada y me pidió que le dejara a alguien para acompañarla. Pero no me gustaría molestarle a usted.
-¿Dos muchachas? No estaría mal. Pero si duerme tan profundamente como si estuviera muerta, ¿cómo puede saber si está asustada o no?
-Eso es cierto. Pero sea cauto con ella. No está acostumbrada a esto.
-No haré absolutamente nada.
-Lo comprendo muy bien.
«¿Entrenándose?», murmuró para sus adentros. En el mundo había cosas extrañas. Como de costumbre, la mujer entreabrió la puerta y miró hacia dentro.
-Está dormida. Cuando usted quiera -dijo, saliendo.
Eguchi tomó otra taza de té. Apoyó la cabeza sobre el brazo. Un vacío glacial le invadió. Se levantó como si el esfuerzo fuese excesivo para él y, abriendo la puerta sin ruido, miró hacia la secreta habitación de terciopelo.
La muchacha «pequeña» tenía una cara pequeña. Su cabello, despeinado como si se hubiera deshecho una trenza, le cubría una mejilla, y la palma de una mano estaba sobre la otra, muy cerca de la boca; por eso probablemente su rostro parecía más pequeño de lo que era. Yacía dormida, como una niña. Tenía la mano sobre la cara o, más bien, el borde de la mano relajada tocaba ligeramente el pómulo, y los dedos doblados reposaban desde el caballete de la nariz hasta los labios. El largo dedo medio llegaba hasta la mandíbula. Era su mano izquierda. La derecha descansaba sobre el borde de la colcha, asiéndola suavemente con los dedos. No iba maquillada, ni daba la impresión de haberse quitado el maquillaje antes de acostarse.
El viejo Eguchi se deslizó junto a ella. Tuvo buen cuidado de no tocarla. Ella no se movió. Pero su calor, diferente al calor de la manta eléctrica, le envolvió. Era un calor salvaje y primitivo. Tal vez le hizo pensar esto el olor de su piel y sus cabellos, pero había algo más.
«Dieciséis años, más o menos», pensó.
Era una casa frecuentada por ancianos que ya no podían usar a las mujeres como mujeres; pero Eguchi, en su tercera visita, sabía que dormir con una muchacha semejante era un consuelo efímero, la búsqueda de la desaparecida felicidad de estar vivo. ¿Había entre los ancianos algunos que pidieran secretamente dormir para siempre junto a una muchacha narcotizada? Parecía haber una tristeza en el cuerpo de una muchacha que inspiraba a un anciano la nostalgia de la muerte. Pero entre los ancianos que visitaban la casa, Eguchi era tal vez el que más fácilmente se emocionaba; y quizá la mayoría de ellos sólo querían beber la juventud de las muchachas dormi­das, disfrutar de ellas sin que se despertaran.
Junto a su almohada había de nuevo dos píldoras blancas. Las cogió para contemplarlas. No tenían marcas ni letras que indicasen de qué droga se trataba. Era sin duda una droga diferente a la que había tomado la muchacha. Pensó en pedir la misma droga en su próxima visita. No era probable que accedieran a su petición, pero, ¿cómo sería un sueño, parecido al de la muerte? Le atraía mucho la idea de dormir un sueño semejante a la muerte junto a una muchacha drogada hasta parecer muerta.
«Un sueño parecido a la muerte»: las palabras evocaron el recuerdo de una mujer. Hacía tres años, en primavera, Eguchi había llevado consigo a una mujer a su hotel de Kobe. Procedía de un club nocturno, y ya era más de medianoche. Bebió un trago de whisky de una botella que guardaba en su habitación, y ofreció otro a la mujer. Ella bebió tanto como él. Eguchi se puso el kimono de noche suministrado por el hotel. No había ninguno para ella. La tomó en sus brazos cuando aún llevaba la ropa interior.
Le acarició la espalda, suavemente y al azar. «No puedo dormir con esto.» La mujer se quitó todas las prendas y las tiró sobre la silla, frente al espejo. Él estaba sorprendido, pero se dijo que las aficionadas se compor­taban así. Ella era extraordinariamente dócil.
-¿Todavía no? -preguntó Eguchi mientras se aparta­ba de ella.
-Usted hace trampas, señor Eguchi -lo dijo dos veces-. Usted hace trampas -pero siguió siendo callada y dócil.
El whisky produjo su efecto, y el anciano no tardó en dormirse. Por la mañana le despertó la sensación de que la mujer ya se había levantado de la cama. Estaba ante el espejo, peinándose.
-Madrugas mucho.
-Porque tengo hijos.,
-¿Hijos?
-Sí, dos. Aún son muy pequeños.
Se marchó apresuradamente antes de que él saltara de la cama.
Parecía extraño que esta mujer, la primera esbelta y de carnes prietas que había abrazado desde hacía mucho tiempo, tuviera dos hijos. Su cuerpo no era de esa clase. Tampoco parecía probable que aquellos pechos hubieran amamantado a un niño.
Abrió la maleta para sacar una camisa limpia, y vio que se lo habían ordenado todo. En el curso de su estancia de diez días había ido amontonando dentro de la maleta toda la ropa sucia, removiendo el contenido para buscar algo en el fondo y metiendo los regalos que había comprado y recibido en Kobe; y la maleta estaba tan llena que ya no podía cerrarse. Ella había visto el interior y observado aquella confusión cuando él la abrió para sacar cigarrillos. Pero, aunque así fuera, ¿qué la había inducido a ordenarla para él? ¿Y cuándo había hecho el trabajo? Toda la ropa sucia y demás prendas estaban cuidadosamente dobladas. Tenía que haber requerido tiempo, incluso para las manos hábiles de una mujer. ¿Lo habría hecho después de que Eguchi se durmiera, incapaz ella misma de conciliar el sueño?
-Vaya -dijo Eguchi, contemplando la ordenada ma­leta-. ¿Qué la habrá impulsado a hacerlo?
La noche siguiente, tal como prometiera, la mujer acudió a encontrarse con él en un restaurante japonés. Llevaba un kimono.
-¿Llevas kimono?
-A veces. Pero creo que no me sienta muy bien -rió con timidez-. Esta mañana me ha llamado mi amiga. Me ha dicho que está escandalizada, y me he preguntado si hago bien.
-¿Se lo has contado?
-Yo no tengo secretos.
Pasearon por la ciudad. Eguchi le compró tela para un kimono y su obi, y entonces volvieron al hotel. Desde la ventana podían ver las luces de un barco anclado en el puerto. Mientras se besaban frente a la ventana, Eguchi cerró las persianas y corrió las cortinas. Ofreció whisky a la mujer, pero ella meneó la cabeza. No quería perder el control de sí misma. Se sumió en un profundo sueño. Se despertó a la mañana siguiente cuando Eguchi se disponía a abandonar el lecho.
-He dormido como si estuviera muerta. He dormido exactamente como si estuviera muerta.
Se quedó quieta, con los ojos abiertos. Los tenía húmedos y diáfanos.
Sabía que él se marchaba ese mismo día hacia Tokio. Se había casado cuando su marido trabajaba en la sucursal de Kobe en una compañía extranjera. Ahora hacía dos años que trabajaba en Singapur. Dentro de un mes regresaría a Kobe. Había contado todo esto a Eguchi la noche anterior. Él no sabía que estuviera casada y, además, con un extranjero. No le había costado ningún trabajo sacarla del club nocturno, al que acudió por un capricho momen­táneo. En la mesa de al lado había dos hombres occidenta­les y cuatro mujeres japonesas. Una de ellas, de mediana edad, era conocida de Eguchi, y le saludó. Al parecer actuaba como guía de los hombres. Cuando éstos se fueron a bailar, ella le preguntó si quería bailar con la joven que la acompañaba. En la mitad del segundo baile, Eguchi le sugirió que se marcharan. Para ella fue como si se embarcara en una traviesa aventura. Le siguió de buen grado al hotel, y cuando estuvieron en la habitación, Eguchi fue el más tenso de los dos.
Así resultó que Eguchi tuvo relaciones íntimas con una mujer casada, la esposa de un extranjero. Ella había dejado los niños con una niñera o institutriz, y no dio muestras de la reticencia que podía esperarse de una mujer casada; y por ello no fue fuerte la sensación de haberse comportado mal. Sin embargo, persistieron ciertos remordimientos de conciencia. Pero la felicidad de oírle decir que había dormido como si estuviera muerta perduró en él como una música joven. Entonces Eguchi tenía sesenta y cuatro años, y la mujer no llegaba a los treinta. Era tan grande la diferencia de edad que Eguchi supuso que probablemente aquélla sería su última aventura con una mujer joven. En el curso de sólo dos noches -de una sola noche, en realidad-, la mujer que había dormido como si estuviera muerta se convirtió en una mujer inolvidable. Más tarde le escribió diciendo que cuando volviera a Kobe le gustaría verle de nuevo. Una nota escrita un mes después le comunicó que su marido había regresado, pero que pese a ello le gustaría volver a verle. Hubo una nota similar al cabo de otro mes. Y ya no recibió más noticias.
«Bueno -se dijo Eguchi-, debió quedarse embarazada otra vez, del tercero. No cabe la menor duda.»
Y tres años después, mientras yacía junto a una mujer pequeña que había sido narcotizada hasta parecer muerta, el recuerdo volvió en él.
No lo había evocado antes. Eguchi estaba perplejo de que le hubiera asaltado ahora; pero cuantas más vueltas le daba en su mente, más seguro estaba de que era un hecho. ¿Habría dejado de escribir porque volvía a estar embarazada? Estuvo a punto de sonreír. Se sintió tranquilo y reposado, como si la circunstancia de que ella recibiera al marido a su regreso de Singapur y luego se quedara embarazada hubiese borrado la falta de decoro. Y apareció ante él la imagen agradable del cuerpo de la mujer. No le inspiró pensamientos lascivos. El cuerpo firme, alto y suave era como un símbolo de la feminidad. Su embarazo no había sido más que un truco repentino de su imaginación, aunque, no dudó de que era un hecho.
-¿Te gusto? -le había preguntado ella en el hotel.
-Sí, me gustas. Todas las mujeres preguntan lo mismo.
-Pero... -no terminó la frase.
-¿No vas a preguntarme qué es lo que más me gusta de ti?
-Muy bien. No diré nada más.
Pero la pregunta le hizo ver con claridad que, en efecto, ella le gustaba. Aún no lo había olvidado ahora, tres años después. La madre de tres hijos, ¿tendría todavía el cuerpo de una mujer que no hubiese dado a luz ninguno? Le invadió el cariño hacia aquella mujer.
Era como si hubiera olvidado a la muchacha que yacía junto a él, la muchacha narcotizada; pero era ella quien le había hecho pensar en la mujer de Kobe. El brazo doblado con la mano contra la mejilla le estorbaba. Lo asió por la muñeca y lo colocó estirado bajo la colcha. Al sentir el calor excesivo de la manta eléctrica, ella la había bajado hasta descubrirse los hombros. La pequeña y fresca morbidez de los hombros estaba tan cerca que casi le rozaba los ojos. Eguchi quería saber si podía tomar un hombro en la palma de una mano, pero se contuvo. La carne no era lo bastante abundante como para ocultar los omoplatos. Deseaba acariciarlos, pero se contuvo una vez más. Apartó suavemente el cabello de la mejilla derecha. El rostro dormido era plácido bajo la luz tenue del techo y las cortinas de terciopelo carmesí. Las cejas no estaban retocadas. Las pestañas eran regulares, y tan largas que podría cogerlas con los dedos. El labio inferior se abulta­ba un poco hacia el centro. No podía verle los dientes.
Cuando llegó a esta casa, para Eguchi no había nada más hermoso que un rostro joven dormido y sin sueños. ¿Podría llamarse a eso el consuelo más dulce que existía en el mundo? Ninguna mujer, por hermosa que fuera, podía ocultar su edad cuando dormía. Y cuando una mujer no era hermosa, su mejor aspecto lo ofrecía dormida. O tal vez esta casa elegía muchachas cuyos rostros dormidos eran particularmente bellos. Sintió que su vida, sus problemas a lo largo de los años, se desvane­cían mientras contemplaba esta cara pequeña. Habría sido una noche feliz si hubiera tomado las píldoras ahora mismo y conciliado el sueño; pero permaneció inmóvil, con los ojos cerrados. No quería dormirse -porque la muchacha, después de hacerle recordar a la mujer de Kobe, podía traerle otros recuerdos.
La idea de que la joven esposa de Kobe, después de acoger a su marido al cabo de dos años, se hubiese quedado inmediatamente embarazada, y la sensación intensa, como de algo inevitable, de que tal debió ser el caso, no abandonaron con presteza a Eguchi. Tenía la impresión de que la aventura no había hecho nada para mancillar al niño que la mujer llevó en su seno. El embarazo y el nacimiento eran una realidad y una bendición. Una vida joven se formaba en la mujer, dando a Eguchi una conciencia todavía mayor de su propia edad. Pero, ¿por qué se había entregado dócilmente a él, sin resistencia ni reservas? Era algo, pensó, que no le había ocurrido antes en sus casi setenta años. No había nada en ella de prostituta o perversa. De hecho, Eguchi había tenido menos sentimiento de culpa que ahora, en esta casa, junto a la muchacha narcotizada de modo tan extraño. Echado todavía en la cama, había contemplado con placer y aprobación a la mujer, que se apresuraba para ir al encuentro de sus hijos pequeños. Al ser probable­mente la última mujer joven de su vida, se había converti­do en inolvidable, y no creía que ella tampoco le hubiese olvidado. Aunque la aventura continuaría siendo un secreto durante todas sus vidas, sin dejar cicatrices pro­fundas, no creía que ninguno de los dos pudiera olvidarla.
Pero resultaba extraño que esta muchacha pequeña que se entrenaba como «bella durmiente» le hubiera hecho recordar a la mujer de Kobe de una manera tan viva. Abrió los ojos y acarició levemente sus pestañas. Ella frunció el ceño, se apartó y sus labios se abrieron. La lengua se movió hacia abajo, como ocultándose en la mandíbula inferior. Había un atractivo hueco en el mismo centro de la lengua infantil. Eguchi sintió una tentación. Miró hacia el interior de la boca abierta. Si la estrangulara, ¿habría espasmos en la pequeña lengua? Recordó haber conocido hacía mucho tiempo a una prostituta incluso más joven que esta muchacha. Sus propios gustos eran bastante diferentes, pero la niña era la única que le había designado su anfitrión. Usó su lengua larga y delgada. Estaba mojada, y Eguchi no se sintió complacido. De la ciudad llegaban sonidos de tambores y flautas que aceleraban los latidos del corazón. Al parecer era una noche de festival. La niña tenía los ojos almendrados y una cara vivaracha. Se precipitó por su cuenta, pese al hecho de ser obvia su falta de interés por el cliente.
-El festival -dijo Eguchi-. Me imagino que tienes prisa por llegar al festival.
-Pues sí, tienes toda la razón. Has dado en el clavo. Me dirigía a presenciarlo con una amiga cuando me llamaron de aquí.
-Muy bien -repuso él, evitando la lengua fría y moja­da-. Ya puedes irte. Los tambores vienen de un santua­rio, supongo.
-Pero la mujer de la casa me regañará.
-Yo te excusaré.
-¿Lo harás? ¿De veras?
-¿Cuántos años tienes?
-Catorce.
No tenía ningún miedo de los hombres. No había habido ningún indicio de vergüenza o temor. Su mente estaba en otra parte. Sin arreglarse apenas, salió apresura­da hacia el festival. Eguchi fumó un cigarrillo y escuchó durante un rato los tambores y flautas y a los vendedores de los tenderetes ambulantes.
¿Qué edad tenía entonces? No podía recordarlo, pero aunque fuese una edad en que podía enviar a la niña al festival sin ninguna pesadumbre, no era el anciano de ahora. La muchacha de esta noche tendría dos o tres años más que la otra, y su cuerpo era más semejante al de una mujer. La gran diferencia residía en el hecho de que había sido narcotizada y no se despertaría. Si esta noche retumbaran los tambores de un festival, no sería capaz de oírlos.
Aguzando el oído, creyó escuchar un leve viento de finales de otoño soplando en la colina situada detrás de la casa. El cálido aliento procedente de los labios abiertos de la muchacha le soplaba en la cara. La luz tenue de las cortinas de terciopelo carmesí se introducía en la boca de ella. Le parecía que la lengua de esta muchacha no sería como la de la otra, fría y mojada. La tentación aún era fuerte. Esta muchacha era la primera de las «bellas durmientes» que le había enseñado la lengua. Le recorrió como un relámpago el impulso de cometer un delito más excitante que poner el dedo en su lengua.
Pero el delito no tomó forma clara en la mente de Eguchi como crueldad y terror. ¿Qué era lo peor que un hombre podía hacer a una mujer? Las aventuras con la mujer de Kobe y la prostituta de catorce años, por ejemplo, no eran más que un momento en una larga vida, y se desvanecían en un momento. Casarse, criar a sus hijas, todas esas cosas, en la superficie, eran buenas; pero haber tenido los largos años en su poder, haber controla­do sus vidas, haber deformado sus naturalezas incluso, estas cosas podían ser malas. Tal vez, engañado por la costumbre y el orden, nuestro sentido del mal se atro­fiaba.
Yacer junto a una muchacha narcotizada era sin duda malo. El mal sería aún más claro si la mataba. Sería fácil estrangularla, o cubrirle la nariz y la boca. Dormía con la boca abierta, enseñando su lengua infantil. Era una lengua que parecía capaz de enroscarse en su dedo, si la tocaba, como la de un recién nacido con el pecho de su madre. Llevó la mano a su mandíbula y labio superior y le cerró la boca. Cuando retiró la mano, la boca volvió a abrirse. En los labios separados por el sueño, el anciano vio la juventud.
El hecho de que fuera tan joven podía ser causa de que le acometiera el impulso; pero le parecía que entre los ancianos que venían secretamente a esta «casa de las bellas durmientes», debía haber algunos que no sólo miraban con nostalgia hacia el pasado desaparecido sino que intentaban olvidar el mal que habían hecho en sus vidas. El viejo Kiga, que le había indicado la casa a Eguchi, no había revelado, naturalmente, los secretos de los otros huéspedes. Era probable que fuesen muy pocos. Eguchi podía imaginárselos como hombres socialmente próspe­ros. Pero entre ellos debía haber algunos que habían prosperado practicando el mal y que conservaban sus ganancias con malas acciones reiteradas. No serían hom­bres en paz con ellos mismos. Estarían entre los derrotados, o más bien entre las víctimas del terror. Mientras yacían contra la carne de muchachas desnudas que dor­mían un sueño provocado, en sus corazones habría algo más que temor a la muerte cercana y nostalgia de su juventud perdida. Podría haber también remordimiento, y la inquietud tan común en las familias de los prósperos. No tendrían ningún Buda ante quien arrodillarse. La muchacha desnuda no sabría nada, no abriría los ojos si uno de los ancianos la tomaba con fuerza en sus brazos, no derramaría lágrimas, no sollozaría ni siquiera gemiría. El anciano no necesitaría sentir vergüenza, su orgullo permanecería intacto. Los remordimientos y la tristeza podrían fluir libremente. ¿Y acaso no podría ser la propia «bella durmiente» una especie de Buda? Era de carne y hueso, y su piel joven y su fragancia podían significar el perdón para los tristes ancianos.
Cuando se le ocurrieron estos pensamientos, el viejo Eguchi cerró lentamente los ojos. Parecía algo extraño que, de las tres «bellas durmientes» con quienes se había acostado, fuera la de esta noche, la más joven y pequeña, totalmente sin experiencia, la que los había inspirado. La tomó en sus brazos, envolviéndola. Hasta ahora había evitado tocarla. Carente de fuerzas, ella no se resistió. Su fragilidad era patética. Quizá sintió a Eguchi incluso desde las profundidades del sueño. Cerró la boca. Sus caderas, al adelantarse, chocaron bruscamente contra él.
Eguchi se preguntó qué clase de vida tendría. ¿Sería tranquila y apacible, aunque no alcanzara una gran eminencia? Esperaba que encontraría la felicidad por haber dado consuelo a los ancianos que venían aquí. Casi creía que, como en las antiguas leyendas, la muchacha era la encarnación de Buda. ¿No había relatos antiguos en que las prostitutas y cortesanas eran Budas encarnados?
Tomó con delicadeza un mechón de cabellos sueltos. Trató de calmarse, buscando confesión y arrepentimiento para sus malas acciones; pero lo que flotaba en su mente eran las mujeres de su pasado. Y lo que recordaba con cariño no tenía nada que ver con la duración de sus relaciones con ellas, ni con su belleza, gracia o inteligen­cia. Tenía que ver con cosas parecidas a la observa­ción hecha por la mujer de Kobe: «He dormido co­mo si estuviera muerta. He dormido exactamente como si estuviera muerta.» Tenía que ver con aquellas mujeres que se habían perdido a sí mismas en sus caricias, que habían sentido un frenesí de placer. ¿Era el placer menos una cuestión de la magnitud de su afecto que de sus dotes físicas? ¿Cómo sería esta muchacha cuando se hubiera desarrollado del todo? Estiró el brazo que la rodeaba y le acarició la espalda. Pero, naturalmente, no tenía modo de saberlo. Cuando en la visita anterior durmió con la muchacha hechicera, se preguntó hasta qué punto había conocido la profundidad y el alcance del sexo a sus sesenta y siete años, y achacó este pensamiento a su propia senilidad; y era extraño que esta muchacha de hoy pareciera saber evocar el sexo del pasado. Posó suave­mente los labios sobre los labios cerrados de ella. No notó ningún sabor. Estaban secos. El hecho de que no tuvieran sabor pareció mejorarlos. Tal vez no volviera a verla jamás. Cuando sus labios pequeños estuvieran humedeci­dos por el sabor del sexo, Eguchi ya podía estar muerto. Este pensamiento no le entristeció. Separó los labios y rozó con ellos sus cejas y pestañas. Ella movió ligera­mente la cabeza, y colocó la frente contra los ojos de Eguchi. Éste los tenía cerrados, y ahora los cerró con más fuerza.
Tras los ojos cerrados surgió y desapareció una inter­minable sucesión de fantasmas. Al cabo de un rato empezaron a adquirir cierta forma. Una serie de flechas doradas voló muy cerca y se alejó. Había en sus puntas jacintos de un profundo violeta. En los extremos había orquídeas de diversos colores. Parecía extraño que las flores no se cayeran a semejante velocidad. Eguchi abrió los ojos. Había empezado a adormecerse.
Aún no había tomado las píldoras sedantes. Dio una ojeada a su reloj, que estaba junto a ellas. Eran las doce y media. Las tomó en la mano. Pero parecía una lástima dormir esta noche, cuando no sentía nada de la melancolía y la soledad de la vejez. La muchacha respiraba pacífica­mente. Cualquiera que fuese la píldora o la inyección que la había dormido, no parecía sentir ningún dolor. Quizás era una gran dosis de somnífero, quizás un veneno ligero. Eguchi pensó que le gustaría sumirse al menos una vez en un sueño tan profundo. Bajó de la cama sin hacer ruido y se dirigió a la otra habitación. Pulsó el timbre, decidido a pedir a la mujer la medicina que había sido administrada a la muchacha. El timbre sonó una y otra vez, informán­dole del frío, interior y exterior. Era reacio a llamar demasiadas veces, aquí en la casa secreta y en las profun­didades de la noche. La región era cálida, y las hojas marchitas aún se aferraban a las ramas; pero, debido a un viento tan tenue que apenas era viento, podía oír el susurro de las hojas caídas en el jardín. Las olas rompían con suavidad contra el acantilado. El lugar era como una casa encantada en medio del silencio y la sole­dad. Se estremeció. Había salido con un kimono de al­godón.
Cuando volvió a la habitación secreta, las mejillas de la muchacha estaban encendidas. La manta eléctrica calen­taba al mínimo, pero ella era joven. Eguchi se calentó con su contacto. Tenía la espalda arqueada bajo el calor, y los pies al descubierto.
-Te enfriarás -dijo Eguchi.
Sintió la gran diferencia entre sus edades. Hubiera sido un bien poder tomar a la muchacha pequeña en su interior.
-¿Me oyó tocar el timbre anoche? -preguntó mien­tras la mujer de la casa le servía el desayuno-. Quería la medicina que le dio a ella. Deseaba dormir como ella.
-Eso no está permitido. Es peligrosa para los ancianos.
-No debe preocuparse. Tengo un corazón fuerte. Y no me importaría nada irme del todo.
-Está pidiendo mucho para alguien que sólo ha estado aquí tres veces.
-¿Qué es lo máximo que se puede obtener en esta casa?

Ella le miró fijamente, con una ligera sonrisa en los labios.



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