viernes, 10 de marzo de 2023

Triunfo Arciniegas / Esopo y Lucy



Triunfo Arciniegas


ESOPO 

Y LUCY


Soñé con Lucy antes de conocerla y mucho después, cuando se apartó del mundo. A veces era rubia, a veces pelirroja o pelinegra, pero siempre muy hermosa. A veces blanca, muy blanca, a veces morena. Visitaba su casa, en un barrio elegante o en las ramas de un árbol, tomábamos café o una copa de vino, hablábamos de libros y paisajes, y despertaba con un pozo de dicha en el pecho. 

Me reclamaba por mis continuos viajes o me anunciaba su boda con un fabricante de nubes. Al hombre lo contrataban donde había sequía. Había inventado aparatos para localizar los caminos subterráneos del agua, la elaboración de las nubes y el traslado aéreo al territorio de la sequía. La gente calmaba la sed, salvaba las cosechas, lavaba la ropa y lo recompensaba con extrema generosidad. Era un hombre muy rico, sin duda.

En los sueños, Lucy me confesaba su amor pero nunca se casaba conmigo. Alguna vez fui el pastelero oficial. En plena ceremonia, muy cerca del altar, me dedicaba a darle forma a un pastel caprichoso, regando harina por todas partes. Lucy me miraba furiosa mientras el pastel se burlaba de mis habilidades y los invitados se limpiaban los trajes recién comprados. Los más cercanos ya parecían fantasmas. Esquivaba los rayos de los ojos de Lucy y no dejaba de preguntarme por qué había decidido casarse con un crítico literario. Las reseñas que había leído en La Bestia Pelúa destilaban veneno. 

Le hablé de Lucy a Esopo en el bar de Osiris. 

–La vas a conocer –dijo.

–¿Lucy existe?

–Volvió de Paris no hace mucho.

Difícil de creer.

–Volvió a la República de Antioquia pero no por mucho tiempo –continuó Esopo–. Déjame ver tu mano. ¿Ves esta línea? ¿Y esta otra? Se cruzan fugaz e intensamente. Invítame a otra cerveza, señor escritor.

Esopo engatusaba a todo el mundo.

–Sé cosas –dijo.

Esopo inventaba historias pero no las escribía. No se le conocía ninguna profesión. Podía decirse que vivía de la fascinación ajena: la gente lo invitaba a comer a su casa, los profesores se lo disputaban para que entretuviera a sus niños, los ricos le cedían los trajes más elegantes. Como no le quedaban, los vendía en el mercado de las pulgas. Me despreciaba por rebajarme a escribir libros. Nunca lo dijo, pero siempre me sentí como su mesero o su chofer. 

–¿No eras tartamudo?

–Era –dijo Esopo–. Hice un curso en París y se me quitó. ¿No fuiste el novio de la negra Eufemia? La vieron muerta de dicha en Cartagena de Indias. ¿Sigues en la calle de la amargura?

Era chiquito y mandón. Con su vozarrón de gigante podía desordenar el vuelo de los pájaros. Era feo, cojo, bizco, jorobado, pero hacía reír a la gente. Con sus gestos, con esa voz de trueno y terciopelo, con la fantasía y el humor de sus historias, parecía destinado a dominar el mundo. También era muy inquieto, desordenado y desagradecido. Alguna vez lo acusaron de robar unos cálices del templo del Señor de la Humildad y pagó tres años de cárcel.

–Nunca me robé esos cálices –dijo Esopo–. Todo fue una trampa del sacristán, que me odiaba por tumbarle una novia. Dorotea se fue a Venezuela, pero Agapito todavía me odia.

–¿Dorotea Arango? La vi bailando en El Decamerón.

–Bonita, pero le hacía caso a todo el mundo. A Osiris le quedó debiendo una botella de aguardiente. Si no me crees, pregúntale.

–¿Eres inocente entonces?

–Agapito me buscó para decirme que nada de rencores y que la amistad estaba por encima del amor. Cosas así. Me invitó a unas cervezas y me acompañó hasta la casa. Caí como un tronco.

–¿Y luego?

–La policía me despertó en la madrugada y encontró los cálices debajo de mi cama.

–¿Entonces Lucy existe?

–Sabe de ti, Arciniegas –dijo Esopo.







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