Ignacio Echevarría
Abandonados
29/06/2018
Esto de pasarse la vida trajinando con libros -ya sea para adquirirlos o para desembarazarse de ellos, para leerlos, para editarlos, para comentarlos- induce determinados actos reflejos de los que cuesta mucho librarse. Así, por ejemplo, aún soy capaz de acciones casi indecorosas con tal de averiguar qué libro está leyendo la persona que tengo delante, en el vagón del tren, pongamos por caso. Ya me dirán qué puede importarme, pero así es. Me descubro poco menos que arrastrándome por el suelo para recoger un lápiz que yo mismo he dejado caer a efectos de, aprovechando el ángulo, identificar por fin el título que llevo acechando un buen rato sin resultados. Y encima hay desaprensivos (gente mezquina) que, intuyendo el objeto de la maniobra, giran el cuerpo -a veces ostentosamente- para evitarlo.
Menos lamentable, pero igualmente decepcionante e inconducente, es la manía de recorrer con no sé qué expectativas los lomos de los libros alineados en un anaquel cualquiera expuesto a mi mirada. Ahora que en bares y otros locales públicos no es raro encontrar, a modo de decoración, repisas o estantes con libros (indicio elocuentísimo del futuro tan poco halagüeño que aguarda a la industria), no hay manera de que yo -qué no sé qué hacer para desprenderme de los libros que se acumulan en casa- me resista a la tentación de echarles un vistazo, como a la espera de no sé qué epifanía, un poco a la manera en que algunos no pierden nunca la esperanza -así lleguen a nonagenarios- de que en la fiesta a la que van esa noche acaso encuentren al hombre o a la mujer de su vida.
En las localidades turísticas, en hoteles, pensiones, restaurantes, cafés y bares de copas más o menos “enrollados”, hace ya mucho que constituye una especie de tradición el que en alguna parte se almacenen, a la vista de los clientes -para quienes están disponibles-, los libros abandonados a su paso por unos y otros. Tampoco en estos casos puedo resistirme a ver qué, aun sabiendo por experiencia que la mayor parte de esos libros están escritos en inglés o en alemán, alguna vez en francés o en italiano, sólo muy raramente en español. Por si fuera poco, se trata casi siempre de best-sellers, cuyas cubiertas resultan tan disuasorias como su tamaño exorbitante. Lo mismo da, nunca se sabe. O sí se sabe, pero da igual.
Estas bibliotecas en tránsito, vamos a llamarlas así, no pocas veces tienen sobre mí efectos deprimentes, en particular cuando soy capaz de reconocer según qué títulos y tengo una idea más o menos formada de su contenido deplorable. ¡Y hay gente que dedica sus días de vacaciones a leer eso!
Ocurre como cuando, paseando por las calles de Nápoles o de Atenas, por ejemplo, repletas de locales más o menos pintorescos donde es fácil y barato comer estupendamente, pasa uno por delante de un sórdido Kentucky o un McDonald's de mobiliario e iluminación atroces, y lo ve repleto de turistas desnortados.
Qué malentendido. Qué fracaso. Cómo explicarles.
Ya sabemos todos, o deberíamos saber, que el acto de leer no es bueno por sí mismo. Se me ocurren mil actividades (empezando por la de quedarse ensimismado, contemplando lo que haya que contemplar, cuerpos, paisajes) preferibles a la de leer según qué libros, ya no digamos estando de vacaciones, es decir, en la mejor de las disposiciones para leer textos que, para ser entretenidos, distraídos e incluso absorbentes, no tienen por qué cultivar la oligofrenia. Ustedes ya saben a qué me refiero.
Veo en el anaquel de los libros abandonados por los turistas algunos muy voluminosos, en cuya lectura sus dueños debieron de empeñar horas, días, acaso semanas. Y el hecho de que puedan desprenderse tan a la ligera de un objeto tan íntimamente imbricado con la experiencia y la memoria de esos días me hace sospechar, qué quieren que les diga, de la calidad de esa experiencia: de la que procuran esos libros tanto como, ya puestos, de la de las vacaciones.
Habría que hacer algo por toda esa gente, ¿no les parece?
Por el mismo precio, y empleando el mismo tiempo, las cosas que se pierden.
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