NO SON TU MARIDO
Earl Ober era vendedor y estaba buscando empleo.
Pero Doreen, su mujer, se había puesto a trabajar como camarera de turno de
noche en un pequeño restaurante que abría las veinticuatro horas, situado en un
extremo de la ciudad. Una noche, mientras tomaba unas copas, Earl decidió pasar
por el restaurante a comer algo. Quería ver dónde trabajaba Doreen, y de paso
ver si podía tomar algo a cuenta de la casa.
Se sentó en la barra y estudió la carta.
—¿Qué haces aquí? —dijo Doreen
cuando lo vio allí sentado.
Le tendió la nota de un pedido
al cocinero.
—¿Qué vas a pedir, Earl? —dijo
luego—. ¿Los niños están bien?
—Perfectamente —dijo Earl—.
Tomaré café y un sándwich de ésos. Número dos.
Doreen tomó nota.
—¿Alguna posibilidad de… ya
sabes? —dijo, y le guiño un ojo.
—No —dijo ella—. No me hables
ahora. Tengo trabajo.
Earl se tomó el café y esperó
el sandwich. Dos hombres trajeados, con la corbata suelta y el cuello de la
camisa abierta, se sentaron a su lado y pidieron café. Cuando Doreen se
retiraba con la cafetera, uno de ellos le dijo al otro:
—Mira que culo. No puedo
creerlo.
El otro hombre rió.
—Los he visto mejores —dijo.
—A eso me refiero —dijo su
compañero—. Pero a algunos tipos las palomitas les gustan gordas.
—A mi no —dijo el otro.
—Ni a mí —dijo el primero—. Es
lo que te estaba diciendo.
Doreen le trajo el sándwich. A
su alrededor, había patatas fritas, ensalada de col y una salsa de eneldo.
—¿Algo más? —dijo—, ¿Un vaso de
leche?
Earl no dijo nada. Negó con la
cabeza mientras ella seguía allí de pie, esperando.
Al rato volvió con la cafetera
y sirvió a Earl y a los dos hombres. Luego cogió una copa y se dio la vuelta
para servir un helado. Se agachó y, doblada por completo sobre el congelador,
se puso a sacar helado con el cacillo. La falda blanca se le subió hacia arriba
por las piernas, se le pego a las caderas. Y dejó al descubierto una faja de
color rosa y unos muslos rugosos y grisáceos y un tanto velludos, con una
alambicada trama de venillas.
Los dos hombres de la barra, al
lado de Earl, intercambiaron miradas. Uno de ellos alzó las cejas. El otro
sonrió regocijado y siguió mirando por encima de su taza a Doreen, que ahora
coronaba el helado con jarabe de chocolate. Cuando Doreen se puso a agitar el
bote de crema batida, Earl se levantó, dejó el plato a medio comer en la barra
y se dirigió hacia la puerta. Oyó que Doreen lo llamaba, pero siguió su camino.
Después de echar una ojeada a
los niños fue al otro dormitorio y se quitó la ropa. Se subió las mantas, cerró
los ojos y se puso a pensar. La sensación le comenzó en la cara, y luego le
descendió hasta el estómago y las piernas. Abrió los ojos y movió la cabeza de
acá para allá sobre la almohada. Luego se volvió sobre su lado y se durmió. Por
la mañana, después de mandar a los niños al colegio, Doreen entró en el
dormitorio y subió la persiana. Earl ya se había despertado.
—Mírate al espejo —dijo Earl.
—¿Qué? —dijo ella—. ¿A qué te
refieres?
—Tú mírate al espejo —dijo él.
—¿Y qué es lo que debo ver?
—dijo ella. Pero se miró en el espejo del tocador y se apartó el pelo de los
hombros.
—¿Y bien? —dijo él.
—¿Y bien, qué? —dijo ella.
—Odio tener que decírtelo —dijo
él—, pero creo que deberías ir pensando en seguir una dieta. Lo digo en serio.
Sí, en serio. Creo que podrías perder unos kilos. No te enfades.
—¿Qué estás diciendo? —dijo
ella.
—Lo que he dicho. Creo que no
estaría mal que perdieras unos kilos. Unos cuantos, al menos.
—Nunca me has dicho nada —dijo
Doreen. Se levantó el camisón por encima de las caderas y se volvió para
mirarse el vientre en el espejo.
—Antes no pensaba que te
hiciera falta —dijo Earl. Trataba de elegir cuidadosamente las palabras.
Con el camisón aún recogido
sobre las caderas, Doreen dio la espalda al espejo y se miró por encima del
hombro. Se alzó una nalga con la palma de la mano y la dejó caer.
Earl cerró los ojos.
—Puede que esté equivocado
—dijo.
—Imagino que sí, que podría
perder algo de peso. Pero me costará —dijo Doreen.
—Tienes razón, no será fácil
—dijo Earl—. Pero te ayudaré.
—Quizás tengas razón —dijo
Doreen. Dejó caer el camisón y miró a Earl. Y se quitó el camisón.
Hablaron de dietas. Hablaron de
dietas de proteínas, de dietas de “sólo verduras”, de la dieta del zumo de
pomelo. Pero decidieron que no tenían el dinero suficiente para los bistecs de
la dieta de proteínas. Luego Doreen dijo que tampoco le apetecía atiborrarse de
verduras, y que, habida cuenta de que el zumo de pomelo no le entusiasmaba,
tampoco veía mucho sentido en una dieta así.
—De acuerdo, olvídalo —dijo él.
—No, no. Tienes razón —dijo
ella—. Haré algo.
—¿Qué tal si haces ejercicio?
—dijo él.
—Para ejercicio ya tengo
bastante con el que hago en el trabajo —dijo ella.
—Pues deja de comer —dijo él—.
Unos días, al menos.
—De acuerdo —dijo Doreen—. Lo
intentaré. Lo intentaré unos cuantos días. Me has convencido.
—Soy vendedor —dijo Earl.
Calculó el saldo de su cuenta
corriente, cogió el coche, fue a un almacén de artículos con descuento y compró
una bascula de baño. Observó detenidamente a la dependienta que registraba la
venta en la caja.
En casa, hizo que Doreen se
desvistiera por completo y se subiera a la báscula. Al ver sus varices, frunció
el ceño. Pasó el dedo a lo largo de una que le ascendía por el muslo.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó
Doreen.
—Nada —dijo Earl.
Miró la báscula y escribió una
cifra en un papel.
—Muy bien —dijo—. Muy bien.
Al día siguiente pasó casi toda
la tarde fuera; tenía una entrevista. El empresario, un hombre corpulento que
cojeaba mientras le mostraba los accesorios de fontanería del almacén, le
preguntó si podía viajar.
—Por supuesto que puedo —dijo
Earl.
El hombre asintió con la
cabeza.
Earl sonrió.
Antes de abrir, oyó la
televisión dentro de la casa. Cruzó la sala, pero los niños no levantaron la
mirada. Doreen, vestida para el trabajo, comía huevos revueltos con bacon en la
cocina.
—¿Qué estás haciendo? —dijo
Earl.
Ella siguió masticando, con los
carrillos llenos. Pero luego echó lo que tenía en la boca encima de una
servilleta.
—No he podido aguantarme —dijo.
—Cafre —dijo Earl—. ¡Sigue,
sigue comiendo! ¡Come!
Se metió en el dormitorio,
cerró la puerta y se echó sobre la colcha. Seguía oyendo la televisión. Se puso
las manos debajo de la cabeza y miró el techo.
Doreen abrió la puerta.
—Voy a intentarlo de nuevo
—dijo.
—Muy bien —dijo él.
Dos mañanas después, Doreen lo
llamó al cuarto de baño.
—Mira —dijo.
Earl miró la báscula. Abrió el
cajón y sacó el papel y volvió a leer el peso mientras sonreía complacido.
—Casi medio kilo —dijo Doreen.
—Algo es algo —dijo Earl, y le
dio unas palmaditas en la cadera.
Leía los anuncios por palabras.
Visitaba la oficina de empleo del estado. Cada tres o cuatro días cogía el
coche e iba a alguna entrevista. Y por las noches contaba las propinas de
Doreen. Alisaba sobre la mesa los billetes de a dólar, formaba montoncitos de
dólar con los cuartos y las monedas de cinco y diez centavos. Mañana tras
mañana, hacía que Doreen se subiera a la báscula.
Al cabo de dos semanas había
perdido casi dos kilos.
—Pico —dijo Doreen—. Me muero
de hambre durante el día, luego en el trabajo pico cosas. Por eso no pierdo
más.
Pero a la semana siguiente
había perdido dos kilos y medio. Y una semana después, casi cinco. La ropa le
quedaba grande. Tuvo que recurrir al dinero del alquiler para comprarse otro
uniforme.
—En el trabajo me dicen cosas
—le dijo a Earl.
—¿Qué clase de cosas? —
preguntó él.
—Qué estoy pálida, por ejemplo
—dijo ella—. Que no parezco yo. Temen que esté perdiendo demasiado peso.
—¿Qué tiene de malo perder
peso? —dijo él—. No les hagas ni caso. Diles que se metan en sus cosas. Ellos no
son tu marido. Tú no vives con ellos.
—Pero trabajo con ellos —dijo
Doreen.
—Cierto —dijo Earl—. Pero no
son tu marido.
Cada mañana entraba en el
cuarto de baño detrás de ella y esperaba a que se subiera a la báscula. Se
arrodillaba junto a ella con papel y lápiz. El papel estaba lleno de fechas,
días de la semana, cifras. Leía lo que marcaba la báscula, consultaba el papel
y asentía con la cabeza o fruncía los labios.
Ahora Doreen pasaba más tiempo
en la cama. Volvía a acostarse en cuanto los niños se iban al colegio, y por la
tarde descabezaba un sueño antes de salir para el trabajo. Earl ayudaba en las
tareas de la casa, veía la televisión y dejaba que su mujer durmiera. Hacia
todas las compras, y de cuando en cuando salía a alguna entrevista.
Una noche, después de acostar a
los niños, apagó el televisor y salió a tomar unas copas. Cuando el bar hubo
cerrado, fue en coche al restaurante de Doreen.
Se sentó en la barra y esperó.
Al poco Doreen le vio, y dijo:
—¿Los niños están bien?
Earl asintió con la cabeza.
Se tomó su tiempo para decidir
lo que quería. No dejaba de mirar a su mujer, que iba de un lado para otro
detrás de la barra. Por fin pidió una hamburguesa con queso. Doreen le entregó
la nota al cocinero y fue a atender a otra persona.
Se acercó otra camarera con una
cafetera y le llenó la taza.
—¿Cómo se llama tu amiga?
—dijo, y movió la cabeza en dirección a su mujer.
—Se llama Doreen —dijo la
camarera.
—Pues ha cambiado mucho desde
la última vez que estuve aquí —dijo.
—No sabría decirle —dijo la
camarera.
Comió la hamburguesa y se tomó
el café. La gente seguía sentándose y levantándose de la barra. Era Doreen
quien atendía a la mayoría, aunque de cuando en cuando la otra camarera venía a
anotar algún pedido. Earl observaba a su mujer y escuchaba atentamente. Hubo de
dejar su asiento un par de veces para ir al lavabo. Y en ambas se preguntó si
se había perdido algún comentario. Al volver la segunda vez, vió que le habían
retirado la taza y que alguien ocupaba su sitio. Fue hasta un extremo de la
barra y se sentó en un taburete, al lado de un hombre mayor que llevaba una
camisa de rayas.
—¿Qué es lo que quieres? —le
preguntó Doreen cuando volvió a verle— ¿no deberías estar ya en casa?
—Ponme un café —dijo.
El hombre de al lado leía un
periódico. Alzó la vista y miró como Doreen servía café a su marido. Y se quedó
mirando cómo se alejaba. Luego volvió a su periódico.
Earl sorbió el café y esperó a
que el hombre dijera algo. Lo observó por el rabillo del ojo. El hombre había terminado
de comer y había apartado hacia un lado el plato. Encendió un cigarrillo, dobló
el periódico, se lo puso delante y siguió leyendo.
Doreen volvió y retiró el plato
sucio y le sirvió al hombre más café.
— ¿Qué le parece la chica? —le
preguntó Earl al hombre, haciendo un gesto hacia Doreen, que caminaba hacia el
otro extremo de la barra—. ¿No le parece una preciosidad?
El hombre alzó la mirada. Miró
a Doreen y luego a Earl, y volvió a su periódico.
—Bien, ¿qué dice? —dijo Earl—.
Es una pregunta. ¿Tiene o no buen aspecto? Dígame.
El hombre movió con ruido el
periódico.
Cuando vio que Doreen se
acercaba desde el otro extremo de la barra, Earl le dio un codazo al hombre en
el hombro y dijo:
—Le estoy hablando. Escuche.
Mire qué culo. Y ahora fíjese. ¿Me pone por favor un helado de chocolate?
—pidió en voz alta a Doreen.
Doreen se paró frente a él y
suspiró. Luego se volvió y cogió una copa y el cacillo del helado. Se inclinó
sobre el congelador, asomó el cuerpo hacia el interior y se puso a arañar
helado con el cacillo. Earl miró al hombre y le dirigió un guiño cuando vio que
la falda de Doreen empezaba a ascender por los muslos. Pero el hombre captó la
mirada de la otra camarera. Se puso el periódico bajo el brazo y se metió el
brazo en el bolsillo.
La otra camarera vino
directamente hasta Doreen.
—¿Quién es ese personaje?
—dijo.
—¿Quién? —dijo Doreen, con la
copa del helado en la mano.
—Ése —dijo la camarera, y
señaló a Earl—. ¿Quién es ese tipo?
Earl esbozó su mejor sonrisa. Y
la mantuvo. La mantuvo hasta que sintió que la cara se le desencajaba.
Pero la camarera se limitó a
observarle, y Doreen empezó a sacudir la cabeza despacio. El hombre dejó unas
monedas junto a la taza y se levantó, pero aguardó también a oír la respuesta.
Todos ellos tenían los ojos fijos en Earl.
—Es un vendedor. Es mi marido
—dijo Doreen al fin, encogiéndose de hombros.
Luego le puso delante el helado
de chocolate sin terminar de preparar y se fue a hacerle la cuenta.
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