Ilustración de Gale Hart |
EL
ELEFANTE
Sabía
que era un error dejarle aquel dinero a mi hermano. ¿Qué necesidad tenía yo de
más deudores? Pero me llamó y me dijo que no podía pagar el plazo de la casa.
¿Oué otra opción me quedaba? No había estado nunca en su casa (vivía en
California, a mil quinientos kilómetros de distancia); ni siquiera la había
visto, pero no quería que la perdiera. Lloraba en el teléfono, y decía que iba
a perder lo que había conseguido en toda una vida de trabajo. Dijo que me
devolvería el dinero. En febrero, dijo. Incluso antes. En marzo, a más tardar.
Dijo que estaban a punto de devolverle cierta suma que Hacienda le había cobrado
de más. Además —dijo—, había hecho una pequeña inversión que daría sus frutos
en febrero. Se mostró reservado al respecto, y no quise presionarlo para que
fuera más explícito.
—Confía
en mí —dijo—. No te fallaré.
Se
había quedado sin trabajo en julio del año anterior, cuando la empresa donde
trabajaba —una fábrica de aislamientos de fibra de vidrio— decidió despedir a
doscientos empleados. Había cobrado el paro durante un tiempo, pero ahora hasta
el subsidio se le había acabado, al igual que sus ahorros. Se había quedado
incluso sin seguro médico. Al perder el trabajo, perdió el seguro. Su mujer,
diez años mayor que él, era diabética y necesitaba tratamiento médico. Habían
tenido que vender el segundo coche —una vieja ranchera—, y hacía una semana que
habían empeñado el televisor. Me dijo que tenía la espalda hecha polvo de
cargar con el televisor de puerta en puerta. Se había recorrido todas las casas
de empeños —dijo—, en busca de la oferta más alta, hasta que alguien le dio
cien dólares por su Sony de pantalla grande. Me habló del televisor y de lo mal
que tenía la espalda, como si de ese modo se asegurara mi implicación en sus
problemas (a menos que yo, su hermano, tuviera un corazón de piedra).
—Estoy
hasta el cuello —dijo—. Pero tú puedes ayudarme a salir de esto.
—¿Cuánto?
—dije.
—Quinientos
dólares. Me harían falta más, por supuesto, ¿a quién no? —dijo—. Pero quiero
ser realista. Puedo devolver quinientos. Más, si quieres que sea sincero, no sé
si podría. No sabes lo que odio tener que pedirte esto, hermanito. Pero eres mi
último recurso. Irma Jean y yo nos quedaremos en la calle si nadie nos ayuda.
No te fallaré.
Eso
fue lo que dijo. Palabra por palabra.
Seguimos
hablando unos minutos más —sobre todo de nuestra madre y sus problemas—, pero
no quiero extenderme. El caso es que le mandé el dinero. Tuve que hacerlo. Me
pareció que debía hacerlo, más bien (lo cual viene a ser lo mismo). Cuando le
envié el cheque le escribí diciéndole que el dinero se lo devolviera a nuestra
madre, que vivía en la misma ciudad y siempre estaba ávida de dinero y sin
blanca. Yo llevaba ya tres años mandándole una mensualidad, hiciera sol o
tronara. Y pensé que si mi hermano le pagaba el dinero que me debía yo podría
desentenderme un tiempo, darme un pequeño respiro. No tendría que preocuparme
del asunto en un par de meses. Y, para ser franco, también pensé que quizá
había más probabilidades de que le pagase a ella, ya que vivían en la misma
ciudad y se veían de cuando en cuando. Lo que quería era cubrirme un poco las
espaldas. Porque, por mucho que mi hermano tuviera las mejores intenciones del
mundo, a veces suceden cosas. La realidad a veces sale al paso de las buenas
intenciones. Ojos que no ven, corazón que no siente, como vulgarmente se dice.
Pero no sería capaz de dejar en la estacada a su propia madre. Eso no lo haría
nadie.
Me
pasé horas y horas escribiendo cartas para dejar bien claro el asunto. Lo que
cada cual debía hacer. Telefoneé incluso varias veces a mi madre para
explicárselo. Pero ella se mostró recelosa al respecto. Le expliqué que el
dinero que tenía que enviarle a primeros de marzo y a primeros de abril se lo
daría Billy, que me lo debía. Recibiría el dinero, no tenía que preocuparse.
Esos dos meses recibiría el dinero de Billy y no de mí, eso era todo. Billy, en
lugar de enviarme el dinero a mi para que yo se lo enviara a ella, le
entregaría el dinero directamente. En cualquier caso, no debía preocuparse.
Tendría su dinero, pero esos dos meses lo recibiría de él, porque me lo debía.
Dios mío, no sé cuánto me gasté en conferencias. No sé las cartas que escribí
(si me dieran medio dólar por cada una me haría rico), explicándole a él lo que
le había dicho a ella y a ella lo que debía hacer él…
Pero
mi madre no se fiaba de Billy.
—¿Y
si no puede hacer frente a esos pagos? —me decía por teléfono—. ¿Entonces qué?
Lo está pasando mal, y lo siento por él —decía—, pero, hijo mío, lo que yo
quiero saber es qué va a pasar si no puede pagarme. ¿Eh? ¿Entonces qué?
—Entonces
te lo daré de mi bolsillo —dije—. Como siempre. Si él no te lo da, te lo daré
yo. Pero te lo dará. No te preocupes. Dice que va a hacerlo, y lo hará.
—No
quiero preocuparme dijo ella—. Pero me preocupo. Me preocupo por mis chicos, y
luego por mí misma. Nunca imaginé que vería en tal situación a uno de mis
hijos. Me alegro de que tu padre no viva para verlo.
En
tres meses mi hermano le dio a mi madre sólo una pequeña parte de lo que se
había comprometido a darle. Cincuenta dólares. O setenta y cinco, porque hay
diferentes versiones. Dos versiones contrapuestas: la de él y la de ella. Pero
eso es todo lo que pagó de los quinientos dólares: cincuenta o setenta y cinco,
según a cuál de los dos quiera creerse. Tuve que poner lo que faltaba. Tuve que
seguir rascándome el bolsillo, como de costumbre. Mi hermano estaba acabado.
Eso es lo que me dijo —que estaba acabado— cuando le llamé para preguntarle qué
pasaba, porque mamá me había llamado para saber qué había sido de su dinero.
Me
había dicho:
—Hice
que el cartero volviera a la furgoneta y mirara bien, por si tu carta se había
caído detrás del asiento. Luego fui preguntando a los vecinos si les habían
dejado por error alguna carta mía. Me está volviendo loca este asunto, cariño.
—Luego añadió—: ¿Qué quieres que piense una madre en mi situación? —Y siguió
preguntándose quién cuidaba de sus intereses en todo aquel asunto. Eso es lo
que quería ella saber. Eso y cuándo recibiría su dinero.
Así
que cogí el teléfono y llamé a mi hermano para saber si se trataba de una
simple demora o una quiebra en toda regla. Billy, según él, estaba acabado. No
tenía salvación. Iba a poner su casa en venta de inmediato. Y confiaba en no
tener que precipitarse demasiado y acabar dándola a bajo precio. Ya no le
quedaba en ella nada que vender. Lo había vendido todo menos la mesa y las
sillas de la cocina.
—Ojalá
pudiera vender mi sangre —dijo—. Pero ¿quién iba a comprármela? Con la suerte
que tengo, seguro que me descubren una enfermedad incurable.
Naturalmente,
su pequeña inversión no había dado ningún fruto. Cuando le pregunté por ella se
limitó a responder que no se había materializado. Tampoco la devolución de
Hacienda se había hecho realidad: la suma que debían devolverle había sido
objeto de una especie de embargo.
—Las
desgracias nunca vienen solas —dijo—. Lo siento, hermanito. Nada de esto habría
pasado si hubiera estado en mi mano.
—Lo
comprendo —dije yo.
Y
era cierto. Pero no hacía más fáciles las cosas. Bien, el caso es que no me
pagó lo que me debía. Ni a mí ni a mi madre, a quien hube de seguir mandándole
su cheque todos los meses.
Sí,
me sentía dolido. ¿Y quién no? Lamentaba la situación de mi hermano de todo
corazón. Ojalá la desgracia no hubiera llamado a su puerta. Pero ahora mi
situación tampoco era muy halagüeña. En adelante, al menos, ya no volvería a
acudir a mí sucediera lo que le sucediera. Nadie con esa deuda pendiente se
atrevería a pedir más dinero. Eso es lo que me decía a mí mismo, pero cuán
equivocado estaba.
Me
dediqué con ahínco a mis ocupaciones. Me levantaba muy temprano e iba al
trabajo y no paraba en toda la jornada. Cuando volvía a casa me dejaba caer en
el sillón y ya no me movía. Estaba tan cansado que tardaba un rato en empezar a
soltarme los cordones de los zapatos. Y seguía allí, hundido en el sillón. Sin
fuerzas siquiera para levantarme a encender el televisor.
Lamentaba
de veras los problemas de mi hermano. Pero yo también tenía problemas. Además
de mi madre, tenía a otras personas en nómina. Mandaba dinero a mi ex mujer
todos los meses. Tenía que hacerlo. Yo no quería, pero los jueces así lo
dispusieron. Luego estaban mi hija y sus dos niños. Vivían en Bellingham, y
todos los meses les mandaba algún dinero. Las criaturas tenían que comer, ¿no?
Mi hija vivía con un indeseable que ni se molestaba en buscar trabajo, un tipo
incapaz de conservar un empleo aunque se lo sirvieran en bandeja. Las escasas
veces en que encontró algo (una o dos), se quedaba dormido por las mañanas, o
se le averiaba el coche camino del trabajo, o le ponían de patitas en la calle,
así, sin más explicaciones.
Una
vez, muchos años atrás, cuando yo aún me tomaba estas cosas en serio, amenacé
de muerte a ese parásito. Pero no viene al caso. Además, yo entonces bebía.
Bueno, la cuestión es que el muy hijoputa sigue con mi hija.
Mi
hija me escribía contándome que sólo se alimentaban de copos de avena. Ella y
los niños. (Imagino que el tipo pasaba tanta hambre como ellos, pero ella se
guardaba bien de mencionar su nombre en las cartas.) Me decía que, si podía
ayudarla hasta el verano, las cosas acabarían arreglándosela. Su situación iba
a cambiar —estaba segura— cuando llegara el verano. Aun en caso de que nada
saliera como esperaba —y no iba a ser así, porque tenía varias cosas en mente—,
siempre podía conseguir trabajo en la fábrica de conservas de pescado. No
estaba lejos de casa, y tendría que enlatar salmón vestida con mono y guantes y
botas de goma. O podía vender refrescos, en un puesto al lado de la carretera,
a la gente que hacía cola en coche para entrar en Canadá. Allí, metida en el
coche ante la frontera en pleno verano, la gente tiene que estar sedienta, ¿no?
Le quitarían de las manos cualquier bebida fría. El caso es que, se decidiera
por lo uno o lo otro, las cosas le irían bien cuando llegara el verano. Pero tendría
que ir tirando hasta entonces, y ahí es donde entraba yo.
Sabía
—me decía— que tenía que cambiar de vida. Quería valerse por sí misma, como
todo el mundo. Quería dejar de considerarse una víctima. «No soy una víctima
—me dijo una noche por teléfono—. Soy una mujer joven con dos hijos y un vago,
un hijo de perra que vive conmigo. Como infinidad de mujeres. No me asusta el
trabajo duro. Sólo necesito una oportunidad. Es todo lo que le pido al mundo.»
Ella
podía soportar las privaciones. Pero hasta que la suerte cambiase, hasta que la
oportunidad llamase a su puerta, eran los niños quienes le preocupaban. Los
niños siempre estaban preguntando cuándo iría a visitarlos el abuelito. En ese
mismo momento estaban dibujando los columpios y la piscina del motel donde me
había alojado en mi visita del afío anterior. Pero el verano —siguió—, el
verano era la fecha del cambio. Si podía aguantar hasta el verano, se acabarían
los problemas. Las cosas cambiarían, estaba segura. Con un poco de ayuda mía
podía conseguirlo.
«No
sé qué haría sin ti, papá.»
Esas
eran sus palabras. Casi se me partió el corazón. Por supuesto que tenía que
ayudarla. Era una suerte que mi situación, por precaria que fuera, me
permitiera echarle una mano. ¿No tenía yo un trabajo? Comparado con ella, con
el resto de mi familia, yo tenía la vida solucionada. Comparado con ellos,
vivía en Jauja.
Le
mandé el dinero que me pedía. Le mandaba dinero siempre que me lo pedía. Y un
día le dije que me sería más fácil mandarle un dinero, no mucho, pero dinero al
fin y al cabo, a primeros de cada mes.
Sería
algo con lo que podría contar, y sería su dinero, de nadie más. Suyo y de los
niños. Esperaba que así fuera, al menos. Ojalá hubiera existido un medio de
asegurarme de que el hijoputa que vivía con ella no pusiera la mano en una sola
naranja, en un trozo de pan comprado con mi dinero. No era posible, claro. Así
que no tenía otra opción que mandar el dinero y no preocuparme por el hecho de
que aquel tipo pudiera darse un atracón a mi costa.
Mi
madre y mi hija y mi ex mujer. He ahí las tres personas en nómina, sin contar a
mi hermano. Pero mi hijo también necesitaba dinero. Cuando terminó la escuela
secundaria hizo las maletas, dejó la casa de su madre y se fue a una
universidad del Este. A un college de New Hampshire, nada menos. ¿Quién ha oído
hablar de New Hampshire? Era el primero de la familia —de ambas ramas— al que
se le ocurría ser universitario, así que todo el mundo pensó que era una
excelente idea. Incluido yo, al principio. ¿Cómo iba a imaginar que acabaría
costándome un ojo de la cara? Para sufragarse los estudios pidió créditos
bancarios a diestro y siniestro. No quería trabajar y estudiar al mismo tiempo.
Eso fue lo que dijo. Y, claro, lo entiendo. En parte hasta me parece bien. ¿A
quién le gusta trabajar? A mí no. Así que luego, cuando agotó su crédito
después de pedir en todas partes y de financiarse incluso un año de estudios en
Alemania, tuve que empezar a mandarle dinero, y mucho. Al final, cuando le
escribí que no podía seguir haciéndolo, me contestó que si tal era mi posición
al respecto, lo que haría sería traficar con drogas o atracar un banco, o cual
quier otra cosa con la que conseguir dinero para seguir viviendo. Y que me
podría considerar afortunado si, no le mataban a tiros o le metían en la
cárcel.
Le
escribí y le dije que había cambiado de opinión, que le mandaría algo más de
dinero. ¿Qué otra cosa podía hacer? No quería que su sangre me salpicara las
manos. No quería imaginar a mi hijo en un coche celular, o en algún trance aún
peor. Bastantes cosas tenía sobre mi conciencia como para cargar con una más.
Eso
hacen cuatro personas. Sin contar a mi hermano, que aún no figuraba entre los
fijos. Era para volverse loco. Le daba vueltas al asunto día y noche. No podía
dormir. Estaba mandándoles todos los meses casi la totalidad de mi paga. No
hace falta ser un genio o saber mucho de economía para comprender que aquello
no podía continuar. Tuve que pedir un préstamo al banco para hacer que mis
cuentas cuadraran. Ello supuso otro pago mensual.
Así
que empecé a reducir gastos. Dejé de comer fuera, por ejemplo. Como vivía solo
me gustaba comer fuera, pero tuve que dejar de hacerlo. Me veía obligado a
controlar mis salidas al cine. No podía comprarme ropa o arreglarme la
dentadura. El coche se caía a pedazos. Necesitaba zapatos…
A
veces me sentía harto y les escribía a los cuatro amenazándoles con cambiarme
de nombre y dejar mi trabajo. Les decía que estaba planeando marcharme a
Australia. Y el caso es que hablaba en serio cuando decía lo de Australia, por
mucho que fuera un país del que no supiera ni una palabra. Lo único que sabía
de Australia era que estaba en la otra punta del mundo, y era precisamente allí
donde yo quería estar.
Pero
en el fondo ninguno de ellos creía que me fuera a marchar a Australia. Me
tenían, y lo sabían. Sabían que estaba al borde de la desesperación, y lo
sentían y me lo hacían saber. Pero confiaban en que las aguas se calmaran antes
de primeros de mes, cuando tuviera que sentarme a rellenar sus cheques.
En
respuesta a una de mis cartas en la que hablaba de emigrar a Australia, mi
madre me escribió diciendo que no quería seguir siendo una carga, y que tan
pronto como se le pasara la hinchazón de las piernas iba a ponerse a buscar
trabajo. Tenía setenta y cinco años, pero quizá podría volver a trabajar de
camarera. Le escribí diciendo que no dijera bobadas. Que me alegraba poder
ayudarla. Y era cierto. Me alegraba. Lo que necesitaba era que me tocara la
lotería.
Mi
hija sabía que lo de Australia no era más que una forma de decir a todo el
mundo que estaba harto. Sabía que lo que necesitaba era un respiro, y algo que
me levantara el ánimo. Así que me escribió para decirme que iba a buscar a
alguien que cuidara de los niños y que se pondría a trabajar en la fábrica de
conservas en cuanto empezara la temporada. Era joven y fuerte, decía. Sería
capaz de aguantar las jornadas de doce a catorce horas, siete días a la semana.
No había problema. Bastaba con decirse a sí misma que podía hacerlo,
mentalizarse, y su cuerpo respondería. Claro que tendría que encontrar una
niñera adecuada. Y ahí iba a estar el problema. Tendría que ser una niñera muy
especial, porque serían muchas horas y los niños estaban insoportables, cosa
nada extraña viendo la cantidad de golosinas que devoraban diariamente. Pero
qué se iba a hacer, a los niños les encantaban esas porquerías. De todas
formas, si seguía buscando acabaría encontrando a la persona adecuada. Pero
tendría que comprarse botas y ropa para el trabajo, y en eso es en lo que
podría ayudarla yo.
Mi
hijo me escribió diciendo que sentía mucho ser una de las causas de mi
angustiosa situación económica, y que sería mejor para los dos si acababa con
todo de una vez por todas. Por si fuera poco, había descubierto que era
alérgico a la cocaína. Cuando la esnifaba le lloraban los ojos y no podía
respirar. No podría, pues, probar la mercancía con la que pensaba traficar.
Así, su carrera como traficante de drogas se había visto truncada antes de
empezar. Un tiro en la sien, eso era lo mejor que podía hacer para acabar con
todo de una vez. O quizá ahorcarse. Se ahorraría la molestia de tener que
conseguir una pistola. Y nos ahorraría a todos el precio de las balas. Por
increíble que parezca, eso me decía en su carta. Adjuntaba una fotografía suya
del verano anterior, cuando estudiaba en Alemania. Se le veía de pie bajo un
gran árbol con gruesas ramas a unos palmos de la cabeza. Y sonreía.
Mi
ex mujer no tenía nada que decir de mi hipotética emigración a Australia. ¿Para
qué? Sabía que a primeros de mes recibiría su dinero, aunque tuviera que
llegarle de Sydney. Si no le llegaba el cheque en la fecha estipulada, no tenía
más que coger el teléfono y llamar a su abogado.
Así
estaban las cosas cuando un domingo por la tarde, a principios de mayo, llamó
mi hermano. Había abierto las ventanas y una agradable brisa corría por la
casa. Tenía puesta la radio. La ladera de la colina, detrás de la casa, ya
había verdecido. Pero cuando oí su voz al otro lado de la línea empecé a sudar.
No había vuelto a saber de él desde el penoso asunto de los quinientos dólares,
y no podía creer que me llamara para intentar otro sablazo. Pero empecé a sudar
de todas formas. Me preguntó cómo me iban las cosas, y le solté de inmediato el
asunto de la «nómina» y demás. Le hablé de copos de avena, de cocaína, de
fábricas de conservas, de suicidios, de atracos a bancos… y de cómo no podía ya
ir al cine o comer fuera. Le dije que tenía un agujero en el zapato. Le hablé
del dinero que mes tras mes tenía que mandarle a mi ex mujer. Nada era nuevo
para él, por supuesto. Conocía perfectamente todo lo que le estaba contando. Me
dijo que lo sentía en el alma. Seguí hablando. La conferencia la pagaba él.
Pero, cuando le llegó el turno y me puse a escucharle, empecé a pensar: ¿Cómo
te las vas a arreglar para pagar esta conferencia, Billy? Y de pronto caí en la
cuenta de que era yo quien iba a pagarla. Unos minutos, unos segundos más, y
todo se habría consumado.
Miré
por la ventana. El cielo estaba azul, salpicado por un puñado de nubes blancas.
Sobre el cable del teléfono había unos cuantos pájaros. Me sequé la cara con la
manga. No se me ocurría nada que añadir. Así que callé y me quedé mirando las
montañas. Fue entonces cuando mi hermano dijo:
—Detesto
pedirte esto, pero…
Al
oírlo sentí que mi corazón caía en un abismo. Luego le oí formular su petición.
Esta vez eran mil dólares. Me hizo saber ciertos detalles. Los acreedores se
apiñaban a su puerta: ¡a su puerta! Las ventanas vibraban, la casa se
estremecía bajo la violencia de sus puños: pam, pam, pam… No había escapatoria.
Iban a tirarle la casa abajo.
—Ayúdame,
hermano.
¿De
dónde iba yo a sacar mil dólares? Agarré con fuerza el auricular, aparté la
mirada de la ventana y dije:
—Pero
si ni siquiera me devolviste el dinero que te presté la última vez… ¿Qué me
dices de eso?
—¿No?
—dijo él, como sorprendido—. Creía que sí. Quise hacerlo, al menos. Lo intenté,
bien lo sabe Dios.
—Quedaste
en darle ese dinero a mamá —dije—. Pero no lo hiciste. Tuve que seguir
mandándole su cheque todos los meses, como siempre. Es el cuento de nunca
acabar, Billy. Doy un paso adelante y dos atrás. Me estoy yendo a pique. Os
estáis yendo a pique y vais a hundirme con vosotros.
—Le
di algo —protestó él—. Le pagué una parte. Que conste. Le devolví parte de la
deuda.
—Dijo
que le diste cincuenta dólares. Nada más.
—No
—dijo—. Le di setenta y cinco. Se ha olvidado de los otros veinticinco. Fui a
verla una tarde y le di dos billetes de diez y uno de cinco. Se lo di así, en
metálico, y se ha olvidado. Empieza a fallarle la memoria. Mira —dijo—, te
prometo que esta vez no te fallaré. Te lo juro por Dios. Calcula lo que te debo
y súmalo a lo que te estoy pidiendo, y te mandaré un cheque por el total. Nos
cambiamos los cheques. Y tú no cobres el mío en un par de meses. Es todo lo que
te pido. Dentro de dos meses habré salido del apuro. Y podrás cobrarlo. El día
uno de julio. Te lo prometo. No más tarde. Y esta vez puedo jurártelo. Hemos
puesto en venta ese pequeño terreno que Irma Jean heredó hace un tiempo de su
tío. Está casi vendido. El trato está cerrado. Sólo es cuestión de resolver un
par de detalles y de firmar los papeles. Además, tengo un trabajo apalabrado.
Es seguro. Tendré que hacer cuarenta kilómetros de ida y otros cuarenta de
vuelta todos los días, pero no hay problemas. Dios mío, claro que no. Haría el
triple si fuera necesario, y con gusto. Te digo que en dos meses tendré dinero
en mi cuenta. Podrás cobrar el uno de julio. Todo lo que te debo. Cuenta con
ello.
—Billy,
te quiero —dije—. Pero tengo muchas cargas. Estoy ayudando a mucha gente
últimamente, por si no lo sabes.
—Por
eso no voy a fallarte —dijo—. Tienes mi palabra de honor. Puedes tener absoluta
confianza. Te prometo que podrás cobrar mi cheque dentro de dos meses. No más
tarde. Es todo lo que te pido, dos meses. No sé a quién acudir, hermanito. Eres
mi última esperanza.
Hice
lo que me pedía. Cómo no. Por increíble que parezca, aún tenía cierto crédito
en el banco, así que pedí el dinero y se lo envié. Los cheques se cruzaron.
Clavé el suyo con una chincheta en la pared de la cocina, junto al calendario y
la foto de mi hijo bajo el árbol. Y me puse a esperar.
Seguí
esperando. Mi hermano me escribió pidiéndome que no cobrara el cheque en la
fecha convenida. «Espera un poco», me dijo. Habían surgido ciertos
contratiempos. El trabajo que le habían prometido se había ido al traste en el
último minuto. Y eso no era todo. También la venta del pequeño terreno de su
mujer se había malogrado. Su mujer, en el último momento, se había echado
atrás. El terreno llevaba en manos de la familia varias generaciones, y no
tenía corazón para venderlo. ¿Qué podía hacer él? Era propiedad de su mujer, y
su mujer no quería entrar en razón.
Hacia
esas fechas telefoneó mi hija para decirme que les habían desvalijado la
roulotte donde vivían. Se lo habían llevado absolutamente todo. Cuando volvió
de su primera noche en la fábrica se encontró con la roulotte vacía. No habían
dejado ni una mísera silla donde sentarse. También la cama se había esfumado.
Iban a tener que dormir en el suelo, como gitanos.
—¿Dónde
estaba el… tipejo ese en el momento del robo? —dije.
Había
salido temprano a buscar trabajo, me explicó mi hija. Lo más seguro es que
estuviera con los amigos. A ciencia cierta no lo sabía, como tampoco sabía
dónde estaba en aquel momento.
—Ojalá
en el fondo del río —dijo.
Los
niños estaban con la niñera en el momento del robo. Bueno, el caso es que si
pudiera prestarle algo de dinero para comprar algunos muebles de segunda mano…
Me lo devolvería en seguida, en cuanto cobrara la primera paga. Lo ideal sería
que pudiera recibirlo antes del fin de semana —¿un giro telegráfico, quizá?—,
porque así podría comprar lo más imprescindible.
—Han
profanado mi rincón —dijo—. Me siento como si me hubieran violado.
Mi
hijo me escribió desde New Hampshire para decirme que era de vital importancia
que volviera a Europa. Que su vida misma dependía de ello. Iba a terminar sus
estudios a finales del verano, pero a partir de ese momento no soportaría vivir
en los Estados Unidos ni un día más. La nuestra era una sociedad materialista,
y estaba sencillamente harto. En nuestro país, decía, no se podía tener ninguna
conversación en la que de un modo u otro no saliera a colación el dinero, y se
sentía asqueado. El no era un yuppie, y no quería llegar a serlo jamás. No era
lo suyo. Y dejaría para siempre de importunarme si le prestaba el dinero
suficiente para comprarse un billete para Alemania.
De
mi ex mujer no tuve noticias. No tenía por qué. Ambos sabíamos a qué atenernos.
Mi
madre me escribió contándome que hacía tiempo que tenía que prescindir de las
medias de descanso que tanta falta le hacían, y que no podía ir a la peluquería
a teñirse el pelo. Había pensado que ese año podría ahorrar algún dinero para
los días difíciles por venir, pero las cosas no salían como esperaba. Veía
claro que sus previsiones no iban a cumplirse.
—¿Y
tú cómo estás? —me preguntaba luego¿Y los demás? Espero que estéis bien.
Envié
más cheques por correo. Luego crucé los dedos y esperé.
Una
noche, mientras esperaba, tuve un sueño. Dos sueños, más exactamente. En la
misma noche. En el primero mi padre estaba vivo y me llevaba montado sobre los
hombros. Yo era un niño muy pequeño, de unos cinco o seis años. Súbete aquí
arriba, me dijo. Y, cogiéndome de las manos, me alzó en el aire y me montó
sobre sus hombros. Estaba a mucha altura del suelo, pero no tenía miedo. El me
sujetaba con fuerza. Los dos nos aferrábamos el uno al otro. Luego echó a andar
por la acera. Quité las manos de sus hombros y se las puse alrededor de la
frente. No me despeines, dijo. Puedes soltarme. Te tengo bien sujeto. No vas a
caerte. Al oírle decir esto, caí en la cuenta de la fuerza con que sus manos
asían mis tobillos. Y entonces le solté la frente. Liberé las manos y extendí
los brazos a ambos lados. Los mantuve así para mantener el equilibrio. Mi padre
siguió andando conmigo sobre los hombros. Yo hacía como si fuera montado en un
elefante. No sé adónde íbamos. Quizá a la tienda a comprar algo, o quizá al
parque, donde me sentaría en un columpio y se pondría a columpiarme.
Entonces
me desperté, me levanté de la cama y fui al baño. Empezaba a amanecer; faltaba
sólo una hora para que sonará el despertador. Pensé en hacer café y en vestirme.
Pero decidí volver a la cama. No quería dormir. Pensaba quedarme echado un
rato, con las manos bajo la nuca, mirando cómo llegaba el alba y quizá pensando
un poco en mi padre, en quien no pensaba desde hacía muchos años. Mi padre no
ocupaba ya ningún lugar en mi vida, ni en la vigilia ni en el sueño. Bien, el
caso es que volví a acostarme. Pero no había pasado ni un minuto cuando volví a
dormirme, y al hacerlo me sumergí en otro sueño. En él aparecía mi ex mujer,
aunque en el sueño no era mi ex mujer. Seguíamos casados.
También
estaban mis hijos. Eran pequeños, y comían una bolsa de patatas fritas. En el
sueño, creía oler las patatas fritas y oír el ruido que hacían al quebrarse
entre los dientes. Estábamos sobre una manta, y muy cerca había agua. Yo experimentaba
una sensación de honda satisfacción y bienestar. Luego, de pronto, me vi en
compañía de otra gente —gente que no conocía—, y al instante siguiente lanzaba
violentas patadas contra la ventanilla del coche de mi hijo mientras le
amenazaba de muerte, como hice en una ocasión, muchos años atrás. El estaba
dentro del coche y mi pie destrozaba el cristal. Y entonces abrí los ojos y me
desperté. Estaba sonando el despertador. Alargué la mano y paré la alarma y
seguí acostado unos minutos más, con el corazon como un caballo desbocado. En
el segundo sueño alguien me había ofrecido whisky, y yo lo había bebido. Y eso
era lo que me había asustado. El beber aquel whisky era lo peor que podía
haberme sucedido. Era tocar fondo. Comparado con ello, lo demás era un juego de
niños. Seguí allí echado unos instantes más, tratando de calmarme. Luego me
levanté.
Hice
café y me senté a la mesa de la cocina, frente a la ventana. Me puse a
describir pequeños círculos sobre la mesa con la taza, y de nuevo pensé
seriamente en Australia. Y entonces, repentinamente, imaginé lo que habría
sentido mi familia cuando les amenacé con irme a vivir a Australia. Al
principio debieron de quedarse mudos de asombro, y quizá un poco asustados.
Pero luego —me conocían bien— probablemente se echaron a reír a carcajadas. Al
pensar en ello, al imaginar su risa, no pude reprimir la mía. Ja, ¡a, ¡a. Tal
era el sonido de mi risa allí en la mesa de la cocina: ¡a, ¡a, ¡a. Como si
hubiera leído en alguna parte cómo reír.
¿Qué
diablos pensaba yo hacer en Australia? Tenía tantas ganas de ir a Australia
como de ir a Tombuctú o a la Luna o al polo Norte. ¿Australia? No, santo cielo,
no tenía el menor deseo de ir a Australia. Pero en cuanto lo comprendí, en
cuanto comprendí que no iría a Australia —ni a ninguna otra parte—, empecé a
sentirme mejor. Encendí otro cigarrillo y me serví más café. No había leche,
pero me tenía sin cuidado. Podía pasar sin leche un día, no iba a morirme por
eso. Al cabo de un rato metí en la fiambrera el almuerzo y el termo recién
lleno. Y salí de casa.
Era
una mañana espléndida. El sol descansaba sobre las montañas, al otro lado de la
ciudad, y una bandada de pájaros se desplazaba a través del valle. No me
molesté en cerrar la puerta con llave. Recordaba lo que le había sucedido a mi
hija, pero decidí que era igual, que de todas formas no tenía nada que
mereciera la pena robarse. En casa no había nada de lo que no pudiera
prescindir. Tenía un televisor, sí, pero estaba harto de ver la televisión y me
harían un favor si entraban y se lo llevaban.
Me
sentía bien, después de todo, y decidí ir andando al trabajo. No estaba muy lejos,
y había salido muy temprano. Ahorraría un poco de gasolina, claro, pero no era
ésa la razón más importante. Era verano, una estación efímera que pasa en un
abrir y cerrar de ojos. El verano —no pude evitar recordarlo— era la época en
la que todos creían que iba a cambiar su suerte.
Eché
a andar por el borde de la carretera, y en un momento dado —no sabría decir por
qué— empecé a pensar en mi hijo. Le deseé suerte, dondequiera que estuviese. Si
había vuelto a Alemania para entonces —lo normal era que así fuera—, esperaba
que se sintiera feliz. Aún no me había escrito para darme su dirección, pero no
había duda de que tendría noticias suyas muy pronto. Y mi hija… Que Dios la
bendijera y protegiera. Confiaba en que le fueran bien las cosas. Decidí escribirle
aquella misma noche para hacerle llegar todo mi aliento. Mi madre, por su
parte, seguía con vida y gozaba de una salud bastante buena. Me sentí
afortunado también en esto: si no surgía ningún contratiempo, viviría aún unos
cuantos años.
Los
pájaros cantaban; de cuando en cuando pasaban coches por la carretera. Buena
suerte también a ti, hermano mío —pensé—. Espero que consigas esa seguridad
económica que tanto ansías. Págame cuando la tengas. Y mi ex mujer, la mujer a
quien en un tiempo amé tanto… Estaba viva, y estaba bien (que yo supiera, al
menos). Le deseé felicidad. Pensé que, a fin de cuentas, todo podía ir mucho
peor. En aquel momento, por supuesto, las cosas estaban mal para todos. La
suerte nos había dado la espalda, eso era todo. Pero las cosas iban a cambiar
pronto. Las cosas empezarían a arreglarse quizá en otofío. Había muchos motivos
de esperanza.
Seguí
andando. Luego me puse a silbar. Me sentía con derecho a hacerlo si tenía
ganas. Empecé a mover los brazos al andar, pero la fiambrera no me permitía
marchar de forma equilibrada. Dentro llevaba bocadillos, una manzana y
galletas. Además del termo, claro. Me detuve frente a Smitty’s, un viejo café
con grava en el aparcamiento y tablas sobre las ventanas. Un local clausurado
desde que yo lo recordaba. Decidí dejar la fiambrera en el suelo unos
instantes. Así lo hice, y luego levanté los brazos, levanté los brazos a ambos
lados hasta la altura de los hombros. Seguía así, como un pobre chiflado,
cuando alguien tocó el claxon y entró con el coche en el aparcamiento. Cogí la
fiambrera del suelo y me acerqué al coche. Era George, un tipo al que conocía
del trabajo. Se echó hacia un lado y me abrió la puerta del asiento delantero.
—Venga,
sube, muchacho —dijo.
—Hola,
George —saludé.
Subí
y cerré la puerta. El coche aceleró al instante, e hizo que la grava saltara
bajo sus ruedas.
—Te
he visto —dijo George—. Sí, te he visto. Te estás entrenando para algo, no sé
para qué. —Me miró y volvió a mirar la carretera. Conducía muy de prisa—.
¿Siempre vas con los brazos así por la carretera? —preguntó, y se echó a reír:
¡a, ¡a, ¡a.
Luego
pisó el acelerador.
—A
veces —dije—. Bueno, depende. En realidad estaba quieto.
Encendí
un cigarrillo. Me eché hacia atrás en el asiento.
—¿Qué
cuentas? —dijo George.
Se
puso un puro en la boca, pero no lo encendió.
—Poca
cosa —dije—. ¿Y tú qué cuentas?
George
se encogió de hombros. Luego sonrió.
Ahora
íbamos a gran velocidad. El viento azotaba el coche y silbaba en las
ventanillas. George conducía como si fuera a llegar tarde al trabajo. Pero era
temprano. Teníamos mucho tiempo, y se lo dije.
Pero
él seguía pisando el acelerador. En lugar de tomar el desvío, seguimos
carretera adelante en dirección a las montañas. George se quitó el puro de la
boca y se lo guardó en el bolsillo de la camisa.
—He
pedido un préstamo y he rectificado el motor de este cacharro —dijo.
Luego
dijo que quería que viera algo. Pisó a fondo el acelerador. Me até el cinturón
de seguridad y apreté los dientes.
—Písale
fuerte —dije—. ¿A qué esperas, George?
Y
fue entonces cuando volamos de verdad. El viento aullaba en las ventanillas.
George llevaba el pie metido hasta el piso, y avanzábamos a todo gas. A
velocidad de vértigo por la carretera en aquel enorme coche de motor
rectificado aún por pagar.
Cuentos de Raymond Carver
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