jueves, 7 de abril de 2016

Javier Rodríguez Marcos / Un hogar llamado Auschwitz





Primo Levi

Un hogar llamado Auschwitz

JAVIER RODRÍGUEZ MARCOS
6 ABR 2016 - 04:41 COT


“No es cosa fácil ser una excepción”. Imre Kertész, que murió en Budapest la semana pasada, repitió esta frase en varios de sus libros y en su discurso del Nobel de 2002. Se entiende la insistencia porque esas siete palabras explican bien la angustia que subyace en su obra y en la de otros supervivientes del Holocausto. Unos encontraron en la literatura un bálsamo. Otros, la vía hacia el suicidio. Fue el caso de Tadeusz Borowski, que se quitó la vida tras escribir los relatos de Nuestro hogar es Auschwitz (Alba), decisivos para el propio Kertész.



El año pasado se cumplieron 70 del final de la Segunda Guerra Mundial y de la liberación de los campos nazis y ambos hechos fueron conmemorados dignamente. Hay, sin embargo, un capítulo de la literatura concentracionaria menos trágico que el de los días de encierro pero casi tan desasosegante: la vuelta a casa de los supervivientes. Primo Levi, que dedicó La tregua (El Aleph) a la odisea de nueve meses que le llevó de Polonia a Italia, cierra su libro contando cómo tardó en perder la costumbre de andar mirando al suelo “como buscando algo que comer”. Lo que no consiguió fue sacudirse un sueño que empezaba con él rodeado de amigos y terminaba devolviéndolo al Lager. Sonaba entonces una sola palabra “temida y esperada”, la orden del amanecer en Auschwitz: “a levantarse, Wstawac”. Levi se tiró por el hueco de las escaleras el 11 de abril de 1987. La semana que viene hará 29 años.




Ese mismo día, macabra coincidencia, pero de 1945 las tropas de Patton liberaron a los prisioneros de Buchenwald. Uno de ellos era Jorge Semprún, que en La escritura o la vida recuerda el impacto que le causó el suicidio de Levi. Si él mismo, escribió, no hubiera esperado para narrar su experiencia habría corrido la misma suerte: o escribir o vivir. Semprún, del que acaba de publicarse Ejercicios de supervivencia (Tusquets), acudió a la conmemoración anual de la liberación de Buchenwald meses antes de morir en 2011. Estaba enfermo, sabía que era la última vez. Tomó allí la palabra y puso su esperanza en los niños y los adolescentes del campo. A ellos les tocaba seguir testimoniando. Uno de aquellos adolescentes era Imre Kertész, de ahí que su muerte produzca la sensación de que algo va a perderse definitivamente. No la historia de lo que sufrieron sino algo que obsesionaba a Semprún: el olor de los crematorios. Es difícil que un libro transmita eso.

 

En Sin destino, obra cumbre de Kertész, la reclusión compite en crudeza con el retorno a casa y con la mezquindad de los que le reciben. Traducidos recientemente, Y tú no regresaste (Salamandra), de Marceline Loridan-Ivens, o Quien así te ama (Ardicia), de Edith Bruck, retratan bien esa cara de la supervivencia. Bruck se autorretrató así en un poema: “Nacer por casualidad / nacer mujer / nacer pobre / nacer judía / es demasiado / para una sola vida”. Solo falta añadir el drama de ser una excepción.

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