6 ABR 2016 - 04:41 COT
“No es cosa fácil ser una excepción”. Imre Kertész, que murió en
Budapest la semana pasada, repitió esta frase en varios de sus libros y en su discurso del Nobel de
2002. Se entiende la insistencia porque esas siete palabras explican bien la
angustia que subyace en su obra y en la de otros supervivientes del Holocausto.
Unos encontraron en la literatura un bálsamo. Otros, la vía hacia el suicidio.
Fue el caso de Tadeusz Borowski, que se quitó la vida tras escribir los relatos
de Nuestro
hogar es Auschwitz (Alba), decisivos para el propio Kertész.
El año pasado se cumplieron 70 del final de la Segunda Guerra
Mundial y de la liberación de los campos nazis y ambos hechos fueron
conmemorados dignamente. Hay, sin embargo, un capítulo de la literatura concentracionaria menos
trágico que el de los días de encierro pero casi tan desasosegante: la vuelta a
casa de los supervivientes. Primo Levi, que dedicó La
tregua (El Aleph) a la odisea de nueve meses que le llevó de
Polonia a Italia, cierra su libro contando cómo tardó en perder la costumbre de
andar mirando al suelo “como buscando algo que comer”. Lo que no consiguió fue
sacudirse un sueño que empezaba con él rodeado de amigos y terminaba
devolviéndolo al Lager.
Sonaba entonces una sola palabra “temida y esperada”, la orden del amanecer en
Auschwitz: “a levantarse, Wstawac”.
Levi se tiró por el hueco de las escaleras el 11 de abril de 1987. La semana
que viene hará 29 años.
Ese mismo día, macabra coincidencia, pero de 1945 las tropas de
Patton liberaron a los prisioneros de Buchenwald. Uno de ellos era Jorge
Semprún, que en La
escritura o la vida recuerda el impacto que le causó el
suicidio de Levi. Si él mismo, escribió, no hubiera esperado para narrar su
experiencia habría corrido la misma suerte: o escribir o vivir. Semprún, del
que acaba de publicarse Ejercicios
de supervivencia (Tusquets), acudió a la conmemoración
anual de la liberación de Buchenwald meses antes de morir en
2011. Estaba enfermo, sabía que era la última vez. Tomó allí la palabra y puso
su esperanza en los niños y los adolescentes del campo. A ellos les tocaba
seguir testimoniando. Uno de aquellos adolescentes era Imre Kertész, de ahí que
su muerte produzca la sensación de que algo va a perderse definitivamente. No
la historia de lo que sufrieron sino algo que obsesionaba a Semprún: el olor de
los crematorios. Es difícil que un libro transmita eso.
En Sin
destino, obra cumbre de Kertész, la
reclusión compite en crudeza con el retorno a casa y con la mezquindad de los
que le reciben. Traducidos recientemente, Y
tú no regresaste (Salamandra), de Marceline Loridan-Ivens,
o Quien
así te ama (Ardicia), de Edith Bruck,
retratan bien esa cara de la supervivencia. Bruck se autorretrató así en un
poema: “Nacer por casualidad / nacer mujer / nacer pobre / nacer judía / es
demasiado / para una sola vida”. Solo falta añadir el drama de ser una
excepción.
No hay comentarios:
Publicar un comentario