sábado, 13 de octubre de 2001

Vargas Llosa / Viaje a las tinieblas

 



Viaje a las tinieblas


Mario Vargas Llosa
13 de octubre de 2001

Dos textos periodísticos, leídos con un intervalo de pocos minutos, me impulsaron a releer una novela corta de Joseph Conrad (El corazón de las tinieblas), operación que aconsejo a quienes quieran entender en profundidad la tragedia que vive en estos días Afganistán.

El primero de aquellos artículos (El Mundo,11 de octubre), del escritor paquistaní Tariq Alí, cuenta un episodio tragicómico ocurrido hace algún tiempo, en el marco de las relaciones entre Afganistán y Pakistán, que se habían deteriorado. Para mejorarlas se pactó un partido amistoso de fútbol entre ambos países. Las escuadras se hallaban alineadas en el estadio de Kabul cuando, instantes antes del silbato inicial, invadieron el campo unos policías barbudos del Ministerio de Lucha contra el Vicio alegando que los futbolistas paquistaníes vestían de manera indecente, pues mostraban las piernas. En consecuencia, los deportistas visitantes fueron rapados y azotados mientras los espectadores de las tribunas eran obligados, por los discípulos del mulá Omán y de Osama Ben Laden, a cantar versículos del Corán.

Esta manifestación de barbarie oscurantista, que delata una sociedad dirigida por fanáticos medievales, contrasta de manera flagrante con la imagen de Afganistán que preserva la memoria de la escritora afgana exiliada en Francia Spojmai Zariab (EL PAÍS, 11 de octubre), quien estudió en la Facultad de Letras y la Escuela de Bellas Artes de Kabul, en una época en la que las mujeres de su país no sólo podían estudiar en colegios y universidades, ejercer empleos y profesiones, sino incluso, si lo querían, prescindir del velo y de la burka, según una disposición dictada en 1959 por el entonces rey Asir Sha (exiliado luego en Italia). Este proceso de liberalización de las costumbres y de lenta emancipación de la mujer afgana alcanzó un hito neurálgico en 1964, cuando una nueva Constitución reconoció el voto para las mujeres. Si no moderna, en aquellos años, Afganistán era una sociedad en proceso de modernización. Probablemente nadie imaginaba que retrocedería a los extremos actuales de primitivismo teocrático, luego de las guerras iniciadas con la intervención soviética, la behetría que siguió a la caída del régimen fantoche instalado por la URSS y la violenta irrupción de los ejércitos de estudiantes coránicos, los talibanes, azuzada y teleguiada al principio por los militares de Pakistán.

Con mucha razón, aunque sin esperanzas de ser escuchada, Spojmai Zariab protesta contra la visión de un país anclado en el pasado, de barbudos anacrónicos de miradas fijas y con fusiles en las manos, mujeres esclavizadas y camellos y asnos, que dan de su país los medios occidentales, sin que nadie recuerde que, hace apenas tres décadas, aquella sociedad había dado pasos importantes tanto en el campo de los derechos humanos como del pluralismo, la coexistencia y la apertura al mundo. Esta memoria coincide con innumerables testimonios que recibió uno de mis hijos, que durante cinco años trabajó, a principios de los noventa, en tareas humanitarias, en Pakistán y Afganistán. Amigos y compañeros de trabajo recordaban, con terrible nostalgia, aquellos años en que nadie se escandalizaba en Kabul de que las muchachas mostraran sus rostros y frecuentaran restaurantes y cafés, y recibieran por centenares títulos universitarios. ¿Qué pudo ocurrir para esa violenta regresión de toda una sociedad hacia las tinieblas de la irracionalidad y la barbarie?

Ésa es la historia que contó Conrad en El corazón de las tinieblas, un relato inspirado en los seis meses que pasó, en 1890, en el Congo explotado y devastado por los manejos criminales de Leopoldo II, el rey de los belgas que murió en 1909 y que fue uno de los peores genocidas que haya conocido la humanidad. Esa novela, como todas las obras maestras literarias, admite muchas e incluso contradictorias interpretaciones, y una de ellas, la más obvia, es que se trata de una implacable requisitoria contra el colonialismo y el imperialismo europeos y las monstruosas injusticias que perpetraron en el África. Pero es muchas otras cosas también.

La historia de la humanidad puede resumirse en la eterna confrontación entre dos fuerzas antagónicas, una de progreso, hacia la racionalidad, la libertad y la coexistencia plural, y otra, retrógrada, hacia la preeminencia del instinto y la sinrazón, del monolitismo religioso y la intolerancia fanática, lo que Popper bautizó, en La sociedad abierta y sus enemigos, de 'el llamado de la tribu'. Cada una de estas fuerzas tiene, según las épocas, las culturas y las geografías, máscaras y disfraces diferentes. El corazón de las tinieblastrasciende la circunstancia histórica y social que la inspiró y, leída ahora, aparece como una inquietante exploración de las raíces más profundas de lo humano, de esas catacumbas del ser donde anida una vocación de irracionalidad destructiva que la civilización sólo consigue atenuar, pero nunca erradicar del todo.

Hoy ya nadie se atrevería a sostener lo que algunos ingenuos y prejuiciados lectores de la novela afirmaron cuando la historia de Conrad apareció, a fines del siglo XIX: que en ella Europa representaba la civilización, y África, la barbarie. Ahora nos resulta evidente que lo que transpira de la historia es una severa crítica a la ineptitud de la civilización occidental para trascender la naturaleza humana, cruel e incivil, como ella se manifiesta en esos horribles europeos que la 'Compañía' tiene instalados en el corazón del África, para que exploten a los nativos y depreden sus bosques y su fauna, desapareciendo a los elefantes en busca del precioso marfil. Estos individuos encarnan una peor forma de barbarie (porque es consciente e interesada) que la de aquellos bárbaros, caníbales e idólatras, que han hecho de Kurtz un pequeño dios.

Esos europeos no fueron siempre así: se convirtieron en 'salvajes' al apartarse de sus países, donde eran, seguramente, anodinos y pacíficos ciudadanos respetuosos de las leyes y costumbres establecidas, y trasladarse a un territorio donde su fuerza militar y sus conocimientos modernos los convertían en seres 'superiores' a los indígenas, y donde nadie hacía respetar las leyes de la 'civilización'. El caso más impresionante, desde luego, es el de Kurtz. En algún momento de su pasado fue un hombre superior intelectual y moralmente a esa colección de mediocridades ávidas que son sus colegas de la Compañía. Porque era entonces un hombre de ideas, convencido de que, recogiendo el marfil para exportarlo a Europa, cumplía una misión civilizadora, una especie de cruzada comercial y moral, de tanta significación que justificaba incluso las peores violencias. Cuando, al final de la historia, aparece por fin el Kurtz de carne y hueso, es tan diferente del mito y la leyenda como el Kabul de los talibanes de aquella ciudad de los sesenta donde se podía beber cerveza y ver chicas con minifalda en las calles. Sombra de sí mismo, enloquecido y delirante, está rodeado de picas con las cabezas clavadas de sus víctimas y es objeto de un culto irracional por parte de esos súbditos sobre los que ejerce el dominio despótico y sanguinario de las satrapías más primitivas.

Ninguna sociedad, por avanzada que parezca, ningún individuo, por culto y civilizado que haya llegado a ser, están a salvo de experimentar esa regresión atroz de la que es víctima el personaje de Conrad. Porque la barbarie la llevamos todos los seres humanos instalada en esas entrañas recónditas que los creyentes llaman el alma, esa oscura zona de apetitos y pulsiones incontrolados que la razón, la inteligencia y la cultura sólo domestican en las sociedades civilizadas, laicas y democráticas, que se han emancipado del oscurantismo religioso y adoptado sistemas de convivencia, pluralismo y legalidad. Pero ni siquiera ellas están libres de la regresión hacia la pura barbarie, como le ocurrió a Alemania con Hitler, o como acaba de ocurrirle a la ex Yugoslavia de Milosevic. Desde luego, hablar de la 'superioridad' de una civilización que produjo el Holocausto judío y los veinte millones de muertos en el gulag es de un optimismo fuera de toda razón.

Ahora bien, dicho esto, no hay duda de que, en un sentido al menos, el cristianismo es menos incompatible con la civilización que el islam: él ha experimentado un proceso de secularización que, en la inmensa mayoría de las sociedades cristianas, lo frena y le impide ejercitar la intolerancia y la violencia implícitas que conlleva toda religión, en tanto que la religión musulmana no ha tenido una evolución equivalente y sigue aspirando a regular no sólo la vida espiritual de los fieles, sino también la vida política y social, como el catolicismo en la Edad Media. Los barbudos del Ministerio de la Lucha contra el Vicio de Afganistán no son peores que los inquisidores que no hace muchos siglos querían, en los países católicos, como aquellos comisarios religiosos, depurar la sociedad de toda impiedad y salvar las almas de los fieles arrancando confesiones con la tortura y llevando a la pira a los impíos.

La idea de civilización que comunica la novela de Conrad ha sido confirmada muchas veces por la historia reciente. Constituye un prodigioso avance sobre ese pasado en el que la prepotencia, la intolerancia y la fuerza regulaban las relaciones humanas. Pero es siempre, aun en sus más avanzadas expresiones, una delgada película que puede trizarse abriendo las puertas de la ciudad a esos atávicos demonios que han hecho de la historia humana un aquelarre de odio, sangre y locura.

Ojalá que de las bombas y balas que ahora caen sobre Afganistán, y que no distinguen, claro está, en su mortífera cosecha, entre inocentes y culpables, renazca aquella sociedad donde pasó su juventud Spojmai Zariab, que empezaba a dejar atrás esa barbarie a la que la han regresado las huestes del mulá Omán y los terroristas de Osama Ben Laden. Porque ese objetivo, la liquidación del régimen talibán y su reemplazo por un sistema abierto, donde estén representadas las diferentes etnias y tendencias afganas y al que los países occidentales ayuden a condición de que queden abolidas todas las leyes discriminatorias contra la mujer, es infinitamente más importante que la mera liquidación de una pandilla de terroristas, excrecencia que puede reproducirse sin término, como los tumores cancerosos.


EL PAÍS 





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