domingo, 3 de diciembre de 2006

Jonathan Littell / Les Bienveillantes / Reseña de Vargas Llosa

Jonathan Littell
Poster de T.A.
Jonathan Littell
Les Bienveillantes

Por Mario Vargas Llosa
El País, 3 de diciembre de 2006


El lector sale de Les Bienveillantes, la novela de Jonathan Littell que acaba de ganar el Premio Goncourt en Francia y que ha alcanzado en ese país un éxito de público sin precedentes, asfixiado, desmoralizado y a la vez estupefacto por ese viaje a través del horror y la oceánica investigación que lo ha hecho posible. No recuerdo haber leído nunca un libro que documente con tanta minucia y profundidad los pavorosos extremos de crueldad y estupidez a que llegó el nazismo en su afán de exterminar a los judíos y demás "razas inferiores" en su breve pero apocalíptica trayectoria.
Como todo puede ser llamado novela, este libro, cuyo título traducido al español -Los benévolos- pierde algo de la punzante ironía que tiene en francés, también ha sido llamado así, pero lo cierto es que lo propiamente novelesco de estas páginas -lo imaginado, lo ficticio, lo añadido por el autor al mundo real- es lo menos interesante, un mero pretexto para enfrentar a los lectores a una experiencia histórica de espanto, con una riqueza de detalles, precisiones, ramificaciones por toda Europa, complicidades innumerables y un refinamiento artesanal indescriptible, que, a todas luces, el autor ha rastreado a través de documentos, testimonios e informaciones en muchos años de denodada investigación. En una novela lo que importa, sobre todo, es lo que hay en ella de agregado a la vida a través de la fantasía. Les Bienveillantes es un libro extraordinario por lo que hay en él de cierto y verdadero y no por la muy precaria estructura ficticia y truculenta que envuelve a la historia real.
Quien la cuenta es un narrador personaje, Max Aue, que ha conseguido sobrevivir a su pasado nazi y envejece ahora, en la provincia de Francia, bajo un nombre supuesto y convertido en un próspero industrial. No se arrepiente en absoluto de los crímenes indescriptibles de los que fue cómplice y autor -su exitosa carrera dentro del Tercer Reich la hizo como policía y experto en exterminio y campos de concentración, a la sombra del Reichsführer-SS Himmler, y trabajando en equipo con dignatarios como Eichmann o Speer, el ministro favorito de Hitler-, para los que tiene justificaciones históricas y políticas, en largas disquisiciones que resultan a veces algo monótonas. Tuvo una infancia traumática, en Francia -su madre era francesa y su padre alemán-, en la que concibió una pasión incestuosa por su hermana gemela, y practica el homosexualismo pasivo a ratos y a escondidas, pero el sexo no ocupa un lugar importante en su vida. Se doctoró en Derecho y es hombre culto, aficionado a la música, las buenas lecturas y las artes -le gustan mucho las óperas de Monteverdi y las pinturas de Vermeer- como, por lo demás, según su testimonio, parecen serlo muchos de sus colegas, en la Gestapo, los Waffen-SS y los cuerpos de seguridad del Partido Nazi en los que él, gracias a su espíritu disciplinado, trabajador y eficiente hace una rápida carrera alcanzando antes de cumplir treinta años los galones de teniente coronel y la máxima condecoración del Ejército alemán, la Cruz de Hierro, por su desempeño en el sitio de Stalingrado.
Cuando, en los principios de su tarea, asiste en los países ocupados del Este, sobre todo Ucrania y Rusia, a los asesinatos masivos de judíos, gitanos, enfermos mentales y víctimas de cualquier tipo de deformación física, padece de vómitos nocturnos y ataques de dispepsia, y algunas pesadillas, pero da la impresión de que ello no es un síndrome de rechazo moral sino de un disgusto estético y sensible ante los horrendos olores y feas escenas que producen aquellas degollinas. Pronto se acostumbra y, convencido de que la ideología nazi del Volk exige del pueblo ario aquella operación de limpieza étnica masiva, pone en el empeño todo su talento organizador y su imaginación burocrática. Con tan buenos resultados que es promovido hasta tener acceso a todo el enrevesado sistema montado por elrégimen para aniquilar al pueblo judío, a los gitanos, a los deformes y degenerados, y para convertir en bestias de carga y esclavos industriales a los prisioneros políticos.
Esta misión lo lleva a recorrer todos los campos de exterminio y a alternar con quienes los dirigen -policías, militares, médicos, antropólogos- en visitas que recuerdan el paso de Dante y Virgilio por los siete círculos del infierno, sin la poesía. Aunque uno cree saberlo todo ya sobre el vertiginoso salvajismo con que los nazis se encarnizaron en su afán de liquidar a los judíos, la información reunida por Jonathan Littell nos revela que no, que todavía fue peor, que los crímenes, la inhumanidad de los verdugos, alcanzaron cimas más altas de monstruosidad de las que creíamos. Son páginas que quitan el habla, estremecen y desalientan sobre la condición humana. Quienes planeaban estos horrores eran a veces, como Max Aue, gentes que habían leído mucho y sensibles a las artes. Una de las mejores escenas del libro es una recepción de jerarcas nazis en la que Adolf Eichmann aparece ansioso por aplicar a la presente situación alemana la noción kantiana de imperativo categórico, y otra en la que, en una cacería en las afueras de Berlín, la esposa de un general nazi explica la filosofía de Heidegger. Estas páginas del libro parecen una ilustración muy gráfica de la famosa frase de George Steiner, preguntándose cómo fue posible que el mismo pueblo que produjo a Beethoven y a Kant, engendrara también a Hitler y al Holocausto: "Las humanidades no humanizan".
¿Cuántos alemanes sabían lo que ocurría en los campos de exterminio? Es cierto que se guardaban las apariencias y, por ejemplo, en los informes, reglamentos, órdenes, se utilizaban eufemismos -"saneamiento", "curación", "limpieza"- y que, incluso buen número de las decenas de millares de personas directamente implicadas en hacer funcionar la complicada maquinaria del aniquilamiento de millones de personas, no hablaban de eso sino de manera figurada -salvo en las borracheras- y no querían saber nada más fuera de la parcela que les concernía. Pero lo evidente es que era mucho más difícil no saber lo que ocurría que saberlo, pues, en los extremos de enloquecimiento a que llegó el régimen en su obsesión homicida contra los judíos, a partir de 1943 ésta pasó a ser la primera prioridad del nazismo, antes incluso que ganar la guerra. No se explica de otro modo el esfuerzo gigantesco para montar un sistema de transportes masivos a lo largo y a lo ancho de Europa a fin de alimentar las cámaras de gaseamiento y los hornos crematorios, y los presupuestos crecientes y la asignación de personal y de recursos técnicos, que, contra el parecer de los jerarcas del Ejército alemán, que veían en esto un debilitamiento de su capacidad bélica, llevó a cabo el nazismo, decidido a acabar con los judíos aun a costa de una derrota militar. Todos sabían, aunque no quisieran saberlo.
Aunque entre los nazis responsables de la puesta en práctica del Holocausto había militantes que actuaban movidos por una convicción, como Max Aue, abundaban también los cínicos, los oportunistas y los pícaros, que, en medio de las redadas, torturas, expropiaciones y asesinatos colectivos, se enriquecían a base de tráficos inmundos o daban rienda suelta a sus instintos más bestiales. Pero la mayoría de ellos eran entes que ejecutaban órdenes, como autómatas, imbecilizados por la obediencia ciega, que había anulado en ellos toda capacidad de juicio moral y de independencia de espíritu.
Tal vez fuera imposible, manipulando materiales tan absolutamente abominables como los que recorren las casi novecientas páginas de este libro -y con muy pocos puntos aparte, lo que acrecienta la sensación de asfixia que producen sus páginas- escribir una gran novela, como La guerra y la paz o Los demonios. Una gran novela no puede apelar sólo a la mugre humana, a lo que hay de animalidad ciega, de instinto perverso, de irracionalidad destructiva, de egoísmo y crueldad, aunque, quién puede dudarlo, todo esto forme parte también de la condición humana. Pero una novela es una fuga de lo vivido hacia lo soñado o fantaseado para liberarse de la miseria que es el vivir en esta mediocre realidad cotidiana, una manera de alcanzar, allá, en ese puro reino de la palabra, la belleza y la imaginación, todo aquello que la vida real nos niega. Una novela puede, desde luego, sumergirnos en el barro de la injusticia, de la maldad, de las peores formas de infortunio, pero sin renunciar a alguna forma de la esperanza, de redención, como ocurre en esas ficciones terribles que son, por ejemplo, La montaña mágica, Ulises, Santuario, y tantas otras obras maestras. Pero esta novela, como las del marqués de Sade, no nos ofrece ninguna escapatoria, y luego de sumergirnos en la más abyecta manifestación de lo repugnante que puede ser lo humano, nos deja allí, en esos humores deletéreos, condenados para siempre. Por eso, a pesar de ser tan cierto todo aquello que cuenta, hay en Les Bienveillantes cierto miasma de irrealidad, algo que tal vez proyectamos en ella los lectores para defendernos, negándonos a ser así, sólo seres odiosos y horribles. Porque en las muchas páginas de este libro fuera de lo común no hay un solo personaje, hombre o mujer, que no sea absolutamente despreciable.



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