Esa música, a la vez melancólica y confiada, la tengo por tanto asociada a la figura de Juan Benet, y ahora me doy cuenta de que el pasado 5 de enero se cumplieron veinticinco años de su muerte, a los sesenta y cinco, y de que el aniversario ha pasado bastante inadvertido, y de que ni siquiera reparé yo en él en su día. Su memoria, con todo, está más viva que la de la mayoría de sus coetáneos desaparecidos (con la excepción de Gil de Biedma), así que tampoco es cuestión de quejarse en este siglo olvidadizo, o es más, deliberadamente arrasador de todo recuerdo. Es como si los vivos reclamaran cada vez más espacio, lo necesitaran todo para que nada ni nadie les haga sombra ni los obligue a comparaciones engorrosas o desfavorables. La obra de Benet está en las librerías gracias a la colección Debolsillo, y han salido varios volúmenes de correspondencia y de escritos dispersos merced a la labor recopilatoria y crítica de Ignacio Echevarría. Algunos autores jóvenes todavía se asoman a lo que escribió, y lo “salvan” del desdén habitual con que todas las generaciones españolas de novelistas hemos tratado a nuestros predecesores. Así que algo es algo, y a fin de cuentas tampoco Benet contó en vida con muchos lectores, ni lo pretendió: al no vivir de su pluma, se permitió lo que quiso, ajeno a las modas y a los “gustos”; sólo al final intentó “complacer” levemente, cansado de que sus esfuerzos no obtuvieran más que la recompensa del prestigio. Quizá llega un momento en el que eso no basta.
El pasado 5 de enero se cumplieron veinticinco años de la muerte de Juan Benet. Su memoria, con todo, está más viva que la de la mayoría de sus coetáneos desaparecidos
En estos días de escuchar su Vals me acude con persistencia un recuerdo concreto. Poco después de los primerísimos síntomas de su enfermedad, cuando aún se ignoraba su gravedad, llegué a su casa de la calle Pisuerga. Se levantó de su otomana, en la que solía leer y escuchar música, y, desde su gran altura (medía 1,90 o así), en un gesto en él infrecuente (era reacio a la cursilería), me abrazó tímida y torpemente y me dijo, todavía en tono de guasa, o fingiéndolo: “Esto es el fin, joven Marías, esto es el fin”. “Pero qué dices”, le contesté, sin darle el menor crédito; “qué va, qué tontería”. No podía tomar la frase en serio, no me parecía posible. Si alguien vivía como si fuera eterno, ese era él: siempre con proyectos, siempre activo y despierto, disfrutando de lo que se trajera entre manos, siempre dispuesto a reír y a divertirse. No insistió, claro.
Cuando alguien muere, quienes le son cercanos tienden a consolarse y a reunirse, aunque no se conozcan previamente. Ese fue el caso de la hermana de Benet, Marisol, que ahora cumple noventa y cuatro años, creo. Durante los muchos que traté a Don Juan, nunca la vi. Un día, tras su muerte, una señora me saludó en la calle Juan Bravo y se presentó. Tenía un aire de familia, pero desprendía una dulzura que Benet, pese a ser un sentimental, no mostraba. Desde entonces, de una manera para mí conmovedora, Marisol aparecía en cuantas charlas o presentaciones tuviéramos en Madrid los amigos mucho más jóvenes de su hermano pequeño: Molina Foix, Azúa, Mendoza, yo mismo. Con una fidelidad infalible, pese a ir cumpliendo sus años; y aún lo hace. Como si con su presencia protectora y benévola, de apoyo a esos amigos, le estuviera rindiendo a él homenaje, y recordándolo por discípulos interpuestos. Si es que a estas alturas merecemos todavía ese título, y nos cuadra.
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