Edith Wharton Ilustración de Tullio Pericoli |
Edith Wharton
El Arte de escribir
un relato de guerra
Traducción de Christine Sétrin
Revisión de Ángel Pozo
La Señorita Ivy Spang de Cornwall-on-Hudson había publicado un pequeño volumen de versos antes de la guerra.
Se titulaba Vibraciones, y venía precedido de un prólogo en el que la autora estipulaba que había cedido a la petición urgente de unos «amigos» de exponer su primogénito a la mirada pública. El público había mostrado poco interés y durante poco tiempo, pero el News-Dispatch de Cornwall-on-Hudson había publicado una reseña halagadora, redactada por la esposa del rector de St. Dunstan’s (que firmaba como Asterisk), y en la que, mientras el sentimentalismo algo original de los poemas se menospreciaba con delicadeza, un tributo elegante y femenino se rendía a la «brillante hija de uno de nuestros más destacados e influyentes ciudadanos, que ha voluntariamente abandonado el camino de rosas delplacer para escalar las escarpadas alturas del Parnaso. »
Además, después de haber estado sentada una noche a su lado, en una cena bohemia en Nueva York, la Señorita Spang fue honrada con un artículo del editor de Zig-zag, el nuevo «semanal de resistencia», en el que este caballero insinuaba que Ivy Spang no era consciente de todo cuanto expresaban sus poemas, y que su significado esotérico demostraba que era una adepta del verso libre tanto en su pensamiento como en su técnica. Añadió que los poemas ganarían en significado de manera inconmensurable, si abandonaba esta costumbre anticuada de comenzar cada línea con una letra en mayúsculas.
El editor envió una copia abundantemente comentada a la Señorita Spang que se sintió inmensamente halagada, y pensó que por fin había sido entendida. Pero nadie entre sus conocidos leía Zig-zag, y nadie, entre los que leían Zig-Zag, parecía preocuparse por conocerla. Así que nada especial resultó de este tributo a su genio.
Entonces llegó la guerra, y se olvidó de escribir poesía por completo.
La guerra ya cumplía dos años, y la Señorita Spang llevaba todo un invierno sirviendo el té en un gran hospital anglo-americano en París cuando, un día, mientras se dirigía a su pabellón a través de un patio rodeado de flores, oyó cómo uno de los médicos le decía a un pálido caballero con anteojos y vestido de civil: « Pero yo creo que la bonita Señorita Spang escribe. Si necesita un colaborador americano, ¿por qué no se lo pide?» Al instante, el pálido caballero le fue presentado y, radiante de impaciencia detrás de sus anteojos, la animó para que aportara una buena historia de guerra para The Man-at-Arms, una publicación mensual concebida para traer alegría a los heridos e incapacitados en los hospitales británicos.
– Una buena y conmovedora historia, Señorita Spang, con un toque de sentimentalismo, por supuesto, pero nada deprimente o desalentador. Estoy convencido de que entiende lo que quiero decir. Una tragedia con un final feliz, ésa es la idea. Pero lo dejo en sus manos ; con su gran experiencia del trabajo en el hospital, seguro que sabe cómo dar con los gustos de esos pobres chicos. ¿Cree que lo podría tener listo para nuestro primer número? ¿Y tiene algún retrato suyo, a ser posible con el uniforme de enfermera, para publicar junto con el relato? La Reina de Norromania nos ha prometido un poema, con una foto de ella dándole el baño al pequeño príncipe heredero. Queremos que este primer número sea una «actualidad», como dicen los franceses ; todos los artículos serán escritos por gente que han hecho ellos mismos lo que relatan, o lo han visto hacer. Habrá estado en el frente, me imagino. ¿Hasta Rheims, alguna vez? ¡Es estupendo! Tráiganos una buena y emocionante historia de trincheras, con una escena de regreso a casa al final… una escena de Navidad, si se las puede arreglar de esta manera, ya que lo pensamos publicar en Noviembre. Sí, esto es justo lo que necesitamos ; e intentaré conseguir a Sargent, para que nos haga una ilustración representando un herido condecorado con la Cruz Victoria volviendo a casa en una Nochebuena nevada.
Era una suerte que el permiso de Ivy Spang estuviera justo al caer, porque, abnegada como era con sus pacientes, el té que les servía podría haber sufrido de su absorción en su nueva tarea.
¿Había que extrañarse de que se lo tomara en serio?
¡Ella, Ivy Spang, de Cornwall-on-Hudson, había sido requerida para escribir un relato de guerra para el primer número de The Man-at-Arms, al que reinas y arzobispos y mariscales de campo iban a contribuir con poemas y fotografías y sentimiento patriótico autografiado! Y su foto de cuerpo entero en uniforme de enfermera iba a preceder su prosa ; y, en la tabla de materias, iba a figurar como «Ivy Spang, autora de Vibraciones: un libro de versos».
El triunfo le daba vértigo, y se fue a ocultar su exultación en un rincón tranquilo de Bretaña, donde se daba la casualidad que vivía una vieja gobernanta de Ivy, que la acogió y le prometió defender a toda costa la sacralidad de sus mañanas, ya que Ivy sabía que las horas de la mañana de los grandes autores eran siempre «sagradas».
Se encerró en su habitación con una resma de papel de color malva, y empezó a pensar.
Al principio, el proceso fue menos estimulante de lo que esperaba. Sabía tanto sobre la guerra que le costaba decidir por dónde empezar ; se encontró sumida en una plétora de impresiones.
Es más, cuanto más pensaba en el asunto, menos parecía entender cómo una historia de guerra, o cualquier historia, de hecho, se tenía que escribir. ¿Por qué las historias empezaban siempre, y por qué siempre se terminaban? No era el caso de la vida que sólo transcurría interminablemente.
Este problema imprevisto le preocupó excesivamente, y, la segunda mañana, rompió sigilosamente su aislamiento y salió un momento a dar un paseo por la playa. Le dio vergüenza avisar de que proyectaba una escapada y salió sola, dejando a su leal gobernanta montar guardia en su puerta mientras se escabullía por detrás.
Había mucha gente en la playa, y, entre ellos, algunas personas a las que conocía, pero no se atrevió a acercarse a ellas, para que no ahuyentasen su «Inspiración». Sabía que las «Inspiraciones» eran quisquillosas y contradictorias, y se sintió más bien como si estuviera arrastrando de un perro indócil con una cuerda.
– Si querías quedarte dentro, ¿por qué no lo dijiste?, le regañó. Pero la inspiración seguía enfurruñada.
Deambuló al pie del acantilado hasta que llegó a una playa vacía, en la que se sentó y miró fijamente al mar. Después de un rato, sus ojos quedaron deslumbrados por la luz, y volvió hacia el banco en el que yacía una revista maltratada, el suplemento de verano All-Story de Fact and Fiction. Ivy se abalanzó sobre la revista.
Había oído muchas veces que no había que dejarse influenciar, que había que guardar celosamente su propia originalidad, etcétera ; el editor de Zig-zag había sido especialmente tajante sobre este punto. Pero su relato se tenía que escribir, y no sabía cómo empezarlo ; decidió por lo tanto echar un vistazo sobre algunos comienzos de historias.
El primer cuento de la revista venía firmado por un grande nombre de la narrativa, uno de los más famosos nombres de la generación anterior de novelistas. La primera frase empezaba así: «En el mes de Octubre de 1914…» e Ivy pasó a la página siguiente con impaciencia. Podía no saber mucha cosa sobre el arte de escribir historias, pero sabía que este tipo de comienzo ya estaba agotado. Pasó al siguiente cuento.
««¡Dios mío!», rugió el ingeniero, apretando sus garras sobre la palanca, mientras que, debajo de la lámpara roja, la cara blanca y llena de desprecio…»
No ; eso empezaba a quedar desfasado, también.
« Se sentaron y se miraron fijamente en silencio. Ninguno habló ; pero el corazón de la mujer hacía tictac como un reloj. »
Eso estaba mejor, pero lo que más le gustó fue: «Lee Lorimer se inclinó hacia él al otro lado de las flores. Siempre había sabido que aquello llegaría…» Ivy podía imaginar enlazar una historia con esto.
Pero había prometido que escribiría una historia de guerra, y, en una historia de guerra, las flores tienen que aparecer al final, no al principio.
De todas maneras, se podía sacar una conclusión clara del estudio sucesivo de todos aquellos párrafos de apertura ; y era que debes empezar por la parte central, y dar por sentado que tu lector sabe de qué estas hablando.
Bien, pero no había parte central, y ¿cómo tu lector va a saber de qué estás hablando si tú misma no lo sabes?
Pensándolo un poco, y después de un nuevo examen furtivo de Fact and Fiction, la perpleja autora decidió que quizás, si finges con bastante fuerza que sabes de qué va tu historia, puedes acabar averiguándolo cuando te acerques a la última página. «Después de todo, si el lector puede fingirlo, el autor debería poder hacerlo», pensó. Y decidió, después de echar un cauteloso vistazo por encima de su hombro, robar la revista y llevársela a casa para una disección privada.
En el umbral se cruzó con su gobernanta, que le sonrío con ternura.
– Querida, te he visto escabullirte, pero no te he seguido. Sabía que querías estar a solas con tu inspiración.
Mademoiselle bajó la voz para añadir: «¿Has encontrado tu trama?»
Ivy golpeteó con dulzura la mejilla arrugada.
– ¡Querida Madsy! Hoy en día la gente ya no se interesa por las tramas.
– ¿Ah no, querida? Entonces tiene que ser mucho más fácil, dijo Mademoiselle. Pero Ivy no estaba tan segura…
Después de un día dándole vueltas a Fact and Fiction, decidió empezar de una manera empírica.
– Seguro que la inspiración me llega en camino, pensó. Se sentó delante del papel malva y escribió: «Sonó un disparo…».
Pero justo cuando estaba llamando a su Inspiración para que le surgiera la frase siguiente, se vio asaltada por una duda horrible ; se levantó y volvió a Fact and Fiction. Sí, era lo que se temía, la última historia de Fact and Fiction empezaba: «Sonó un disparo…».
Su lugar en el índice demostraba lo que el editor y su público pensaban de este tipo de comienzos y su desdén se incrementó al leer el nombre de la autora. La historia estaba firmada por «Edda Clubber Hump1». ¡Pobrecita!
Ivy se sentó y observó la página que había contaminado con esta frase tonta.
Y ahora, como decían a menudo en Fact and Fiction, una cosa extraña se estaba produciendo. La frase estaba aquí, la había escrito, era la primera frase de la primera página de su relato, era la primera frase de su relato. Estaba aquí, había salido de ella, se había escapado de ella, y tenía la impresión de que ya no tenía más control sobre ella. No podía imaginar otra manera de empezar, ahora que había hecho el esfuerzo de empezar de aquella manera.
Supuso que eso era lo que los autores quieren decir cuando hablan de haber sido «dominados por su Inspiración». Empezó a odiar a su Inspiración.
El quinto día, una Ivy humillada y desanimada confió a su vieja gobernanta que no creía que supiera escribir una historia corta.
– ¡Si sólo me hubieran pedido poesía!, gimió.
Escribió al editor de The Man-at-Arms, solicitando el permiso de sustituir el relato por un soneto, pero éste le contestó con firmeza, aunque de manera halagadora, que contaban con una historia y habían medido el espacio en consecuencia, añadiendo que ya tenían más poesía de lo que el primer número podía contener. Concluía recordándole que esperaba recibir su contribución como muy tarde el uno de Septiembre ; y ya estaban a diez de Agosto.
– Todo es tan repentino, le murmuró a Mademoiselle, como si estuviera anunciando su noviazgo.
– ¡Claro, cariño, claro! Lo entiendo perfectamente. ¿Cómo puede el editor exigir que te comprometas para una fecha? Tan poca gente sabe lo que significa tener un temperamento artístico ; parecen pensar que uno puede sacar una historia tan pronto como si se tratara de hacer una tortilla.
Ivy sonrío a su pesar.
– Querida Madsy, ¡qué comparación más desafortunada! Tan poca gente sabe hacer buenas tortillas.
– En Francia, no, dijo Mademoiselle con firmeza.
Su antigua alumna reflexionó.
– En Francia, bastante gente ha escrito buenas historias cortas, también. Pero estoy segura de que les dieron más de tres semanas para aprender cómo hacerlo. Oh ¿qué voy a hacer?, gimió.
Las dos estuvieron meditando larga y ansiosamente ; al final, la gobernanta sugirió modestamente:
– Supongamos que estás empezando a pensar en un tema…
– ¡Oh, querida, el tema no es nada!, exclamó Ivy, recordando alguna afirmación desdeñosa a este efecto del editor de Zig-zag.
– De todas formas, para escribir una historia, hay que tener un tema. Por supuesto, sé que lo que realmente importa es la manera en la que está tratado ; pero la manera en la que está tratado, naturalmente, sería tuya, totalmente tuya…
La autora levantó una mirada preocupada sobre su mentora.
– ¿Qué estás insinuando, Madsy?
– Solo que durante los años en los que he trabajado en el hospital, aquí, he recogido muchas historias, patéticas, emocionantes, conmovedoras historias de nuestros pobres poilus, y por las noches, a veces, solía apuntarlas, tal y como los soldados me las contaban a mí… Oh, sin ningún arte… simplemente para mí, sabes…
Ivy estuvo recuperada al instante. Puesto que hasta Mademoiselle admitía que «sólo importa realmente la manera en la que está tratado», ¿por qué no aprovechaba uno de esos cuentos sin estilo y lo transformaba en Literatura? Cuanto más consideraba la idea, más le atraía ; recordó a Shakespeare y Molière, y le dijo con alegría a su gobernanta:
– ¡Querida Madsy! ¡Préstame tu libro para que le eche un vistazo… y seremos colaboradoras!
– ¡Oh, colaboradoras!, se ruborizó, conmovida, la gobernanta.
Pero finalmente se rindió a la insistencia cariñosa de la chica que había tenido a su cargo, y trajo su andrajoso cuaderno, que empezaba con apuntes de un curso del Sr Bergson en la Sorbona en 1913, y de repente cambiaba a «Hospital militar Nº 13. Noviembre de 1914. Larga charla con el Chasseur Alpin Émile Durand, herido en la rodilla y el pulmón derecho en Hautes Chaumes. He decidido anotar esta historia…»
Ivy se llevó el pequeño cuaderno a la cama, sonriendo por dentro por el hecho de que el relato, escrito de una letra compacta y temblorosa, cubría los dos lados de la página, y se vertía interminablemente, sin ningún cambio de línea, exactamente como la vida. ¡Sin duda, la pobre Mademoiselle ni siquiera conocía los rudimentos de la literatura!
La historia, no sin esfuerzo, se construyó gradualmente alrededor de las aventuras de Émile Durand. Después de un día o dos, a pesar de sus protestas, Mademoiselle se vio requerida como asesora, y finalmente, como colaboradora. Le dio al relato cierta continuidad, y mantuvo a Ivy en la trama principal cuando su alumna tenía tendencia a divagar ; no obstante revisó y pulió el lenguaje rústico en el que había transcrito el cuento en el primer momento, de manera que finalmente empezó a cobrar forma en el lenguaje que habría utilizado una señorita, en la época en la que Mademoiselle iba a la escuela, para escribir una redacción sobre la batalla de Hastings.
Ivy decidió añadir un toque de sentimentalismo a la anécdota, la cual era puramente militar, tanto porque sabía que el lector tiene derecho a una cierta proporción de « interés del corazón », como porque deseaba hacer suyo el argumento con este original añadido. Las revisiones y transposiciones que ocasionaron estos cambios hicieron el trabajo sumamente difícil ; y un día, en un acceso de desanimo, Ivy decidió en privado anunciar al editor de The Man-at-Arms que estaba enferma y no podía cumplir con su compromiso.
Pero la misma tarde, el fotógrafo « artístico » para el que había posado para su retrato le mandó las pruebas ; y se vio a sí misma, extremadamente larga, estrecha y sinuosa, vestida de blanco y monásticamente velada, aguantando un brebaje refrescante para un enfermo invisible, en un gesto que se parecía a medias al de Melisenda arriando su trenza por el balcón y al de Florence Nightingale avanzando con la lámpara.
La fotografía era realmente demasiado preciosa para que se desperdiciara, e Ivy, sintiéndose empujada hacia adelante por un inexorable destino, se sentó de nuevo para luchar con el arte de la ficción. Su perseverancia fue recompensada, y al cabo de un tiempo, las autoras y colaboradoras (aunque Mademoiselle renunciaba a cualquier derecho a los honores de una asociación literaria) lograron lo que les pareció a las dos un resultado satisfactorio.
– Has escrito una historia muy bonita, cariño, suspiró Mademoiselle con los ojos húmedos, e Ivy admitió modestamente que sí que lo había hecho.
El trabajo fue acabado el último día de su permiso ; y la mañana siguiente volvió a París, apretando el manuscrito en su pecho, y olvidándose de guardar un ojo sobre el bolso en el que llevaba su pasaporte y su dinero, atemorizada de que alguien le robara las valiosas páginas.
En cuanto hubo pasado el cuento a máquina, lo metió en un sobre cuidadosamente cerrado (sabía que solo las chicas tontas usan cintas azules para tal propósito), y lo expidió al pálido caballero de los anteojos, junto con la fotografía de Melisenda-Nightingale. El recibo de ambos fue acusado por una nota corta (había esperado secretamente algo más de entusiasmo), y a partir de entonces, la vida se convirtió en un derroche árido de suspense. El globo mismo parecía haber dejado de girar alrededor de su eje mientras Ivy estaba esperando que The Man-at-Arms se publicara.
Finalmente, un día, le trajeron un espeso paquete que llevaba el nombre de un editor inglés : lo desató con unos dedos temblorosos, y ahí, hermosamente impreso en grandes páginas bastas, su historia sobresalió delante de ella.
En un primer momento, en aquel denso texto, en aquellas espesas páginas, le pareció una pequeña cosa lastimosa, desesperadamente insignificante y, sin embargo, lastimosamente llamativa. Era como si palabras supuestas de ser murmuradas a amigos comprensivos estuvieran siendo gritadas con megafonía al oído de un universo descuidado.
Entonces empezó a pasar las páginas de la revista: analizó los poemas, leyó las confidencias domésticas de la Reina de Norromania, y miró los retratos de los autores. Esta última experiencia resultó ser especialmente consoladora. La Reina era bastante guapa, para ser una Reina, pero su pelo estaba echado atrás desde las sienes como si estuviera enrollado en un cabestrante, y estaba pegado en su frente al vello pasado de moda de su Alteza real ; y su prosa estaba construida de manera extraña, a partir de frases sacadas de los salones londinenses, injertadas sobre genitivos y dativos alemanes. Era evidente que ni el retrato de Ivy, ni tampoco su historia sufrirían por comparación con la contribución real.
Pero lo que la consoló más que nada fueron los poemas. Estaban escritos casi todos según ritmos de Kipling que se iban descomponiendo después de dos o tres intentos sibilantes para seguir adelante ; y su mezcla astuta de argot y patetismo le pareció singularmente pasada de moda a la autora de Vibraciones. En general, le chocó que The Man-at-Arms estuviera compuesto a partes iguales de composiciones cansadas de gente que sabía escribir y de balbuceos ingenuos de gente que no sabía. En tal contexto, Su carta acasa empezó a destacar con mucha fuerza.
En todo caso, ocupó tanto espacio en su mente durante uno o dos días que le resultó desconcertante constatar que nadie en su alrededor parecía haber oído hablar de ello. Presentaban The Man-at-Arms de manera llamativa en los escaparates de las principales librerías inglesas y americanas, pero no logró verla encima de las mesas de sus amigos, y finalmente, cuando fue su día de servir los tés en el hospital, compró una docena de copias y se los llevó a su pabellón, que resultó estar lleno en ese momento.
Faltaba poco para Navidad y los hombres y oficiales estaban ocupados con la correspondencia destinada a sus hogares y haciendo y deshaciendo los paquetes de circunstancia ; pero todos acogieron The Man-at-Arms con una sonrisa agradecida, y se upsieron muy contentos al saber que la Señorita Spang había escrito algo en esta revista. Después del reparto de su cuento, la Señorita Spang se volvió de repente acalorada y avergonzada y despareció antes de que empezaran a leerlo.
Esa semana se hizo larga, y fue marcada sólo por la publicación de una reseña de The Man-at-Arms en el Times, un artículo largo y halagador, en el que, por una extraña casualidad, Su carta a casa y su autora ni siquiera se mencionaban. Versiones abreviadas de esta crítica aparecieron en los periódicos ingleses y americanos que se publicaban en París, un artículo anecdótico e íntimo en un diario francés elogió la gracia maternal y el arte literario de la Reina de Norromania. Venía firmado como «Fleur-de-Lys», y describía un banquete en la corte de Norromania al que la autora daba a entender que había asistido.
La semana siguiente, el corazón le latía a Ivy cuando volvió a su pabellón. En el umbral, una de las enfermeras la retuvo con una sonrisa.
– Sé buena y especialmente amable con el nuevo oficial de la Número 5 ; sólo lleva aquí dos días, y está más bien de mala racha. Oh, por cierto, es el novelista Harold Harbard, ¿sabes? el hombre que escribió el libro ese sobre el que se montó tanto alboroto.
Harold Harbard… ¡el libro sobre el que se montó tanto alboroto! ¡Que pobre tonta era esta mujer! ¡No acordarse siquiera del título de Alas rotas! El corazón de Ivy le dio un vuelco con la sorpresa de la noticia ; recordaba que había dejado una copia de The Man-at-Arms en la Número 5, y su sangre corría por sus venas y le inundaba hasta la frente la idea que en ese mismo momento, Harold Harbard podía estar leyendo Su carta a casa.
Para reponerse, decidió quedarse un rato en el pabellón, sirviendo té a los soldados y los suboficiales antes de aventurarse a la Número 5, que la semana anterior había sido ocupada únicamente por un jugador de polo adormilado con cloroformo que no mostraba interés hacia otra cosa que no fuese su especialidad. ¡Y Harold Harbard estaba acostado en la cama contigua a la que ocupaba aquel hombre!
Ivy cruzó el pabellón y, mirando la larga fila de camas, vio varias copias de The Man-at-Arms encima de ellas, y uno de sus favoritos, un joven soldado de primera, hundido en sus páginas.
Paseó por el pabellón, distribuyendo té y saludos, y notó que sus pacientes estaban todos contentos de verla. Siempre lo estaban, pero esta vez, había cierto énfasis inconfundible en su alegría y se imaginó que querían que ella la notara.
– ¡Anda! dijo alegremente en voz alta. ¿Cómo es eso que parecen todos de buen humor?
Aguantaba el té para el joven soldado de primera, que era habitualmente el portavoz del pabellón para las grandes ocasiones. Levantó los ojos después del examen absorbido de The Man-at-Arms y lo hizo de tal manera que Ivy vio que la revista estaba abierta en la primera página de su historia.
– Digo ¿sabe? que esto es simplemente bárbaro, dijo. Y que le estamos tremendamente agradecidos por habernos dejado ver esto.
Ivy rió, pero no quería afectar incomprensión.
– ¿Ésto?
Puso un dedo sobre la revista.
– Oh, estoy contenta… me alegro mucho, por supuesto… ¿De verdad que les gusta?, dijo tartamudeando.
– ¡Y como!… a todos nosotros… ¡Enormemente!, lanzó un coro desde la larga fila de camas.
Ivy saboreó su más grande momento de triunfo. Respiró profundamente y les irradió con sus mejillas encendidas.
– No podía haber mejor elogio… no podían existir mejores jueces… ¿Creen de verdad que está bien?
– ¿Bien? ¡Ya lo creo! Es simplemente fabuloso, estalló la respuesta unánime.
Se estaba quedando sin habla de la emoción.
– Viniendo de ustedes… de todos ustedes… me alegro muchísimo.
Todos juntos rieron tímidamente, y entonces el soldado de primera habló.
– Nos gusta tanto que queremos pedirle un gran favor…
– Oh, sí, llegó desde las otras camas.
– ¿Un favor…?
– Sí, si no es demasiado pedir.
El soldado de primera se volvió elocuente.
– Para acordarnos de usted, y de su amabilidad, querríamos saber si aceptaría darnos una, a cada uno de nosotros…
– ¡Vamos! Por supuesto, por supuesto, Ivy estaba radiante…
– … para que la enmarquemos y nos la llevemos, el soldado de primera siguió de modo sentimental. Hay un tío aquí que hace marcos bastante bonitos con tapones de Vichy.
– Oh…, dijo Ivy, en un jadeo prolongado.
– Verá… con su uniforme de enfermera, se quedará siempre un recuerdo tan bonito, dijo el soldado de primera, concluyendo su discurso.
– Nunca he visto una foto tan preciosa, habló un espíritu atrevido.
– Oh, diga que sí, enfermera, susurró suavemente el más tímido de los pacientes ; e Ivy, perpleja, entre las lágrimas y la risa, dijo : – Sí.
Obviamente, ninguno de ellos había leído su historia.
Se detuvo en el umbral de la Número 5, su corazón latía de manera molesta.
Ya se había recuperado de su humillación pasajera: por Dios, había sido absurdo imaginarse que los enfermos del pabellón, estos valientes chicos, podían haber percibido el sentido sutil de una historia como Su carta a casa. Pero con Harold Harbard, era diferente. Ahora, de verdad, iba a estar cara a cara con un crítico.
Al detenerse en el umbral, oyó en la habitación el estallido de una risa campechana y sana. No era la voz del jugador de polo ; ¿podía ser la del novelista?
Abrió la puerta con resolución y entró con su bandeja. La cama del jugador de polo estaba vacía y la cara apoyada en la almohada del catre contiguo era la cabeza morena, antipática, tumultuosa y cerrada de Harold Harbard, a la que conocía bien por las frecuentes fotografías publicadas en los semanales literarios. Levantó la mirada cuando Ivy entró, y dijo, de una voz que parecía prolongar su risa: «¿Té? ¡Pase! ¡Es impresionante!» Y de nuevo se puso a reír.
Evidentemente, aún estaba siguiendo el hilo de su broma, y cuando Ivy se acercó con el té, vio una copia de The Man-at-Arms encima de la cama, a su lado, y que llevaba la mano entre las páginas abiertas.
Su corazón dio un vuelco de inquietud, pero decidió llevar la situación con firmeza.
– ¿Cómo está, Capitán Harbard? Supongo que estará riendo del modo en el que la Reina de Norromania lleva el pelo.
Él cruzó sus ojos con una mirada divertida, y sacudió la cabeza, mientras la risa hacía ondular todavía los músculos de su garganta.
– No… no ; ya he acabado de reír de eso. Era por la historia siguiente, ¿cómo se titulaba? Su carta a casa, de…
La revista cayó repentinamente de sus manos, su mejilla morena palideció, y la fijó con una mirada afligida.
– ¡Dios mío, tartamudeó, pero si es usted!
Ivy pasó por todos los colores y se dejó caer en un asiento que había a su lado.
– Después de todo, dijo titubeando, medio riendo también, por lo menos usted ha leído la historia en lugar de fijarse en mi fotografía.
Siguió escrutándola con un nuevo interés.
– Anda… quiere decir que todo el mundo…
– Todo el pabellón…, asintió, girando la cabeza en dirección de la puerta.
– ¿Han olvidado todos leer la historia para mirar a la autora?
– Aparentemente.
Hubo una pausa dolorosa. Su mano se relajó y dejó caer la revista.
– ¿Su té…?, propuso ella, fríamente.
– Oh, sí, claro… Gracias.
Hubo otro silencio, durante el cual el hecho de servir la leche, y la caída del azúcar dentro de la taza, parecieron apropiarse de una magnitud enorme, e hicieron un ruido resonante. Finalmente Ivy dijo, esforzándose para parecer ligera :
– Ya que sé quién es usted, Sr. Harbard, ¿sería tan amable de decirme qué es lo que le da risa en mi historia?
Se apoyó en las almohadas y frunció su frente con preocupación.
– Mi querida Miss Spang, en absoluto… si pudiera.
– ¿Si pudiera?
– Sí, quiero decir, de una manera comprensible.
– ¿Dicho de otra manera, cree usted que es tan absurda que no se atreve a decirme nada más?
Él sacudió la cabeza.
– No ; pero es extraño… es desconcertante. Tenía un argumento buenísimo: y es lo principal, por supuesto…
Ivy le interrumpió con impaciencia.
– ¿El argumento es lo principal?
– Hombre, naturalmente ; sólo la gente que no tiene imaginación le dirá lo contrario.
– Oh, jadeó, intentando reajustar la teoría sobre estética que había ido adquiriendo cuidadosamente.
– Ha tenido entre manos un argumento fabulosamente bueno, prosiguió Harbard, pero lo ha más bien maltratado, ¿sabe?
Se sentó delante de él dejando colgar la cabeza, y la sangre volvió hacia sus pálidas mejillas. Dos lágrimas se habían unido en sus pestañas.
– Vamos, el novelista dio un grito irritado. ¡Sabía que en cuanto le hablara con franqueza, usted se molestaría! ¿Para qué me ha preguntado?
Ivy no respondió, y él añadió, bajando un poco la voz :
– ¿Está muy enfadada conmigo? ¿Verdad?
– No, por supuesto que no, declaró ella con una alegría glacial.
– Me alegro mucho de que no lo esté ; porque tengo una ganas tremendas de pedirle una de esas fotografías, concluyó.
Ivy se levantó bruscamente de su asiento. Ni para salvar su vida podría haber disimulado su decepción. Recogió la bandeja con una vivacidad febril.
– ¿Una fotografía? Claro… con mucho gusto. Y ahora, si usted ha terminado… Me temo que tengo que llevarme mi tetera.
Harold Harbard se acostó en la cama y la miró. Cuando llegaba a la puerta, le dijo :
– ¡Miss Spang!
– ¿Sí?, replicó, esperando a regañadientes.
– Estaba usted enfadada porque no admiraba su historia ; y ahora está más enfadada aún porque admiro su fotografía. ¿Se extraña de que nosotros, novelistas, encontremos una fuente de inspiración tan inagotable con la Mujer?
1919.
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