Niña y gato
Nueva York, 1982
Jorge Castillo
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l árabe llegó a nuestra aldea con su camioneta azul dando tumbos en la brecha pedregosa y mirando con enfado el paisaje baldío. Descargó en la bodega de Luciano 32 cajas de madera llenas de verdura y frutas, alimento apreciado en nuestra tierra infértil. Apenas se hubo ido, se amontonaron todas las mujeres prontas a comprar la mercancía. Don Luciano, aturdido, trataba de calmarlas, mientras con el martillo desprendía las tablas, dejando a la vista gulosa aquellas frutas y hortalizas de colores excitantes. El ambiente se llenó con la mezcla de olores de las yerbas aromáticas. Los niños esperábamos ansiosos aquellas frutas que por magulladas se deshacía de ellas para evitar que pudrieran a las otras.
La algarabía se tornó en asombroso silencio cuando al abrir una de las cajas, los ojos atónitos vieron en ella a una niña de tres años, acurrucada dolorosamente en el estrecho espacio. La sacaron y comenzó a llorar a causa de sus miembros entumecidos y por el escándalo que la rodeaba. La sobaron, le dieron un poco de agua tibia y una bolita de migajón para evitarle los ácidos estomacales, producto del miedo. Hubo sentimientos de compasión, suposiciones e invención de historias acerca de su procedencia: que si el árabe la había robado y la dejó ahí por equivocación; que si a lo mejor él no sabía nada y que alguien la echó en la caja para deshacerse de ella; que si como no encontraron esta vez elotes a lo mejor se habían transformado en una niña, hija de la deidad del maíz y que debía ser adorada como diosa; que si tal vez era el mismito diablo que en imagen de aparente inocencia había llegado al pueblo para desatar la maldad y una cadena de desastres.
Fue mi madre quien alegó que se dejaran de tonterías, que el caso era claro y simple, nada más que una niña abandonada, algo tan humano como los actos desalmados e irresponsables. Decidió llevarla a casa hasta que regresara el árabe para aclarar con él las cosas, pero el frutero jamás volvió al pueblo y ella tuvo que hacerse cargo de la niña, adopción que si bien fue forzada, no estuvo exenta de misericordia. Me dijo que la tratara como a una hermana y le dio el nombre de Cordelia. Ella vino a romperme el hastío propio de un hijo único y pronto me hice a la costumbre de los juegos compartidos, de los diálogos, fantaseos y de los pleitos sin importancia.
La gente del pueblo siguió inventando historias posibles sobre su identidad, por lo que mi madre prefirió que Cordelia no saliera de casa, librándola así de los chismes populares. Con la esperanza de que olvidara su horfandad le dio cuanto cariño latía en su corazón al grado de consentirla más que a mí. Fue el encanto natural de Cordelia lo que impidió que yo sintiera celos.
Cuando el tema estuvo agotado y todos llegaron a la indiferencia por la recogida, mi madre comenzó a llevarla al mercado y a la iglesia. El día que fueron a traer agua de la fuente, Cordelia se sorprendió al ver por primera vez su rostro reflejado y comenzó a hablar consigo misma. A punto de retirarse del lugar, de la fuente salió el reflejo y adquirió cuerpo y alma. Mi madre fingió no asombrarse y ante los ojos estupefactos de los aguadores, como si nada hubiera pasado, tomó a las niñas de la mano y emprendió la caminata de regreso. Mi madre llegó a casa con dos Cordelias, una de ellas empapada. Las murmuraciones recomenzaron y tuvo que sobreponerse a las más insólitas maledicencias.
En otra ocasión, de visita en casa de Hortensia la costurera, las niñas se probaban ante el espejo sus vestidos nuevos, y con risas y gesticulaciones entusiastas compartían con sus reflejos la dicha de estrenar ropa. Mi madre pagó el valor de la hechura a la modista y se despidió satisfecha de poder vestir a sus dos hijas obtenidas por la gracia de Dios. En la puerta escuchó unas voces que la llamaban, se detuvo y vio que del espejo salían los reflejos y tras adquirir cuerpo y alma corrieron a alcanzarla. Esa vez mi madre regresó a casa con cuatro Cordelias.
A la mañana siguiente, apenas comenzado el día, la gente se congregó en el atrio de la iglesia para dar opinión sobre el asunto. Nunca su imaginación había producido antes tantas hipótesis y advertencias sobre el fenómeno, el cual quisieron comprobar ante la multitud y bajo el amparo de Dios.
Varias mujeres, furias de oficio, entraron a la casa y a la fuerza se llevaron a mi madre y a las cuatro Cordelias. En el atrio habían colocado un enorme espejo antiguo, ante el cual enfrentaron a las niñas. Los reflejos adquirieron vida propia, y cuando estaban a punto de salir del azogue, Don Luciano aterrado lanzó una piedra rompiéndolo en pedazos que cayeron desparramados en el patio de adoquín. Brotaron tantas Cordelias como fragmentos de cristal había. El pánico dispersó a la gente que fue a refugiarse a sus casas. Mi madre tuvo la fuerza de amparar a todas sus hijas no sin antes pedirles a sus vecinos que se deshicieran de sus espejos.
Nadie se atrevió a romperlos por el peligro que ello representaba. Como medidas se dieron a la tarea de pintarlos de negro y algunos, los más temerosos, prefirieron enterrarlos. En lugar de cristales hay oscuros de madera en las ventanas. Todos los aljibes están cubiertos e incluso construyeron un domo sobre la fuente de la que se abastecen de agua por medio de una llave. La gente toma el líquido con cautela y cubren sus vasos y ollas con paños y eclipsan todo lo que pueda parecerse a un espejuelo.
Las cordelias, en su afán de multiplicarse, se han dado a la desesperada tarea de escarbar por todas partes con la esperanza de encontrar algún espejo que les permita mantener la reproducción de su especie.
Adela Fernández
Duermevelas
Editorial Katún, México, D.F, 1986, pp. 13-17
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