miércoles, 20 de enero de 2016

Anónimo / La muerte de Akiko



Anónimo

LA MUERTE DE AKIKO

Japón, Siglo IX

-Quiero un hijo –exclamó la princesa Ki no Shizuko-. Ya sólo me acuesto contigo y no entiendo por qué no me quedo embarazada. No sé si el problema está en mí. Tú me has engendrado y aún eres joven. No puedo aceptar que mi vientre esté muerto. Ningún médico consigue detectar una causa. No saben lo que me pasa y yo necesito saber si aún estás en condiciones de ser padre.

-Engendrar un hijo sería una monstruosidad –respondió el emperador Montoku.

-He encerrado en un cuarto a una esclava. Se llamaba Akiko y te acostarás con ella. Si se queda embarazada, sabré que soy estéril. No puedes negarte. Si lo haces, ordenaré que te maten. Ya nadie te respeta. El sake te ha convertido en un desecho.

-No sé si podré hacerlo. El alcohol me ha arruinado como hombre.

-Ya lo sé, pero no dispondrás de sake en un mes.  

-No podré soportarlo.

-Capitán Heijó, encárguese de todo– ordenó Ki no Shizuko-. Llame al honorable Koretaka y que examine a mi padre a diario. Si le sucede algo, le haré crucificar y tú serás ahorcado. Dejaré que los pájaros se coman vuestros cuerpos. No tendréis sepultura y prohibiré que se mencione vuestro nombre y vuestras familias acabarán en un mercado de esclavos.

El capitán Heijó agachó la cabeza y se alejó del trono del cielo sin levantar la mirada, caminando hacia atrás. Si sentía temor, no lo manifestó.

 


El emperador Montoku creyó enloquecer durante el encierro. La ansiedad le consumía, sudaba y vomitaba, los temblores y las convulsiones le impedían dormir. Gracias al honorable Koretaka, pudo soportar la abstinencia sin perder la razón. Adelgazó muchísimo, experimentó brotes de ira, golpeando las paredes al tiempo que lanzaba maldiciones y cuando el organismo empezó a tolerar la ausencia de sake, combatió la angustia mediante ejercicio físico, siguiendo las indicaciones del honorable Koretaka. Cuando finalizó la cura, le trasladaron a otra estancia, donde le esperaba Akiko. Akiko estaba aterrorizada. Parecía una paloma retenida por un lazo, que ha dejado de debatirse porque ya no conserva ninguna esperanza.

 


El emperador Montoku sintió lástima. Lástima por los dos, atrapados en una trama que prescindía de su voluntad. Sin hablar, se quitaron la ropa. Hicieron el amor con tristeza y al terminar se abrazaron, sin intercambiar palabra. Desde arriba, ofrecían una perspectiva hermosa y terrible: la piel encendida, de un rojo imperfecto, casi naranja; el pelo húmedo, trenzado por el sudor; las piernas enlazadas, hambrientas de ternura; la mirada nublada por una profunda melancolía.

 


Perdieron la noción del tiempo. Un criado se encargaba de llevarles la comida. Entraba sin avisar, disfrutando del malestar que les producía su desnudez. El emperador Montoku lloraba sin disimulo, lamentando carecer de valor para abrirse el vientre. Sólo le esperaban desprecios y humillaciones, pero sentía un incomprensible apego por la vida. El honorable Koretaka pegaba el oído a su pecho y escuchaba el latido de su corazón. Asentía y se marchaba hasta el día siguiente, ignorando cualquier forma de protocolo. El dolor compartido hizo que el emperador Montoku y la insignificante Akiko se consolaran mutuamente con coitos cada vez más apasionados. 

 

 

El emperador empezó a sentir por Akiko algo semejante al amor. Su desnudez le inspiraba ternura. De espaldas, Akiko parecía una niña. Las nalgas diminutas, la espalda estrecha, con unos hombros cuya extensión apenas superaba sus escuálidas caderas, las piernas sin formar, los pies insignificantes, de una pequeñez desproporcionada para un cuerpo menudo. De frente, apenas emergía la mujer. El pecho diminuto, el vientre liso, el sexo escasamente poblado. El rostro poseía una extraña belleza. El pelo corto, negrísimo, los ojos entre el azul y el violeta, la nariz algo grande, la mandíbula y el mentón casi masculinos. Había cierta dureza en sus rasgos que contrastaba con la fragilidad del cuerpo. Parecía que el cuerpo no había madurado, mientras la cara reflejaba el dolor de una vida desgraciada.

 


Al principio, el emperador Montuku y Akiko urdían planes de fuga, abortados por el miedo a las represalias. No querían morir crucificados o ser lentamente descuartizados. En seguida, se resignaron a esperar lo que el destino les reservaba. A veces, miraban desde la ventana, con las manos unidas, como dos amantes que descansan para recobrar fuerzas. Las rejas no les impedían contemplar los cerezos ni  los arriates de crisantemos.

Por fin, una mañana el honorable Koretaka sonrió satisfecho. Akiko estaba embarazada. El honorable Koretaka pensaba que la noticia agradaría a la princesa Ki no Shizuko, pero cuando le escuchó, ordenó al capitán Heijó que le degollara en el acto. El capitán Heijó cumplió la orden sin demora. El honorable Koretaka murió sin comprender la reacción de la princesa.

 

 

Después, la princesa Ki no Shizuko entró en la estancia donde había encerrado a su padre y a Akiko. Su rostro estaba desfigurado por la rabia.

-Akiko, maldita ramera. Eres fértil, pese a ser una esclava. Llevas en tus entrañas un hijo que me pertenece, pero no consentiré que nazca ni que tú vivas.

Akiko se echó a llorar. Rompió un jarrón e intentó cortarse las venas, pero sólo consiguió hacerse unos rasguños. El capitán Heijó contempló la escena con dos de sus soldados. La princesa Ki no Shizuko se desnudó sin preocuparse de su presencia.

-Atadla a la cama, con las piernas bien separadas. Sujetad la cabeza y tapadle la boca.

El capitán Heijó abrió un pequeño cofre, que llevaba bajo el brazo. La princesa Ki no Shizuko se colocó un extraño arnés, con un cilindro metálico del tamaño de un pene y una curvatura final concebida para acuchillar y desgarrar.

-Mírame, padre. Si has tenido valor para ser mi amante, ahora no puedes cerrar los ojos. 

Akiko lanzó un grito de terror. El emperador palideció y se acuclilló en un rincón. El capitán Heijó cumplió las órdenes y pidió permiso para retirarse. La princesa Ki no Shizuko le abofeteó por su insolencia.


-Estaréis aquí hasta que yo os lo diga. A partir de ahora, yo seré la emperatriz y mi padre se retirará a sus aposentos. 


El capitán Heijó parpadeó e hizo una reverencia. Después, cerró la puerta y envidió al honorable Koretaka, que yacía desangrado frente al trono del cielo. Sus soldados, que habían participado en mi batallas, temblaban como niños.


 

 

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