Marguerite Duras |
Un extracto del libro “El cielo completo: mujeres escribiendo, leyendo”, de Sara Sefchovich.
Marguerite Duras fue novelista, guionista y directora de cine en una época difícil para las mujeres. Nació en Vietnam en 1914 y se fue a Francia en 1932, pero esos años en la indochina francesa definieron mucho de su futuro trabajo. Estudió Derecho, Matemáticas y Ciencias Políticas, y su primer libro lo publicó en 1943. A ese le siguieron muchas obras, entre novelas, guiones y ensayos, que la pusieron en un lugar inédito en la cultura occidental.
Sara Sefchovich, socióloga e historiadora, investigadora y profesora de la Universidad Nacional Autónoma de México escribió de esta gran escritora en su más reciente libro El cielo completo. En éste cuenta la historia y los motivos de la literatura femenina, que aunque por muchísimo tiempo fue subyugada y poco reconocida, nunca dejó de existir. “Marguerite Duras: el absoluto sólo se puede mirar” es uno de los capítulos que integran este libro, editado por Océano.
Marguerite Duras: el absoluto sólo se puede mirar
Haber nacido en Saigón, entonces Indochina, hoy Vietnam, y en 1914, fue una marca. Porque el lugar y la fecha no son inocentes y ella tampoco lo sería nunca: cargaría para siempre con el sino de unir la cultura más refinada y el colonialismo más feroz, la realidad de la guerra y la capacidad de vivir la vida como si el horror no sucediera.
En el país asiático vivió con una madre viuda llena de fantasías aristocráticas, y con dos hermanos, uno al que amó con locura y murió joven y otro al que odió con la misma locura y que se convertiría en colaboracionista de los nazis.
De pequeña iría a la escuela mientras Europa se devastaba y los imperios de siglos se venían abajo. Por eso pudo ser al mismo tiempo inocente y perversa, común y extraña, porque ése fue el mundo que la vio nacer y crecer, un mundo de dos caras, de sueños de grandeza con realidades atroces.
Supuestamente la familia era pobre, pero en los recuerdos de la escritora se habla de sirvientes que llevan a la mesa las magras comidas, de vestidos nuevos y de un castillo que, aunque desvencijado, la madre compró cuando regresó a su tierra.
Una pobreza pues, un poco cierta y un poco falsa.
¿Por qué decidieron sus progenitores vivir en ese territorio acalorado, insalubre, de inhóspita naturaleza, lleno de bichos y de enfermedades que incluso llevaron a la tumba al padre?
Es la pregunta que se le puede hacer a todos los que voluntariamente abandonan su lugar en busca de quién sabe cuál quimera. Como Rimbaud, como Isabelle Eberhardt, como todos los europeos que se instalaron en las colonias, la mamá Legrand-Donnadieu algo quería, algo imaginaba posible en aquella lejanía exótica de una ciudad al borde del río Mekong. Ese algo, diría su hija ya convertida en escritora, era riqueza. Y pensó que la conseguiría sembrando arrozales y cuando eso fracasó, encontrándole un marido (o de perdida un amante) rico a la joven.
Duras dice que lo tuvo. Que era viejo y feo. Pero en la ficción lo convirtió en todo lo contrario.
En cuanto pudo, se fue lejos, quiso dejar atrás ese mundo. Aunque su vida estaba ya marcada por lo diferente.
Francia fue para estudiar en la Sorbona, escribir, dirigir películas, ser miembro de la resistencia durante la segunda guerra mundial y del Partido Comunista hasta que la expulsaron en el año 50. Hubo muchos tiempos negros: la ocupación alemana, el estalinismo, los frentes populares, el hambre. Hubo también tiempos mejores cuando resurgió de los escombros la vida intelectual, la vida misma.
Francia fue también para el alcohol, mucho alcohol, hasta el delirium tremens. Y para relaciones tormentosas, de intensa actividad erótica, algo muy en boga entonces como también hizo la cantante Édith Piaf. Lo mismo que ella, Duras buscó jovencitos, moviéndole el piso a las conciencias de Francia y a los amantes de lo francés en el mundo, que son muchos.
Figura polémica en todo: en la izquierda y en la literatura y en la vida. Un día la acusaban de ser amiga de colaboracionistas y otro de delatarlos para que los fusilaran, un día de escribir textos incomprensibles y otro de ser la mejor. Se la admiraba pero no se le perdonaba su vida apurada a borbotones desde que nació hasta que murió, desde los catorce años hasta los setenta y tantos, siempre con mucho sexo, pasiones, vicios, escándalos, libros y más libros.
Porque Duras escribe. Escribe y escribe. “Escribir: es lo único que llenaba mi vida y la hechizaba. Lo he hecho.” Escribir, dijo alguien, es la única forma de escapar de los estrechos límites de la condición humana. Desde los años cuarenta hasta su último aliento, de su mano salieron montones de textos, guiones, obras de teatro, relatos y novelas, artículos y ensayos. Y se convirtió, con sus altas y bajas, en un personaje esencial de la escena literaria francesa.
Si cuento todo esto es porque en el caso de Marguerite Duras, la biografía no es separable de la literatura. Y no por una supuesta verdad de los acontecimientos, sino por el mundo de fantasías, exotismos y relaciones difíciles que la componen.
Los textos de Duras llevan una carga de emociones perturbadoras, que parten de y terminan en el erotismo. Un erotismo que tiene menos que ver con la sexualidad y el contacto físico y más con la mirada, la inmovilidad y el silencio. Y todo esto con un código que es el mismo de aquella vanguardia electrizante de los años sesenta del siglo XX: velado y desvelado hasta la desnudez. La aparente y la profunda, esa desnudez.
El doble modo de ser de los relatos de Duras explica la extraña fascinación que ejercen y sustenta su diferencia. Porque es a un tiempo intensa y banal, extraña y real, inmóvil y silenciosa, capaz de dejarse arrastrar por la vida, pero de imponérsele también, de unir la grandeza al desvencijamiento y de provocar la sensación de profundidad sobre el más absoluto vacío.
Duras encanta porque su mundo parece si no real, al menos posible y asible, siendo que no es más que sueño y fantasía, pura invención pura.
En El amante, novela que la saca de las capillas y la convierte en superventas mundial, Duras clava una imagen en nuestra retina: la de una mujer-niña de cabellos cortísimos, labios pintados de color rojo intenso y zapatos de altísimos tacones. Imagina uno, pobre lector burgués cómodamente sentado en el sillón de lectura, a esa muchachita (que ella prefiere describir con sombrero y lamé dorado), cruzando en el ferry para encontrarse con aquel oriental riquísimo que la esperaba al otro lado del río, para dedicar las largas y calurosas tardes a hacer una y otra vez el amor, sin hablar.
El tema le fascinará: otras dos novelas suyas se llaman La amante inglesa y El amante de la China del Norte y una más se llama El amor.
Tiene Duras esa demencia de quien es capaz de meterse a fondo en las cosas y luego abandonarlas de golpe y cortarlas de tajo, y tiene esa demencia de quien es capaz de pasarse la vida jugándosela, aventurando: “He olvidado bastante de mi vida. Excepto mi infancia y las aventuras que he podido tener fuera de las normas de la vida cotidiana. De la vida de cada día, no sé casi nada. Excepto de mi hijo. El resto representa una masa de acontecimientos paralelos a mi vida… cada vez son diferentes los encuentros, las amistades, las circunstancias de un amor o de una tragedia”. Pero “Los libros no. Los libros no los olvido”.
Y tiene Duras la suerte de terminar bien. Confortablemente bien. Siempre recobra la lucidez, siempre sale del horror, siempre encuentra de vuelta el camino.
Ello es posible porque todo es, en su mundo, un problema estético, todo es cuestión de la pura mirada, repetida y repetitivamente esteticista.
Qué comodidad para los lectores-miradores-veedores que somos todos hoy, lectores con código de televisión, de cine, de imágenes. Qué a gusto seguir en las novelas de Duras la vivencia del placer, del camino lleno de peligros, de la complicación que se resuelve como debe ser, lo mismo en la guerra que en el alcohol, en el amor que en la escritura.
Qué envidia de Duras que después de ser abandonada por el chino reciba de él promesas de amor eterno y las crea, o que después de recuperar al compañero (tuvo un marido y después un compañero) de los campos de concentración, logre salvarle la vida.
Duras es la que se cura en el último momento de sus vicios, la que aprecia el refinamiento literario aunque sea de los enemigos, la que no se horroriza demasiado cuando bajan los prisioneros de los trenes que regresan del frente de batalla, la que habla y habla en la televisión, la que sale del delirio alcohólico, la que encuentra a un galán joven que la cuidará y cuidará su legado luego de su muerte.
Es Yann Andréa Steiner y a él le habla en el libro que le dedica: “Sí. Llegará un día, un día en que sentirás el abominable pesar de lo que calificas como ‘imposible de vivir’, es decir, lo que tú y yo intentamos aquel verano de viento y lluvia del ochenta”. A su vez él le dedica un libro, MD, para contar el infierno en que vivieron durante un internamiento para desintoxicarla del alcohol.
¡Y ésta es la mujer que jura que lo que más le gusta en la vida es la soledad!: “La soledad no se encuentra, se hace. La soledad se hace sola. Yo la hice”.
Pero no se crea que no hay sufrimiento. Lo hay. Hay mucho dolor en ella, demasiadas aristas puntiagudas. Pero hay también una narradora fría, que sabe ser dura, que puede sobrevivir en tiempos difíciles, que sabe odiar, que pelea por dinero. Y es que ella es todo: helada y quemante, pasional y desapasionada, callada y parlanchina.
Hay tres cosas que fascinan y que irritan en su obra: ese ritmo len- to, tan francés pero más francés que el de otros franceses; esa estética de la mirada montada sobre tantos artificios, tan de la posguerra europea; y ésa su manera tan descarnada de desnudarlo todo que se pondría tan de moda después.
Los críticos han dicho muchas cosas de Duras: que la suya es una obra política, nacionalista, pacifista. Que es racista. Que traicionó. Algunos hablan de su culpa, otros de su mentira. O bordan sobre los textos para afirmar que si este personaje era el hermano, que si aquél no existía.
Pero Duras está más allá de todo eso. Su escritura es una historia personal, una manera individualista de estar en el mundo, a la que le importa mirar y ser mirada, sentir, alcanzar el absoluto y sobre todo, deslumbrar.
Y vaya que deslumbra.
Desde Le Square hasta Hiroshima mon amour, desde Su nombre de Venecia, en Calcuta desierta hasta India Song, y en las novelas que desde sus títulos advierten la intensidad que abren: La impudicia, El dolor, Los ojos verdes, El arrebato de Lol V. Stein, Moderato cantabile, Destruir dice, Los ojos azules, pelo negro, El amor.
La suya es una prosa de imágenes, de miradas que describen de manera descarnada lo más arrobador. La suya es la seguridad de la trascendencia, la vanguardia estética, el paladeo de la palabra, la vida como intención erótica, la búsqueda del absoluto, la falsa profundidad, el vacío. Y todo apostando a la intensidad, todo para salir de la monotonía del tiempo, de la claustrofobia.
Hoy Duras nos mira desde las fotografías con su cara surcada de arrugas y sus lentes de fondo de botella, con sus manos de vieja llenas de anillos y pulseras. Nos mira con sus cuarenta y cuatro años de escribir y con los setenta y tantos de vivir. Y con su ser y su obra sostenidos sobre obsesiones, imaginación, invenciones, recuerdos, realidades, temores, mentiras y verdades.
Y nos fascina y fastidia, nos irrita y atrae, nos aburre y gusta porque nos trae una y otra vez fragmentos de un pasado que a lo mejor no fue o a lo mejor sí, pero que ya es eso: sólo pasado. Y sobre todo, sólo escritura.
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