domingo, 13 de septiembre de 2020

Faulkner / Un tejado para la casa del Señor

William Faulkner — Annie Dills
William Faulkner
William Faulkner
Un tejado para la casa del Señor
(“Shingles for the Lord”)


      Papá se levantó más de una hora antes de que fuese de día y agarró la mula y bajó hasta casa de Killegrew a pedirle prestado el escoplo y el mazo. Tendría que haber estado de vuelta, con todo, en tres cuartos de hora. Pero había salido el sol y ya había ordeñado yo a las vacas y les había echado el pienso y me estaba desayunando cuando él volvió, con la mula no sólo babeando espuma, sino a punto de derrengarse.

      —La caza del zorro —dijo—. La dichosa caza del zorro, hay que ver. Un hombre de setenta años, con los dos pies metidos en la tumba, y una de las dos piernas hasta el corvejón, que va y se pasa la noche entera acuclillado en el monte y haciendo como que de lejos oye las carreras de los demás en pos de un zorro que no acertaría a oír a menos que se plantasen justo en el mismo tronco en que estuviera sentado y se lo dijeran a gritos por la trompetilla. Anda, dame el desayuno —le dijo a mamá—. Whitfield está ahí plantado justo ahora mismo, a horcajadas del árbol que han talado para hacer tablones y tejas, con el reloj en la mano.
      Y vaya si estaba. Pasamos de largo por delante de la iglesia y no sólo estaba aparcado el autobús del colegio que conducía Solon Quick, sino también la yegua vieja del reverendo Whitfield. Amarramos la mula a un retoño y colgamos la lonchera de una rama, y mientras papá llevaba el escoplo y el mazo y las cuñas de Killegrew y yo llevaba el hacha, bajamos hasta el árbol talado para hacer tablones o tejas, donde Solon y Homer Bookwright, con los escoplos y los mazos y las cuñas, se habían sentado en dos tocones, y Whitfield estaba allí plantado como un pasmarote, ya lo dijo papá, con la camisa almidonada, el sombrero negro, los pantalones negros, la corbata negra, con el reloj en la mano. Era un reloj de oro, y con el sol de la mañana parecía grande como un calabacín maduro.
       —Llegas tarde —dijo.
      Así que papá volvió a contar que el Viejo Killegrew se había pasado la noche entera liado con lo de la caza del zorro, y que no encontró en su casa a nadie que le prestara el escoplo, pues sólo estaban la señora Killegrew y la cocinera. Como es natural, la cocinera no quiso prestarle ninguna de las herramientas de Killegrew, y la señora Killegrew estaba aún más sorda que el Viejo Killegrew. Si uno entrase a todo correr y le dijera que ardía la casa, se quedaría como estaba, en la mecedora, y diría que ya se lo parecía a ella, a menos que le diera por hartarse a pegar gritos a la cocinera para que soltase a los perros sin darte siquiera tiempo de abrir la boca.
      —Podrías haber ido ayer a pedir prestado el escoplo —dijo Whitfield—. Sabes desde hace más de un mes que nos tienes prometido este día, un día en todo el verano, para poner el tejado nuevo en la casa del Señor.
      —Pero si no llegamos ni con dos horas de retraso… —dijo papá—. Digo yo que el Señor podrá perdonárnoslo. Al Señor, además, el tiempo no le importa. Lo que le importa es la salvación.
      Whitfield ni siquiera esperó a que papá terminase. A mí me pareció que de pronto era más alto aun cuando se dirigió a papá con voz atronadora, como una nube de tormenta que acabara de descargar.
      —¡Al Señor no le interesa ni lo uno ni lo otro, hombre! ¿Cómo le iban a interesar, eh, si resulta que ya es dueño de las dos cosas? ¿Y por qué tendrá que andar de acá para allá tras las almas de los pobres hombres, de los miserables, de los que ni siquiera saben pedir a tiempo una herramienta para cambiar las tejas de Su iglesia? Eso a mí no me lo preguntes. A lo mejor es porque Él los ha creado. A lo mejor se dijo: «Yo los he creado, y no sé por qué. Pero como Yo los he creado, ¡por Dios bendito que me voy a remangar con tal de llevarlos a la gloria eterna, tanto si quieren como si no!».
      Pero esto no vino al caso en ese momento, y a mí me parece que él se dio cuenta, tal como se daba cuenta de que no pasaría nada en absoluto mientras siguiera allí plantado. Así que se guardó el reloj en el chaleco e indicó a Solon y a Homer que se acercasen, y todos nos quitamos el sombrero, menos él, allí plantado de cara al sol, con los ojos cerrados, y las cejas como si fuesen una enorme oruga gris al borde de un precipicio.
      —Señor —dijo—, haz que las tejas y tablones de este árbol salgan bien derechos, haz que se laminen fácil, que son para Ti y para Tu casa —y abrió los ojos y nos volvió a mirar, sobre todo a papá, y fue a desatar su yegua y montó despacio, envarado, como hacen los viejos, antes de ponerla al paso y marchar.
      Papá dejó el escoplo y el mazo en el suelo, con las tres cuñas en fila, para empuñar el hacha.
      —En fin, señores —dijo—, manos a la obra, que ya va siendo tarde.
      —Para mí y para Homer no es tarde —dijo Solon—. Que por algo estábamos aquí esperando.
      Esta vez, Homer y él no se sentaron en los tocones. Se acuclillaron. Vi entonces que Homer sacaba punta a un palo. Antes no me había dado cuenta.
      —Creo que son dos horas, poco más o menos —dijo Solon.
      Papá aún estaba medio agachado, con el hacha en la mano.
      —Más bien será una —dijo—. Pero digamos que son dos, no vayamos a discutir. ¿Y qué?
      —¿Discutir? ¿Por qué vamos a discutir? —dijo Homer.
      —De acuerdo —dijo papá—. Sean dos horas. ¿Y qué?
      —En total salen tres unidades por hombre y hora, multiplicado por dos horas —dijo Solon—. Es decir, un total de seis unidades de trabajo.
      Cuando la Administración del Progreso de las Obras Públicas se instaló en el condado de Yoknapatawpha y comenzó a dar trabajo a la gente, y comida, y colchones, Solon fue a Jefferson a meter la cuchara en el lío. Todas las mañanas se ponía al volante del autobús del colegio y recorría las veintidós millas que había hasta la ciudad, y volvía de noche. Lo estuvo haciendo durante casi toda una semana antes de descubrir no sólo que iba a tener que poner su parcela a nombre de otro, sino que ni siquiera podría ser el dueño y conductor del autobús del colegio, que él mismo había construido. Así que aquella noche volvió y ya no se le ocurrió ir a meter la cuchara nunca más, y desde entonces a nadie se le ocurría ni hablar de la Administración del Progreso de las Obras Públicas delante de él, a no ser que pretendiera armar una trifulca, aunque a él de vez en cuando se le ocurrían esos cálculos, en horas de trabajo por hombre, como acababa de hacer en ese momento.
      —Nos faltan seis unidades.
      —Cuatro de las cuales ya las podíais haber trabajado Homer y tú mientras me estabais esperando mano sobre mano —dijo papá.
      —Pero no lo hicimos —dijo Solon—. Prometimos a Whitfield dos unidades de doce horas de tres unidades cada una para poner las tejas nuevas en el tejado de la iglesia. Aquí estamos desde que amaneció, esperando a que aparezca la tercera unidad. Por eso no podíamos empezar. Pero tú me parece que no tienes muy en cuenta estas ideas, estas moderneces sobre el trabajo, que han inundado y han enaltecido el campo en estos últimos años.
      —Pero… ¿qué moderneces ni qué niño muerto? —dijo papá—. No sabía yo que hubiera más que una idea cuando es cosa de trabajo, y es que mientras no se acaba no está hecho, y cuando se acaba hecho está.
      Homer sacó otra viruta alargada del palo que estaba afilando. La navaja cortaba más que una navaja de barbero.
      Solon sacó la cajita del rape y llenó la tapa y se volcó el rape en el labio inferior y le pasó la cajita a Homer, que negó con un gesto, y Solon volvió a poner la tapa y se guardó la cajita en el bolsillo.
      —Total —dijo papá—, que como tuve que esperar un par de horas a que un anciano de setenta años volviese de su dichosa caza del zorro, en la que no se le había perdido nada, y menos para pasar la noche en vela en el bosque, tal como tampoco se le habría perdido nada en un tugurio de carretera, nosotros tres vamos a tener que volver mañana a terminar lo que tú y Homer…
      —Yo no —dijo Solon—. De Homer no sé nada. Yo a Whitfield le prometí un día. Y aquí estaba para ponerme manos a la obra cuando salió el sol. Cuando se ponga el sol, daré por supuesto que he terminado.
      —Entiendo —dijo papá—, entiendo. Voy a tener que volver yo mañana. Por mi cuenta. Voy a tener que meterme una mañana entera entre pecho y espalda para compensar las dos horas que Homer y tú habéis pasado tumbados a la bartola. Voy a tener que echar mañana otras dos horas para compensar por las dos horas en las que ni Homer ni tú habéis dado un palo al agua.
      —Va a ser cosa de meterse más de una mañana —dijo Solon—. Va a ser como echarla a perder. Quedan aún seis unidades. Seis unidades por hora y hombre. A lo mejor tú eres capaz de trabajar el doble que Homer y yo juntos para terminar con esto en cuatro horas, pero no creo que puedas trabajar el triple y terminar sólo en dos.
      Papá se había puesto en pie. Jadeaba. Lo oíamos.
      —Vaya —dijo—. Vaya —blandió el hacha e hincó la hoja en uno de los tajos, agarrándolo por el extremo plano, que estaba a punto de partirse—. Así que se me va a penalizar con medio día de mi propio tiempo, del trabajo que ahora mismo me espera en casa, para que haga otras seis horas más que vosotros dos, y todo porque os han faltado dos horas que habéis pasado sin dar palo al agua, lisa y llanamente porque sólo soy un agricultor medio, que trabaja de firme y que intenta hacer las cosas lo mejor que puede, en vez de ser un millonario que encima es dueño de las herramientas y para colmo se apellida Quick o Bookwright.
      Se pusieron entonces manos a la obra, cortando los tajos en tacos y partiendo los tacos en láminas con las que hacer las tejas, para que Tull y Snopes y todos los demás, los que habían prometido echar una mano al día siguiente, empezasen a clavar las tejas en el tejado de la iglesia en cuanto acabasen de arrancar las tejas viejas. Se sentaron en el suelo formando una especie de corro, con las piernas estiradas a cada lado del taco que habían puesto de pie, Solon y Homer a la ligera, como si tal cosa, con la facilidad de dos relojes que marcan las horas, mientras papá calzaba cada golpe de hacha como si quisiera asegurarse de haber matado a una serpiente de mocasín. Si diese con el mazo a la mitad de velocidad y con menos fuerza, habría sacado del taco tantas tejas como Solon y Homer juntos, levantando el mazo bien por encima de la cabeza y sujetándolo durante lo que a veces parecía un minuto entero antes de descargarlo en el escoplo, y sin que saliera disparada cada teja, puesto que el escoplo lo encajaba contra el suelo y lo metía hasta la mitad de la hoja, y papá faenaba despacio, tan despacio y tan fuerte como si quisiera encajar el escoplo en una raíz, o en una piedra, y que allí se quedase hincado.
      —Venga, vamos —dijo Solon—. Si no vas con cuidado te vas a quedar sin nada que hacer durante esas seis unidades adicionales de trabajo. Nada, claro, que no sea descansar.
      Papá ni siquiera levantó los ojos.
      —Sal de ahí en medio —dijo.
      Y Solon le hizo caso. Si no hubiese cambiado de sitio el pozal del agua, papá también lo habría partido en dos, seguro, encima de su taco, y esa vez toda la teja salió volando y pasó muy cerca de una de las canillas de Solon, como si fuera la hoja de una guadaña.
      —Tú lo que tienes que hacer es contratar a alguien para que te haga el trabajo en las unidades adicionales —dijo Solon.
      —¿Con qué? —dijo papá—. Yo no he tenido experiencia con la Administración del Progreso de las Obras Públicas, y menos en cuestiones laborales. Anda, sal de ahí en medio.
      Pero esta vez Solon ya se había apartado. Papá habría tenido que cambiar de posición por completo, o bien la siguiente lámina le habría salido curva. Así que ésa tampoco dio en Solon, y papá tardó en soltar el escoplo del taco, haciéndolo despacio, con fuerza, para sacarlo del suelo.
      —A lo mejor alguna cosa más puedes hacer. No sólo con el dinero se comercia —dijo Solon—. Podrías aprovechar ese perro que tú sabes.
      Ahí fue donde papá se paró del todo. Yo ni me di cuenta, pero lo entendí mucho antes que Solon. Papá se quedó parado con el mazo encima de la cabeza y la hoja del escoplo apoyada en el tajo, para desprender la siguiente lámina, mirando a Solon.
      —¿El perro? —dijo.
      Era una especie de perdiguero, un mestizo de mil razas, con algo de lebrel y algo de collie y a lo mejor algo, no sé, una parte considerable de casi cualquier otra, pero que sabía ventear una presa por el bosque sin hacer ruido, como un fantasma, y daba con el rastro de una ardilla por el suelo y ladraba una sola vez, nada más, a no ser que supiera que estaba uno en donde podía verla bien, y entonces seguía el rastro como un hombre y no volvía a hacer ningún ruido hasta que la ardilla se encaramaba al árbol, y sólo entonces, cuando supiera que no había seguido uno el recorrido del animal con la vista, ladraba una vez. Era de papá y de Vernon Tull, lo tenían a medias. Will Varner se lo dio a Tull cuando era un cachorro, y papá lo crió porque sí; entre él y yo lo adiestramos, y el perro dormía en mi cama hasta que se hizo tan grande que mamá terminó por echarlo de la casa, y durante los últimos seis meses Solon se había empeñado en comprárselo. Ya se había puesto de acuerdo con Tull, a quien pagaría dos dólares por la mitad que le pertenecía, pero Solon y papá aún estaban a seis dólares de acordar el precio de nuestra mitad, porque papá decía que bien valía diez dólares, pagase quien pagase, y si Tull no pensaba quedarse con su mitad, él mismo la cobraría por él.
      —Así que ésas tenemos —dijo papá—. Así que la cosa no está en unidades de trabajo, qué va. Está en unidades de perro.
      —No era más que una sugerencia —dijo Solon—. Una oferta amistosa para evitar que estas tejas te echen a perder tus asuntos particulares mañana por la mañana, durante seis horas. Tú me vendes tu parte de ese chucho grandullón y yo te termino las tejas encantado.
      —Naturalmente, incluyendo seis unidades adicionales de un dólar cada una —dijo papá.
      —No, no —dijo Solon—. Yo te pago los dos dólares por tu mitad del perro, lo mismo que hemos acordado Tull y yo por su mitad. Mañana por la mañana vienes aquí mismo con el perro y te puedes ir a casa, o a tus asuntos particulares más urgentes, y olvidarte del tejado de la iglesia.
      Durante otros diez segundos papá se quedó como estaba, con el mazo en alto, mirando a Solon. Luego, durante tres segundos más ya no miraba a Solon ni a nada. Luego miró de nuevo a Solon. Fue como si exactamente al cabo de dos segundos y nueve décimas se diese cuenta de que no estaba mirando a Solon, así que volvió a mirarlo tan deprisa como pudo.
      —Ja —dijo. Y se echó a reír. Fue una risa con todas las de la ley, porque se le quedó la boca abierta y aquello que salió de su boca sonó a risa. Pero no llegó a ir más allá de sus dientes y ni siquiera creo que le alcanzase a los ojos. Y tampoco esta vez dijo «Anda con cuidado». Cambió rápidamente de postura, un movimiento de cadera, y asestó un mazazo en el escoplo, que ya tenía clavado en el taco, y lo dejó hincado en el suelo cuando la teja salió volando hasta alcanzar a Solon en la canilla.
      Entonces volvieron al tajo. Hasta ese momento supe distinguir los golpes que daba papá de los que daban Solon y Homer incluso vuelto de espaldas, no porque fuesen más sonoros, ni más secos, porque Solon y Homer también trabajaban de firme, y el escoplo no hacía un ruido especial al hincarse en el suelo, sino porque los golpes que ellos daban eran más infrecuentes; se oían cinco o seis golpecitos corteses, los que daban Solon o Homer, abriendo la veta del taco, antes de oír el golpe seco que daba papá en el escoplo —¡zac!— y darte cuenta de que otra teja había salido volando a saber adónde. Pero a partir de ese momento los golpes de papá empezaron a sonar tan livianos y veloces y corteses como los de Solon o los de Homer, y si acaso un poquitín más rápidos, amontonándose las tejas tan deprisa que ni tiempo me daba casi a ponerlas en una pila; iban a juntarse tejas más que de sobra para que Tull y los demás retecharan la iglesia al día siguiente, a mediodía, cuando oímos entonces la campana de la granja de Armstid y Solon dejó en el suelo el mazo y el escoplo y consultó su reloj. Y yo no estaba demasiado lejos, pero para el momento en que alcancé a papá ya tenía la mula desatada del retoño y ya se había montado. Y a lo mejor Solon y Homer creyeron que habían podido con papá, y a lo mejor también yo lo pensé durante un minuto, aunque ojalá le hubiesen visto la cara. Alcanzó la lonchera de la rama y me la pasó a mí.
      —Anda, ve a comer algo —dijo—. No me esperes. Mira que ese liante y sus unidades de trabajo… Si le da por preguntar adónde he ido, le dices que se me olvidó algo y que he ido a casa a buscarlo. Dile que he tenido que ir a por un par de cucharas para que comamos los dos. No, no le digas eso. Si se entera de que he ido a donde sea, en busca de algo que me hace falta, aunque sea un utensilio para comer, no se querrá creer que sólo he ido a casa, porque allí no tengo nada que no pueda pedir prestado —volvió la grupa de la mula y le hincó los talones en los flancos. Y la sujetó por las riendas—. Y cuando vuelva yo, igual da lo que yo diga, tú no prestes ninguna atención. Pase lo que pase, tú no digas nada. Ni se te ocurra abrir la boca. ¿Me has entendido?
      Entonces se marchó y yo volví a donde estaban Solon y Homer, sentados ya en el estribo del autobús del colegio que tenía Solon, comiendo, y va y resulta que Solon dice exactamente lo que dijo papá que iba a decir.
      —Su optimismo es de admirar, pero está en un error. Si lo que necesita es algo con lo que no pueda servirse de sus manos y sus pies, seguro que ha ido a otra parte, no a su casa.
      Habíamos vuelto a las tejas cuando papá regresó en la mula y la amarró al retoño y vino y empuñó el hacha y metió la hoja en el tajo siguiente.
      —En fin, señores —dijo—. He estado pensándolo. Sigo pensando que no es lo correcto, pero de momento no se me ha ocurrido qué hacer. Claro que alguien tendrá que compensar las dos horas durante las que ninguno de los dos disteis un palo al agua esta mañana, y como se da el caso de que los dos estáis contra mí, me parece que tendré que ser yo quien las compense. Pero es que mañana me espera trabajo en casa. El maíz me está llamando a gritos. O a lo mejor eso es mentira. A lo mejor todo es mentira, no me importa reconocer aquí en privado que entre los dos me ganáis de largo, pero a mí que me cuelguen: seré un perro si mañana me planto aquí y lo reconozco en público. Sea como sea, de perro no tengo un pelo. Así que haré un trato contigo, Solon. Te puedes quedar con el perro.
       Solon miró a papá.
      —No sé yo si ahora me apetece hacer el trato —dijo.
      —Entiendo —dijo papá. El hacha aún estaba clavada en el tajo. Empezó a moverla de arriba abajo para extraerla de la madera.
      —Un momento —dijo Solon—. Deja en paz esa maldita hacha.
      Pero papá sostuvo el hacha en alto, para descargarla sobre el tajo, mirando a Solon y esperando.
      —Me quieres cambiar medio perro por medio día de trabajo —dijo Solon—. Tu mitad del perro por medio día de trabajo, y eso que todavía debes todas estas tejas.
      —Y los dos dólares —dijo papá—. Es lo acordado entre Tull y tú. Te vendo la mitad del perro por dos dólares y tú vienes aquí mañana a terminar con las tejas. Los dos dólares me los das ahora, y mañana por la mañana te veo aquí mismo con el perro. Y entonces ya me enseñarás el recibo de Tull por su mitad del perro.
      —Tull y yo ya estamos de acuerdo —dijo Solon.
      —De acuerdo —dijo papá—. Pues entonces le pagas a Tull sus dos dólares y te traes mañana el recibo. No creo que sea mucha molestia.
      —Tull mañana estará en la iglesia colocando las tejas —dijo Solon.
      —De acuerdo —dijo papá—. Pues seguro que no es molestia que te extienda un recibo. Pásate por la iglesia cuando vengas. Tull no se apellida Grier, como yo. No tendrá necesidad de ir a ninguna parte a pedir prestada una palanqueta.
      Así que Solon sacó la cartera y le pagó a papá los dos dólares y volvieron a ponerse manos a la obra. Y entonces pareció que sí que intentaban terminar a toda costa aquella tarde, no sólo Solon, sino también Homer, que era como si todo le diese lo mismo, y papá, que ya había cambiado la mitad de un perro para ahorrarse todo el trabajo que dijera Solon que iba a quedarse aún por terminar. Dejé de estar pendiente de ellos; tuve que ir apilando todas las tejas.
      Solon al cabo dejó el escoplo y el mazo.
      —En fin, señores —dijo—. Yo no sé qué pensaréis, pero para mí que la jornada ha terminado.
      —De acuerdo —dijo papá—. Eres tú quien decide cuándo lo dejamos, ya que las unidades de tajo que consideres que aún faltan para mañana te van a tocar todas a ti.
      —Eso es así —dijo Solon—. Y como resulta que voy a dar yo un día y medio de mi trabajo a la iglesia, y no sólo un día, que es lo que pensábamos al principio, digo yo que lo mejor será ir a casa a ocuparme un poco de mis quehaceres.
      Recogió el escoplo, el mazo y el hacha, y fue a su autobús, y esperó a que Homer fuese con él.
      —Mañana por la mañana vengo con el perro —dijo papá.
      —Seguro —dijo Solon. Lo dijo como si se hubiese olvidado del perro, o como si ya no tuviera la menor importancia. Pero se quedó en donde estaba y miró durante un segundo a papá, lo miró fijamente—. Y con un documento que autorice la venta de la mitad del perro que pertenece a Tull. Ya lo dices tú, no será molestia ninguna conseguirlo.
      Homer y él se montaron en el autobús y arrancó el motor. Imposible saber qué pasaba. Fue casi como si Solon quisiera darse prisa para que papá no pudiera tener ninguna excusa para hacer o no hacer nada.
      —Siempre he tenido entendido que el rayo no ha de caer dos veces en el mismo sitio, y que por eso le llaman rayo. Así que a cualquiera le puede ocurrir, es un error comprensible que a uno le parta un rayo. El error que por lo visto he cometido yo es no haberme dado cuenta a tiempo de que estaba viendo una nube de tormenta. Mañana por la mañana te veo.
      —Con el perro —dijo papá.
      —Desde luego —dijo Solon, otra vez como si se le hubiese olvidado por completo—. Con el perro.
      Homer y él se marcharon. Papá se levantó.
      —¿Cómo? —dije—. ¿Cómo puede ser? ¿Le has cambiado tu mitad del perro de Tull por medio día de trabajo? ¿Cómo has podido…?
      —Sí —dijo papá—. Sólo que antes ya le había cambiado a Tull medio día de trabajo, arrancando las tejas viejas del tejado mañana mismo, por la mitad de ese perro. Sólo que no vamos a esperar a mañana. Vamos a arrancar las tejas viejas esta misma noche, y sin más jaleo del que haga falta. Mañana no pienso hacer otra cosa que mirar al señor Solon «Unidad de Trabajo» Quick empeñarse en conseguir un justificante de la venta por dos dólares, o por diez dólares, igual me da que me da lo mismo, que le autorice a ser dueño de la otra mitad de ese perro. Y lo haremos esta misma noche. No quiero que mañana cuando salga el sol se entere de que se le ha hecho tarde. Quiero que entonces se entere de que cuando se acostó esta noche ya era demasiado tarde.
      Así que volvimos a casa y me ocupé yo de ordeñar y dar pienso a las vacas mientras papá bajaba a casa de Killegrew a devolver el escoplo y el mazo y a pedir prestada una palanqueta. Pero de todos los rincones del mundo y de todo lo que se puede hacer bajo el sol resultó que el Viejo Killegrew había ido a perder la palanqueta cuando se le cayó de una barca en un sitio con doce metros de fondo. Y papá dijo que había estado a punto de ir a ver a Solon para pedirle prestada la palanqueta, aunque fuera por pura justicia poética, sólo que Solon entonces se habría olido la tostada. Así que papá fue a ver a Armstid y le pidió prestada la suya y llegó a tiempo de cenar y limpiamos y llenamos el farol mientras mamá seguía sin entender qué se traía entre manos y por qué no podía esperar a la mañana.
      La dejamos hablando por los codos, y eso que nos siguió hasta la cerca de la entrada, y volvimos a la iglesia esta vez a pie, con una cuerda y la palanqueta y un martillo para mí, con el farol aún apagado. Whitfield y Snopes estaban descargando una escalera del camión de Snopes cuando pasamos por delante de la iglesia al ir a casa antes de que se hiciera de noche, así que nos bastaría con colocarla pegada a la pared de la iglesia. Entonces papá subió al tejado con el farol y fue retirando las tejas viejas hasta que pudo colgar el farol dentro de la cubierta, desde donde le iluminaba las rendijas de las vigas, aunque no se alcanzaba a ver desde ningún sitio, a menos que uno pasara por la carretera, y a esas horas cualquiera ya nos habría oído. Subí yo con la cuerda y papá la pasó por debajo de la cubierta y la enlazó en una viga para atarnos luego los dos extremos alrededor de la cintura, y nos pusimos manos a la obra. De lleno. Las tejas viejas empezaron a caer a puñados, arrancándolas yo con el martillo de cabeza ganchuda y papá con la palanqueta, metiendo la barra entera bajo una hilera de tejas y, de una sola vez, apoyándose en la palanqueta con todo su peso, de un tirón o, caso de que la palanqueta se encontrase tan sólo un segundo con una resistencia inesperada, cargaba con toda el alma llevándose por delante el techo entero, como si fuese la tapadera de una caja sujeta con bisagras.
      Eso es exactamente lo que hizo al final. Cargó todo su peso en la palanqueta, y esa vez encontró un buen punto de apoyo. No sólo se llevó las tejas de un buen trecho de tejado, sino que se llevó toda una sección de la cubierta, de forma que cuando tiró para atrás arrancó toda la sección de la cubierta en la que se encontraba sujeto el farol, igual que se arranca una mazorca a medio madurar. El farol colgaba de un clavo. Ni siquiera se movió el clavo, pues arrancó el tablón de cubierta en el que estaba, de modo que fue como si durante un minuto entero viese yo el farol y la palanqueta, suspendidos en el aire, en medio del desorden de las tejas que flotaban sueltas, con el clavo vacío que asomaba por el asa del farol, antes de que todo aquello cayese de golpe al interior de la iglesia. Dio contra el suelo y rebotó en el acto. Volvió a dar contra el suelo, y esta vez la iglesia entera reventó en un pozo de fuego amarillo que saltó al mismo tiempo, papá y yo colgados del brocal de ese pozo con dos cuerdas.
      No tengo ni idea de qué se hizo de la cuerda, no tengo ni idea de cómo salimos de semejante embrollo. No recuerdo que nos descolgásemos. Sólo recuerdo que papá daba alaridos detrás de mí y me iba empujando a mitad de la escalera según bajábamos, y que el resto de la escalera lo bajé a resultas de un empujón, aunque me sujetó por el pantalón de peto, y que entonces acabamos los dos en el suelo, corriendo a la par a por el barril del agua. Estaba de costado donde la fuente, y allí estaba Armstid; por casualidad salió de su parcela una hora antes y vio el farol en el tejado de la iglesia, y aquello no se le fue de la cabeza hasta que resolvió ir a ver qué estaba pasando, con tanta suerte que llegó a tiempo de ponerse a dar alaridos con papá, uno a cada lado del barril del agua. Y sigo creyendo que lo podríamos haber apagado. Papá se dio la vuelta y se acuclilló cargando todo su peso contra el barril y se lo echó al hombro y se puso en pie con el barril en alto, y eso que estaba casi lleno, y volvió a todo correr y dobló la esquina y subió los peldaños de la entrada de la iglesia y plantó un pie en el último escalón y dejó caer el barril, o quizás se le cayó y echó a rodar y lo dejó sin sentido.
      Así que antes que nada tuvimos que sacarlo a rastras, y allí ya estaba mamá, y a la vez más o menos llegó la señora Armstid, y entre Armstid y yo echamos a correr con los dos pozales contra incendios hasta la fuente, y cuando volvimos había montones de gente, incluido Whitfield, todos con más pozales, e hicimos lo que pudimos, pero la fuente estaba a un centenar de metros y los diez pozales se habían vaciado y tardaron cinco minutos en estar de nuevo llenos, así que al final nos quedamos todos mirando y así vimos que papá había recuperado el conocimiento y tenía un gran corte en la cabeza y así vimos cómo ardía. La iglesia era vieja, de madera reseca, y estaba llena de imágenes de colorines que Whitfield había acumulado a lo largo de los años, más de cincuenta años, pues el farol había prendido justo en medio cuando reventó. Había un clavo un tanto especial en el que colgaba un viejo camisón que se ponía para cristianar. Yo lo miraba a todas horas durante el servicio en la iglesia y durante la catequesis de los domingos, y junto con los demás chicos pasaba a veces por la iglesia sólo para echar un vistazo, porque para un chaval de diez años no era sólo una prenda de vestir, no era ni siquiera una armadura de hierro, sino que era el Arcángel San Miguel en persona, el que había peleado a brazo partido y había vencido al mal y lo había domeñado durante tanto tiempo que terminó por tener desprecio por los seres humanos, los seres humanos que volvían a pecar como los cerdos y los perros, el mismo desprecio que sin duda tuvo el arcángel.
      Durante mucho tiempo aquello no ardía del todo, ni siquiera después de que todo lo demás se hubiese quemado. Lo vimos colgado en medio del fuego, no como si en sus tiempos hubiese visto demasiada agua para arder con facilidad, sino como si se hubiera empecinado en no quemarse, plantando batalla al demonio y a todas las huestes del infierno que desencadenó Res Grier al intentar imponerse a Solon Quick por el valor de medio perro. Pero al final también ardió, aunque no con premura, no todavía, sino de golpe, en una especie de rugido que ascendió y se extendió en medio de las estrellas y de los espacios más oscuros y más distantes. Y entonces no hubo nada más que papá, encharcado y aturdido, tendido en tierra, y todos los demás a su alrededor, y Whitfield como siempre con la camisa blanca y el sombrero negro y los pantalones negros, de pie con el sombrero puesto, como si durante demasiado tiempo se hubiera esforzado por salvar lo que en primer lugar no tendría que haberse creado, salvándolo de la condenación de la que ni siquiera quería escapar, molestarse en la necesidad de quitarse el sombrero en presencia de nadie. Nos miraba bajo el ala del sombrero; allí estábamos todos los que pertenecíamos a esa iglesia, todos los que nacían y se casaban y morían pasando por ella, y los Armstid y los Tull, y Bookwright y Quick y Snopes.
      —Me equivoqué —dijo Whitfield—. Os dije que aquí nos íbamos a ver para retechar una iglesia. Y no: nos veremos aquí mañana para levantar una iglesia entera.
      —Pues claro, tenemos que tener una iglesia —dijo papá—. Y la vamos a tener. Y la tendremos dentro de nada. Pero hay algunos que ya hemos dado un día o así de trabajo en lo que va de semana, a costa de nuestro propio trabajo. Lo cual es bueno y es de justicia, y aún daremos más y lo daremos de mil amores. Pero no creo que el Señor…
      Whitfield no le dejó terminar. No se llegó a mover. Se limitó a seguir como estaba hasta que papá por fin se agotó de su propio impulso y terminó por callarse y siguió en donde estaba, sin mirar casi nada a mamá, antes de que Whitfield abriese la boca.
      —Pero tú no —dijo Whitfield—. Tú eres un pirómano.
      —¿Un pirómano? —dijo papá.
      —Sí —dijo Whitfield—. Si hay tarea en la que puedas tomar parte sin llevar por doquiera inundaciones e incendios y destrucción y muerte a tu paso, adelante, no te prives. Pero ni una sola mano has de poner en esta nueva casa del Señor hasta que a todos nos demuestres que en ti se puede volver a confiar y que tienes el poder y la capacidad de un hombre —volvió a mirarnos de hito en hito—. Tull y Snopes y Armstid ya han prometido que estarán listos mañana. Entiendo que Quick tenía otro medio día que pensaba…
      —Yo puedo dar otro día —dijo Snopes.
      —Yo puedo dar el resto de la semana —dijo Homer.
      —Yo tampoco tengo prisa —dijo Snopes.
      —Pues para empezar es más que suficiente —dijo Whitfield—. Ahora ya es tarde. Vámonos todos a casa.
      Fue el primero que se marchó. No se volvió a mirar ni una sola vez, ni a la iglesia ni a nosotros. Fue a donde había dejado su yegua vieja y se subió despacio y envarado y poderoso y se marchó, y también nos marchamos los demás, cada cual a lo suyo. Pero yo sí me volví a mirar. Todo era poco más que un cascarón, con un corazón rojo y a medias apagado, y unas veces lo odié y otras me dio miedo, y eso que debiera haberme dado por contento. Pero hubo algo que ni siquiera aquel incendio llegó a tocar. Quizás eso era todo lo que era: indestructibilidad, resistencia, el viejo que planeaba reconstruirla mientras los muros aún estaban heridos por el fuego, para luego como si tal cosa volver la espalda y largarse porque sabía que los hombres que nunca tuvieron nada que dar a la nueva iglesia, nada que no fuese el trabajo de sus manos, allí estarían al día siguiente en cuanto saliera el sol, e igual al día siguiente, y así durante todos los días que fuese preciso. Así que nada se había perdido, nada en absoluto; ninguna importancia podía tener el incendio, como no la tenía que hubiera desaparecido el viejo ropaje de cristianar que utilizaba Whitfield. Llegamos entonces a casa. Mamá se había marchado con tantas prisas que la lámpara se quedó encendida, y vimos a papá en donde estaba, en medio de un charco, chorreando, con un corte en el cogote, donde se le reventó el barril, con el agua mezclada con la sangre chorreándole hasta la cintura.
      —Quítate esa ropa, que estás empapado —dijo mamá.
      —No sé si sí o si no —dijo papá—. Se me ha notificado públicamente que no soy quién para tratar con esos blancos, así que públicamente notifico a los blancos y a los metodistas también que no son quiénes para tratar conmigo, y que el demonio se lleve al que vaya el último.
      Pero mamá ni siquiera le hizo caso. Cuando volvió con una palangana llena de agua y una toalla y el frasco de linimento, papá ya se había puesto la camisa de dormir.
      —Tampoco quiero nada de eso —dijo—. Si no valía la pena reventarme la cabeza, tampoco vale la pena ponerme un parche.
      Pero ella no le hizo ningún caso tampoco en eso. Le lavó la cabeza y se la secó y le puso el vendaje y salió, y papá fue a acostarse.
      —Pásame el rape, después sales y me dejas en paz —dijo.
      Pero no me dio tiempo a hacerlo cuando volvió mamá. Le trajo un vaso de ponche caliente y se acercó a la cama, y papá volvió la cabeza y se quedó mirándolo.
      —¿Qué es eso? —dijo.
      Pero mamá nunca le llegó a contestar, y se sentó en la cama y soltó un suspiro largo y estremecido que oímos todos, y pasado un minuto tanteó con la mano buscando el ponche y se quedó con él en la mano, respirando hondo, antes de darle un buen sorbo.
       —Por Dios que digo que si él y todos los demás juntos creen que me van a impedir arrimar el hombro en mi propia iglesia y trabajar en ella como el que más, mejor que sea otro quien lo intente —dio otro sorbo del ponche. Y luego dio un trago largo—. Pirómano —dijo—. Unidades de trabajo. Unidades de perro. Por Dios que… ¡vaya diíta que llevo!

1943.

Originalmente publicado en Saturday Evening Post, CCXV (13 de febrero de 1943);
Collected Stories
(Nueva York: Random House, 1950, 900 págs.)




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