Posted 17 January 2005 - 04:30 PM
Lean esto, si quieren un pedacito ahorita, otro despues de lo que era Garrincha diviertanse.
Tomando como base algunas declaraciones y pronunciamientos públicos de Elza Soares, en estos 21 años transcurridos desde la muerte de Garrincha, y recogidos en diversos medios escritos brasileños, Andrés Salcedo ha preparado un monólogo en primera persona, con el que la famosa cantante recrea su vida al lado del futbolista
Por ELZA SOARES
Editado por Andrés Salcedo
Sí, yo sé que todavía hay gente por ahí que me sigue considerando una devoramachos, la Yoko Ono de Garrincha, la que le comió el coco, lo sacó del fútbol y lo empujó a la muerte. Eso me hacía sufrir antes, cuando todavía era joven y seguía enamorada de un carajo muerto hacía cuatro, cinco años. Como lo sigo estando ahora, 20 años después.
Y qué carajo tan fascinante, Garrincha. Una de esas criaturas que Dios nos manda cuando vuelve a escasear el amor aquí abajo, como quien echa una paletada de carbón en la locomotora. Cualquier día amaneció de buen genio y echó a volar hasta la tierra a Garrincha, que probablemente allá arriba, antes de que lo mandaran para acá, era un pájaro desorientado y desamparado, sobreviviente del edén.
Garrincha es el ser más puro y noble que he conocido. Él vino a este mundo sólo a hacer el bien. Lo hizo sin esforzarse, limitándose a ser, simplemente, él mismo. En el estadio, en la calle, cuando estaba bravo, cuando me hacía el amor. Jugaba al fútbol con el mismo entusiasmo en el Maracaná, con las tribunas a reventar, o en cualquier peladero, donde, sin hacerse de rogar, y siendo ya campeón de mundo, se cambiaba de ropa como un pelado amateur y saltaba al campo a disputar un picadito con los malandros del barrio, bajo unos árboles atestados de mirones. Mané fue toda la vida un muchacho pueblerino incapaz de odiar a nadie, que nunca culpó a alguien de nada. Que jamás se quejó. Ni de las faltas que le hacían los defensas carniceros, que se la tenían jurada, ni de las zancadillas que le tendieron fuera del campo.
Mi Mané fue un hombre apasionado que vivió intensamente grandes amores, que amó y fue amado por varias mujeres, que supo conservar los mismos amigos de siempre, a los que nunca olvidó, tuviera o no tuviera un puto peso en el bolsillo.
Pero donde nuestras almas cabalgaban juntas, se derretían y se fundían era en la cama. En esos momentos en que todo quedaba subordinado a la pasión, la luz, la sombra, los ruidos, el pulso de la tierra se percibían como elementos de una sinfonía que Garrincha y yo improvisábamos, guiados por la mano de Dios. Ahí, en el delgado borde del desborde, acercaba su boca a mi oreja y me susurraba esa palabra con la que siempre me llamó, pero que pronunciada en ese preciso, vulnerable momento, envuelta en el calor de su aliento, me empujaba, sin remedio, al éxtasis: “Criolla”.
“Criolla”: siempre me llamó así. Nunca Elza o los otros nombres con que me conocen mis amigos y la gente de la farándula. “Criolla, hazme ese cafesinho colado que te enseñó tu mamá”, “Criolla, cántame la zambinha que tú sabes, que los dos sabemos”, “Criolla”, ven, dame un beso”.
Con Garrincha descubrí lo que es el amor. Los otros hombres que pasaron por mi vida no pesaron, no dejaron huella. Con Mané aprendí que el amor es Dios. Es el sí y es el no de la vida. La sal, la poesía. Quizá eso fue posible en nuestro caso porque los dos vivimos nuestro amor con mucho respeto y a corazón abierto. La fatalidad lo interrumpió pero no pudo destruirlo.
Aquí estaría ahora, conmigo, ese bandido patas pandeadas, viendo la televisión, los dos con el pelo blanquito, bebiendo café. O escuchando la música que acompañó el hechizo de aquellos años. Las viejas baladinhas de nuestro amor. Ahora estaría yo oyendo por centésima vez la anécdota del zaguero negro de Millonarios, que lo enfrentó en Bogotá durante una gira del Botafogo, y la compasión y la solidaridad que sintió cuando miró para atrás y lo vio convertido en un montoncito de escombros, patas arriba en la pista atlética, después de comerse un par de amagues suyos y de sufrir la vergüenza pública de un túnel que desató las burlas hasta en el último rincón del estadio. Garrincha era así. Se divertía burlándose de sus marcadores pero después del partido, en la casa, con un cafesinho en la mano, los remordimientos le hacían pasar un mal rato.
Hoy las mujeres buscan a los futbolistas por puro interés. Porque ahora tienen la tula. Antes no era ningún privilegio empatarse con un futbolista y menos para alguien como yo, que ya era una estrella consagrada, reconocida internacionalmente y aceptada por los brasileños de todas las clases sociales. Yo fui durante 20 años la mujer de Mané sin exigirle nada, al contrario, ayudándolo económicamente siempre que pude. Mané no tenía ni donde caerse muerto. Nunca le pregunté cuanto tenía en el banco. Yo sólo contaba con lo que me daba a mí la música, que era más que suficiente, a mí nunca me faltaron los contratos.
No he conocido a nadie que amara tan intensamente. De vez en cuando sufría verdaderas crisis de pánico ante la sola idea de perderme, no importa que yo le prometiera, pasándole la mano por la cabeza, que eso jamás ocurriría y le canturreara al oído cancioncitas tiernas que hablaban de hadas y castillos, como se hace con los niños que no pueden dormirse.
Garrincha podía amar con tal intensidad a una mujer que el sentimiento de felicidad que me producía el tenerlo a mi lado, el gozar de sus palabras, sus mimos y sus besos, lo compartían -y se lo disputaban- la madre y la mujer que llevo dentro y esa lucha entre la pasión y la ternura, me dejaba a veces sin aliento. Pero satisfecha, como después de un orgasmo.
Hace poco vino a verme un joven periodista de Sao Paulo que quería hacerme una entrevista. Le abrí la puerta de mi casa en Praia Leme, después de muchos años en que me he negado a hablar de Garrincha con los periodistas, que siempre vienen a que les cuente las mismas anécdotas que todo el mundo conoce. Que si es verdad que yo era la que le compraba la ropa y le aconsejaba cómo debía combinarla para salir a la calle. Que si todavía me acuerdo de la receta de esa feijoada que yo le preparaba el día después de los partidos, lo que se convirtió en un ritual, al que invitaba a algunos amigos. Que les vuelva a contar lo ocurrido aquella tarde en que empezamos a insultarnos y a tirarnos los chismes de la cocina a la cabeza y terminamos riéndonos y abrazándonos, desnudos, en la cama, que era donde resolvíamos todas nuestras disputas.
Recibí a ese joven periodista de Sao Paolo con un cafesinho colado, como lo preparaban mi mamá y mi abuela, como le gustaba a él cuando regresaba de los partidos molido a patadas por los defensas. Yo también necesitaba decirle a la gente lo que siento ahora cuando ya han transcurrido tantos años y vuelvo a pensar en lo que pasó. En lo que nos hicieron los brasileños a Mané y a mí. Mejor dicho, en lo que no hicieron para ayudarlo y evitar que se fuera despedazando de a poquito.
Quería asomar un poco la cabeza sobre el muro que yo misma levanté delante de mi casa para protegerme de la gente, sin dejar de disfrutar cada día de lo que me da este Río luminoso que conoció nuestro amor.
Le dije a ese muchacho de Sao Paolo, lo que yo siempre he creído: que Garrincha y yo vivimos un amor comparable al de Romeo y Julieta. No es sino volver a ver las fotos que nos tomaron hace veinticinco, treinta años, donde se nos puede leer en la cara lo que nos estaba pasando. Estábamos tocados por la gracia de Dios. Los dos, jóvenes y radiantes, como si este pedazo de balón de la vida no se fuera a desinflar nunca.
Viví con él 20 años y le parí dos hijos que le robaron tiempo a mi carrera. Pero qué puede compararse con la dicha de tener una familia con el hombre que más hemos amado. Uno de esos hijos, lamentablemente, ya se me fue, a encontrarse con su papá, allá arriba. Me quedó Sorinha, que se ríe dormida, igual que Mané y me regaló a Joyce, mi linda nietecita. La vida te quita y te da.
Algunas tardes, me pongo a contarle a Joyce quién fue su abuelo. Pero es imposible abarcar con palabras que puedan ser entendidas por un niño, lo que fue Mané. El hombre que mejor encarnó el espíritu con que los brasileños juegan a fútbol, el que creó la mística de una camiseta con el número 7. Héroe, junto a Pelé, de dos mundiales. Los entendidos saben que Mané no fue menos importante que Pelé en las victorias de Brasil. El mismo Pelé lo sabe.
Mané fue Charlot, el mismo personaje de Charles Chaplin, pero transplantado al fútbol. Un romántico payaso del arrabal. Pelé, en cambio, supo oler a tiempo el gran negocio, la fabulosa industria que era el fútbol y las ventajas que se derivan del contacto con el poder y el dinero. Carros, mujeres, tarjetas de créditos, viagra. Ahí donde huele a prosperidad y a poder, encontraremos siempre a Pelé. Garrincha estaba hecho de otro barro. Mi Mané prefería quedarse una hora entera hablando de fútbol con el vendedor del quiosco de periódicos, que terminaba pidiéndole plata para pagar unas medicinas del hijo. Garrincha le entregaba todo lo que tenía en el bolsillo.
A Garrincha lo perjudicó el ser un carajo demasiado humano. La gente se aprovechó de su ingenuidad y de su nobleza. El fútbol le chupó la vida, lo dejó sin salud, sin plata, sin sangre, como quedan las víctimas de la víbora cuando nadie les pudo sacar el veneno del cuerpo.
El destino de Mané pudo cambiar de rumbo en 1962, recién obtenido el campeonato mundial en Chile y con su fama irradiando al mundo entero, pero con las rodillas vueltas cisco. Justo en ese momento, cuando se recuperaba conmigo, en la casa de un compadre en Niteroi, cerca de la playa, del tormento que fue para él ese mundial, jugando infiltrado todos los partidos, y recibiendo fouls de todos los calibres, llegan de Italia dos mandamases del Torino, que era el club de moda en el calcio, donde todas las estrellas del fútbol mundial querían jugar. Venían a ofrecerle 5 millones de dólares al Botafogo por el pase de Garrincha. Eso era una fortuna en esa época, sobre todo para alguien que ya estaba a punto de cumplir los 29 años y tenía estropeado el eje de todo futbolista, que son las rodillas.
Pero los sapos están llamados a cambiar la historia del mundo. Un italiano que vivía aquí en Río y que los dirigentes del Torino habían contratado como intérprete, les sugirió que le hicieran un examen a fondo a las rodillas de Garrincha. Llamaron entonces a un reumatólogo, el doctor Nelson Senise, que le sacó varias radiografías al pobre Mané en la Clínica Pío XII y diagnosticó una artrosis irreversible. Los dos italianos pidieron enseguida un taxi, recogieron sus motetes en el hotel y se fueron para el aeropuerto.
Los problemas con las rodillas venían de tiempo atrás. Jugaba un domingo y sus rodillas se inflamaban, así que tenía que guardar reposo varios días. Regresaba al campo y tácata, otra vez la bolsa sinovial, que es la que envuelve la articulación de la rodilla, poniendo problemas. Entonces tenían que extraerle el líquido y aplicarle la siguiente infiltración, que ya era con cortisona.
En todos esos años me convertí a la fuerza en una experta. Podía entender los preocupantes diálogos que sostenían los médicos frente a la cama donde Garrincha, acostado, con las piernas forradas en yeso, sonreía escuchando la radio en su pequeño transistor, comprado en Suecia en el 58, todo el tiempo pegado a la oreja. Como si la cosa no fuera con él. Como si esas piernas sobre cuyo problemático futuro discutían los médicos, le pertenecieran a otro paciente.
Garrincha era incapaz de meterse en la película de la realidad, mucho menos de aceptarla. Tenía una conflictiva mezcla de niño y de hombre. El niño era el duende que gobernaba sus piernas deformes. Salía a ratos durante los partidos y volvía a esconderse en el cuerpo de un hombre cálido y humano hasta el último hueso pero incapaz de manejar con tino su propia vida y de sacarle el merecido provecho a su fantástica manera de jugar al fútbol. Esa, hablando con dolorosa sinceridad, fue la razón por la cual la vida de Mané, fuera de los estadios, anduviera muchas veces al garete.
Un día, contra mi voluntad y el consejo de un médico amigo, dejó que le operaran los meniscos de la rodilla más afectada. Ese fue el fin de la película. Ahí comenzó la vida a pasarnos todas las facturas de una sola vez. La foto de la rodilla operada mostraba descarnadamente el estado en que quedó la poco confiable herramienta del genio de los estadios y apareció en todos los periódicos. Pero no despertó la solidaridad sino el morbo.
Eso fue en el 64. Un año negro. Nuestra vida entró en barrena. Los problemas de Mané repercutían negativamente en mi vida artística. No había muchos equipos que quisieran contratar a un hombre con las rodillas podridas.
Pasaban las semanas y los meses y él seguía desempleado y cada vez más enganchado a la botella. Para más fastidio, mi empresario empezó a cantaletearme con que mi imagen se estaba deteriorando por andar con Garrincha. Que había gente que no quería contratarme porque después él llegaba y se emborrachaba en el local y daba espectáculo. Cuando me decía eso yo lo amenazaba con no volver a cantar. Con dejarlo todo tirado. Qué iba yo a abandonar en su peor momento al hombre que amaba con toda el alma. El dinero que yo ganaba había veces que no alcanzaba pero siempre se les pudo cumplir a los hijos que él tuvo con las otras mujeres.
Mané estaba destrozado. La prensa brasileña se encargó de propagar su invalidez tras la operación. Claro que después la rodilla mejoró algo y él pudo disputar uno que otro partido y recoger algo de plata pues le pagaban por partido jugado. Como los clubes conocían su situación, sacaban el dinero de la taquilla y se lo entregaban en el mismo estadio después de los partidos.
La verdad es que su amor propio y su deseo de recoger los últimos dólares donde fuera para ayudarme a mí con los gastos de la casa, lo llevaron a cometer algunas imprudencias. Como esa de irse a jugar a Barranquilla. Garrincha, en ese momento, ya había empezado a morirse por dentro. Las mujeres leemos estas cosas en los ojos del hombre que amamos. Estaba acabado para el fútbol pero no lo quería admitir. Seguía diciendo lo mismo que dijo toda la vida: “Mañana va a estar mejor, Criolla. Hoy pierdo, mañana gano”.
Cuando regresó de la corta aventura de Barranquilla, que fue un fracaso, aunque le dejara unos buenos dólares, comenzó el drama en serio. Él estaba roto, literalmente. Desesperado. Decepcionado de la gente, que en ese momento ya le había dado la espalda. Los dirigentes, los periodistas, viejos hinchas, muchos compañeros, que dejaron de llamarlo, de preguntar por su vida. Ya la gente no se volteaba a verlo en la calle. Se entregó a la bebida. No paraba de tomar. Fueron años tormentosos, una situación que se hizo insoportable. Lo regañaba, me prometía que no volvería a beber. Al día siguiente no se acordaba de nada. Mañana será mejor, Criolla. Hoy pierdo, mañana gano.
Por las noches se iba a verme a los clubes nocturnos donde yo cantaba, se sentaba en una mesa y bebía sin parar. Aguardiente, vodka con limón, caipirinha, güisqui, lo que hubiera. Yo hice todo lo humanamente posible para apartarlo del trago. Llegué a prohibirles a los dueños de algunos locales que le sirvieran licor. Lo regañaba. Vete para la casa, Mané, acuérdate que mañana tienes que entrenar, llevas dos días sin dormir apenas. Pero él insistía en acompañarme a todas partes. Y se quedaba hasta el final de mis shows, que terminaban a las 4 de la madrugada. Garrincha era ya un caso perdido.
No me aparté un solo instante de su lado, sobre todo después de las advertencias de los médicos. Acompañé su largo y doloroso martirio físico, las piernas dañadas para siempre, el final de su carrera. Fueron demasiadas desgracias juntas para un hombre tan vulnerable.
Después me tocó enfrentar y lidiar la etapa final de su crisis, cuando su salud se desplomó del todo. Garrincha tocó fondo, es verdad, pero nunca se convirtió en un sonámbulo, o en un fantasma, como dijeron, con mala fe, los periodistas.
Lo terrible, lo que jamás olvidaré, aunque ya lo haya perdonado, es que nos dejaron solos en el momento más difícil. No hubo un solo brasileño, de los que lo llamaban “La alegría del pueblo” que se apareciera con algo en la mano o en el corazón. No tuve nadie a quien acudir, porque todo el mundo se desentendió del drama de Garrincha. A la gente le resultaba más fácil echarme la culpa a mí, la cantante de cabaré. La puta devoramachos.
Durante muchos años, el rencor por lo que nos hicieron no me dejaba vivir. Lo tenía atravesado en la garganta. Me afectaba a veces hasta para cantar. Pero un día decidí sepultar todo ese pasado. Ahora prefiero recordar los momentos lindos vividos al lado de Garrincha, viéndolo jugar, amándolo cada mañana y cada noche y oyéndolo decir a cada rato: Mañana va a esta mejor, Criolla. Hoy perdí, mañana voy a ganar. No tenía razón, pero era tan lindo oírselo decir. Sobre todo sabiendo, como lo sabía yo, que lo decía para que lo perdonáramos.
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