Triunfo Arciniegas (Foto más o menos reciente) |
VISITAS
Solía acompañar a
papá en las visitas. Subíamos al atardecer por un camino de piedra, entre
ladridos y mujeres fisgonas que desconocían los zapatos y el peine, con algo de
mercado, hasta Los Garabatos, mientras Pamplona, toda reposada, encendía sus
luces. La casa, vieja y quejumbrosa, me aterraba porque en cualquier momento
podía caernos del techo un alacrán en el hombro. Los gallinazos desordenaban
las tejas y nunca faltaba una gotera en invierno. Los gallinazos y los gatos
apasionados. La tía Teodora repartía tazas por toda la casa. El tintineo del
agua me acosaba hasta en los sueños.
Algunas veces papá
me mandaba solo, temprano, con un remedio de urgencia, y entonces regaba las
matas, recibía una moneda y regresaba corriendo, perseguido por los perros.
Papá se llenaba los
bolsillos de piedras para espantar los perros pero no me libraba de los
alacranes. Pedíamos la bendición al cruzar la puerta. “Dios me los bendiga y
les dé la salud”, decía la abuela, y nos dibujaba en el aire unas cuantas
cruces. Aparte, la tía Teodora se quejaba con papá de los abusos de la abuela
y, al quedar sola, la abuela renegaba del malgenio de la tía. Papá las
disculpaba a ambas y les recomendaba paciencia. La tía Teodora nos ofrecía
chocolate, recogía el alacrán de turno en un frasco y lo quemaba en el patio.
–Ya
sólo me queda estirar la pata –decía la abuela.
Una vez que salí al
baño en alpargatas, a oscuras, pisé un alacrán grande y el veneno del aguijón
me hizo revolcar toda la noche. El baño era un cuarto estrecho al fondo del
solar, un hueco pestilente abierto en la tierra, y me moría del terror porque
lo confundía con la guarida de los monstruos. El dolor me derribó entre las
matas. La tía Teodora capturó al alacrán en el frasco y papá me llevó en sus
brazos a la cama de la tía. La abuela dijo que me frotaran el pie con alcohol y
tabaco masticado, pero el alivio fue poco. Papá quería llevarme al hospital y
la abuela no lo consideró necesario.
–Nadie
se muere la víspera –dijo.
La tía encerró diez
avispas vivas con el alacrán. Días después sacudió el frasco frente a mi cara y
me preguntó si quería los cadáveres. Me horrorizó su expresión de regocijo.
La abuela discutía
por cualquier cosa. “Sí, mamá”, decía papá a todo, pero la abuela, inconforme y
terca, seguía alegando. “Ya está de peluquear ese mocoso, parece una niña.”
Soplaba el chocolate y sorbía, sin moverme de la silla, mientras paraba oreja.
“Sí, mamá.” ¿Con qué candela preparaban ese chocolate? “Esos calzones ya le
quedan como para pasar el río.” Me quemaba la lengua y los ojos se me llenaban
de lágrimas. “Miguel crece todos los días, mamá.” La abuela no podía levantarse
y la cama le había despellejado la espalda. Un trapo apretaba su cabeza. Sus
cabellos blancos se asomaban como dedos de fantasma.
–El
sinvergüenza del Teodoro no manda ni para un remedio.
Se refería a mi abuelo
Teodoro Buenaventura, quien, según las malas lenguas, vivía en Venezuela con
una negra y media docena de hijos. El mismo Teodoro que alguna vez atormentó a
la señorita Luisa Carlina Ibáñez.
Más treinta años
después la abuela todavía renegaba.
Oíamos hablar del
sinvergüenza hasta que nos levantábamos para despedirnos.
La abuela nos
bendecía de nuevo.
Ahora que estaba
muerta, papá prefería visitarla solo.
La sirena de agua dulce
Norma, Bogotá, 2001, pp. 69 - 72
Norma, Bogotá, 2001, pp. 69 - 72
Nota
"Visitas" es el capítulo 20 de La sirena agua dulce (Norma, 2001) y será el capítulo 22 en la edición que SM publicará en agosto de 2016.
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