William Makepeace Thackeray |
William Makepeace Thackeray:
150 años muerto
4 de mayo de 2013
El bicentenario del nacimiento de Dickens dio el año pasado para lo que seguro que no darán en 2013 los 150 años de la muerte de Thackeray. Nacieron casi a la vez, ambos en el seno del Imperio Británico. Dickens, el siete de febrero de 1812, en Portsmouth, Inglaterra. Thackeray, el 18 de julio de 1811, en Alipur, India. Y ambos retrataron la misma época, la de la reina Victoria: rígida, industrializada, volcánica, revuelta, darwiniana, beatona, científica, severa, hegemónica, atomizada, estricta… Y hasta estajanovista, si Alekséi Stajánov hubiera nacido un siglo antes. Pero en un mismo escenario, eligieron dos palcos para observar la función muy distintos: aristocrático, uno; crudo, el otro. Realistas los dos, desde luego. La ironía fue el tono escogido por Thackeray, distinguido y selectivo más que selecto; y el dramatismo traspasa todo Dickens, curtido en la miseria de una Inglaterra inmisericorde con sus clases bajas.
Ambos alcanzaron dimensiones hercúleas dentro de la novela en lengua inglesa durante una época prolija en gigantes literarios en toda Europa. Considerados rivales a pesar de la realidad —ellos nunca se vieron así, pero el público requiere leyendas o invenciones para paladear emociones fuertes—, la historia de la literatura eligió a Dickens sin asomo de duda o sombra, probablemente porque no lo haya. Dickens es un narrador enorme, complejo, combativo, implicado, prolífico, fraguado en la experiencia de una adversidad que no resta altruismo a su mirada. De Thackeray, Charlotte Brontë aseguró: “Ningún autor ha sabido distinguir tan magistralmente como él entre la escoria y el mineral, entre lo real y lo falso”. Pero cumplidos aparte de personas ilustradas y mentes ágiles como la de la escritora coetánea, lo cierto es que el hombre que publicó por entregas su obra maestra no envejeció tan bien entre el gran público como lo ha hecho el autor de Oliver Twist. Y quizá con razón, pero merece su lugar en el Parnaso, que no debería ser pequeño.
Thackeray gozó de éxito en vida, pero su obra se ha diluido en el tiempo como sucedería en un cubo de agua hasta con el mejor güisqui. Y es una pena. Vale recordar que pocos escritores desnudaron las apariencias tan descarnada y sagazmente como Thackeray. Si Dickens fue testigo lúcido y denunciante impetuoso de la injusticia social, Thackeray se erigió juez impasible y mordaz narrador. Contar las miserias humanas de una época desde dos puntos de vista muy distintos no tiene, probablemente, otra explicación que el simple y casual hecho de que la fortuna los trató distinto desde la cuna: el determinismo de las circunstancias personales, a pesar de los anti-Zola, anti-Darwin, anti-Marx, está ahí, sigue ahí, permanecerá ahí, para condicionar siempre. Aunque no sentencie. Por eso Dickens, que sufrió los sinsabores de una infancia paupérrima, narra con crudeza, pero con ternura, con desgarro, pero con empatía y, desde luego, con una dosis insoslayable de estómago. Mientras que Thackeray, acomodado desde su nacimiento y la mayor parte de su vida, escribe desde un inteligencia perspicaz que penetra hasta la última topera del zoo social, pero con la distancia que otorga disponer de cierta fortuna y vivir confortablemente dentro de los dominios de la razón y las buenas maneras imperantes. Y no por eso su obra literaria ha de tener menos valor, aunque esa circunstancia, entre otras, quizá sí que contribuyera a que arraigara menos en el imaginario popular hasta hoy. Pero si Dickens fue el narrador magistral de la masa inglesa, Thackeray fue el cirujano preciso de su clase acomodada, diseccionada sin igual en su obra más renombrada.
La feria de las vanidades
Conocemos de Thackeray La feria de las vanidades, a la que seguramente un titán contemporáneo y todavía vivo como Tom Wolfe tuvo más que en cuenta para escribir su particular hoguera, y a la que una revista icónica como Vanity Fair rinde más que tributo.
Corrosiva y vitriólica, esta novela rompe una lanza por la mujer presentando a dos protagonistas femeninas. No obstante, las elige tan antiheroicas, que resultan tan antipáticas como hueras. Nadie debe llamarse a engaño, sin embargo, porque el autor ya avisa: esta es «una novela sin héroe», hombre o mujer, y su objetivo es pintar, casi a la manera de El Bosco, el circo de la vanidad humana, que no entiende de sexos, roles ni géneros.
Eso sí, las consideraciones generales sobre la mujer son de agarrarse los machos:
Hay pocas cosas más conmovedoras que ese tímido menosprecio de sí mismas que a veces manifiestan las mujeres, cuando reconocen que son ellas las culpables y no el hombre, o cuando cargan con todas las culpas, buscando en cierto modo una especie de castigo por los pecados que creen haber cometido. A veces, los que más maltratan a las mujeres suelen ser los que más cariño reciben de ellas, que han nacido tímidas y tiranas, y que, por eso, a su vez maltratan a quienes se les muestran más humildes.
Esta es una de esas perlas con las que nos obsequia.
Hay más.
Por las noches, cuando estaba sola, le asaltaban furtivos e intensos éxtasis amorosos [hasta aquí, nada que objetar porque describe un sujeto concreto que bien puede ser así, pero se embala con el género al completo], de esos que la maravillosa previsión divina ha otorgado a la mujer y que son goces mucho más elevados que los de la razón o, para decirlo de otro modo, como magníficas y ciegas abnegaciones sólo conocidas por el corazón femenino.
El amor parece una cosa inherente a la naturaleza y al instinto de ciertas mujeres. Algunas nacen para intrigar y otras para amar. Si algún respetable solterón lee estas líneas, que elija de los dos tipos de mujer al que más le agrade.
Como cada uno de los miembros de este sexo encantador es rival de todos los demás, la timidez pasa por estupidez en sus caritativas opiniones, la gentileza por falta de ingenio y el silencio jamás encuentra perdón en manos de la inquisición femenina. El silencio, que no es más que un tímido rechazo de la desagradable afirmación que hacen de sí mismos los hombres o las mujeres dominadores, es también una tácita protesta.
Es el retrato de una época, qué duda cabe, y como tal es asumible que la mujer esté descrita como era considerada, pero huele a chamusquina que Mr. Thackeray tuviera consideraciones tan palmarias sobre ellas, más propias del gregarismo de opinión imperante que de un francotirador de la lucidez, aunque sea capaz de llevar a la mujer al primer plano, adelantándola del que realmente ocupaba: el secundario.
Escoge a dos y las hace protagonistas, pero deja bien claro que no le gusta ninguna de ellas. A una la pinta como una angelical aburridísima, y a la otra, endiabladamente astuta. Pero deja bien claro que son igualmente antiépicas porque una está repleta de defectos y la otra vacía de cualquier cosa. Y es que a Thackeray, sin haber sido tildado de misógino como lo fuera después Baroja —por citar un ejemplo más cercano en el panorama patrio, que probablemente lo mereciera mucho menos que otros—, no parece tener buena opinión de las mujeres como grupo ni como individuos concretos. ¿Misoginia? Bueno, también hace gala de una lamentable opinión sobre la mayoría de los ejemplares del sexo masculino, así que lo suyo es más una misantropía espolvoreada por todo el género humano.
«Es lo que los sentimentalistas, siempre a la caza de grandes vocablos, llaman ‘anhelo del ideal’, aunque en el fondo no significa otra cosa sino que las mujeres, por lo general, no se sienten satisfechas hasta que no tienen esposo e hijos en los que centrar sus afecto», describe el narrador una vez más, pero aguijoneando también al hombre, en un tal para cual similar al grabado de Goya que llevó título homónimo. Y si no, veamos:
Ya hemos dicho que, en el fondo, Joseph Sedley era tan vanidoso como una mocita. Pero, en este sentido, es preciso reconocer que las mocitas solo tienen que volver la oración por pasiva y, cuando hablen de alguien de su propio sexo, decir: «Es tan vanidosa como un mocito». La ecuación es exacta. Los barbados son tan aficionados al elogio, tan envanecidos y tan seguros de su poder de atracción como cualquier coqueta del gran mundo.
Así que Thackeray tiene para todos y reparte por igual, porque ése es su objetivo: recordar, como hace el Antiguo Testamento en el Eclesiastés, que todo es vanidad de vanidades. Porque para él esa es la esencia de la condición humana.
«Recuérdese que este retrato lleva por título La feria de las vanidades y que una feria de vanidades es un lugar más bien estúpido y vanidoso, donde es lógico que abunden toda clase de embrollos, falsedades y simulaciones, y que salgan a relucir una buena cantidad de cosas desagradables», reitera el autor en el octavo capítulo, como si deseara que ningún lector perdiera de vista que el fresco del mundo es histriónico aunque resulte artístico.
Thackeray huye de la admonición dramática, de mesianismos salvíficos como antídoto contra lo corrupto de la especie humana —que convierte en algo más bien prosaico, casi chusco—, de naturalezas caídas vertebradas en torno a Dios y el pecado, al estilo de Tolstoi o Dostoyevski. Tampoco apuesta por retos personales de héroes solitarios, que desafían al mundo o al determinismo de su destino o de sus circunstancias. Y mucho menos recala en mujeres más activas e inquietas como la Dorothea Brooke de esa Mary Anne Evans que se firmó Middlemarch con nombre de hombre —George Eliot—, o como la Shirley de la novela homónima de Charlotte Brontë, por no mencionar las cuatro décadas que faltaban para que alguien —un hombre— como Thomas Hardy creara una mujer de carne de papel como Tess.
La tragedia del desafío a las normas parece demasiado ampulosa, queda muy grande a la insignificancia del ser humano, dice Thackeray implícitamente en su discurso narrativo, trufado de comicidad satírica que da al hombre su propia medida: banal. Aunque anhele agigantarla presuntuosamente.
A Thackeray lo que le gusta cincelar es la opereta coral del mundo, en la que nadie —ni hombres ni mujeres— puede escapar a su papel y en la que a nadie tampoco le interesa demasiado hacerlo. No hay tragedia alguna ni apenas drama, sino una comicidad irónica con perfume a cinismo, más que a tristeza, que pincela frescos completos y repletos de personajes.
«Esta es la feria de las vanidades, aquí no reinan ni la moralidad ni la alegría, a pesar del ajetreo y del ruido», advierte ya desde el comienzo el autor, que contará su historia como si fuera un exiliado del trajín y la falsedad que supone vivir en sociedad. Por si no nos hubiéramos dado por enterados, insistirá constantemente en ello: «Ah, ¡la feria de las vanidades!Aquí tenemos a un hombre que apenas si sabía escribir y hablar su idioma, y que tampoco se preocupaba mucho de leer correctamente; a un hombre que tenía las astucias y las costumbres propias de un patán; a un hombre cuya finalidad en la vida parecía ser la de andar siempre en pleitos y embrollos; a un hombre que no saboreaba, que se emocionaba por nada, que no gozaba sino con lo más sórdido y decadente. Y sin embargo, este era un hombre de abolengo, que ocupaba cargos honoríficos, que tenía poder y que figuraba entre los dignatarios terratenientes y entre las columnas que sostenían en el Estado. Era, en definitiva, un alto mandatario que se paseaba en coche de oro. Grandes ministros y estadistas buscaban su influencia, y en la feria de las vanidades ocupaba un lugar más elevado que la mayoría de los hombres de genio brillante y de virtudes intachables». Porque haberlos, los hay, aunque no protagonicen la historia del mundo que es feria de vanidades, según Thackeray, que cerrará el círculo en el último párrafo de la última página: «¡Ah, vanitas vanitatum! Decidme, amigos lectores, ¿quién de nosotros es feliz en este mundo? ¿Quién de nosotros logra ver cumplidos sus deseos? Y aún cuando los vea cumplidos, ¿quién es el que se siente satisfecho?».
Ahí queda la huella de un hombre barroco en un mundo supuestamente clásico, que escribió para lo que tantos: para hacer ver los postizos del género humano a través del arma más poderosa contra la hipocresía —y casi la única que puede medirse con la obstinación de esa justificación que presentan todos los hipócritas del mundo y que es la vanidad—. Esa arma es la ironía.
Y es que Thackeray se llevó siempre mal con la patanería revestida de virtud con pretensiones de exquisitez, en cualquiera de sus formas. En el Libro de los esnobs, por uno de ellos, el autor arremete contra otro de sus disfraces: una supuesta superioridad en las formas de vida denominada «esnobismo». Considerada vitriólica e iconoclasta, la obra constituyó una afrenta más de Thackeray a su propia clase. Algo así como que Engels patrocinara a Marx, salvando la distancia de que la literatura suele ser menos revulsiva que la filosofía.
Y es que para los fanáticos, y sus hermanos menores, los gregarios, los modelos tienen que ser puros porque, de lo contrario, se ven obligados a pensar con matices e hilaturas y eso entorpece el sectarismo e incomoda sobremanera.
Thackeray fue un gran escritor. Murió hace 150 años. Vivió en una época vibrante repleta de mentes eléctricas. Tiene sus claros y sus sombras, pero una obra innegablemente meritoria. Feliz aniversario.
No hay comentarios:
Publicar un comentario