La luna blanca como una pluma no dejaba que el cielo se oscureciera. Toda la noche las flores del castaño se veían blancas en el verde, y oscuro era el perifollo en las praderas. El viento de los jardines de Cambridge no iba ni a Tartaria ni a Arabia, sino que andaba como adormilado por entre las nubes azul grisáceas sobre los techos de Newnham. Allí, en el jardín, si necesitaba algún lugar para deambular, lo habría hallado entre los árboles. Y como su rostro sólo podría hallar rostros de mujeres, podía descubrirlo, inexpresivo, y mirar hacia las habitaciones donde, a esa hora —rostros vacíos, monótonos, sus blancos párpados sobre los ojos cerrados y manos desnudas sobre las sábanas— dormían incontables mujeres. Pero aquí y allá todavía brillaba una luz.
Uno podía imaginarse dos luces encendidas en la habitación de Ángela, viendo cuán iluminada ella misma estaba, y su reflejo resplandeciente en el espejo cuadrado. Toda ella estaba perfectamente delineada; tal vez era su alma. Pues el espejo devolvía una imagen estática, blanca y dorada, pantuflas rojas, pelo claro con hebillas azules, y nunca una arruga o sombra que rompiera la suavidad de Ángela y su reflejo en el espejo, como si le agradara ser Ángela. El momento en sí era agradable, la imagen luminosa colgando en el corazón de la noche, el santuario rompiendo con la negrura nocturna. Era de veras extraño tener esa prueba visible de la exactitud de las cosas; ese lirio perfecto flotando en la laguna del Tiempo, sin miedo, como si esto fuera suficiente, ese reflejo. Tal pensamiento reveló al volverse, y el espejo ya no reflejaba nada excepto el marco de la cama, y ella, corriendo de un lado al otro, pataleando y revoloteando, se convirtió en una mujer en su casa. Y cambió otra vez; los labios apretados sobre un libro negro, marcaba con el dedo lo que, seguramente, no podía ser una verdadera comprensión de la ciencia económica. Sólo Ángela Williams estaba en Newnham para poder ganarse la vida el día de mañana, y no podía olvidar, aún en los momentos de apasionada adoración, los cheques que su padre le enviaba desde Swansea; a su madre en el lavadero: vestidos rosas secándose en la soga, señal de que el lirio ya no flota en la laguna, sino que tiene su nombre escrito en una tarjeta como cualquier otro.
A. Williams, se podía leer a la luz de la luna; y a su lado una tal Mary o Eleanor, Mildred, Sarah, Phoebe, sobre tarjetas cuadradas clavadas en la puerta. Nombres, nada más que nombres. La fría luz blanca los arruinaba y encogía hasta que parecía que el único propósito de todos ellos era que obedecieran automáticamente a un llamado para apagar un incendio, reprimir una insurrección o sentarse a dar un examen. Tal es el poder de los nombres escritos en una tarjeta y clavados en una puerta. Tal era el parecido, por las baldosas, los pasillos y las puertas de las habitaciones, con una lechería o un convento, un lugar de reclusión y disciplina, donde los tarros de leche se mantienen puros y frescos y la ropa perfectamente limpia. En ese momento se escuchó una risa suave detrás de la puerta. Un reloj con sonido afectado marcó la hora, la una, las dos. Si es que el reloj estaba dando una orden, ésta no sería acatada. Incendio, insurrección, examen, todos enterrados por la risa, o apenas ocultos bajo la superficie, pues el sonido parecía borbotear desde las profundidades y barrer con delicadeza las horas, las reglas, la disciplina. Las cartas desparramadas sobre la cama. Sally en el suelo. Helena en la silla. Bertha calentándose en la chimenea. A. Williams entró bostezando.
—Porque es completamente inaceptable y condenable —dijo Helena.
—Condenable —repitió Bertha y bostezó.
—No estamos castradas.
—La vi escabullirse por la puerta trasera con ese viejo sombrero. No quieren que sepamos.
—¿Ellos? —dijo Ángela.
—Ella.
Después las risas.
Se repartieron las cartas, con las caras rojas y amarillas sobre la mesa, y las manos se abalanzaron sobre ellas. La buena de Bertha, inclinada, con la cabeza sobre la silla, suspiró largamente. Pues prefería dormir, pero ya que la noche es libre, un pastizal ilimitado, una hoja en blanco, había que abrirse camino en esa oscuridad. Había que llenarla de joyas. Compartían las noches en secreto, y transitaban el día en rebaño. Las persianas estaban abiertas, había niebla afuera. Sentada en el suelo junto a la ventana (mientras las otras jugaban), el cuerpo y la mente, juntos, parecían volar por los aires, escabullirse entre los arbustos. ¡Oh, pero ella quería estirarse en la cama y dormir! Creía que nadie sentía ese deseo de dormir; sentía, con sacudones repentinos y cabeceando de vez en cuando, que todos estaban completamente despiertos. Cuando reían todas juntas un pájaro gorjeaba en su sueño en el jardín, como si la risa…
Sí, como si la risa (dormitaba ahora) flotara en el aire como la niebla y se adhiriera a las plantas y los arbustos con hilos elásticos, de manera que el jardín se viera vaporoso y nublado. Y después, el viento haría mover los arbustos y el vapor blanco saldría volando por el mundo.
El vapor salía de todas las habitaciones donde dormían las mujeres, se adhería a los arbustos como la niebla y después volaba libremente por los aires. Las ancianas dormían, y por la mañana tomarían de inmediato la varilla de mando. Ahora, tranquilas y descoloridas, descansaban profundamente, rodeadas, sostenidas por los cuerpos jóvenes, recostados o en grupos junto a la ventana, derramando esa risa en el jardín, esa risa irresponsable: la risa de los cuerpos y las mentes que eluden las reglas, las horas, la disciplina. Una risa fértil pero sin forma, caótica, que se escapa y corona los arbustos de rosas con hilos de vapor.
—Oh —suspiró Ángela—, en camisón, de pie junto a la ventana. Por su voz parecía apenada. Asomó la cabeza. La niebla se evaporaba como si su voz la hubiera partido por la mitad. Había estado hablando, mientras las otras jugaban, con Alice Avery, sobre el castillo de Bamborough; el color de las playas por la noche; a lo que Alice dijo que escribiría y pondría una fecha, en agosto; y agachándose la besó, o al menos le rozó la cabeza con la mano, y Ángela, totalmente incapaz de estarse quieta, como poseída por un mar embravecido en el corazón, daba vueltas por la habitación (testigo de esta escena), extendiendo los brazos para apaciguar tanta emoción, tanto asombro ante la increíble inclinación del árbol milagroso con la fruta dorada en la cima. ¿No había caído en sus brazos? Lo dejó brillando, estrechándolo en su pecho; algo no dispuesto para que se lo toque, se piense o se hable de él; sólo se lo podía dejar allí brillando. Y después, Ángela, de apellido Williams, se puso las medias, las pantuflas, dobló la enagua y cayó en la cuenta —¿cómo decirlo?— de que después del revuelo de miles de años oscuros había luz al final del túnel; había vida en el mundo. A sus pies había bondad, había amor. Tal fue su descubrimiento.
Pero entonces, ¿cómo puede uno sorprenderse si, tumbada en la cama, no puede mantener los ojos cerrados? —algo irresistible hacía que los abriera— ¿si en la tenue oscuridad, la silla y la cómoda parecen majestuosas y el espejo tan precioso con ese ligero tinte de amanecer? Con el pulgar en la boca como un niño (cumplió diecinueve en noviembre), yace en este buen mundo, en este nuevo mundo, este mundo al final del túnel, hasta que el deseo de verlo o anticiparse la impulsó a quitarse la sábana de encima y caminar hasta la ventana; y allí, contemplar el jardín donde estaba la niebla, todas las ventanas abiertas, un azul furioso, un murmullo a la distancia, el mundo desde luego, y la mañana que se acercaba.
—Oh —exclamó como con pesar.
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