martes, 29 de agosto de 2023

Virginia Woolf / Una novela no escrita

 


Virginia Woolf 
UNA NOVELA NO ESCRITA


    Semejante expresión de tristeza bastaba por sí sola para hacer que los ojos se deslizaran del borde del periódico hacia el rostro de la pobre mujer, insignificante sin esa mirada, casi un símbolo del destino de la humanidad con ella. La vida es lo que se ve en los ojos de las personas; la vida es lo que se aprende, y una vez aprendido, nunca, aunque se intente ocultarlo, se olvidará… ¿Qué cosa? Que la vida es así, al parecer. Cinco rostros enfrentados, cinco rostros adultos, y lo que cada uno sabe. ¡Pero qué extraño cómo intentan ocultarlo! En todos ellos hay dibujada una expresión de reticencia: los labios apretados, los ojos entrecerrados; cada uno de los cinco hace algo para esconder o reprimir eso que saben. Uno fuma; otro lee; el tercero consulta la agenda; el cuarto observa el mapa de trenes colgado en frente; y el quinto… Lo terrible del quinto es que no hace nada en absoluto. Contempla la vida. ¡Oh, pero mi pobre y desdichada mujer, únete al juego, por el amor de Dios, intenta ocultarlo!


    Como si me hubiera escuchado, levantó la vista, se acomodó en el asiento y suspiró. Parecía disculparse y, al mismo tiempo decirme: «¡Si tan sólo supieras!». Y siguió contemplando la vida. «Pero sí lo sé», respondí en silencio, ojeando el Times para disimular. «Lo sé todo. La paz entre Alemania y los Aliados fue firmada oficialmente ayer en París… Signor Nitti, el Primer Ministro italiano… Un tren de pasajeros chocó con uno de carga en Doncaster… Todos lo sabemos, el Times lo sabe, pero fingimos que no». Mis ojos se escurrieron otra vez hasta el borde del periódico. La mujer se estremeció; llevó el brazo en forma muy extraña hacia el medio de la espalda y sacudió la cabeza. Otra vez me sumergí en mi gran manantial de vida. «Toma lo que sea», continué, «nacimientos, muertes, matrimonios, comunicados reales, la vida de los pájaros, Leonardo da Vinci, el asesinato de Sandhilsl, los salarios altos y el costo de vida, lo que sea», repetí. «Todo está en el Times». Otra vez con ese infinito desgano, comenzó a mover la cabeza de lado a lado hasta que, como una tapa cansada de enroscarse, se detuvo sobre el cuello.

    El Times no ofrece ninguna protección contra una tristeza como la de ella. Pero los otros impedían el acercamiento. Lo mejor que se podía hacer en contra de la vida era doblar el periódico formando un cuadrado perfecto, grueso, impermeable incluso a la vida. Hecho esto, levanté la vista de golpe, armada con un escudo de mi propio ser. Ella lo atravesó y me miró a los ojos como buscando algún sedimento de coraje en lo profundo de ellos y humedecerlo hasta convertirlo en barro. El mismo movimiento brusco de su brazo negó toda esperanza, descartó cualquier ilusión.
    Pasamos Surrey y cruzamos la frontera en dirección a Sussex. Pero con los ojos concentrados en la vida no vi que los otros pasajeros se habían bajado, uno a uno, hasta que, salvo por el hombre que leía, nos habíamos quedado solas. Habíamos llegado a la estación Three Bridges. El tren aminoró la marcha hasta detenerse completamente. ¿Se iría? Deseaba tanto lo uno como lo otro. Al final rogué que se quedara. En ese momento se puso de pie, abolló el periódico con desdén —como a algo que ha perdido toda utilidad—, abrió la puerta de golpe y nos dejó solas.
    La triste mujer, inclinándose hacia adelante, pálida y descolorida, comenzó a hablarme. Habló de estaciones y vacaciones, de hermanos en Eastbourne, y el momento del año que era, no recuerdo ahora si era principios o fines. Pero al final, mirando por la ventana y contemplando —yo lo sabía— tan sólo la vida, suspiró. «Vivir lejos, ese es el problema». Oh, la catástrofe era inminente. «Mi cuñada…». La acidez de su voz era como limón sobre acero frío, y dirigiéndose —no a mí sino a sí misma— murmuró: «Tonterías, diría ella, es lo único que dicen todos». Y mientras hablaba se movía con nerviosismo, como si la piel de su espalda se sintiera como la de una gallina desplumada en una pollería.
    «¡Oh, esa vaca!», dijo con desazón, como si la gran vaca de madera en la pradera la hubiera sorprendido, evitándole así cometer una indiscreción. Se estremeció, y luego hizo ese torpe movimiento angular que ya le había visto antes, como si, después del espasmo, algún punto entre los hombros le quemara o picara. Luego, su rostro recuperó la expresión más infeliz del mundo, y otra vez se lo reproché, aunque no con la misma convicción, pues si había una razón, y si yo sabía la razón, el estigma sería eliminado. «Cuñadas…», dije.
    Frunció los labios como si fuera a escupir veneno al mundo; y así permaneció. Todo lo que hizo fue quitarse el guante y rascar con avidez una mancha en el cristal de la ventanilla. Frotó como si quisiera quitar algo para siempre, una suciedad, una imborrable impureza. Pero la mancha no desapareció a pesar del esfuerzo, y otra vez se hundió en el asiento, con el estremecimiento y el movimiento en el brazo que ya me había acostumbrado a esperar. Algo me impulsó a quitarme el guante y rascar mi lado de la ventanilla. Allí también había una pequeña mancha. Tampoco desapareció al frotarla. Un escalofrío me hizo estremecer y llevé el brazo al medio de la espalda. Mi piel también se sentía como la húmeda carne desplumada del pollo. Un punto entre los hombros me picaba y parecía irritado; me sentí avergonzada, enrojecida. ¿Lo alcanzaría? Lo intenté de golpe. Ella me vio. En su rostro se dibujó una sonrisa de infinita ironía, infinita tristeza, que enseguida se esfumó. Pero se había comunicado, había compartido su secreto y, pasado el hechizo, no volvería a hablar. Apoyándome en el respaldo del asiento, protegiendo mis ojos de los suyos, viendo tan sólo las laderas y los valles grises y púrpuras del paisaje de invierno, comprendí su mensaje, descifré su secreto, lo leí en su mirada.
    Hilda es la cuñada. ¿Hilda? Hilda Marsh, Hilda la exuberante, la de los grandes senos, la matrona. Hilda aguarda con una moneda en la mano junto a la puerta mientras el chofer se detiene. «Pobre Minnie, más pobre que nunca, con esa misma vieja capa del año pasado. Bueno, con dos niños no puedes hacer mucho más en estos tiempos. No, Minnie, lo tengo. Aquí tiene, señor. Entra Minnie. ¡Oh, podría cargarte a ti, imagina a tu maleta!». Entran en el comedor. «Niños, la tía Minnie».
    Lentamente los cuchillos y tenedores empiezan a hundirse. Bajan (Bob y Bárbara), extienden los brazos con formalidad; regresan a sus sillas, miran entre un bocado y otro. [Pero esto lo obviaremos; los adornos, las cortinas, la vajilla de porcelana, los rectángulos de queso amarillo, los bizcochos cuadrados, lo obviaremos, pero ¡espera! A mitad del almuerzo vuelve a estremecerse; Bob la mira con la cuchara en la boca. «Termina tu pudín, Bob». Pero Hilda se opone. «¿Por qué se estremece de esa forma?». Haremos como si nada, como si nada, hasta que lleguemos al piso de arriba; las escaleras con barandilla de metal; linóleo gastado; ¡oh sí! La pequeña habitación con vista a los techos de Eastbourne, techos zigzagueantes como el cuerpo de una oruga, para un lado y para el otro, con rayas rojas y amarillas, con empizarrados negros azulados]. Ahora, Minnie, la puerta está cerrada; Hilda baja con pasos firmes; desabrochas las correas de la maleta; sobre la cama, un viejo camisón negro; lado a lado, las pantuflas forradas. El espejo, no, no puedes evitar el espejo. Ordenas cuidadosamente las hebillas para los sombreros. ¿Tendrá algo adentro la cajita de carey? La sacudes; el pendiente de perlas, igual que el año anterior, es todo lo que hay. Y después sollozas, suspiras y te sientas junto a la ventana. Las tres en punto de una tarde de diciembre; afuera llovizna; una luz en la claraboya de la mercería; otra en la habitación de la criada que se apaga enseguida. Ya no tiene nada qué mirar. Un momento de negrura, y después, ¿en qué piensas? (Déjame espiarla; duerme o finge hacerlo. ¿Qué pensará sentada junto a la ventana a las tres de la tarde? ¿Salud, dinero, cuentas, su Dios?). Sí, sentada bien al borde de la silla, mirando los techos de Eastbourne, Minnie Marsh les reza a los Dioses. Muy bien; y hasta podría frotar el vidrio también, para ver mejor a su Dios; ¿pero qué Dios está viendo? ¿Quién es el Dios de Minnie Marsh, el Dios de los callejones de Eastbourne, el Dios de las tres de la tarde? Yo también miro los techos, miro el cielo, pero ¡mi querida! ¡Ver Dioses! Más parecido al Presidente Kruger que al Príncipe Alberto… Es lo mejor que puedo hacer. Y lo veo en un trono, de levita negra, no demasiado alto. Puedo darle una nube o dos para que se siente; y su mano, atravesando las nubes, sostiene una vara, ¿un garrote? Negro, grueso, lleno de espinas; ¡el Dios de Minnie es un viejo matón! ¿Él envió la picazón, la mancha, el espasmo? ¿Es por eso que reza? Lo que frota en la ventana es la mancha del pecado. ¡Oh, ha cometido un delito!
    Puedo elegir entre varios delitos. Las palomas revolotean y vuelan; en verano aparecen las campanillas, y con la primavera, las rosas. Una separación, ¿cierto? ¿Hace veinte años? ¿Una promesa rota? ¡No fue Minnie quien la rompió! Ella fue fiel. ¡Cómo cuidó a su madre! Gastó todos sus ahorros en la lápida, las coronas bajo los cristales, los narcisos en los jarrones… Pero me estoy desviando del punto. Un delito… Ellos dirán que se guardó la tristeza, que ocultó el secreto, su sexo, dirán, los hombres de ciencia. Pero qué tontería cargarla con eso. Caminando por las calles de Croydon hace veinte años, las cintas púrpura en la vidriera de la mercería brillando bajo la luz blanca llamaron su atención. Se detuvo un momento. Eran pasadas las seis. Si se apuraba todavía podía llegar a casa. Empujó la puerta giratoria. Era temporada de descuentos. Los mostradores atestados de cintas. Espera, toma una, toca aquella con las rosas; no es necesario escoger, no es necesario comprar. Cada bandeja tiene sus sorpresas. «No cerramos hasta las siete». Y se hacen las siete. Corre, se da prisa, llega a casa, pero es demasiado tarde. Los vecinos, el doctor, su hermano bebé, la pava con agua caliente, el hospital, la muerte. ¿La sorpresa? ¿La culpa? Pero los detalles no tienen importancia. Es lo que ella lleva consigo; la mancha, el delito, eso que debe enmendar, siempre sobre los hombros. «Sí», parece asentir, «es por lo que hice».
    Lo que sea que hayas hecho, si lo hiciste, no me interesa; no es lo que quiero. Las cintas púrpura serpentean en la vidriera de la mercería, eso servirá. Algo fácil, trillado. Pues uno puede elegir entre varios delitos, pero tantos delitos (déjame espiarla otra vez, sigue durmiendo, o finge hacerlo; blanca, cansada, la boca cerrada, algo de obstinación, más de lo que se podría llegar a pensar, no hay rastro de sexo) no son tu delito; tu delito fue ínfimo. Sólo el castigo fue solemne, pues ahora se abren las puertas de la iglesia; los duros bancos de madera la reciben; se arrodilla en las baldosas marrones; todos los días, en invierno, en verano, al anochecer, al amanecer (allí está, rezando). Todos los pecados caen, caen para siempre. La mancha los recibe. Está levantada, es roja, arde. Y después el estremecimiento. Los niños señalan. «Bob viene a almorzar». Pero las señoras mayores son las peores.
    Pero ya no puedes seguir aquí rezando. Kruger se ha hundido bajo las nubes, como barrido por una pincelada gris, y el pintor añade un poco de negro. Hasta el garrote ha desaparecido. ¡Siempre sucede eso! Justo cuando lo ves, lo sientes, alguien interrumpe. Es Hilda ahora.
    ¡Cómo la detestas! Pone llave hasta a la puerta del baño por la noche, aunque todo lo que quieres es un poco de agua fría; a menudo, si no has pasado una buena noche, un baño ayuda. Y John en el desayuno, y los niños. Y las comidas son la peor parte; suelen venir amigos de visita. Los helechos no los ocultan del todo, ellos lo saben también. Así que sales a caminar por la rambla, donde las olas son grises y los papeles vuelan; y los toldos de cristal son verdes y corre bastante viento; las sillas cuestan dos peniques, demasiado, pues debe haber predicadores en la playa. Allí hay un negro; allá un hombre extraño; aquí un hombre con periquitos, ¡pobres criaturas! ¿No hay nadie aquí pensando en Dios? Justo allí, sobre el muelle, con su caña. Pero no, no hay nada más que gris en el cielo, o si es azul, las nubes blancas lo cubren. Y la música, es música militar; ¿y por qué pescan? ¿De veras pescan algo? ¡Cómo miran los niños! Bueno, volvamos a casa; «¡volvamos a casa!». Las palabras tienen sentido; seguramente lo dijo el anciano de bigotes. No, no, en verdad no habló; pero todo tiene sentido: letreros sobre las puertas, nombres en las vidrieras, fruta en la canasta, cabezas de mujeres en la peluquería. Todos dicen «¡Minnie Marsh!». Otro espasmo. «Los huevos son más baratos». ¡Es lo que siempre sucede! Iba delante de ella en la cascada, directo hacia lalocura, hasta que como un rebaño de ovejas en un sueño, Minnie pega la vuelta y se me escapa de las manos. Los huevos son más baratos. Amarrados a la orilla del mundo, ningún delito, tristeza, rapsodia o locura para la pobre Minnie Marsh. Nunca llega tarde a almorzar; nunca la sorprende una tormenta sin el impermeable; nunca desconoce el precio de los huevos. Así que llega a la casa y sacude las botas.
    ¿Te he entendido bien? Pero el rostro humano, el rostro humano sobre el papel repleto de tinta tiene más, retiene más. Ahora abre los ojos, mira; y en el ojo humano hay —¿cómo decirlo?— una rotura, una división, de manera que cuando coges el tallo, la mariposa sale volando; la mariposa que se posa por la noche sobre la flor amarilla. Muévete, levanta tu mano, vete. No levantaré la mano. Quédate quieta entonces, vida, alma, espíritu, lo que seas de Minnie Marsh. Yo también, sobre mi flor, el halcón sobre la colina, solo, ¿o cuál es el valor de la vida? Levantarse, inmóvil por la noche, al mediodía, sobre la colina. El temblor de una mano. ¡Se va! Y se vuelve a posar. Solo, sin que nadie lo vea, viendo todo tan calmo, tan hermoso allí abajo. Nadie mira, a nadie le importa. La mirada de los otros, nuestras prisiones; sus pensamientos, nuestras jaulas. Aire arriba y aire abajo. Y la luna y la inmortalidad… Oh, pero me dejo caer al césped. Tú también te dejas caer, tú en el rincón, ¿cómo es tu nombre?… Mujer… Minnie Marsh; ¿así te llamas? Allí está, se aferra a su capullo; abre la cartera y saca una cáscara vacía, un huevo, ¿quién decía que los huevos estaban baratos? ¿Tú o yo? Oh, tú lo dijiste en el camino de vuelta a casa, ¿recuerdas cuando el anciano abrió de repente su paraguas? ¿O fue que estornudó? Como sea, Kruger fue, y tú volviste a casa y sacudiste las botas. Sí. Y ahora colocas sobre tus rodillas un pañuelo sobre el que apoyas pequeños trozos de cáscaras de huevo, trozos de un mapa, un rompecabezas. ¡Cómo desearía unirlos todos! Si tan sólo te sentaras y te quedaras quieta. Ha movido las rodillas, el mapa ha vuelto a romperse. Por las laderas de los Andes las piedras de mármol blanco bajan rodando a toda velocidad y aplastan a una tropa completa de arrieros españoles. El botín de Drake, oro y plata. Pero regresando…
    ¿A qué, a dónde? Abrió la puerta y dejó el paraguas en el paragüero, ni qué decirlo; también el aroma a carne desde el piso de abajo; punto, punto, punto. Pero lo que no puedo eliminar de ese modo, lo que debo enfrentar y dispersar, con la cabeza baja y los ojos cerrados, con el coraje de un batallón y la ceguera de un toro, es a las figuras detrás de los helechos, a los viajantes comerciales. Allí los he ocultado todo este tiempo con la esperanza de que desaparezcan, o mejor aún, que emerjan, como deberían en verdad hacerlo, si la historia ha de seguir ganando riqueza y consistencia, destino y tragedia, como deberían hacerlo las historias que incluyan a dos o tres viajantes comerciales y todo un bosque de aspidistra. «Las frondosas hojas de la aspidistra ocultaban en parte al viajante comercial». Los rododendros lo ocultarían por completo, y además me darían esa combinación de rojo y blanco que tanto quiero. Pero rododendros en Eastbourne, en diciembre, en la mesa de los Marsh, no, no, no me atrevería; es todo una cuestión de migas y vinagreras, de adornos y helechos. Tal vez más tarde haya un momento junto al mar. Además, siento muchos deseos de espiar, a través del calado verde sobre el cristal tallado, a ese hombre sentado enfrente, tan sólo puedo mirar a uno. Es James Moggridge, ¿ese a quien los Marsh llaman Jimmy?
    [Minnie, debes prometer que no te estremecerás hasta que aclare las cosas]. James Moggridge vende (¿botones diríamos?); pero todavía no es momento de hablar de ello. Los grandes y los pequeños en los largos cartones, algunos que parecen ojos de loros, otros de un dorado opaco, unos de cuarzo, otros de coral. Pero dije que no era momento. Él viaja, y los jueves, el día en que le toca Eastbourne, almuerza con los Marsh. Su rostro rojo, sus ojos pequeños y tranquilos (para nada corrientes), su gran apetito (eso es seguro: no mirará a Minnie hasta que haya mojado el pan en la salsa), la servilleta colgada al cuello. Pero esto es primitivo; e independientemente del efecto que cause en el lector, no me dejaré llevar. Veamos cómo viven los Moggridge, pongámonos en marcha. Bueno, es el mismo James el que remienda el calzado de familia los domingos. Lee, Truth. Pero ¿y su pasión? Las rosas, y su esposa, una enfermera retirada, interesante, ¡pero, por todos los cielos, déjame ponerle un nombre que me agrade! Pero no; ella es una de los hijos no nacidos de la mente, ilícita, pero no menos querida, como mis rododendros. Cuántos mueren en todas las novelas que se escriben, los mejores, los más queridos, mientras Moggridge sigue vivo. Es culpa de la vida. Ahora Minnie come un huevo, enfrente de mí y al otro lado del ferrocarril, ¿ya pasamos a Lewes? Jimmy ya debe estar allí, ¿o por qué se estremece?
    Tiene que estar Moggridge; es culpa de la vida. La vida impone sus leyes; la vida entorpece el camino; la vida está detrás del helecho; la vida es el tirano; ¡oh, pero no es el matón! No, pues te aseguro que iré por las buenas. Iré atraída por sabe Dios qué impulso, a través de los helechos y las vinagreras, y la mesa sucia. Iré sin resistencia y me cobijaré en algún lugar de la carne firme, de la fuerte espina dorsal, donde pueda penetrar o hallar un punto de apoyo en la persona, en el alma, en Moggridge, el ser humano. La gran firmeza de la tela; la espina dorsal dura como barba de ballena, recta como un roble; las costillas abriéndose en ramas; la carne tensa como una lona; los orificios rojos; el corazón se contrae y regurgita; mientras tanto, desde arriba, la carne desciende en cubos marrones y la cerveza en chorros, para mezclarseen la sangre. Entonces llegamos a los ojos. Detrás de la aspidistra ven algo: negro, blanco, sombrío; ahora el plato otra vez. Detrás de la aspidistra ven a una anciana; «la hermana de Marsh, Hilda es más mi tipo»; ahora el mantel. «Marsh debe saber qué sucede con los Morrises…», habrá que sacar el tema; llega el queso; la bandeja otra vez; la ofrece, los dedos enormes; ahora la mujer sentada enfrente. «La hermana de Marsh, ningún parecido con Marsh; una anciana miserable… Deberías alimentar a las gallinas… Santo Dios, ¿por qué se estremece así? ¿Fue por lo que dije? ¡Querida, querida, querida!». Estas ancianas. ¡Querida, querida!”.
    [Sí, Minnie, sé que te has estremecido, pero espera un momento, James Moggridge].
    «¡Querida, querida, querida!». ¡Qué bello suena! Como golpear sobre madera curada, como el latido del corazón de un viejo ballenero cuando el mar está embravecido y las nubes grises cubren el cielo. «¡Querida, querida!». El sonido de las campanas para sosegar el alma de los inquietos, tranquilizarlos y consolarlos, arroparlas diciendo: «¡Buena suerte!», y después, «¿en qué puedo servirte?», pues aunque Moggridge arrancaría la rosa de su pechera y se la ofrecería, ya está, se terminó. ¿Y ahora qué? «Señora, perderá el tren», pues los trenes no esperan.
    Ese es el camino de los hombres; ese es el sonido que reverbera; esa es St. Paul y esos son los autobuses. Pero estamos quitando las migas de la mesa. Oh, Moggridge, ¿no te quedas? ¿Debes irte? ¿Andarás por Eastbourne esta tarde, en uno de esos pequeños carruajes? ¿Eres uno de los que se esconde entre cajas de cartón verde, a menudo con las persianas bajas, y se sienta de manera tan solemne, contemplando como una esfinge, y siempre hay algo de sepulcral, de fúnebre, el cajón, y el anochecer sobre el caballo y el conductor? Dime… Pero las puertas se cerraron de un portazo. Ya no nos volveremos a ver. ¡Adiós Moggridge!
    Sí, sí, ya voy. Hasta el piso más alto de la casa. Me detendré un momento. Cómo revolvemos el fango en la cabeza, qué remolino dejan estos monstruos, el agua golpeando en las rocas, la hierba sacudiéndose, y verde aquí, negro allí, golpeando la arena, hasta que de a poco los átomos se reúnen, el yacimiento se filtra, y nuevamente se ve claro y tranquilo, y viene a los labios una plegaria por los que se fueron, una exequia por las almas a las que uno saluda con la cabeza, las personas que nunca volveremos a ver.
    James Moggridge está muerto ahora, se ha ido para siempre. Bien, Minnie, «Ya no puedo soportarlo». Sí, eso fue lo que dijo. (Déjenme mirarla. Está barriendo las cáscaras de huevo hacia declives profundos). Lo dijo con mucha seguridad, apoyada contra la pared de la habitación, mientras arrancaba las motitas de la cortina color granate. Pero cuando el yo le habla al yo, ¿quién es el que habla? Lo más profundo del alma, el espíritu llevado a la catacumba central; el ser que tomó el velo y abandona el mundo, un cobarde tal vez; pero bello en cierto punto, deslizándose con su farol, arriba y abajo por el pasillo oscuro. «Ya no puedo soportarlo», dice su espíritu. «Ese hombre en el almuerzo, Hilda, los niños». Oh, santo cielo, ¡su llanto! Es el espíritu lamentando su destino, el espíritu llevado hasta aquí, hasta allí, alojándose en las alfombras encogidas —insignificantes apoyapiés— retazos encogidos de un universo en desaparición —amor, vida, fe, esposo, hijos, no se qué esplendor y pompa vistos en la niñez. «No es para mí, no es para mí».
    Pero luego, ¿los bollos, el perro viejo y sin pelo? Frazadas, me imagino, y el consuelo de las sábanas de lino. Si atropellaran a Minnie Marsh y la llevaran al hospital, enfermeras y doctores exclamarían… Están la vista y la visión —está la distancia— la mancha azul al final de la avenida, mientras que, después de todo, el té está rico, los bollos tibios, y el perro— «Benny, a su canasta, señorito, y mira lo que te ha traído tu madre». Así, con el guante roto en el pulgar, desafiando una vez más al insolente demonio de lo que se llama estar en apuros, renuevas tus fuerzas, enhebrando la lana gris, la pasas de un lado al otro.
    La pasas de un lado al otro, una y otra vez; tejes una telaraña por la que el mismo Dios —shh—, ¡no pienses en Dios! ¡Qué firmes tus puntadas! Debes estar orgullosa de tu zurcido. Que nada la perturbe. Que la luz caiga gentilmente, y las nubes muestren el lado interno de la primera hoja verde. Que el gorrión se pose en la rama y sacuda la gota de lluvia… ¿Por qué mirar hacia arriba? ¿Fue un sonido, un pensamiento? ¡Oh santo cielo! ¿Otra vez a lo que hiciste? ¿A la bandeja con las cintas color púrpura? Pero Hilda vendrá. ¡Ignominias, humillaciones! Oh, cierra la brecha.
    Después de zurcir el guante Minnie Marsh lo coloca en la cómoda. La cierra decidida. Veo su mirada en el espejo. Los labios cerrados. El mentón en alto. Se ata los cordones. Se toca la garganta. ¿De qué es tu prendedor? ¿De muérdago o de espoleta? ¿Y qué está sucediendo? A no ser que esté muy equivocada, el pulso se ha acelerado, el momento se acerca, las fibras laten con fuerza, Niágara está aquí. ¡La crisis ha llegado! ¡Que Dios te ayude! Baja las escaleras ¡Coraje, coraje! Enfréntala. Por Dios santo no te quedes parada en el felpudo. Allí está la puerta. Estoy de tu lado. Habla. Enfréntala. ¡Confunde su alma!
    «Oh, discúlpeme. Sí, esto es Eastbourne. Yo se la alcanzo. Déjeme abrirle la puerta». [Pero Minnie, aunque finjamos lo contrario, te he entendido bien… Estoy contigo ahora]
    —¿Es todo su equipaje?
    —Sí, muchas gracias.
    (Pero ¿por qué miras a tu alrededor? Hilda no está en la estación, tampoco John; y Moggridge ya está del otro lado de Eastbourne).
    —Esperaré junto a la maleta, señora, es lo más seguro. Dijo que vendría por mí… Oh, allí está, ese es mi hijo.
    Y sevan caminando juntos.
    Bueno, estoy confundida… Seguro que tú sabes bien Minnie. Un extraño… Espera. Le diré… ¡Minnie!… ¡Señorita Marsh! No sé, de todos modos. Hay algo extraño en su capa al volarse con el viento. Oh, pero no es cierto, es indecente… Mira como se inclina él al llegar a la puerta. Ella encuentra el pasaje. ¿Qué tiene de extraño? Caminan el uno al lado del otro… Bueno, mi mundo se ha acabado. ¿Qué hago aquí? ¿Qué es lo que sé? Esa no es Minnie. Nunca existió Moggridge. ¿Quién soy? La vida está tan raída como un hueso.
    Y aún mirarlos por última vez —él bajando a la acera y ella siguiéndolo, al doblar la esquina del inmenso edificio, me llena de asombro…—. Es un nuevo comienzo. ¡Extrañas figuras! Madre e hijo. ¿Quiénes son? ¿Por qué caminan por la calle? ¿Dónde pasarán la noche? ¿Y mañana? Oh, cómo gira y se eleva… Es un nuevo comienzo. Los seguiré. Hay personas yendo y viniendo. La luz blanca parpadea y se derrama. Ventanas de cristal. Claveles; crisantemos. Hiedra en los jardines oscuros. Cartones de leche en la puerta. Donde quiera que vaya, misteriosas figuras… Las veo, doblando la esquina, madres e hijos; a ustedes, a ustedes, a ustedes. Me apuro, los sigo. Éste, imagino, debe ser el mar. El paisaje es gris, opaco como las cenizas; el agua murmura y se agita. Si caigo de rodillas, si sigo el ritual, la antigua ceremonia, es a ustedes, figuras desconocidas, a quienes adoro; si extiendo los brazos, es a ustedes a quienes abrazo, a ustedes a quienes traigo hasta mí… ¡Adorable mundo!

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