«Eso no es cosa de mujeres», dijo mi padre. «Son los hombres los que viajan al punto extremo, nunca las mujeres». Pero yo me negué a escucharle. En las islas existen muchos puntos extremos, más que en tierra firme. En esta isla, mi punto extremo favorito es Punta Nati, sobre todo cuando hace mal tiempo. Siempre que la tramontana doblega los árboles, sé que tengo que salir. Me pongo ropa de lluvia y abandono la ciudad. No es una ciudad muy grande, enseguida se llega a los edificios de la zona industrial. Unos hombres trajinan con carretillas elevadoras, trasladando cajas y baúles. Cada vez que retroceden, los vehículos emiten un sonido alto, monótono y repetitivo. Es como si sufrieran y no pudieran expresar su dolor. Sigo oyendo ese sonido cuando llego al angosto camino que va hacia el norte. El viento empieza a arreciar, me obliga a inclinar la cabeza como un sirviente. Me agita los cabellos. Si quisiera mirar al viento de cara no podría, tengo los ojos bañados en lágrimas. El camino está flanqueado por muros construidos con las piedras que aquí yacen por doquier en la tierra. El resto de la isla es verde, sólo este rincón es una llanura árida. No hay árboles. Los escasos matorrales están duros y resecos, el viento doblega hacia el sur sus formas caprichosas. Los corderos que pastan entre las rocas apenas encuentran alimento. Hay que caminar dos horas, lo sé, pero nunca estoy pendiente del tiempo. «Un minuto o una hora ¿qué más da? ¿Por qué quieres saberlo?», solía preguntar mi padre. Él ya murió. Me hubiera gustado explicarle el porqué, pero nunca fui capaz. Sólo lo sé cuando estoy en este lugar, pero después no consigo verbalizarlo. Hay rocas por todas partes. Nubes de tormenta intercaladas con zonas de luz. De repente el paisaje pedregoso se ilumina con un extraño resplandor. Oro muerto. Para librarse de tanta piedra, los campesinos levantaron en su día unas construcciones circulares que carecen de utilidad. Yo fantaseo con la idea de que en ellas vive una gente diferente de nosotros, aunque sé que no es verdad. Nunca se ve ni un alma por ahí y los campos de cultivo fueron abandonados hace ya mucho tiempo, porque no crecía nada en esta tierra. Al final del camino hay un faro con un par de edificios anexos. No hay farero, los edificios están deshabitados. El gran faro giratorio se acciona a distancia y se enciende automáticamente cuando se pone el sol. Antaño naufragaban en esta zona muchas embarcaciones. Yo me sé los nombres de esas embarcaciones. Mientras camino las voy recitando, como una letanía. El acceso al terreno del faro, rodeado de muros, está prohibido, pero sé que puedo entrar. A medida que me acerco, oigo el rumor del mar, furia y júbilo. Yo vengo aquí para bailar, eso no puedo contárselo a mi padre. El viento baila conmigo, me sostiene, me tira del cuerpo, de un modo brutal e irresistible, y yo me dejo llevar procurando que no me arroje al suelo. Las rocas son muy afiladas aquí, a veces me golpeo contra ellas y me arañan. Antes siempre tenía que ocultar esas heridas. Por aquel entonces había un camino que iba del faro hasta la ensenada, donde el mar, muy al fondo, se agita con furia. El camino es hoy una pista borrosa porque ya no viene nadie por aquí. Las rocas traicioneras apenas te dejan transitar. No hay nada a que agarrarse, pero yo quiero llegar al borde, quiero adentrarme en esa furia extática. Marejada, eso es lo que es, guerra, peligro. Grandes extensiones grises que se elevan y se precipitan contra las rocas. Se alzan con una ondulación gigantesca y luego se ahuecan por dentro como si quisieran emprender el vuelo. El gris contiene toda suerte de matices, desde el gris azulado con el falso brillo del petróleo hasta el negro apagado como un sudario. La furia del mar. La espuma que azota las rocas parece detenerse un instante en vertical contra el cielo gris, hasta que se desmorona de nuevo y se retira para embestir con más ímpetu. Latigazos, gritos de titanes. Esta es la razón por la que acudo a este lugar, por los gritos. En un primer momento me siento cohibida, a pesar de que no hay nadie que pueda verme u oírme. Pero enseguida empiezo a reaccionar y respondo al mar con mis gritos. Unos gritos al principio contenidos, aún no me oigo a mí misma, y luego cada vez más fuertes. Contesto a los gritos con mis gritos, con chillidos más fuertes que los de cien gaviotas, les grito a los náufragos que perecieron en este lugar, les llamo y ellos me llaman a mí. Quisiera desaparecer en las profundidades de este mar, perderme en el vaivén de las olas, y sé que no es posible, que el baile se ha acabado, que regresaré por el largo camino, perseguida por los latigazos del viento, flagelada por haber sido de nuevo demasiado débil. Tocada por la tramontana, dice la gente de por aquí, queriendo decir que has perdido la chaveta. Pero no, no es eso, yo sé exactamente qué me pasa. Fui feliz pero ya no hay nadie a quien pueda contárselo. Debo esperar a que la tormenta y el mar me convoquen de nuevo al punto extremo. Así lo hemos acordado.
Los zorros vienen de noche
Ha obtenido, entre otros, el Premio Bordewijk y el Premio Pegasus de Literatura, así como la Medalla de Oro del Círculo de Bellas Artes de Madrid. En Francia ha sido nombrado Caballero de la Legión de Honor. En los últimos años ha recibido el Premio Europeo de Poesía (2008), el Premio de Literatura Neerlandesa (2009) y el mayor premio que se concede en la literatura de viajes, el Premio Chatwin (2010).
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