Ilustración de Alberto Vargas |
Miguel Delibes
EL CAMPEONATO
Fue su oportunidad y la perdieron, y los ingleses quedaron, de buenas a primeras, fuera de combate. El hecho era insólito y humillante. Ellos eran los maestros, y, de repente, llega un discípulo y ¡zas!, echa a rodar su historia y su experiencia, y maestría, y su técnica, y todas sus viejas glorias. Y lo que Juan decía. Mientras daba vueltas al botón para amplificar la voz de la radio:
— Los ingleses estarán que muerden.
Y la radio dijo:
— Zarra es sujetado por el portero uruguayo. El árbitro no lo ve. El balón sale fuera…
Juan aspiró una fumada y soltó una gruesa palabrota, aureolada de humo. Luego dijo:
— Los uruguayos son unos brutos. Siempre lo han sido. No sé por qué hemos de extrañarnos ahora.
Eran las siete y cuarto de la tarde y hacía calor. La atmósfera de la estancia estaba espesa y viciada. Olía a cuerpos sucios y confundidos. En un rincón había un catre y, recostada en el catre, una muchacha rubia, escuálida, pintarrajeada y aburrida. Al alcance de la mano, sobre un pequeño velador, tenía un vaso, mediado, de un líquido consistente y oscuro. A sus pies dormitaba una tripuda y perezosa gata negra.
La radio dijo:
— ¡Gol! ¡Gol! ¡El extremo derecha uruguayo ha marcado el primer gol! ¡El gol estimula a nuestros muchachos!..
Juan profirió otra palabrota y afirmó:
— Los ingleses se frotarán las manos de gusto.
La muchacha rubia y pintarrajeada se incorporó y se estiró. Al hacerlo se le marcaron bajo la piel los huesos de los brazos y los de los hombros. Acarició la nuca de Juan.
— ¿No vienes un rato? —dijo.
La radio clamó:
— ¡Gol de Basora! ¡Gol de España! ¡Basora, de cabeza acaba de conseguir el empate rematando un pase de Ganza!
Juan empalideció y encendió otro pitillo. Dijo:
— Buen jarro de agua fría para los ingleses —y sonrió imperceptiblemente.
La muchacha rubia y pintarrajeada volvió a estirarse. Luego bebió un sorbo del vaso del velador. La gata ronroneó y la muchacha le atusó el lomo suavemente.
— Este animal está para dar a luz de un momento a otro —dijo.
La radio estalló.
— ¡Gol! ¡Otro gol formidable de Basora, señores! ¡España, dos; Uruguay, uno.
Juan juró entre dientes. Se remangó la camisa. Tenía la carne de gallina. Dijo para su capote:
— Habrá que oír a los ingleses, ahora. Y esos zánganos de uruguayos, ¿qué se creían? ¿Qué éramos como Bolivia?
La muchacha rubia y pintarrajeada rascó a la gata entre las orejas y suspiró.
— ¿Te asusta a ti dar a luz, cariño? —dijo.
La voz monótona del receptor creaba en la estancia viciada un clima de somnolencia. La muchacha se tumbó en el diván y se adormeció. La despertó la voz exaltada, estentórea, del locutor.
— ¡Gol, señores! ¡Varela, desde medio campo, acaba de conseguir el segundo gol uruguayo! ¡España, dos; Uruguay, dos!
Juan encendió otro pitillo. Le temblaba la mano al hacerlo.
—Si lo siento —dijo — es por la alegría que van a tener los ingleses.
La muchacha volvió a incorporarse y apuró el contenido del vaso de un trago.
—Yo me voy, Juan. ¿Vienes?
— ¡Aguarda!
— ¿A qué?
—Un empate no es un mal resultado. Los uruguayos son gente —dijo Juan, para sí. La radio Tronó:
— ¡El árbitro señala el final del encuentro, señores! ¡España, dos; Uruguay, dos!
— Juan apagó el receptor y se puso en pie.
— Hemos empatado —dijo.
— ¿Y eso es malo?
— ¡Pché! —dijo Juan.
Bajaron juntos la escalera. En la esquina había un bar. Juan empujó a la muchacha y entraron. Un hombretón en mangas de camisa despachaba vasos de vino. En las mesas se hablaba de fútbol. Juan dijo:
— Dos blancos, Simón.
Simón era el hombrón que despachaba en mangas de camisa: Tenía los gruesos brazos sin una brizna de vello, tan pulidos como el mármol de las mesas. Y las manos ásperas, pesadas y rojas.
— ¡Qué loco está el mundo! —dijo Simón—. En todas partes no se habla más que de fútbol. ¿Y qué nos da de fútbol?
— Hemos empatado —afirmó Juan, con un leve temblor de júbilo.
— Simón se excitó:
— Total, ¿qué? Como antes de empezar a jugar, ¿no es eso?
— Eso.
— Y para eso veinticinco millones de españoles escuchando la radio toda la tarde como embobados. Cincuenta millones de horas desperdiciadas. ¿Sabe usted lo que puede hacerse con cincuenta millones de horas de trabajo?
— Muchas cosas —dijo Juan.
La muchacha rubia y pintarrajeada se impacientó.
— Vamos, Juan.
— Simón dijo:
— Eso. Muchas cosas. Por ejemplo, plantar cien millones de árboles. ¿Le parece a usted poco?
— ¿Ha plantado usted un árbol?
La muchacha rubia y pintarrajeada intervino.
— ¿Sabes, Juan la gata está para dar a luz?
— Otros dos blancos —pidió Juan.
Luego siguieron bebiendo. La taberna estaba llena de gente y todos sudaban. Juan experimentaba una agradable excitación que crecía de vaso en vaso. A las nueve salieron. La muchacha dijo:
— Ese hombre es un mal educado.
Se refería a Simón.
A Juan le bailaba en los labios una sonrisa boba.
— Estoy pensando en lo que dirán los ingleses a estas horas —dijo.
Y la gente pasaba a su lado con cara de Pascuas, como si a cada uno le hubiera tocado “el gordo” de la lotería. La muchacha rubia y pintarrajeada se puso a pensar que veinticinco millones de españoles eran muchos españoles, y cincuenta millones de horas eran muchas horas, y que cien millones de árboles eran una barbaridad de árboles. Y luego pensó que el vino blanco de Simón se le estaba subiendo a la cabeza.
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