Yo había visto esa misma mirada dieciocho años antes, cuando le hice una pregunta similar a un muy querido amigo, que es también investigador del cerebro humano en la Universidad de México. Mi opinión, ya desde entonces, era que la telepatía y sus medios diversos no son cosas de brujos, como parecen creerlo los incrédulos, sino simples facultades orgánicas que la ciencia repudia, porque no las conoce, como repudiaba la teoría de la redondez de la Tierra cuando se creía que era plana. Mi amigo admitía, si no recuerdo mal, que es muy reducida el área del cerebro cuyas funciones están comprobadas a plenitud, pero se negaba a admitir que en el resto de aquellas tinieblas hubiera un lugar para anticiparse al porvenir.
Yo le hacía bromas telepáticas que él descalificaba como casualidades puras, a pesar de que algunas parecían demasiado evidentes. Una noche lo llamé por teléfono para que fuera a comer a nuestra casa, y sólo después me di cuenta de que no había cosas bastantes en la cocina. Volví a llamarle para pedirle que me llevara una botella de vino de una marca que no era usual, y un pedazo de salchichón. Mercedes me gritó desde la cocina que le pidiera también un jabón para lavar platos. Pero ya había salido de su casa. Sin embargo, en el momento de colgar el teléfono, tuve la impresión nítida de que, por un prodigio imposible de explicar, mi amigo había recibido el mensaje. Entonces lo escribí en un papel, para que él no fuera a dudar de mi versión, y por puro virtuosismo poético agregué que llevara también una rosa. Poco después, su esposa y él llegaron con las cosas que les habíamos pedido, inclusive el jabón de la misma marca que usábamos en casa. «El supermercado estaba abierto por casualidad, y decidimos traerles estas cosas», nos dijeron, casi excusándose. Sólo faltaba la rosa. Aquel día mi amigo y yo iniciamos un diálogo distinto que todavía no ha terminado. La última vez que le vi, hace seis meses, estaba dedicado por completo a establecer en qué lugar del cerebro se encuentra la conciencia.
La vida, más de lo que uno cree, está embellecida por este misterio. La víspera del asesinato de Julio César, su esposa Calpurnia vio con terror que todas las ventanas de la casa se abrían de golpe al mismo tiempo, sin viento y sin ruidos. Siglos después, el novelista Thornton Wilder le atribuyó a Julio César una frase que no está en sus memorias de guerra ni en las crónicas fascinantes de Plutarco y Suetonio, pero define mejor que nada la condición humana del emperador: «Yo, que gobierno tantos hombres, soy gobernado por pájaros y truenos». La historia de la Humanidad —desde que el joven José descifraba los sueños en Egipto— está llena de estas ráfagas fabulosas. Conozco dos gemelos idénticos a quienes les dolió la misma muela al mismo tiempo en ciudades distintas, y que cuando están juntos tienen la sensación de que los pensamientos del uno interfieren a los del otro. Hace muchos años, en una vereda de la costa del Caribe, conocí un curandero que se preciaba de sanar un animal a distancia si le daban la descripción precisa y el lugar en que estaba. Yo lo comprobé con estos ojos: vi una vaca infectada, cuyos gusanos se caían vivos de las úlceras, mientras el curandero rezaba una oración secreta a varias leguas de distancia. Sin embargo, sólo recuerdo una experiencia que haya tomado en serio estas facultades en la historia de hoy. La hizo la Marina de Estados Unidos, que no tenía medios para comunicarse con los submarinos nucleares que navegaban bajo la corteza polar, y decidió intentar la telepatía. Dos personas afines, una en Washington y otra a bordo del submarino, intentaron establecer un sistema para intercambiar mensajes pensados. Fue un fracaso, por supuesto, pues la telepatía es imprevisible y espontánea, y no admite ninguna clase de sistematización. Es su defensa. Todo pronóstico, desde los presagios matinales hasta las centurias de Nostradamus, viene cifrado desde su concepción y sólo se comprende cuando se cumple. De no ser así, se derrotaría de antemano a sí mismo.
Hablo de esto con tanta propiedad porque mi abuela materna fue el sabio más lúcido que conocí jamás en la ciencia de los presagios. Era una católica de las de antes, de modo que repudiaba como artificios de malas artes todo lo que pretendiera ser adivinación metódica del porvenir. Así fueran las barajas, las líneas de la mano o la evocación de los espíritus. Pero era maestra de sus presagios. La recuerdo en la cocina de nuestra casa grande de Aracataca, vigilando los signos secretos de los panes perfumados que sacaba del horno.
Una vez vio el 09 escrito en los restos de la harina, y removió cielo y tierra hasta encontrar un billete de la lotería con ese número. Perdió. Sin embargo, la semana siguiente se ganó una cafetera de vapor en una rifa, con un boleto que mi abuelo había comprado y olvidado en el bolsillo del saco de la semana anterior. Era el número 09. Mi abuelo tenía diecisiete hijos de los que entonces se llamaban naturales —como si los del matrimonio fueran artificiales—, y mi abuela los tenía como suyos. Estaban dispersos por toda la costa, pero ella hablaba de todos a la hora del desayuno, y daba cuenta de la salud de cada uno y del estado de sus negocios como si mantuviera una correspondencia inmediata y secreta. Era la época tremenda de los telegramas que llegaban a la hora menos pensada y se metían como un viento de pánico en la casa. Pasaba de mano en mano sin que nadie se atreviera a abrirlo, hasta que a alguien se le ocurría la idea providencial de hacerlo abrir por un niño menor, como si la inocencia tuviera la virtud de cambiar la maldad de las malas noticias.
Esto ocurrió una vez en nuestra casa, y los ofuscados adultos decidieron poner el telegrama al rescoldo, sin abrirlo, hasta que llegara mi abuelo. Mi abuela no se inmutó. «Es de Prudencia Iguarán para avisar que viene», dijo. «Anoche soñé que ya estaba en camino». Cuando mi abuelo volvió a casa no tuvo ni siquiera que abrir el telegrama. Volvió con Prudencia Iguarán, a quien había encontrado por casualidad en la estación del tren, con un traje de pájaros pintados y un enorme ramo de flores, y convencida de que mi abuelo estaba allí por la magia infalible de su telegrama.
La abuela murió de casi cien años sin ganarse la lotería. Se había quedado ciega y en los últimos tiempos desvariaba de tal modo que era imposible seguir el hilo de su razón. Se negaba a desvestirse para dormir mientras la radio estuviera encendida, a pesar de que le explicábamos todas las noches que el locutor no estaba dentro de la casa. Pensó que la engañábamos, porque nunca pudo creer en una máquina diabólica que permitía oír a alguien que estaba hablando en otra ciudad distante.
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