Amor de penumbra Fernando Maldonado |
EL COMETA
Philip se casó con Adele un día de junio. Estaba nublado y hacía viento. Después salió el sol. Había pasado bastante tiempo desde la primera boda de Adele, que vestía en blanco: zapatos de salón blancos con tacón bajo, falda larga blanca ceñida a las caderas, blusa blanca vaporosa con sujetador blanco debajo, y un collar de perlas de agua dulce. Se casaron en la casa que ella había obtenido con el divorcio. Todos sus amigos estuvieron presentes. Adele creía en la amistad. En la sala no cabía un alfiler.
Detrás de ella, en calidad de primo de boda, un tanto ajeno a la ceremonia, estaba su hijo pequeño, y prendido de las bragas llevaba algo prestado, un pequeño disco de plata, en realidad una medalla de san Cristóbal que su padre había llevado durante la guerra; Adele había tenido que bajarse varias veces la cintura de la falda para mostrarla. Cerca de la puerta, con la sensación de formar parte de una visita guiada, una anciana sujetaba su perrito mediante el puño de un bastón enganchado al collar del animal.
En el banquete Adele sonrió de felicidad, bebió más de la cuenta, rió y se rascó los brazos desnudos con largas uñas de corista. Su nuevo marido la admiraba, podría haber lamido la palma de sus manos como un ternero la sal. Ella, en los últimos fulgores de su belleza, era aún lo bastante joven para ser guapa, aunque demasiado mayor para tener hijos, al menos si dependía de ella. Se acercaba el verano. Entre la bruma de la media tarde, ella aparecería con su bañador negro, toda morena, con el sol detrás. Una robusta silueta que caminaba por la arena recién salida del mar, sus piernas, su pelo empapado de nadadora, su gracia femenina, toda despreocupación e indolencia.
Montaron casa juntos, básicamente al gusto de ella. Eran sus muebles y sus libros, pese a que muchos no los hubiera leído. A Adele le gustaba contar anécdotas sobre DeLerio, su primer marido -Frank, se lamaba-, heredero de un imperio de camiones de basura. Ella lo llamaba Delerium, pero sus anécdotas no carecían de cariño. La lealtad -le venía de la infancia, así como de su experiencia de casada, ocho agotadores años, como solía decir- era su código. Reconocía que los términos del matrimonio habían sido muy simples: su trabajo consistía en vestirse, tener la cena lista y dejarse follar una vez al día. En una ocasión, en Florida habían alquilado una barca con otra pareja para ir a pescar macabíes frente a la costa de Bimini.
-Cenaremos bien -había dicho DeLerio muy contento-, subiremos a bordo y nos acostaremos. Por la mañana habremos pasado la corriente del Golfo.
La cosa empezó así pero terminó diferente. El mar estaba muy agitado. No llegaron a cruzar la corriente del Golfo -el capitán era de Long Island y se extravió-, DeLereo le dio cincuenta dólares para que le cediera el timón y se fuera abajo.
-¿Sabe algo de navegación? -preguntó el capitán.
-Más que usted -respondió DeLereo.
Adele, tumbada en el camarote, pálida como la cera, le había dado un ultimatum:
-Encuentra un puerto como sea o prepárate para dormir solo.
Philip Ardet conocía de sobra la anécdota, así como muchas otras. Era un hombre varonil y elegante, y al hablar retiraba un poco la cabeza como si su interlocutor fuera la carta de un restaurante. Había conocido a Adele en el campo de golf cuando ella estaba aprendiendo a jugar. Era un día húmedo y el campo estaba casi desierto. Adele y un amigo se encontraban en el tee de salida cuando un tipo medio calvo que llevaba una bolsa de tela con varios palos preguntó si podía jugar con ellos. Adele pegó un drive pasable. El amigo mandó su bola al otro lado de la valla, colocó una segunda y la golpeó por arriba, haciendo que saliera rasa. Un tanto tímidamente, Phil extrajo un viejo palo del tres y mandó su bola unos doscientos metros calle abajo, perfectamente centrada.
Así era él, capaz y tranquilo. había estado en Princeton y en la armada. Tenía pinta de haber estado en la armada, decía Adele: sus piernas eran fuertes. La primera vez que salieron juntos, él comentó que le sucedía algo curioso: caía bien a ciertas personas y mal a otras.
-A las que caigo bien, suelo dejarlas de lado.
Adele no estaba segura de qué había querido decir pero le gustó su semblante un poco avejentado, especialmente alrededor de los ojos. Le pareció un hombre de verdad, aunque tal vez no el que había sido en tiempos. Además era listo, según le gustaba a ella explicar, más o menos como lo sería un profesor de universidad.
Gustarle a ella era meritorio, pero gustarle a él parecía en cierto modo más valioso todavía. Phil irradiaba cierto desapego del mundo. Era como si no se tomara en serio a sí mismo, como si estuviera por encima de eso.
Luego resultó que no ganaba mucho dinero. Escribía para una revista de economía. Ella ganaba casi lo mismo vendiendo casas. Había empezado a engordar un poco. Esto fue unos años después de casarse. Todavía era guapa -su cara lo era-, pero su figura se había redondeado un poco. Solía irse a la cama con una copa, tal como hacía a los veinticinco años. Phil, con una americana encima del piyama, leía sentado. Algunas mañanas andaba de esta guisa por el jardín. Ella bebió un sorbo y lo observó.
-¿Sabes una cosa?
-¿Qué?
-He disfrutado del sexo desde que tenía quince años.
Phil levantó la vista.
-Yo no me estrené tan pronto- reconoció.
-Pues deberías.
-Buen consejo, pero llega un poco tarde.
-¿Recuerdas cuando tú y yo empezamos?
-Sí.
-Casi no podíamos parar -dijo ella-. ¿Te acuerdas?
-El promedio no está mal.
-Ya, estupendo.
Cuando él se durmió, ella vio una película. Las estrellas de cine también envejecían, también tenían problemas con el amor, pero era diferente: ya habían obtenido grandes recompensas. Siguió mirando, pensativa. Pensó en lo que había sido, en lo que había tenido. Podría haber sido una estrella.
Qué sabía Phil: estaba dormido.
Llegó el otoño. Una noche estaban en casa de los Morrissey. Él era un abogado alto, albacea de muchas herencias y depositario de otras más. Leer testamentos había sido su verdadera educación, una mirada al alma humana, decía él.
Otro de los comensales era un hombre de Chicago que había hecho fortuna con los ordenadores, un papanatas, como se vio enseguida, que propuso un brindis durante la cena.
-Por el fin de la privacidad y la vida digna -dijo.
Estaba con una mujer apagada que recientemente había descubierto que su marido se entendía con una negra de Cleveland, aventura que por lo visto había durado siete años. Incluso podía ser que tuvieran un hijo.
-Entenderéis por qué para mí venir aquí es como un soplo de aire fresco -dijo ella.
Las mujeres se mostraron solidarias. Sabían lo que tenía que hacer: reconsiderar completamente los últimos siete años.
-Es verdad -convino su acompañante.
-¿Qué es lo que hay que reconsiderar?- quiso saber Phil.
Le respondieron con impaciencia. El engaño, dijeron, la mentira: ella había sido engañada todo aquel tiempo. Mientras tanto, Adele se estaba sirviendo más vino. Con la servilleta tapó el mantel donde había derramado ya una copa.
-Pero fueron tiempos felices, ¿no es cierto? -preguntó inocentemente Phil-. Eso pasó a la historia. No es posible cambiarlo. No se puede convertir en infelicidad.
-Esa mujer me robó a mi marido, me robó todo cuanto él había prometido.
-Perdona -dijo Phil en voz baja-. Son cosas que pasan a diario.
Hubo un coro de protestas, las cabezas adelantadas como los gansos sagrados. Sólo Adele guardó silencio.
-A diario -repitió él con voz ahogada, seca, la voz de la razón o cuando menos de los hechos.
-Yo nunca le robaría a otra el marido -dijo entonces Adele-. Jamás. -Su rostro adquiría un tono de cansancio cuando bebía, un cansancio que conocía todas las respuestas-. Y jamás rompería una promesa.
-Creo que no lo harías -coincidió Phil.
-Tampoco me enamoraría de uno de veinte años.
Estaba hablando de la profesora, la chica que había aparecido aquella vez, rebosante de juventud.
-Desde luego que no.
-Él abandonó a su mujer -les dijo Adele.
Silencio.
La media sonrisa de Phil había desaparecido, pero su semblante aún era agradable.
-Yo no abandoné a mi mujer- dijo en voz queda-. Fue ella la que me echó.
-Abandonó a su mujer y a sus hijos- continuó Adele.
-No los abandoné. Además, entre nosotros ya no había nada. Llevábamos así más de un año. –Lo dijo sin alterarse, casi como si le hubiera sucedido a otro-. Era la profesora de mi hijo -explicó-. Me enamoré de ella.
-Y empezaste una historia con ella -sugirió Morrissey.
-Pues sí.
Existe amor cuando pierdes la capacidad de hablar, cuando ni siquiera puedes respirar.
-Al cabo de dos o tres días -confesó Phil.
-¿Allí mismo, en tu casa?
Phil negó con la cabeza. Tenía una extraña sensación de impotencia. Se estaba abandonando.
-En casa no hice nada.
-Abandonó a su mujer y a sus hijos -repitió Adele.
-Ya lo sabías -dijo Phil.
-Los dejó plantados. llevaban casados quince años, desde que él tenía diecinueve.
-No llevábamos quince años casados.
-Tenía tres hijos -precisó Adele-, uno de ellos retrasado.
Algo ocurría: Phil se estaba quedando sin habla, una sensación parecida a la náusea en el pecho. Como si estuviera renunciando a fragmentos de un pasado íntimo.
-No era retrasado -acertó a decir-. Sólo…tenía dificultades para aprender a leer, eso es todo.
En ese instante le vino a la cabeza una dolorosa imagen de sí mismo y de su hijo. Una tarde habían remado hasta el centro del estanque de un amigo y se habían zambullido, los dos solos. Era verano. Su hijo tenía seis o siete años. Había una capa de agua cálida sobre otra, más profunda, de agua fría, del verde descolorido de ranas y algas. Nadaron hasta el otro extremo y luego volvieron. La cabeza rubia y la cara nerviosa de su hijo asomando a la superficie como los perros. Año de alegría.
-Cuéntales el resto -dijo Adele.
-No hay nada que contar.
-Resulta que esa profesora era una especie de call girl. La sorprendió en la cama con un tío.
-¿Es verdad? -preguntó Morrissey.
Estaba acodado en la mesa, con la barbilla apoyada en la mano. Crees que conoces a alguien, te lo parece porque cena con él o con ella, juegas a las cartas, pero en realidad no es así. Siempre te llevas una sorpresa. Uno no sabe nada.
-No tuvo importancia -murmuró Phil.
-Pero el muy burro se casa con ella -continuó Adele-. La chica va a Ciudad de México, donde él estaba trabajando, y se casan.
-No entiendes nada, Adele -repuso Phil. Quería añadir algo, pero no pudo. Era como estar sin resuello.
-¿Todavía hablas con ella? -preguntó Morrissey con toda tranquilidad.
-Sí, sobre mi cadáver -dijo Adele .
Ninguno de ellos podía saber, ninguno podía visualizar Ciudad de México y aquel primer año increíble, conduciendo hasta la costa para pasar el fin de semana, cruzando Cuernavaca, ella con las piernas desnudas al sol, y los brazos, la sensación de mareo y sumisión que experimentaba con ella, como ante una foto prohibida, ante una subyugante obra de arte. Dos años en México ajenos al naufragio, él fortalecido por la devoción que ella le inspiraba. Aún podía ver su cuello inclinado hacia delante y la curva de su nuca. Aún podía ver las finas trazas de hueso que recorrían su tersa espalda como perlas. Aún podía verse a sí mismo, el que era antes.
-Hablo con ella -admitió.
-¿Y tu primera mujer?
-También hablo con ella. Tenemos tres hijos.
-La abandonó –dijo Adele-. Es todo un Casanova.
-Hay mujeres que tienen mentalidad de poli –dijo Phil a nadie en particular-. Eso está bien, esto otro no. En fin… -Se puso en pie. Lo había hecho todo mal, se daba cuenta, mal y a destiempo. Había echado a pique su vida-. Pero hay algo que puedo decir con el corazón en la mano: si se presentara la oportunidad, volvería a hacerlo.
Una vez hubo salido, los demás siguieron hablando. La mujer cuyo marido había sido infiel durante siete años sabía qué se sentía.
-Finge que no puede evitarlo –dijo-. A mí me ocurrió lo mismo. Pasaba por delante de Bergdorf´s un día y vi en el escaparate un abrigo verde que me gustó y entré a comprarlo. Un poco más tarde, en otro lugar, vi uno que me pareció mejor que el primero, y me lo compré. Total, cuando acabé tenía cuatro abrigos verdes en el armario, y todo porque no fui capaz de dominar mis deseos.
El cielo, fuera, su bóveda superior, estaba cuajado de nubes y las estrellas se veían borrosas. Adele finalmente lo vio: estaba de pie en la parte más oscura. Se acercó a él con paso tambaleante. Vio que tenía la cabeza levantada. Se detuvo a unos metros de él y levantó también la cabeza. El cielo empezó a girar. Adele dio un par de pasos imprevistos para mantener el equilibrio.
-¿Qué estás mirando? –preguntó al fin.
Phil no respondió. No tenía intención de responder. Y luego:
-El cometa –dijo-. Salía en la prensa. Se supone que hoy es la noche que se ve mejor.
Hubo un silencio.
-No veo ningún cometa –dijo ella.
-¿No?
-¿Dónde está?
-Justo ahí encima –señaló él-. No se distingue de cualquier otra estrella. Es eso que sobra al lado de las Pléyades. –Phil conocía todas las constelaciones. Las había visto surgir con la oscuridad sobre costas desoladoras.
-Vamos, ya lo mirarás mañana –dijo ella, casi como si lo consolara, pero no se acercó a él.
-Mañana no estará. Sólo pasa una vez.
-¿Y tú cómo sabes dónde estará? –dijo ella-. Vamos, es tarde, marchémonos.
Phil no se movió. Al cabo de un rato ella se encaminó hacia la casa, donde, ostentosamente, todas las ventanas del piso y la planta baja estaban encendidas.
Él se quedó donde estaba, contemplando el cielo, y luego la miró a medida que se iba haciendo pequeña al cruzar el césped, alcanzar primero el aura, luego la luz, y al cabo tropezar en los escalones de la cocina
James Salter
La última noche
Ediciones Salamandra, 2006
Cuentos de James Salter
No hay comentarios:
Publicar un comentario