jueves, 2 de noviembre de 2023

Julio César Londoño / Gabo y Mario, otra historia de amor que terminó mal

Mario Vargas Llosa y Gabriel García Márquez
Iustración de Fernando Vicente


Julio César Londoño
GABO Y MARIO, OTRA HISTORIA DE AMOR QUE TERMINÓ MAL

El puñetazo que le zampó Vargas Llosa en 1976 en México le dolió a Gabo hasta su muerte. Y a Mario, sin duda. Eran más que hermanos. Uno de los dos hijos varones de Mario se llama Gabriel Rodrigo Gonzalo (los nombres de Gabo y sus hijos. La hija se llama Morgana, prueba clínica de la invencible sordera del peruano). Los padrinos del muchacho fueron los Gabos. 

Gabo y Mario, fueron criados por sus abuelos, crecieron entre mujeres, tuvieron relaciones difíciles con sus padres, a los que conocieron tarde, estudiaron internos en colegios religiosos, hicieron buen periodismo y pésimos guiones de cine. A ambos los fascinaban la política y las mujeres de vértice goloso, y ambos vivieron en París, donde tuvieron la misma casera y sostuvieron romances con sendas actrices, poco agraciadas ambas, por cierto.

 Físicamente eran muy distintos. Mario es un filipichín muy atildado, sin un pelo fuera de su sitio, trajes clásicos, limpios y bien planchados. Bello, intelectual, extrovertido, buen improvisador. Gabo era tímido y nervioso y jamás habló en público sin un apunte en la mano. Su cabello era una maraña de crespos independientes, su cutis una superficie cacusa y sus pintas audaces. Ambos pudieron trabajar en el cine mejicano, Mario de galán y Gabo de pistolero.

 Pero se amaban. Mario nunca viajaba sin antes llamarlo, con la esperanza de que coincidieran en algún punto del itinerario, aunque fuera en una escala. En sus cartas, Gabo lo llama “hermano Mario”, “hermanazo”, “gran jefe inca”. Alguna vez Mario lo llamó de larga distancia para preguntarle si “armony” estaba bien escrito. “Es con H”, le explicó Gabo, y colgó. Cuando Mercedes le preguntó para qué lo había llamado Mario, él le contestó radiante de coquetería: “Para oírnos”.

 Tenían que amarse porque era la primera vez, en la historia de las letras, que dos señores de la misma cuadra daban en simultánea una nota altísima, el punto y el contrapunto de unas piezas verbales capaces de cifrar el espíritu de un continente y poner su literatura en la bocas del mundo.

 Creo que no pasó un solo día sin que se extrañaran. Estoy seguro de que en los momentos más felices, de gloria pública o de composición secreta, siempre alguno se dijo: “Solo falta él para que este momento sea perfecto”. Siempre alguno pensó: “Si  pudiera llamarlo para que me ayude a resolver esta maldita frase”.

 A Gabo no le dolió tanto el puñetazo sino que se lo propinara Mario. A Mario no le dolió tanto lo que sea que hubiera hecho Patricia, sino que lo hiciera con Gabo, el único mortal que escribía mejor que él (la admiración, se sabe, es un eufemismo de la envidia). Mario trató de consolarse recordando que “nadie pierde sino lo que no tiene y no ha tenido nunca”, pero no pudo porque también recordó una frase fatal: “Cualquier cosa es más erótica que un marido”. 

 Nada nos cuesta imaginar que aún hoy Mario se pregunta si golpeó a Gabo por celos, o por genio. Si lo hizo porque Patricia fue dócil con él, o por la docilidad con que lo seguían las palabras, las invenciones y las músicas.

 Nada nos cuesta imaginar que Gabo estuvo a punto de la reconciliación un día que, enredado en las telarañas del Alzheimer, pudo leerse con inocencia en un libro esférico, uno que coincidía punto por punto con su poética, el libro que siempre quiso escribir, lo abrió al azar y leyó maravillado: “El gitano iba dispuesto a quedarse en el pueblo. Había estado en la muerte pero regresó porque no pudo soportar la soledad”, y se dijo ¡Santo cielo, qué es esto, Mercedes, llama ya al jefe inca!

 Mercedes, cuyo rencor estaba intacto, le dijo, sí mi amor, pero nunca llamó a Mario.



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