Henning Mankell
LOS PERROS DE RIGACorazón de policía
Justo Navarro
25 de enero de 2003
Un bote salvavidas lleva a una playa dos cadáveres abrazados y vestidos con traje y corbata. Ése es el detonante de la nueva novela del narrador sueco Henning Mankell. El caso queda en manos de un inspector asediado por los remordimientos que termina viviendo en la Riga de 1991 los días que precedieron a la independencia de Letonia.
Las novelas policiacas se dividen en dos. En unas, el mal estalla por cierre y podredumbre del ambiente: es interior, familiar, por decirlo así. En otras, el mal viene de fuera, e irrumpe como una infección en la vida tranquila y ordenada. Henning Mankell (Estocolmo, 1948) escribe sobre el mal que llega del espacio exterior: en Los perros de Riga, un bote salvavidas trae a una playa sueca dos cadáveres abrazados y vestidos con traje y corbata. El inspector Kurt Wallander, de la comisaría de Ystad, provincia de Escania, se hará cargo del caso un día de nieve, en febrero de 1991.
El policía es un corazón solitario: Wallander vive sin nadie, sufre remordimientos porque no visita a su padre anciano, remordimientos por haber sido abandonado por su mujer y remordimientos por la vida que lleva su hija. Lo abruma el fantasma de un colega que murió de cáncer: ¿qué habría visto el amigo difunto en estos muertos a tiros, torturados? ¿Quiénes son? ¿Quién los mató? ¿Por qué? No son estos enigmas lo verdaderamente importante, sino el ánimo del inspector, depresivo y un poco alcohólico, como un viajante de comercio lejos de casa. En vez de tocar el violín o inyectarse cocaína como Sherlock Holmes, Wallander engorda con facilidad, se despierta de noche temiendo sufrir un infarto, tiene tendencia a que le salgan forúnculos en las nalgas. No soporta su vida.
LOS PERROS DE RIGA
Henning Mankell Traducción de Dea M. Mansten y Amanda Monjonell Tusquets. Barcelona, 2002 334 páginas. 16 euros
Lo extranjero también suele ser incómodo en el mundo de Wallander: los polacos son broncosos y enredadores; los alemanes del Este, estafadores; el caucho yugoslavo, de pésima calidad. Los cadáveres son de Letonia, de Riga, como el mayor Liepa, honrado pero fumador policía comunista de extraordinaria sagacidad, ocasional colaborador de Wallander. A Liepa lo matarán de un mazazo, por bueno, y el inspector Wallander se verá en Riga, en los días de 1991, en las convulsiones que anuncian la independencia de Letonia: mutación de Europa y el imperio soviético, movimientos patrióticos, tráfico de anfetaminas, conexiones entre policía, política y crimen.
Entonces Wallander cruza clandestinamente fronteras, hombre invisible en Riga con identidad falsa, fuera de la ley para defender la justicia. Casi cae en una matanza en un taller de muñecas rusas antes de resolver el misterio en un duelo de sospechosos. Cuando el crimen novelesco nace de las relaciones entre los personajes, el mal tiene carácter, cara reconocible; pero, en historias como Los perros de Riga, donde los malvados actúan movidos por enormes circunstancias geopolíticas, da igual que el asesino sea un agente del KGB, de la policía letona o del planeta Venus. La intriga internacional sirve para airear el sombrío corazón del policía, que al final está enamorado y escribe una carta de amor que nunca entregará a los buzones: la rompe sobre las aguas muertas de su puerto sueco.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 25 de enero de 2003
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