Noticias de la niebla Nueva York, 2012 Fotografía de Triunfo Arciniegas |
Juan
Fernando Merino
EL
VECINO DE MIS VECINOS
Nada
más crucial cuando habitas una ciudad tan impredecible y riesgosa como Nueva
York que conocer minuciosamente a tus vecinos. Íntimamente. Con mayor razón
cuando el destino te ha llevado a vivir en el tercio inferior de Manhattan y a
comienzos del nuevo siglo.
No me refiero por supuesto a los vecinos de
oficina, fábrica o aula, a los cuerpos que te rodean en el autobús o el subway
o a los individuos que usurpan tu aire y tu espacio dentro de un elevador
atestado, sino a esos vecinos: los habitantes del mismo piso en el edificio que
ocupas: aquellos desconocidos que comparten contigo la latitud y la longitud de
tus coordenadas exactas, tu rincón mínimo en el mundo: los únicos que escuchan
tus sollozos o risotadas detrás de las paredes o por entre las rendijas de los
ventanales que dan al patio interior: los únicos que podrían activar la llave
de gas en la cocina una de aquellas madrugadas en que se queda entreabierta la
puerta de tu apartamento.
Cuando Nueva York es tu ciudad y tus
coordenadas se inscriben en los parámetros mencionados no queda más opción que
conocer rigurosamente a tus compañeros de piso y determinar el grado de riesgo
que corres y las precauciones que debes asumir. Confiar en las personas que te
rodean podría ser al peor de tus errores. Mis experiencias fallidas en
edificios de varias ciudades de Estados Unidos y en un pueblo de Chile que en
aquel entonces no tenía edificios me han enseñado la importancia de la
secuencia, el método y la disciplina para llevar a cabo la indagación
meticulosa de tus vecinos.
Lo más importante es la disciplina.
Lo más importante es la supervivencia.
Esta vez no voy a fallar.
***
Ha
llegado el momento de tomar cartas en el asunto. Ya no me quedan pretextos para
aplazar la tarea: el jueves a mitad del día me despidieron del trabajo. De
aquella oficina en el Upper West Side a la que no había faltado un solo día
laboral en los últimos diez años. Nueve años, cuatro meses y cinco días para
ser precisos. Dicen los periódicos y las emisoras de radio que la mitad de la
ciudad se está quedando desempleada y eso fue justamente lo que repitió el jefe
de mi jefe. De mi ex jefe. Lo cual no justifica en absoluto que me hayan
despedido sin darme tiempo a vaciar los cajones y borrar del computador los
mensajes y las fotos que nadie más debería ver. ¡Nadie! Pero no voy a permitir
que una cosa afecte la otra. Al contrario, debería pensar que se trata de un
guiño del destino, de una indicación patente de que no puedo posponer un solo
día la tarea de seguimiento. ¿Qué es un despido más o menos en el gran esquema
de las cosas? Poco. Los trabajos van y vienen, los jefes se jubilan, los
despide alguien más o se suicidan... En cambio la indagación minuciosa del
vecindario podría ser tu tabla de salvación, la clave para asegurar tu
supervivencia.
Entonces, ¿por cuál de los vecinos empezar
la pesquisa? ¿Por el apartamento de la izquierda inmediata? ¿El segundo de la
derecha? (el contiguo está desocupado, o eso parece). ¿Por la veterana actriz
de teatro off-off-Broadway que siempre me dice hello, de vez en cuando esboza
una sonrisa y una vez me deseó que tuviera un buen día? ¿O por la joven
analista financiera del 7-H (o ejecutiva, o empresaria o manejadora de dineros
ajenos; en todo caso con suscripción al Wall Street Journal, el Financial Times
y Business Week) que nunca me saluda, jamás me mira más arriba del botón medio
de la camisa y una mañana de junio incluso me dio la espalda en el elevador?
También podría empezar por la viuda polaca que cinco veces al día saca a pasear
por la avenida al perro lanudo (y mal peinado), por el cabrón del 7-D que todos
los martes de tres y media a cuatro y media recibe en el dormitorio a mujeres
que no llegan a la mitad de su edad, o a un tercio, algunas ni siquiera a la
edad legal. O por el suizo de la bicicleta, la coleccionista de plantas y
bonsáis del 7-B, el ajedrecista búlgaro...
Por supuesto que hubiera querido investigar
en primera instancia al viejo lujurioso del 7-D. Pero antes de concretar la
metodología, el seguimiento, los horarios y las coartadas de emergencia, lo
pienso mejor y decido cambiar de prioridades. Empezar por la actriz. Tiene que
ser así: resulta muy sospechoso que un vecino te demuestre tanta cordialidad
cuando te has quedado solo y con el ánimo por el piso. Si no estaba escrito, ya
lo está: desconfía de la amabilidad ajena cuando te duele hasta el alma.
***
Han
pasado seis días desde que me vi obligado a conocer íntimamente a mis vecinos.
En vano. Una de las pocas conclusiones útiles de esta primera parte de la
misión es lo poco útil que resulta la observación directa de otros ocupantes de
un edificio. Después de tres días seguidos de sus noches —con breves intervalos
para dormir diez minutos aquí, veinte allá, para comer un bocado, acercar o
vaciar el balde con las necesidades humanas— vigilando la sala-comedor-alcoba
de la actriz veterana, el sofá-cama de la suscriptora del Wall Street Journal,
y las porciones de los cuatro dormitorios que se alcanzan a divisar desde mi
ángulo, la información servible que he recopilado es muy limitada. Casi
desdeñable. Porque la verdad es que me tiene sin cuidado que el lituano del 7-E
y la novia del empleado del mta que alquila el 7-J ensayen posiciones eróticas
múltiples mientras el pobre funcionario se gana el pan diario con el sudor de
la monotonía. ¿Y qué me importa que la pareja serbia del 7-M consuma algunas
noches botella y media de vodka y que luego intercambien ropas, roles y
accesorios sexuales? ¡No es para eso que me desvelo! ¡Desde luego que no!
Tampoco me interesa que el senegalés del quinto piso, la vecina
franco-canadiense del 7-E y el dominicano barbado de quién sabe qué piso y qué
edificio estén tratando de formar un grupo de rock. O de
fusión-electro-pop-caribe. O de lo que sea. ¡Si son malísimos! Y además no
tienen en su repertorio ni una canción original.
Tantas horas en vela, comiendo alimentos
extraídos de latas o ya fríos, sin estirar las piernas al sol y tan sólo para
descubrir nimiedades como éstas. Enterarme de pequeñas miserias personales,
secretos que no tienen importancia fuera del recinto en que ocurren, traiciones
a sí mismos, coitos interruptus o desastrosos, banalidades, tristezas... Pero
ni el menor aporte a la misión de ponerme a salvo. De protegerme de tal o cual
vecino y de ese otro no tanto. Ni la más mínima pista que me indique cuál de
ellos tarde o temprano se va a colar en mi apartamento para dejar abierto el
gas, va a tratar de envenenar la pizza a domicilio de Domino’s, a introducir
cristal molido en las botellas de Coca-Cola o de jugo Tropicana que Emilio el
de la minitienda de la esquina me deja junto a la puerta los martes y los
viernes.
Tantas horas de observación exhaustiva y ni
siquiera he logrado aclarar quién escribió aquella nota miserable que un
amanecer hace doce días apareció clavada contra mi puerta.
Si Ud.
no reduce el volumen de la música después de las ocho de la noche, de la
máquina de escribir después de las diez y media y no deja de hacer ruidos
guturales al amanecer, nos veremos obligados a acusarlo ante el supervisor del
edificio. El piso Séptimo merece consideración y respeto.
Atentamente
Grupo
de vecinos responsables
¡Grupo
de vecinos! ¡Eso es falso! Con seguridad que no es un grupo. Que es un solo
vecino. O vecina. Detrás de esa nota había uno pero no había dos. La dificultad
es que puede ser cualquiera de ellos y son doce apartamentos, algunos con dos y
unos pocos con tres ocupantes (los bebés, los niños menores de 11 y los
inválidos están prohibidos en estas unidades habitacionales). Cualquiera de
ellos pudo haber dejado la nota infame. Menos la franco-canadiense, que hace
más ruido que yo y hasta más altas horas.
Es indispensable pasar a otra etapa de mis
investigaciones. Más moderna y tecnológica.
***
Si la
observación visual y directa de mis vecinos resultó deficiente, la fase
tecnológica fue aún menos fructífera. A pesar del comienzo prometedor. En la
primera hora y cuarto de la nueva etapa de observación por internet reuní los
nombres con que aparecen mis vecinos en el listado de arrendamiento del
edificio y los respectivos sitios de estudio, empleo o desempleo. Sin embargo,
el posterior seguimiento electrónico resultó nefasto. Siento vergüenza ajena de
sólo pensar en las estupideces que descubrí sobre mis vecinos en googlepunto,
librodecara.com, romancespunto, etcéterapuntonet. Lo cual a su vez resulta poca
cosa si se compara con las banalidades con que me topé al entrar a sus cuentas
de correo electrónico. No sabría por dónde empezar a burlarme, a insultarlos,
así que no empiezo. Ni siquiera voy a revelar la ridiculez de los mensajes que
le envía Rita, la novia del funcionario de Metro Transit Authority, a Kolicius
el lituano. Desde una cuenta privada y confidencial de internet que sólo los
dos conocen. Cierro sus comillas.
***
Me he
visto en la obligación de hacer un paréntesis. De salir del edificio y del
vecindario antes de que las cosas se compliquen aún más. Es por ello que tengo
alquilado desde hace día y medio un cuarto de hotel en otro condado, fuera de
Manhattan, lo más lejos posible de Union Square. No me importa que sea casi un
albergue de ínfima categoría, un cuarto sin ventanas en los confines más
desangelados entre Brooklyn y Queens. Al menos no se encuentra demasiado cerca
de ninguno de los cementerios, que abundan en esta zona. De eso me aseguré
desde un principio. No me gustan los cementerios. Ni el olor de sus árboles y
arbustos; menos aún las flores para sus muertos. Es un olor que siempre me pone
nervioso. ¿El nombre del hotelucho? No. En las páginas que siguen no voy a
escribir el nombre ni el barrio ni la ubicación aproximada. En este momento no
confío ni en ti.
La desazón de fondo, el error grave que no
me deja dormir, es que al salir tan precipitadamente del apartamento me calcé
un mocasín marrón en el pie izquierdo y un zapato negro de cordones negros en
el derecho. Lo grave es que en la sala de mi apartamento quedaron juntos y
solos un mocasín derecho y un cuero izquierdo. Espero que aquello no despierte
las sospechas de los detectives, bomberos y policías que a estas horas estarán
revisando todos y cada uno de los apartamentos del séptimo piso. O de sus
escombros.
¿Tendría por fuerza que haber pasado así?
No lo sé. De verdad que no lo sé. Tal vez no.
El caso es que esta vez, al igual que me
sucedió en Saint Louis, en Alburquerque y en Vilcún, las cosas no salieron como
había planeado. En parte por culpa mía, sí, por mi culpa, no lo voy a negar,
pero sobre todo por el cansancio. Por culpa del agotamiento después de tantos
días y tantas noches de desvelo.
Pero volvamos al día D, del desastre.
***
Había
suspendido la vigilancia directa de mis vecinos, aunque con ocasionales
reincidencias. La electrónica-cibernética no iba tan bien; tampoco tan mal.
Avanzaba. Pero todo se complicó cuando uno de los vecinos cometió un error
garrafal y entonces no me quedó más remedio que pasar a la acción. Con o contra
mi voluntad.
Ocurrió más o menos así: una tarde que tuve
que bajar al sótano a arrojar mi basura y mis desperdicios —que llevaban tres
días y medio acumulándose— se rompió la bolsa de plástico por su propio peso y
salieron rodando escalera abajo latas de aluminio, cartones vacíos, cáscaras de
huevo y cortezas de fruta. Después de agrupar en el rellano lo que alcancé a
recoger, volví corriendo a mi piso en busca de nuevas bolsas.
¡Fue allí cuando la pillé in fraganti! Una
mujer joven y rubia que llevaba de la traílla un gato persa con la pelambre
recientemente peluqueada excepto por la cabeza y la cola. Tenía los ojos
clavados a la altura de la mirilla, hacía gestos extraños y mascullaba algo. Un monólogo sin sentido, una oración, una
letanía... ¡No! Nada de eso. De repente lo vi claro: lo que esta mujer hacía,
aprovechando mi ausencia temporal (que debería haberse prolongado diez u once
minutos si hubiera bajado hasta el sótano), era un conjuro. No había duda: la
vecina del 7-E estaba lanzando contra mi puerta, mi apartamento, mi persona y
mis pocas pertenencias un conjuro envenenado. Una maldición por estrofas.
¿La vecina del 7-E?
Sí, sí, era ella; por supuesto que era
ella. La rubia alta y esbelta del 7-E, la franco-canadiense aspirante a
compositora y flautista de una banda, la vecina trasnochadora que se lanzaba a
cantar, entre tema y tema de rock ácido, antiguas baladas irlandesas en lengua
gaélica, a la una, dos, tres de la madrugada. Sí, claro que era ella. La del
7-E. Hélène.
¡Hélène!
Sólo entonces recordé que una noche
congelada, cuando regresábamos muy tarde y muy ebrios de sendas fiestas (o sea,
ella de una fiesta con amigos o conocidos y yo de una libación larga y solitaria),
me invitó a entrar a su apartamento. No recuerdo bien lo que se dijo, pero por
la razón, los impulsos o las carencias que sean, aquella noche nuestros cuerpos
se encontraron y se encajaron. Tuvimos o fingimos los orgasmos, da igual, pero
antes de separarnos nos dimos un beso en la boca.
¡Lo juro!
Mis labios lo recordarán hasta que todo lo
demás sea el pasado. O hasta que sea un tanatorio.
Fue un beso.
Después ella nunca volvió a invitarme, a
saludarme, a mirarme. Ni siquiera respondió a la postal de Aruba (comprada en
un quiosco; nunca he estado en el Caribe) ni a la nota que introduje con dos
alfileres en su buzón de correos.
La verdad es que en su momento aquello me
dolió, debo confesarlo. Me dolió muchísimo. Pero todo pasa. Ahora el episodio
se me había olvidado por completo. Son ya semanas, o meses, quizás incluso un
año desde que pasó aquello.
Es tan sólo una coincidencia más. Hélène y
yo coincidimos una noche en la cama (en realidad el suelo) como coinciden
tantas personas en este edificio, lícita o ilícitamente, con voluntad y deseo o
por pura inercia. O hábito. A veces por confusiones de la noche o zancadillas
del alcohol. Poco más. Y casi nunca se besan, como he podido constatar durante
estos días de observación y vigilancia.
Pero llegado a este punto de mi misión, los
sentimientos y la nostalgia no tienen absolutamente nada que ver.
Porque la pillé in fraganti. Sin vuelta de
hoja. De modo que era ella el vecino que pretendía hacerme mal. Hundirme más.
Acabarme.
Las cosas salieron mal. Lo siento. De
verdad que lo siento. Lo repito por última vez: lo siento. Sólo que llegados a
ese punto, entre la vecina del 7-E y yo el asunto no tenía otra solución
posible. Era sólo cuestión de días. O menos. Quizás sólo de horas.
Su estufa de gas o la mía. Había que
decidirlo esa misma tarde.
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