Juan Fernando Merino
HORA DE CIERRE
Para Hugo Merino, un
gran tío
“¡Paren las rotativas!”, profirió
Gervasio Suárez, abriendo de un puntapié la puerta que daba a la sala de
redacción y precipitándose hacia el escritorio de Ramoncito Benavides, el
editor nocturno encargado.
“¡Que las paren! ¡Ya mismo!”, gritó
Benavides, levantándose como un resorte y gesticulando en dirección de la zona
en que se encontraban el flaco Gozálvez, Berenice, Sabelotodo Pérez, José
Ricardo Villareal, ‘el poeta de los suburbios’ y Jacqueline Costa —o sea, la
mesa de edición finisemanal en pleno—. Con excepción de Jacqueline, quien sin
inmutarse siguió corrigiendo el texto que tenía en frente, los otros se
pusieron en pie de inmediato, mirándose entre sí y contemplando la escena entre
curiosos, sorprendidos y francamente alarmados.
Pero, pero, pero... ¿Las rotativas?
¿Pararlas? ¿A las 9 y 16 minutos de la noche, justo 14 antes del cierre de la
última edición? ¿Y por petición de Gervasio Suárez, no precisamente el más
confiable de los periodistas neoyorquinos y quien ya ni siquiera trabajaba en
El Diario?
¡Aquí pasan tantas cosas! Con
periodistas de 14 países de Latinoamérica y otros cuantos de allende la mar, el
periódico parecía a veces —y más los fines de semanas— un curioso resumen
desquiciado o un microcosmos caprichoso del continente, hasta tal punto que lo
único que debería sorprendernos es que todavía hubiera alguien que se
sorprendiera de las cosas que pasan... Pero esta repentina aparición de
Gervasio no tenía ningún sentido, esto superaba cualquiera de las cotidianas
locuras del periódico, y retirando los auriculares que por lo general me
aislaban del estruendo imperante, me puse en pie para tratar de dilucidar desde
la distancia lo que ocurría alrededor del escritorio de Ramoncito Benavides.
“¿Pero qué pasa, Gervasio?”, le
preguntó Berenice, implícitamente apelando a la calma general con su tono
siempre sereno y comprensivo.
“Ya he dicho que es un noticionón. ¡La
portada de mañana!”, dijo con voz ansiosa, casi suplicante Gervasio Suárez,
expulsado perentoriamente del periódico tres semanas y medias atrás, después de
romper todos los records vigentes de advertencias orales y escritas, de
reprimendas públicas y privadas.
“Y yo he dicho que paren las rotativas!
¡Y es una orden!”, dijo Ramoncito, exaltado, casi agresivo, por alguna extraña
razón calándose su sombrero, acercándose a uno de los ventanales que daba a la
calle Varick y clavando la vista en dirección de las recién inauguradas Torres
Gemelas.
¡Esto tampoco tenía sentido! ¿Ramón
Benavides autoritario, brusco, agresivo? Eso no lo habíamos visto nunca, jamás.
Si Ramoncito, que sólo ejercía de editor nocturno durante las brevísimas
vacaciones anuales de don Ave y las noches de viernes —víspera de la edición
más escueta en contenido y anuncios de toda la semana— era un individuo
absolutamente tranquilo, apacible, que no importunaba a ningún compañero a
menos que fuese excesivo el atraso en la entrega de un artículo, una
traducción o una foto.
“¿Y cuál es la gran noticia,
Gervasio?”, preguntó con sorna el flaco Gozálvez.
“El temblor que...”, empezó a responder
el increpado, pero lo interrumpió Sabelotodo Pérez con una carcajada sonora que
se extendió hasta que logró articular, también a grandes voces: “¿Que por fin
encontraste trabajo, Gervasio? ¿Es ésa la gran noticia?”
“Que lo dejen dar la primicia”, ordenó
Ramoncito regresando de la ventana y lanzándole una mirada furibunda a
Sabelotodo. “Señores, hay que tener olfato para las noticias gordas cuando se
producen. ¡Y he dicho que paren las rotativas! ”
“Ramoncito, hace ya muchísimos años que
se eliminaron las...”, comenzó a decir Jacqueline, incorporándose lentamente de
su silla y ahora sí empezando a preocuparse ella también.
“Por supuesto que lo sé... Lo sé mejor
que nadie”, exclamó Ramoncito. “Quiero decir, que paren lo que tengan que
parar, que llamen a la planta, que cambien la portada...”
“¡Terremoto en El Bronx!”, soltó de
repente Gervasio Suárez, como quien lanza un escupitajo o una maldición. “¡Esa
es la noticia, señores y señoras!”
“¡No! ¡No puede ser! ¡Llama a casa,
Berenice!”
“¡Qué va! ¡No le hagan caso! En Nueva
York no tiembla”.
“Imprevisto y devastador. Las
consecuencias impredecibles. Aquí tengo el artículo listo. Lo escribí mientras
atravesaba la ciudad en un taxi”.
“¡Cambien la portada!”
“¡Pero si son las 9 y 21!”
La cuestión se estaba poniendo más
complicada y mucho más interesante con cada segundo que nos aproximaba al
cierre. Había llegado el momento de acercarse y participar. ¿Gervasio habría
estado bebiendo de nuevo? Porque precisamente una borrachera larga le había
causado su primera suspensión sin pago hacia tres años y medio, en el 69,
cuando llegó hora y media tarde a entrevistar al presidente del condado de El
Bronx. ¿O habría sufrido una crisis emocional, mental o lo que fuera a raíz de
su despido? Y por otra parte, ¿si la noticia fuera verdad? Dios bien sabía que
Gervasio tenía sus flaquezas humanas, pero como periodista investigativo muy
pocos le ponían la pata encima. Y ahora que me acordaba, dos años atrás había
temblado en Astoria, un temblor pequeño, localizado, pero bien podría haber
sido un presagio de un gran terremoto en El Bronx. ¡En periodismo nunca se sabe
hasta que se imprime la última página!
“¡Las 9 y 23! ¡Qué hacemos, Ramoncito!”
Yo ya estaba más cerca del grupo, a la
altura de La Bodeguita de En Medio —nuestra diminuta cafetería en la sala de
redacción— y alcancé a ver el fulgor en la mirada de Ramoncito. Por supuesto me
entró un mal presentimiento... Es que era el mismo fulgor que había visto en su
mirada aquella única vez que salimos los dos solos a tomar copas, una noche de
mediados de noviembre, justo después de que celebráramos en la sala de
conferencias la tercera boda de don Rafa Pereira y el cumpleaños atrasado de
Vicky Pelayo.
Tarde aquella noche, con los últimos
parroquianos del café-bar Tequila’s, Ramoncito me había confesado que a él le
aburrían profundamente los días en el periódico, las reuniones editoriales, las
entrevistas rutinarias a políticos y tramposos, el inflaje de cables, la
revisión de pruebas, la corrección de estilo, y todo lo demás, pero en cambio
le encantaba, le apasionaba hasta la última fibra de su ser la hora de cierre,
aquel fragmento mágico de la jornada en que los periodistas que habían estado
dando vueltas por toda la planta y conversando de otras cosas por fin se
concentraban en terminar las notas, en que el editor, el subdirector y el jefe
de redacción se paseaban nerviosos, mirando aquí, acosando allá, tachando con
un lápiz rojo titulares y encabezamientos, la hora en que parecían
multiplicarse los cables de las agencias internacionales con su inconfundible
traqueteo y el retintín de la campanita cuando se trataba de cables urgentes,
en fin esa hora inefable en que todo podía cambiar, en que se crispaban los
nervios y se cruzaban gritos de un lado a otro de la sala de redacción pidiendo
que se redujera un titular o se eliminara un destacado.
“La verdad es que yo vivo para esa
hora, para la hora del cierre”, me había dicho Ramoncito aquella noche de
noviembre en Tequila’s, con los ojos vidriosos por la cantidad de Margaritas
ingeridos. Y yo en ese momento lo comprendí perfecta, solidariamente —y no sólo
con la solidaridad de los ebrios sino también la de los colegas—. Por otra
parte, Ramoncito era uno de esos personajes desfasados, casi anacrónicos, y con
su corbatín y chaleco, sus maneras corteses, sus hábitos de antaño parecía
corresponder mucho mejor a la época de los linotipos, las rotativas, las
operaciones a mano y palanca, mucho antes del arribo del periodismo
electrónico. Perfectamente me lo podía imaginar en medio de una de aquellas
películas norteamericanas de los años 50, cuando el jefe de redacción se
aparecía en mitad del cuadro y gritaba ‘Stop the press!’ Y todo eso estaba muy
bien y hasta resultaba entrañable... sólo que en este momento, atrapado en la
película, la novela, o el disparate de Gervasio Pérez, Ramón Benavides se
estaba jugando su cargo, su prestigio y la edición sabatina de El Diario La
Prensa, el decano de los periódicos hispanos de Estados Unidos.
“¿Qué hacemos, Ramoncito, qué hacemos?
¡Son las 9 y 27!”, suplicó Villareal, ‘el poeta de los suburbios’, que al igual
que Jacqueline y Sabelotodo había estado tratando infructuosamente de llamar a
algún sitio en El Bronx para corroborar o desmentir la noticia.
“Lo que dijo el compañero Gervasio”,
ordenó Ramoncito. “Nueva portada: Terremoto en El Bronx. Subtítulo: Daños
considerables y consecuencias imprevisibles”.
“¡Pero te has vuelto loco!”, dijo
Berenice interponiéndose entre Ramoncito y el flaco Gozálvez, quien parecía a
punto de perder la paciencia o la cordura. “¿No te das cuenta de que Gervasio
no está...?”
“No consigo línea, no consigo línea”,
repetía Sabelotodo.
“Aquí hay otro cable urgente”, dijo
Jacqueline. “Pero viene de Italia”.
“¿Sabes una cosa, Ramoncito?”, dijo de
improviso Gervasio, asiéndolo del hombro suave, casi fraternalmente.
“¿Qué?”, preguntó a su vez Ramón,
apartándose de la mano del otro.
“Que harías bien en medir las
consecuencias de tus acciones”, respondió Gervasio, asegurándose de que estuviéramos
escuchando todos los presentes. “Por el hecho de ser un simple editor nocturno
de fin de semana no deberías estar enviando memorandums y acusaciones al
editor, al jefe de redacción y mucho menos a Recursos Humanos... ¡Perjudicar a
tus propios compañeros! ¡A tus colegas que se han quemado las pestañas
contigo!”
“Pero…. Pero espera un momento,
Gervasio, ¿y el temblor?”
“Ya vendrán a su tiempo los temblores y
los terremotos y fuegos y derrumbes y epidemias... Por eso no se preocupen, que
van a llegar. Y los que todavía estén por aquí, los van a ver y los van a
lamentar”.
“Está completamente chiflado”, dijo
Pérez, sacudiendo la cabeza y entrecerrando los ojos. “Les juro que si yo no
tuviera esta mano derecha prohibida...”
Ramoncito Benavides se dejó caer
sentado en su silla y se apretó la frente con la mano izquierda, con fuerza,
como para impedir que se rompiera algún dique interno.
“Pero olvidemos el pasado”, dijo
Gervasio, mirándonos uno por uno, los ojos lustrosos y un amago de sonrisa en
el rostro. “¿Por que no vamos todos a tomar un par de copas al Tequila’s?
Muchachos, ¡los he echado tanto de menos!”
“Esto era lo único que nos faltaba”,
dijo Villareal, dirigiéndose a la nevera a buscar algo de tomar.
“¡9 y 30! Cerrada a tiempo la edición
del sábado”, dijo Jacqueline Costa, acercando una silla para sentarse al lado
de Ramoncito Benavides, quien en ese momento empezaba a recoger los papeles
revueltos que cubrían su escritorio.
Nueva York, 14 de
febrero de 2006
Juan Fernando Merino
Cuentista, traductor y periodista colombiano. Ha obtenido varios premios literarios colombianos, así como una beca nacional de novela. En España ha sido ganador de siete concursos de cuento, incluyendo los de Bilbao, Ponferrada y León. Es autor del libro de relatos Las visitas ajenas (1995) y la novela El intendente de Aldaz (1999). Entre 1987 y 1997 se desempeñó como jefe de traductores del Festival de Cine de Valladolid, y entre 1990 y 1996 estuvo vinculado con la editorial Anaya de Madrid, para la cual tradujo obras de Mark Twain, Daniel Defoe y Herman Melville, entre otros. Para editorial Norma ha traducido cuatro novelas de Roddy Doyle, así como obras de Coraghessan Boyle y Julie Hecht. Tradujo Ricardo II, como parte del proyecto Shakespeare por escritores. Además, seleccionó y tradujo Habrá una vez, magnífica antología de la joven narrativa norteamericana, publicada por Alfaguara. Actualmente vive en Nueva York, donde es colaborador de El Puente Latino e integrante de la Mesa de Edición del diario La Prensa.
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