lunes, 26 de junio de 2023

Ignacio Echevarría / La mano de Kafka




 

La mano de Kafka

Busqué la fotografía y ahí estaba esa mano, una especie de garra abatida cuya posición sólo puede interpretarse como un rechazo a tocar el cuerpo de su prometida


Ignacio Echevarría
4 de enero de 2019


Fue Reiner Stach, el biógrafo de Kafka, quien me lo hizo notar. Y eso que, como todos, yo había visto y observado la fotografía centenares de veces. Me refiero a la única fotografía que se conserva de Kafka y de Felice Bauer juntos. Una fotografía bien conocida, de la que suele recortarse el retrato más divulgado de Kafka, con su rostro afilado, de mirada muy intensa bajo las cejas pobladas y la oscura mata de pelo. Del contorno de la cabeza sobresalen las orejas puntiagudas, que confieren a Kafka un cierto aire de gnomo o de vampiro.

La fotografía fue tomada a principios de julio de 1917, con motivo del segundo compromiso matrimonial de Kafka con Felice, tres años posterior al primero. Stach la describe así: “Una convencional fotografía de estudio: Kafka de pie, Felice sentada en una silla que, para compensar las estaturas, o tiene la altura de un taburete de bar o está sobre una tarima. Kafka con un traje de verano claro y pañuelo en el bolsillo, corbata oscura estampada sobre camisa blanca; Felice con falda larga y blusa blanca, con un medallón sobre el pecho en el que probablemente se encuentre el retrato de Kafka, y en el regazo una cartera negra que puede que contenga novecientas coronas. Apenas se tocan, tan sólo la mano de Kafka se apoya, extrañamente doblada, en un pliegue de su falda”.

Al leer esto último busqué la fotografía para observarla de nuevo y, en efecto, ahí estaba esa mano, la mano de Kafka, una especie de garra abatida cuya posición sólo puede interpretarse como un rechazo a tocar de ninguna manera el cuerpo de su prometida. Bien mirada, esa mano subvierte la foto entera y la convierte en un inequívoco testimonio del horror que subyace a ese retrato de pareja supuestamente enamorada. La primera edición española de las cartas a Felice, publicada por Alianza, llevaba en las sobrecubiertas de sus tres volúmenes una reproducción de esta foto. Por mucho que los diseñadores no repararan en ello, no cabe comentario más concluyente a esa correspondencia.

Busqué la fotografía y ahí estaba esa mano, una especie de garra abatida cuya posición sólo puede interpretarse como un rechazo a tocar el cuerpo de su prometida

Leyendo el tomo de las cartas de Kafka recién publicado por Galaxia Gutenberg, me vino al recuerdo esa foto, con esa mano agarrotada, al leer el siguiente pasaje de una de las cartas que dirige a su amigo Max Brod. La carta está escrita desde Riva, donde Kafka empleaba sus días de vacaciones en un sanatorio naturista. Está fechada en septiembre de 1913, justo un año después de que conociera a Felice en la casa de la familia Brod, precisamente. Dice Kafka: “La necesidad de soledad es algo autónomo, siento avidez de la soledad, la idea de un viaje de boda me espanta, cualquier pareja de recién casados de viaje, la relacione conmigo o no, me parece un espectáculo repugnante, y cuando quiero provocarme asco, sólo tengo que imaginarme rodeando la cintura de una mujer con el brazo”.

El pasaje parece un comentario avant la lettre a la fotografía de 1917. Explica muy bien la naturaleza del gesto de esa mano que se resiste a tocar de ninguna manera la cintura de Felice, amagando únicamente un contacto que se evita a toda costa.

Es imposible, una vez detectado, sustraerse a ese gesto, que transforma por completo el efecto de la foto. Ya sólo cabe mirar esa mano de chimpancé, en el extremo de un brazo larguísimo. (Uno se acuerda del Informe para una academia, cuyo protagonista es un mono amaestrado).

En los diarios y las cartas de Kafka quedan testimonios del desagrado físico que sintió desde el primer momento respecto a Felice, a la que en un principio tomó por una criada. “Nariz casi rota. Pelo rubio, algo lacio, nada atractivo. Barbilla robusta”... Su boca, en particular, con algunos dientes de oro, le producía especial aprensión. En las amorosas cartas que le dirige, rara vez comparece el cuerpo como sujeto del deseo. Entre su primer encuentro y el segundo transcurre casi medio año. Para entonces, ya le ha mandado más de un centenar de cartas en las que se hace patente que la escritura misma -escribir, escribir, escribir- es el objeto mismo del deseo.

EL CULTURAL



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